Martín Paradelo Núñez (CNT-AIT, Sindicato de Oficios Varios de Compostela).
06/08/2013
Es fácil, desde una mirada ideológica, percibir
como una evidencia que el poder existe, que la mayor parte del género humano se
encuentra sometida en los elementos más básicos de su existencia a una fuerza
exterior que determina su posición socio-económica y dirige sus sistemas
relacionales. Pero también es fácil percibir que, en el mundo económicamente
más desarrollado, nunca ha existido una conciencia tan baja de la misma
existencia del poder, una ilusión tan extendida de vivir bajo una forma inédita
de libertad. Quizá también sea cierto que por primera vez en varias décadas
aparecen movimientos inarticulados, aglutinados en torno a una forma flexible
de organización pero también faltos de un lenguaje con que articular una
percepción diáfana del poder y de sus modos de actuar, y quizá sea cierto que,
como consecuencia de la situación de crisis del sistema económico y de
legitimidad del sistema político, se está produciendo un desapego de las clases
populares hacia el centro de poder. Pero este desapego no implica
necesariamente un rechazo, postura que estamos interesados en extender desde el
movimiento anarquista. Ser conscientes del poder, de su existencia y de sus modos
de control, influencia y reproducción, es el primer paso para combatir de
manera eficaz cualquier forma de poder, por difusa que sea su manifestación, y
avanzar en la construcción de una sociedad articulada sobre la base de la
igualdad y la justicia social, como propugnamos desde el movimiento anarquista.
Desde la reconversión económica mundial que tuvo
lugar desde los años setenta del siglo XX, con el desarrollo de una economía
globalizada y de carácter postindustrial, el poder, como manifestación relacional
de la clase dominante con las clases dominadas, inició también un cambio, que
podemos resumir en el retroceso de su omnipresencia política, desde las formas
más blandas de la democracia socialdemócrata a las más duras de la dictadura
fascista, para, en el mismo movimiento, potenciar su omnipresencia en la
conciencia de cada individuo, para lo que adopta estrategias extremadamente
sofisticadas que van mucho más allá del control policial/militar y religioso
que caracteriza las formas más duras de poder. El poder pierde su carácter
duro, sólido, se licua y avanza hasta integrarse en el mismo ego de los
individuos, eliminando cualquier espacio de resistencia, espacio que deberá ser
reconstruido mediante una negación integral del sistema considerado como un
todo. De esta manera, podemos concluir que la expansión del poder se ha
conseguido mediante su invisibilización y la hipertrofia de su carácter
simbólico, que ha moldeado desde los aparatos de control un nuevo individuo
sobre la base de una fuerte reconstitución del ego de los individuos, que se ha
visto reafirmado e hipertrofiado, de manera que se ha desarrollado un
individualismo narcisista y posesivo y un fuerte hedonismo insolidario. Se ha
construido así un individuo fracturado, definido por su carácter como
consumidor insaciable y como espectador pasivo de una realidad que le supera y
que no entiende, sin sentido del bien común, y se ha dado un paso definitivo en
la historia de la dominación, conseguir que este Yo más íntimo se haya
convertido en capitalista (FernándezDurán, 2010, 49-50).
En un escenario de omnipresencia oculta del
poder es necesario saber descubrirlo donde menos se ofrece a la vista, donde se
encuentra más desconocido y, por tanto, reconocido. El poder simbólico es, en
efecto, ese poder invisible, que no puede ejercerse sino con la complicidad de
los que no quieren saber que lo sufren o incluso que lo ejercen (Bourdieu,
2012, 71-72). En cuanto instrumentos estructurados y estructurantes de
comunicación y de conocimiento, los sistemas simbólicos cumplen su función
política de instrumentos de imposición o de legitimación de la dominación, que
contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre la otra aportando el
refuerzo de su propia fuerza a las relaciones de fuerza que las fundan, y
contribuyendo así a la domesticación de los dominados (Bourdieu, 2012, 75).
Debemos entender la complejidad de los sistemas de dominación. El poder no es
un movimiento exclusivo de la clase dominante hacia la clase dominada, sino que
es también reproducido por la propia clase dominada en su propia
estratificación, de manera que los individuos de los estratos superiores
ejercen el poder que padecen sobre los estratos inferiores de su propia clase,
en un movimiento que adopta forma de espiral y que alcanza el límite de la
exclusión social.
El poder simbólico, poder substitutivo de la
fuerza (física o económica), como poder de constituir lo dado por la
enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la
visión del mundo y, de esta manera, la acción sobre el mundo, por lo tanto, el
mundo, sólo se ejerce si es reconocido, es decir, desconocido como arbitrario
(Bourdieu, 2012, 78). Alcanzar este nivel tan sofisticado de invisibilización
del poder, de integración de éste en las estructuras de pensamiento de los
individuos, es un proceso extremadamente complejo en el que intervienen
multitud de estrategias, todas tendentes a producir un desarme ideológico
absoluto, una incapacidad ética integral, y a evitar la más simple de las
formas autónomas de actuar y su integración en un proceso colectivo positivo.
Es decir, se procura crear un ser humano individualista, narcisista, posesivo,
hedonista e insolidario. Aquí nos centraremos en una de estas estrategias, la
del control del deseo por el consumo, que cuenta también con sus concreciones
materiales y, mal que le pese a los apologetas de lo posmoderno y lo virtual o
de lo viejo y lo neo-rural, con sus formas de superación colectiva en sentido
revolucionario.
Desarme ideológico mediante el deseo.
Creando un nuevo ser humano.
A partir de finales de los años setenta
comienzan a aparecer con fuerza nuevas formas de vida, que rápidamente se
tornan dominantes. Se trata de nuevos modelos basados en la imitación de las
formas de vida de las clases altas, convenientemente edulcoradas y
simplificadas, haciéndolas extensibles a un amplio conjunto de la población.
Se
trata, desde la aparición espectacular de los yuppies hasta el progresivo
afianzamiento de la clase media, de modelos extremadamente homogeneizadores y
que encuentran un elemento unificador en el consumo. Podemos decir que a partir
de este momento, según el discurso ideológico dominante, todo es clase media,
todo el mundo se ha convertido en consumidor, todo se ha transformado en un
centro comercial, el espacio se ha convertido en una infinita sucesión de
superficies que son imágenes, y la diferencia, que es un fenómeno temporal, ha
dado paso a la identidad y la estandarización. Esto ha implicado el fin de la
temporalidad, la reducción al cuerpo y al presente (Jameson, 2012, 30-33), ha
supuesto una desarticulación completa a nivel histórico y ético para el
individuo, que en este proceso de homogeneización ha perdido todos sus
referentes excepto los suministrados por el propio poder, que para garantizar
su reproducción necesita crear personas que satisfagan las necesidades del
propio poder, que cooperen fl uidamente y en grandes cantidades, que deseen
consumir cada vez más, personas cuyos gestos sean estandarizados, fácilmente
previsibles, y se pueda influir sobre ellos. El sistema necesita personas que
se sientan libres e independientes, no sujetas a ninguna autoridad o principio
de conciencia, pero que estén dispuestas a adaptarse a la maquinaria social sin
fricción (Fromm, 2011, 105-106).
Este marco existencial, que podemos denominar
sociedad de consumidores, se caracteriza por reformular las relaciones
interhumanas a imagen y semejanza de las relaciones que se establecen entre
consumidores y objetos de consumo. Se produce, a nivel social, un punto de
quiebra con el paso del consumo al consumismo, cuando el consumo asume una
posición central en la vida de la mayoría de las personas, cuando se convierte
en el propósito mismo de su existencia, un momento en que nuestra capacidad de
querer, de desear y de anhelar, y en especial nuestra capacidad de experimentar
esas emociones repetidamente, es el fundamento de toda la economía de las
relaciones humanas (Bauman, 2007, 44). A diferencia del consumo, que es
fundamentalmente un rasgo y una ocupación del individuo humano, el consumismo
es atributo de la sociedad, de manera que la capacidad esencialmente individual
de querer, desear y anhelar, debe ser separada (alienada) de los individuos
(como lo fue la capacidad de trabajo en la sociedad de productores, alienación
a la que se superpone) y debe ser reificada como fuerza externa capaz de poner
en movimiento a la sociedad de consumidores y mantener su rumbo en tanto forma
específica de la comunidad humana, estableciendo al mismo tiempo los parámetros
específicos de estrategias de vida específicas y así manipular de otra manera
las probabilidades de elecciones y conductas individuales (Bauman, 2007, 47).
Puede pensarse que el deseo, en los individuos
que participan de una sociedad de consumidores, se dirige prioritariamente a la
apropiación, posesión y acumulación de objetos, cuyo valor radica en el confort
o la estima que proporcionan a sus dueños. La apropiación y posesión de bienes
que aseguren confort y estima pudo ser el principal motivo de deseo en la sociedad
de productores, una sociedad abocada a la causa de la estabilidad de lo seguro
y la seguridad de lo estable, y que confiaba su reproducción a patrones de
conducta individual diseñados a estos fines. En la época de la modernidad
industrial la gratificación parecía en efecto obtenerse sobre todo de una
promesa de seguridad a largo plazo y no del disfrute inmediato (Bauman, 2007,
48-50). Pero el deseo humano de seguridad y sus sueños de un estado estable
definitivo no sirven a los fines de una sociedad de consumidores, el deseo
humano de estabilidad deja de ser una ventaja sistémica fundamental para
convertirse en una falla potencialmente fatal para el propio sistema, que ha
desarrollado estrategias para mantener al individuo permanentemente insatisfecho,
garantía última de su propia reproductibilidad. El consumismo, contrariamente a
anteriores formas de vida, no asocia tanto la felicidad con la gratificación de
los deseos sino con un aumento permanente del volumen y de la intensidad de los
deseos, lo que a su vez desencadena el reemplazo inmediato de los objetos
pensados para satisfacerlos y de los que se espera satisfacción (Bauman, 2007,
50-51). Las nuevas formas de capitalismo se asientan sobre la inestabilidad de
los deseos, la insaciabilidad de las necesidades, y la resultante tendencia al
consumismo instantáneo y a la instantánea eliminación de sus elementos.
Y es que, en realidad, este nuevo tipo de
consumo no tiene objeto. Las conductas de consumo, aparentemente centradas,
orientadas al objeto y al goce, responden a la necesidad de expresión
metafórica o desviada del deseo, a la necesidad de producir un código social de
valores. Así, lo determinante es la función inmediatamente social, de
intercambio, de comunicación, de distribución de los valores a través de un
cuerpo de signos. El consumismo es un sistema que asegura el orden de los
signos y la integración del grupo, es decir, una moral, un sistema de valores
ideológicos, y, a la vez, un sistema de comunicación, una estructura de
intercambio. De esta manera, y por paradójico que parezca, esta nueva forma de
consumo se define como excluyente del goce. El goce ya no aparece en modo
alguno como finalidad, como fin racional, sino como racionalización individual
de un proceso cuyos fines están en otra parte. El goce definiría el consumo
para uno mismo, autónomo y final, pero en el nuevo capitalismo global el
individuo, aunque consume para sí mismo, no lo hace solo. Ésta es la ilusión
del consumidor, cuidadosamente mantenida por todo el discurso ideológico sobre
el consumo. El consumo entra en un sistema generalizado de intercambio y de
producción de valores codificados, en el cual, a pesar de sí mismos, todos los
consumidores están recíprocamente implicados (Baudrillard, 2009, 80-81).
Efectivamente, hoy el goce es obligado y está institucionalizado, no como
derecho o como placer, sino como deber del ciudadano. El consumidor, el
ciudadano moderno, no tiene posibilidad de sustraerse a esta obligación de
felicidad y goce, que es el equivalente, en la nueva ética, a la obligación
tradicional de trabajar y producir. El individuo moderno pasa cada vez una
menor parte de su vida en la producción del trabajo y cada vez más en la
producción e innovación continua de sus propias necesidades y de su bienestar
(Baudrillard, 2009, 82-83). Debe ocuparse de movilizar constantemente todas sus
posibilidades, todas sus capacidades de consumo. Si lo olvida, se le recordará,
amable e instantáneamente, que no tiene derecho a no ser feliz y que, de hecho,
se acerca al límite de la exclusión.
Pero movilizar constantemente estas capacidades
consumistas sólo es posible si la insatisfacción ante el consumo es diseñada a
nivel sistémico. De hecho, la reproducción de la sociedad de consumidores sólo
es posible en cuanto la insatisfacción de sus miembros sea perpetua. El
mecanismo explícito para conseguir este efecto consiste en denigrar y devaluar
los artículos de consumo en el momento siguiente al de su aparición. Pero
existe otro método para lograr lo mismo con mayor eficacia que permanece en la
sombra. Consiste en satisfacer cada necesidad, cada deseo, cada apetito, de
forma que sólo pueda generar nuevas necesidades, deseos, apetitos. Lo que
comienza como un esfuerzo por cubrir una necesidad debe conducir a la
compulsión o a la adicción. Y es allí donde conduce, pues la necesidad urgente
de buscar la solución a los problemas y el alivio de los males y angustias en
los centros comerciales, y sólo en los centros comerciales, sigue siendo un
aspecto del comportamiento que no sólo está permitido sino que es promocionado
y favorecido activamente para lograr que se condense bajo la forma de un hábito
o una estrategia sin alternativas aparentes (Bauman, 2007, 71). Al lado de esta
solución milagrosa a través del consumo en su templo privilegiado, se han
generado otras diversas formas de solución a los males sociales (siempre
percibidos como meramente individuales) que reproducen esta curación
consumista, cuyas manifestaciones más espectaculares se encuentran en el libro
y en los grupos de auto-ayuda, cuya promoción no tiene otra intención sistémica
que impedir cualquier manifestación de pensamiento independiente e
imposibilitar los contactos enriquecedores con colectivos que no compartan todo
con uno mismo pero que desde la diferencia manifiesten sentimientos de empatía
y reciprocidad, es decir, la eliminación de cualquier posibilidad de lo
heterogéneo.
La sociedad de consumidores tiene otro rasgo
fundamental que la distingue de cualquier otro acuerdo entre humanos, y es su
habilidoso y efectivo mantenimiento del esquema y su manejo de la tensión
(requisitos previos para un sistema auto-estabilizante). La sociedad de
consumidores ha desarrollado en grado superlativo la capacidad de absorber
cualquier disenso que pueda producir, para reciclarlo luego como recurso para
su propia reproducción, fortalecimiento y expansión. La sociedad de
consumidores extrae su vigor y su impulso de la desafección que ella misma
produce (Bauman, 2007, 72-73). Después del cambio que hemos señalado alrededor
de la década de los setenta, el capitalismo adoptó un giro en sus estrategias
de manipulación de las opciones de comportamiento para mantener el sistema de
dominación. Este giro, menos costoso y conflictivo, amplió considerablemente el
margen de acción de la clase dominante. Esta variante no genera prácticamente
disenso, resistencia o rebelión debido al recurso de presentar una nueva
obligación, la obligación de elegir, como libertad de opción. La oposición
entre el placer y el principio de realidad, hasta hace poco considerada
insalvable, ha sido superada: rendirse a las rigurosas exigencias del principio
de realidad se traduce como cumplir con la obligación de buscar el placer y la
felicidad, y por lo tanto es vivido como un ejercicio de libertad y de
auto-afirmación (Bauman, 2007, 104-105), aunque este placer no sea más que el
recurso a la compulsión del consumo y esta felicidad apenas sea una forma de
euforia consumista permanentemente estimulada, y a pesar de que la ansiedad
patológica, el vacío emocional y una vida permanentemente manipulada y alienada
sean las consecuencias finales a nivel individual.
De esta manera, se crea un ser humano entregado
a la totalidad, entendida como forma homogeneizada y no comprometida de
relación (el único compromiso que se exige es el consumo), de manera que
desaparece el sentido tradicional de pertenencia a un grupo, o varios grupos,
conformadores de personalidad y creadores de vínculos duraderos y activos entre
los individuos, fundidos en la historia, individual y de clase. La sociedad de
consumidores tiende a romper los grupos, a hacerlos frágiles y divisibles, y
favorece en cambio la rápida formación de multitudes, como también su rápida
desagregación. El consumo es una acción solitaria por antonomasia (quizá
incluso el arquetipo de la soledad), aun cuando se haga en compañía. Ningún
vínculo duradero nace de la actividad de consumir (Bauman, 2007, 109). Los
grupos se conforman en torno a diferentes maneras (hechas ver como exclusivas)
de vivir el consumo, desde los adolescentes aglutinados en torno al salón
recreativo, a las comunidades virtuales y las tribus urbanas que se aglutinan
en torno al consumo de la estética y del propio deseo de una rebelión vivida
superficialmente y que nunca supera una fase puramente estética. Seamos
polémicos y honestos: es evidente que pensamos en el hipismo contra-cultural y
en el punk, anarko o no, como ejemplos paradigmáticos de tribus posmodernas,
estéticas, individualistas, reaccionarias y fundamentalmente desarrolladas
sobre el consumismo a nivel ontológico. Este individualismo posmoderno no ha
surgido de una problemática de la libertad y de la liberación. Ha surgido de
una liberalización de las redes y de los circuitos esclavizados, de hacer de
cada individuo un esclavo permanente en todos los ámbitos de su vida, sin
ningún espacio de resistencia o refugio vivencial, y sin embargo consciente,
paradójicamente, de vivir la mayor de las libertades. Así, la liberalización
del consumo se ha convertido en la vía más segura de disuasión de la libertad
(Baudrillard, 1995, 161-162), y ha llevado a la expropiación radical del
sujeto, desconectado del resto de elementos sociales, creando un individuo
nuevo que es fundamentalmente indiferente a sí mismo. Este problema de la
indiferencia a sí mismo está en el corazón mismo del problema más general de la
indiferencia del tiempo, del espacio, de la política, de lo sexual. La
indiferencia del individuo hacia sí mismo y hacia los demás es una indiferencia
a imagen y semejanza de todas esas indiferencias señaladas, resulta de la
indivisión del sujeto, de la desaparición del polo de alteridad, de su
inscripción en lo idéntico, que resulta paradójicamente del requisito, para él,
de ser diferente de sí mismo y de los demás (Baudrillard, 1995, 163).
Como consecuencia de esta pérdida de importancia
vital del grupo, de lo colectivo como sistema relacional estable, también la
vida del individuo como tal pierde esta necesidad de estabilidad, incluso en lo
económico, que ha sido el siguiente paso a desarrollar desde el nuevo poder
capitalista. La sociedad de consumo es también la sociedad de aprendizaje del
consumo, de adiestramiento social del consumo, es decir, un modo nuevo y
específico de socialización relacionado con la aparición de nuevas fuerzas
productivas y con la reestructuración monopolista de un sistema económico de
alta productividad. El crédito cumple aquí un papel determinante. La sociedad
de consumidores se consigue adiestrando mentalmente a las masas, a través del
crédito, a hacer cálculos previsores, a invertir y tener un comportamiento
capitalista de base (Baudrillard, 2009, 84-85). La ética racional y
disciplinaria que fue el origen del productivismo capitalista moderno logró
imponerse así en toda una esfera que hasta entonces escapaba a su influencia.
De esta manera se impuso la vida a crédito, el hecho de vivir endeudado
permanentemente, endeudamiento que, de forma perversa, es percibido como una
forma excelsa de libertad en cuanto que permite un acceso permanente a un nivel
superior de consumo desde el que construir las nuevas formas de autoestima a
las que hemos aludido. Esta vida a crédito ha tenido un efecto devastador en
las condiciones de la clase obrera, pues ha contribuido tanto a su
desarticulación simbólica, en cuanto que este consumo implica un deseo de
imitación de las clases altas que contiene necesariamente una actitud de odio y
desprecio hacia el resto de miembros de la misma clase que no acceden a este
consumo y, por otro lado, ha logrado una extensión de la precariedad laboral a
niveles inéditos, lo que ha resultado fácil tras crear una masa de individuos
dominados por la necesidad vital de mantener un determinado nivel de consumo
impuesto pero percibido como escogido libremente, una masa que soportará
cualquier condición laboral (horas extras, movilidades...) a condición de
mantener su única forma de acceso a este consumo: el salario. Pero en los
estratos inferiores de la clase trabajadora, esta precarización incorpora un
nuevo desastre, el de la temporalidad planificada y el desempleo sistémico, que
se constituyen permanentemente como amenazas de exclusión social.
Porque ha aparecido una nueva forma de
exclusión, que se superpone a la tradicional marginalidad, que persiste y se
extiende. Esta nueva exclusión divide la sociedad entre consumidores y no
consumidores, pero al mismo tiempo establece un mapa social que permite
eliminar directamente a los elementos efectivamente en situación de exclusión
socio-económica, que se encuentran en esta situación precisamente como
consecuencia del consumismo de los estratos superiores, un grupo para el que el
sistema desarrolla un concepto denigrante que permite al mismo tiempo
expulsarlos de la sociedad y hacer olvidar la culpabilidad del resto del cuerpo
social en su marginalidad, el concepto de infraclase (Wacquant, 2007), con toda
su variedad de términos asociados, desde marginales a chusma. El término
infraclase, expresión por la que se persigue, y se consigue, estigmatizar al
conjunto de los pobres (Gans, 1995, 2), presupone una sociedad que no es nada
hospitalaria ni accesible para todos, una sociedad que considera que el rasgo
que define su soberanía es la prerrogativa de descartar y excluir, de dejar de
lado a una categoría de personas a las que se les aplica la ley negándoles o
retirándoles su aplicación. La infraclase evoca la imagen de un conglomerado de
personas que han sido declaradas fuera de los límites en relación con todas las
clases y con la propia jerarquía de clases, con pocas posibilidades y ninguna
necesidad de readmisión. Ninguna necesidad, porque en la nueva ideología del
consumo las personas excluidas son responsables y culpables de su exclusión
(Wacquant, 2003, 19-21), pues se establece como un axioma que no poseen ni el
nivel cognitivo ni la voluntad para abandonar esta marginalidad y acceder a los
estratos superiores (Murray-Herstein, 1994) (1)
De esta manera, el poder, en su manifestación
dura, policial,represiva, se despliega principalmente en la periferia social
con la intención de impedir que los excluidos se reincorporen a la corriente
principal mayoritaria, que permanece así como terreno de dominio exclusivo de
los miembros genuinos de la sociedad de consumidores (Bauman, 2010, 38-39). Se
produce, con los individuos que conforman las nuevas formas de exclusión, un
asesinato categorial, eliminándolos en bloque y sin matices de la sociedad. La
lógica social del asesinato categorial es la de la construcción del orden. En
el momento de diseñar la gran sociedad con la que se pretende reemplazar el
agregado de órdenes locales incapaces de auto-reproducirse de forma eficaz,
ciertos segmentos de la población acaban siendo inevitablemente clasificados
como sobrantes, para ellos no se encuentra espacio alguno en el orden
racionalmente construido del futuro. El asesinato categorial es una destrucción
creativa. Eliminando todo aquello que está fuera de sitio o no encaja, se crea
o se reproduce un orden (Bauman, 2010, 150-151).
Pero este asesinato categorial va todavía más
lejos, no afecta sólo a los individuos y grupos del lado de fuera del margen
social, sino al resto de individuos que han sido separados de estos grupos y a
la estructura primigenia que se ha dividido arbitrariamente y enfrentado entre
los diferentes estratos. Hablando claro, lo que se asesina es la propia
categoría de clase obrera, con todas las terribles consecuencias que este hecho
acarrea para la propia clase obrera. Porque la clase obrera sigue existiendo,
aunque a veces no se reconozca a sí misma. Hay que aclarar que debemos entender
el concepto de clase obrera en un sentido amplio, evitando tanto la mitomanía
marxista de percibirla como sujeto histórico preconstituido como la tendencia
posmoderna a negar su existencia o a definir un sistema infinito de clases. La
clase obrera existe y ocupa el lugar antagónico a la única otra clase
existente, pero reducirla a la imagen masculina del asalariado en el sistema
fabril, imagen tantas veces dominante, no ayuda a entender las dinámicas
sociales del capitalismo en su fase más avanzada. Debemos entender la clase
obrera como una categoría socio-económica, definida por la necesidad de los
individuos que forman parte de ella de poner en mercado su fuerza, su tiempo y
su capacidad, para conseguir su supervivencia, y por su posición subalterna
tanto en los procesos de toma de decisión social y política como en los ámbitos
de conformación de la ideología dominante. Por lo tanto, el concepto de clase
define la posición de cada individuo en los procesos de producción y de
reproducción social. Se abre así el concepto de clase a sujetos que, habiendo
estado siempre activos, no siempre fueron movilizados en el imaginario social,
como las mujeres, los migrantes, los excluidos, al mismo tiempo que supera la
ficticia diferenciación entre clases medias y bajas, basada en la fractura
entre el centro y la periferia laboral y entre márgenes de la periferia social
que caracteriza a la sociedad occidental en los últimos años. Esto no implica
la visión monolítica de una sociedad escindida en dos grupos antagónicos
dotados de una fuerte coherencia y cohesión interna que se confrontan
permanentemente entre sí. Las grietas entre las dos clases existen, la
ideología dominante es reproducida por la clase dominada, además de que, dentro
de la clase obrera, aparecen dinámicas complejas y tensiones que incluyen la
dominación y la agresión entre miembros de la misma clase.
Este asesinato categorial de la clase obrera ha
tenido unas consecuencias dramáticas, en primer lugar en las propias
condiciones objetivas de vida de la clase obrera. Pero no insistiremos en lo
que ha significado en términos de empobrecimiento y de extensión de la
precariedad y la explotación. Nos interesa señalar una consecuencia de mayor
calado, que impide la reversibilidad de esos procesos de empobrecimiento y
explotación. Esto es, la pérdida de las relaciones de solidaridad entre los
miembros de la clase obrera, la pérdida de un lenguaje colectivo desde el que
articular todas las demandas y movimientos de la clase obrera respecto a la
clase dominante. Se ha producido una individualización de tal grado que impide
a los individuos de la clase obrera reconocerse en sus semejantes, semejantes,
encontrar puntos de anclaje colectivos desde los que disponer una acción
positiva de cambio, incluso encontrar referencias aplicables a sus presentes y
futuros.
De esta manera, la individualización no
significa tanto una lógica de acción sin cortapisas, que se desenvuelve en un
espacio virtualmente vacío, ni tampoco una mera subjetividad. El rasgo
distintivo de las modernas regulaciones es que deben ser suministradas por los
individuos mismos, importadas a sus biografías mediante sus propias acciones,
lo que ha producido una sociedad regida fundamentalmente por dinámicas de
competencia, dado que para acceder a las ventajas sociales modernas el
individuo debe realizar un esfuerzo activo. Debe saber autoafirmarse en la
competencia por unos recursos limitados, y ello no de una vez por todas, sino
día a día. La biografía normal se convierte así en biografía electiva, en
biografía reflexiva, en biografía “hágalo-usted-mismo”. Esto no sucede
necesariamente por elección ni se salda necesariamente con el éxito. La
biografía “hágalo-usted-mismo” es siempre impuesta por el sistema y es siempre
una biografía de riesgo (Beck y Beck-Gernsheim, 2003, 39-40). Es precisamente en
este riesgo en el que se ha ahogado la clase obrera, en el que, para garantizar
su supervivencia individual, ha puesto fin a los procesos colectivos de
construcción y resistencia que constituyeron la vivencia de la clase obrera en
la época industrial. Es cierto que estos procesos no eran omnipresentes, pero
eso no anula su existencia. Es cierto que eran imperfectos, que estaban
infectados de situaciones de dominación, pero también que en muy escasas
ocasiones se los sometió a una reconsideración y una reconstrucción no
autoritaria. Y también es cierto que cualquier intento de superación de la
actual situación de ultra-precarización y ultra-explotación que sufre la clase
obrera pasa por reconstruir estos procesos de la manera más eficaz y urgente.
El espacio del nuevo ser humano
y del poder que lo consume:
el centro comercial y el mundo
como centro comercial.
Podemos definir el estilo de vida de la sociedad
actual empleando los conceptos de cultura ahorista y cultura acelerada
(Bertman, 1998), una cultura dominada, como hemos señalado, por la satisfacción
inmediata y no duradera, una cultura que es consecuencia y a la vez condición
para el mantenimiento del consumo como sustento de las nuevas formas de
capitalismo. Esta cultura se caracteriza fundamentalmente por una renegociación
del sentido del tiempo, entendido como transitorio, e impone una nueva
espacialidad, preparada para acoger y potenciar esta transitoriedad, este flujo
inestable en que se ha convertido el devenir diario de los individuos. Esta
nueva espacialidad es percibida en cualquier parte, desde la misma
configuración general de las ciudades, conglomeradas en torno a grandes lugares
de paso y no de estancia, y articuladas por redes de comunicación y transporte
que adquieren el carácter de auténticos no-lugares, lugares desprovistos de
personalidad e incapaces de aportar vivencias significativas a las personas que
los ocupan (Augé, 1983, 83-85).
Entre estos nuevos lugares destaca, en su
multiplicidad de formas, el centro comercial, forma espacial que es producto
directo de la nueva cultura de consumo. Se produce así una privatización del
espacio urbano. Al descuido inicial del espacio público le sigue el abandono
para terminar finalmente con el reemplazo de éstos por otros lugares que ofrezcan
seguridad y diversión. Los centros comerciales y los parques temáticos han
desplazado gradualmente a los espacios públicos urbanos como parques o plazas
debido al cambio en las preferencias de consumo, determinado por los cambios en
las estructuras y dinámicas económicas, así como también por el temor a los
espacios públicos, a la delincuencia, y por el miedo a ser víctima de algún
delito. En este sentido, los centros comerciales se convierten, en una
perversión descomunal dado su carácter de espacio dominado por las
corporaciones y las multinacionales, en los nuevos espacios públicos, espacios
blindados, con una arquitectura defensiva en la que el uso del panóptico
garantiza un control integral (Rosas Molina, 2007, 294).
Como hemos señalado, la expansión de la
producción capitalista necesitó construir nuevos mercados y educar al público a
través de la publicidad y otros medios para que se transformara en consumidor.
Horkheimer y Adorno (1994, 165-212) demostraron cómo la misma lógica mercantil
y la misma racionalidad instrumental que se manifiestan en la esfera de la
producción pueden advertirse en la esfera del consumo. En las actividades del
tiempo libre, en las artes y la cultura, en general, se deja ver la industria
cultural. La primera fase de la dominación de la economía sobre la vida social,
activa durante la fase del capitalismo industrial, supuso la degradación del
ser en tener en lo que respecta a toda valoración humana, y desde el inicio de
la fase postindustrial se ha producido un desplazamiento generalizado del tener
al parecer, del cual extrae todo tener efectivo su prestigio inmediato y su
función última (Debord, 2008, 42-43). Al sucumbir los fines y valores más
elevados de la cultura a la lógica del proceso de producción y del mercado, la
recepción pasa a estar dictada por el valor de cambio. La superproducción de
signos y la reproducción de imágenes y simulacros conducen a una pérdida del
significado estable y a una estetización de la realidad en la que las masas se
ven fascinadas por el inacabable flujo de yuxtaposiciones extravagantes que
lleva al espectador más allá de todo sentido estable (Featherstone, 2000, 41),
lo que ha desarrollado una auténtica cultura sin profundidad (Jameson, 1991),
en la cual el consumo ha adquirido, mediante la manipulación activa de los
signos y los sistemas simbólicos de los individuos (Baudrillard, 2009), una
centralidad inédita en la sociedad de capitalismo tardío y se ha vuelto
esencialmente cultural a medida que se desregulaba la vida social.
Se ha completado así el proceso de vaciamiento
ético y de estetización de la vida cotidiana, lo cual se consiguió recurriendo
al rápido flujo de signos e imágenes que satura la trama de la vida diaria en
la sociedad contemporánea. El carácter central de la manipulación comercial de
las imágenes mediante la publicidad, los medios de comunicación y las
exhibiciones, actuaciones y espectáculos del tejido urbanizado de la vida
cotidiana conlleva una constante reelaboración de los deseos a través de las
imágenes (Featherstone, 2000, 120). Precisamente, será el centro comercial el
espacio desde el cual el sistema capitalista lanza su compleja artillería de
imágenes insignificantes más allá del estímulo de consumo, de cualquier
consumo, que consiguen una fascinación absoluta en los individuos; de este modo
se produce un desarme integral de la razón. Es así que la función del centro
comercial no es sólo estimular el consumo, sino, al mismo tiempo, impedir, en
esa euforia sensorial que oprime a sus visitantes, cualquier forma de crítica
y, consecuentemente, de actuación fuera de este marco. Es decir, si tiene una
función en el sistema productivo del sistema, no es menos importante su función
en el sistema reproductivo.
En los centros de compra, los paseos comerciales
o las grandes tiendas, el consumo no es una transacción económica racional
puramente calculadora para maximizar la utilidad, sino que es, primariamente,
una actividad cultural de tiempo libre en la que las personas se convierten en
audiencias que se desplazan a través de la imaginería espectacular destinada a
connotar suntuosidad y lujo o acumular connotaciones de sitios exóticos
deseables y remotos, y nostalgia por armonías emocionales pasadas. El consumo
tiene que convertirse en una experiencia. A medida que las ciudades se
desindustrializaban y se convertían en centros de consumo, una de las
tendencias de las décadas de 1970 y 1980 consistió en rediseñar y expandir los
centros de compras, que incorporan muchos de los rasgos del posmodernismo en su
diseño arquitectónico del espacio interior y los entornos simulados: uso de
ilusiones y espectáculos de sesgo onírico, eclecticismo y mezcla de códigos,
que inducen al público a circular entre una multiplicidad de vocabularios
culturales que no dan oportunidad al distanciamiento y propician una sensación
de inmediatez, descontrol emocional y asombro infantil (Featherstone, 2000,
172).
Uno de los aspectos centrales de esta nueva
espacialidad es el hecho de que la ciudad, que históricamente se había
organizado en todos sus aspectos en torno a la producción, ahora lo hace en
torno al consumo, al mismo tiempo que la economía de las nuevas ciudades se
basa menos en la producción y consumo de objetos que de cultura. Este con el
auge de una economía simbólica relacionada con la creación y distribución de
imágenes (Scott, 2000). El hilo conductor de esta transformación profunda de la
ciudad es el consumo de mercancías, servicios y experiencias. La ciudad
completa se convierte en centro comercial, ya sea llevándolo al centro urbano,
especializado, diversificado, rico de imaginario, recreando así la ciudad en el
interior del centro comercial, ya sea convirtiéndose ella misma en centro
comercial escenográfico (Amendola, 2000, 216).
Se construye así una nueva ciudad espectacular
en todos los aspectos, en la que los renovados centros urbanos se ven rodeados
de los nuevos centros del poder económico y simbólico, y que llegan a
convertirse ellos mismos en esos centros. Si en un principio estos centros, de
los que destacamos los centros comerciales, formaban cinturones adyacentes o se
situaban en las afueras de la ciudad, los nuevos conceptos de centros
comerciales abiertos han intentado convertir los centros urbanos en parques
temáticos del nuevo poder económico en su manifestación colectiva y socialmente
más relevante: el consumo entendido como ocio eufórico y como entretenimiento.
Así, este nuevo desarrollo urbano incorporó, sobre la base de estas relaciones sociales basadas en las
prácticas del consumo, una variedad de espacios que incluyen desde restaurantes
a zonas que funcionan como reservas turísticas, museos y otros centros de
actividades culturales y, por supuesto, tiendas especializadas. Se produce así
una completa estetización de la vida diaria que busca la construcción de un mundo
ficticio, alterado, que con su hiperestimulación sensorial consigue en realidad
entumecer los sentidos y la razón. Este proceso de estetización culmina con el
desarrollo de los entornos totales, mundos cerrados y autocontenidos que
sobrecargan los sentidos y en los que los individuos con los recursos
suficientes pueden formarse su propia identidad política (Jayne, 2006, 77). Se
afirma de esta manera un nuevo ser humano, el ser humano metropolitano actual,
cortical, mutable, curioso e indiferente, dispuesto en todo momento a sustituir
la razón ética con la razón estética, y se afirma su espacio predilecto de
actuación, los espacios de consumo y de la simulación, los lugares de la
hiperrealidad y los territorios de la mirada, como los centros comerciales o los
parques temáticos (Amendola, 2000, 183-184).
Entramos así en un mundo dominado por las
utopías degeneradas (Marin, 1984), espacios supuestamente felices, armoniosos y
sin conflictos, apartados del mundo real exterior para suavizar y ablandar la
realidad, entretener, inventar la historia y perpetuar el fetiche de la cultura
de las mercancías en lugar de someterlo a crítica. La dialéctica se reprime y
se garantizan la estabilidad y la armonía mediante una vigilancia y un control
intensos. El ordenamiento espacial interno unido a las formas jerárquicas de
autoridad excluye el conflicto o la desviación de la norma social, no se ofrece
(de hecho, se imposibilita) ninguna opción de crítica a la situación existente
en el exterior.
Se perpetúa así el fetiche de la cultura de las
mercancías y de la magia tecnológica en una forma pura, aséptica, ahistórica.
Desde su origen, el centro comercial se concibió como un mundo de fantasía en
el que la mercancíareina de modo supremo. Y aunque los viejos sin techo
comenzasen a verlo como un lugar caliente para descansar, los jóvenes lo
considerasen un lugar para relacionarse y los agitadores políticos lo
utilizaran para entregar sus panfletos, el aparato de vigilancia y control se
aseguraba de que nada perjudicial sucediese (Harvey, 2007, 195). Pero al lado
de esta ciudad hiperreal, del hiperestímulo y la euforia, esta ciudad-centro
comercial en la que todo el mundo quiere entrar, está la ciudad real. Porque
hemos visto cómo la sociedad de los consumidores y el deseo estratifica de
manera contundente. Si los impulsos fundamentales son los de la tendencia a
satisfacer el deseo y la adquisición de status, la ciudad nueva posmoderna
organiza y jerarquiza espacios y poblaciones en relación a su capacidad y a su
posibilidad de satisfacer los deseos. Si la tendencia es en dirección del
encantamiento y la creación de sueños experimentables, el criterio de
estratificación está dado, en consecuencia, por la posibilidad de acceso a los
mundos encantados de la nueva ciudad (Amendola, 2000, 309), a la posibilidad de
entrar con plenos derechos en el centro comercial global. Sólo una parte de los
habitantes puede colocarse establemente en la ciudad del encantamiento y del
imaginario, para los otros, la mayoría, su acceso estable está negado, sólo
tienen la posibilidad de vivirla por un tiempo limitado. Pero este acceso
limitado, esos paseos familiares los domingos por la tarde para ver
escaparates, suponen la ocultación de la fundamental diferencia de clases, la
ilusión de pertenencia a una misma clase media unida como iguales en los
grandes templos del consumo. El centro comercial global ha logrado cumplir así
la profecía que Hal Foster lanzaba hace más de diez años: “Quizá ésta sea la
última mercancía que se ponga a la venta en la Megatienda: la fantasía de que
las divisiones de clase se han acabado” (Foster, 2004, 9).
Pero la realidad es que, concluida esta ilusión,
acabada la tarde del domingo, vuelve la ciudad dura de la cotidianidad,
inaccesible y esencialmente marcada por los principios de la instrumentalidad y
del valor, donde la simulación y la representación tienen poco espacio y donde,
en un escenario de supervivencia, continúa desarrollándose la tragedia de la
pobreza, por nueva o vieja que sea. Porque para los gestores de estos espacios
de poder, para sus beneficiarios inmediatos y duraderos, para la clase
dominante, la clase obrera sigue siendo percibida como enemigo esencial,
incondicionadamente, en cualquier situación. Así, esta estetización y
comercialización del espacio tienen consecuencias trágicas para la clase
obrera, desde la precarización creciente del trabajo asalariado a su expulsión,
física y violenta, de los espacios que se convierten en objeto de interés para
la expansión de estas corporaciones. Pongamos un ejemplo mediático, que además
nos servirá para, en la tercera parte, señalar las posibilidades de reversión y
superación de esta situación. El pasado invierno, Aurelia Rey, octogenaria, era
desahuciada de su vivienda alquilada en el centro de A Coruña (http://www.lavozdegalicia.es/noticia/coruna/2013/02/18/proceden-desahucio-ancianacoruna-pago-mes-alquiler/00031361175447072772545.htm?utm_source=buscavoz&utm_medium=buscavoz).
Éste sería un caso más de tantos que proliferan
si no fuese porque el motivo de este desahucio no era otro que la construcción
de uno de estos espacios de consumo global, un centro comercial abierto de la
marca Inditex. A pesar del silencio mediático en torno a este hecho, no dejó de
ser percibido por la mayoría de la población, lo que dio lugar a un movimiento
popular de solidaridad de gran alcance y, a la vez, a la articulación profunda
de una solidaridad de clase real, incondicionada. Pero a esto volveremos, lo
que interesa ahora retener es el hecho de que estos movimientos que hemos
señalado se construyen, necesariamente, sobre y contra la clase obrera, y obedecen
a un diseño sistémico, a un proceso de
aburguesamiento del espacio urbano(2) que implica la expulsión de sus centros
de la población originaria y su reemplazo por elementos de las clases altas y
por la construcción de grandes centros del consumo objetual y cultural. Estos
procesos son perfectamente visibles en ciudades como Barcelona o Bilbo, y se
encuentran en proceso acelerado en otras como Madrid o en situación latente,
pero diseñados, en lugares como Vigo.
Revertir el control,
reactivar la solidaridad,
caminar hacia la revolución.
Ésta es la situación actual, la dinámica que se
ha llevado a cabo en las últimas décadas de crecimiento y que comienza a
quebrarse con la actual crisis económica, crisis que ha acrecentado la
necesidad y la urgencia de movimientos superadores, pero que también ha
llevado, desde la falta de análisis profundos y radicales que tristemente
dominó al movimiento anarquista durante estas mismas décadas, a la adopción de
soluciones inoperantes, de clara raíz burguesa que, bajo un primer brochazo de
palabrería revolucionaria no escondían más que otra visión del mundo hedonista,
egoísta, parasitaria e imitativa de las formas burguesas de vida, o a la
adopción de soluciones cripto-fascistas que, bajo una radicalidad sólo
aparentemente revolucionaria, esconden fuertes dinámicas reaccionarias.
La primera de estas soluciones ha venido a
demostrar el axioma de Bauman según el cual en el mundo posmoderno la crítica
ha pasado de ser una crítica estilo productor a configurarse como una crítica
estilo consumidor, y ha llevado a la formación de movimientos difusos dirigidos
por la misma forma de individualismo y de busca del placer instantáneo que
hemos definido como uno de los males fundamentales de la sociedad
contemporánea, así como con su mismo rechazo a los principios de organización
colectiva y de estabilidad. Se trata de movimientos que integraban en su
devenir, siempre perecedero, diversas modas políticas (centros sociales,
precariado, activismo afectivo, neorruralismo, derivas transfronterizas...) que
iban surgiendo de lugares indefinidos y que, con mucho cuidado, descubrían y
disponían nuevos sujetos políticos que negaban siempre la centralidad de la
confrontación de clases, y que no pasaban de ser formas casi canónicas del
espectáculo integrado en la manera en que fue definido por Debord, es decir,
formas de crítica mediante las cuales el poder construye la crítica de sí
mismo, de manera que se vea anulada toda forma de crítica real al propio poder (Debord, 1999, 17) y, permítasenos la extensa
cita, sacada del mismo lugar: “Se trata de crear otra seudo-opinión (la una es
la del espectáculo) sobre alguna cuestión que amenaza con tornarse candente;
entre las dos opiniones que así surgen el juicio ingenuo puede oscilar
indefinidamente, y la discusión para sopesarlas volverá a comenzar
indefinidamente. Más a menudo se trata de un discurso general sobre lo que los
medios ocultan, discurso que puede ser muy crítico y manifiestamente
inteligente en algunos puntos, pero de alguna manera descentrado. [...] Hay en
estos textos ciertas ausencias poco visibles, mas no por ello menos notables.
[...] Se trata siempre de una crítica lateral, que ve diversas cosas con mucha
franqueza y exactitud, pero siempre colocándose aparte, y no porque quiera afectar
imparcialidad, pues debe darse, muy por el contrario, un aire de mucha
denuncia”.
Su concepción del poder, que partía de las
formulaciones de Foucault, no podía resultar sino en la negación de la
solidaridad como principio organizador fuerte y estable, pues su carácter
auto-elegido y su encumbramiento egótico impedían una percepción igualitaria
del otro, que sólo podía ser percibido como igual si se encontraba en la misma
deriva de liberación personal. La idea de un poder omnipresente, panóptico, insuperable,
externo al ser humano, metafísico y omnipotente, ponía el énfasis en la
necesidad de la liberación personal por encima de cualquier otra dinámica y
acababa en una forma de desprecio común hacía las personas normales, vistas de
la manera más condescendiente como rebaño o masa. Este énfasis en lo personal ocultaba al mismo tiempo
su escasa intención de reversión del poder.
Y es que el discurso de Foucault es el espejo de
los poderes que describe. Ésa es su fuerza y su seducción, y no su índice de verdad;
un discurso que se podía permitir descubrir espirales sucesivas de poder sin
hacer surgir ni por un momento la cuestión de su exterminación (Baudrillard,
1978, 9-13), pues Foucault siempre se detiene ante el delineamiento de la
última espiral, la de una revolución actual del sistema (Baudrillard, 1978,
19-20). El poder en Foucault es una noción estructural, una noción polar,
perfecta en su genealogía, inexplicable en su presencia, insuperable a pesar de
una especie de denuncia latente, irreversible e invencible. Para Foucault el
poder es un principio irreversible de organización, que fabrica lo real, y de
la misma manera es percibido por estos movimientos que resultaron,
necesariamente, puramente estéticos, puros artificios de la mala conciencia organizada
en torno al bar (desde los noventa llamado centro social) y a las asambleas de
abrazos y cuyas dinámicas en sentido revolucionario no pasaron de la pura
teoría. El giro de una parte importante del movimiento anarquista de las
últimas décadas hacia una subcultura altamente personalista y presuntamente
autónoma, a expensas de la acción y el compromiso social responsables, refleja
una abdicación trágica de un compromiso serio en las esferas política y
revolucionaria. Una política enraizada en preferencias puramente relativistas,
en reivindicaciones de autonomía personal que derivan ampliamente de un deseo
individual, puede producir un oportunismo brutal y egoísta del tipo cuya
prevalencia en la actualidad explica una parte importante de muchos males sociales
y su alcance. El capitalismo mismo, de hecho, formó su ideología básica sobre
la falacia de igualar la libertad con la autonomía personal del individuo. La
individualidad es inseparable de la comunidad y la autonomía apenas tiene
sentido si no está firmemente incluida en una comunidad cooperativa (Bookchin,
1997, 19-20). Comunidad cooperativa que sí parecen, aparentemente, querer
formar las nuevas soluciones que, disfrazadas de igualitarismo aséptico e
investidas de un espiritualismo místico que reclama una vuelta nostálgica a una
armonía entre el ser humano y la naturaleza que nunca existió, evidencian un
carácter puramente fascista. Y cuando decimos fascistas queremos decir que
están dominadas por un absoluto sentimiento necrófilo, por un odio inmenso al
ser humano en lo que tiene de humanidad. Partiendo de una crítica, superficial
y dogmática, sin ningún referente fuerte al mundo real, acerca del carácter
nihilista y amoral del ser humano bajo el sistema capitalista y de la
preponderancia del deseo y la autosatisfacción en los individuos de la sociedad
actual, estos movimientos derivan hacia un ascetismo y un puritanismo
ciertamente inadmisible. Lo contrario, y solución, del dominio de la
estetización y del hiperestímulo sensorial no es la glorificación del ser
humano inserto en la naturaleza según las normas de la armonía eclesiástica, un
ser humano que deba despojarse de su humanidad sensible para ascender a un
estado superior en el que su deseo de satisfacción constituiría una tara(3). El
proceso revolucionario se convierte así en pura ascesis. Sin embargo, la
solución a esa problemática que nosotros mismos hemos intentado señalar, pasa
por la orientación del deseo hacia una satisfacción real de las necesidades de
los individuos, necesidades físicas y afectivas que existen, lo cual pasa por
una sexualidad libre, completa y no dirigida, por el establecimiento
riguroso de una ética personal y humanizada que dista mucho de la alabanza al
trabajo per se o a la maternidad por ser mujer. El ocio y el placer son,
afortunadamente, mucho más y mejores que eso, y constituyen ciertamente dos
fuerzas necesarias, imprescindibles, en cualquier proceso revolucionario
verdaderamente integral.
De todas formas, es comprensible que la idílica
reactualización de la ruralidad medieval en un estado que no existió ni en las
infantiles visiones de justicia orgánica de Kropotkin (1989, 165-222) y que
tienen más que ver con el concepto de historia de González Quirós(4) (2003,
71-103), resulte atractiva en una fase de nihilismo negativo tan exacerbado
como es la actual y que una serie de bienintencionadas personas de afán
revolucionario se sientan atraídas por una formulación que niega con tal fuerza
el ambiente en que se han desarrollado sus vidas (como todas en general, afectivamente
insatisfactorias) y se dediquen a la construcción de la famosa revolución
integral, máxime cuando no cuesta esfuerzo real, dada la ruptura con el mundo
real del que parte esta propuesta, con todo lo que tiene de escapismo fácil y
estético. Pero es menos comprensible cómo se ha podido proporcionar desde el
movimiento libertario un apoyo bastante extendido a un manifiesto que defiende
el abandono de la militancia cotidiana, que repudia el materialismo y la razón
como forma de explicación del mundo, que defiende la supremacía occidental y se
muestra abiertamente racista ante lo que se llama “tercermundismo neo-racista”,
que desprecia el placer corporal y exalta la espiritualidad mística o que culpa
al feminismo de la existencia y desarrollo del sistema patriarcal.
Una fase de nihilismo y de crisis como fueron
los años treinta del siglo XX, otro momento en el que las demandas de
transformación revolucionaria de la sociedad fueron canalizadas hacia
soluciones reaccionarias, como las defendidas por la Falange de José Antonio.
Más allá del evidente tufo fascista que se percibe a primera vista en los
veinticinco puntos (con su idealización del pasado, la procura de un objetivo
superior y trascendente, la presentación de un sistema ideológico bajo la forma
de un no-programa político encubierto como filosofía de vida, el carácter
mesiánico y la autoconciencia de liderazgo orgánico frente a un pueblo tratado
como masa al que los líderes se sustraen, la exaltación del mundo romano o la
insistencia en el carácter burgués del obrerismo y el rechazo de la lucha de
clases), varias de sus ideas fuerza están directamente extraídas del ideario
fascista.
En primer lugar, la insistencia en un individuo
esforzado y servil, olvidado de sí por un objetivo superior visto como una
cuestión moral, de actitud ante la vida y de deber, que llega a separar al
individuo de lo colectivo, a someterlo, de hecho. En segundo lugar, la
percepción de la unidad familia, municipio y trabajo como unidades connaturales
al ser humano y como única vía para conseguir la realización plena del
individuo. Aunque se rechace el Estado, en los veinticinco puntos se reivindica
un sistema muy similar sin partidos en el que las unidades naturales serían la
comunidad rural, la asamblea y el trabajo, que crearían una red soberana que se
constituiría como nuevo sistema, reactualización de un corporativismo fascista
construido sobre las ideas de colectivismo y orden. Más evidente es su apuesta
por presentarse como tercera vía, como una fórmula en oposición a izquierda y
derecha que se perfila, con carácter de movimiento, como opción al margen. Esta
vía se muestra especialmente activa y atractiva en fases de descontento social
y de descrédito político como es la actual, fase sobre la que se ha realizado
un análisis extremadamente maniqueo (se enfrenta un sumo bien a un sumo mal,
mientras que dentro de este sumo mal se presentan dos opciones únicas y
diametralmente opuestas) en el que insertarse como única y salvífica solución,
como sumo bien, en definitiva. Si en José Antonio esta segunda oposición se
manifestaba entre el liberalismo capitalista, partitocrático y parlamentario y
el obrerismo materialista, ante los que la Falange se presentaría como una
tercera vía que, según su discurso inflamado, es siempre revolucionaria,
activista, popular, en la Revolución Integral la oposición se presenta entre el
capitalismo destructor de valores y el sistema partitocrático, tanto contra
derechas como contra izquierdas, que aparecen definidas defensivamente como
nueva reacción y en las que se incluye una deformación grotesca de lo que es
percibido como el enemigo principal, el anarquismo, que es definido como
anarquismo de Estado, ante lo que ofrecen su propia vía revolucionaria(5). Si
bien hay que reconocer la necesidad de la crítica a la urbanización como
proceso de alienación de un alcance ilimitado, derivar hacía la apología de un
sistema ruralizado que niegue todos los avances históricos acontecidos a partir
de la Ilustración supone un lamentable movimiento reaccionario. Es evidente que
la sociedad capitalista ha erigido una técnica especial para elaborar la base
concreta para su dominio y expansión, que no es otra que la construcción de su
propio territorio. El urbanismo es la conquista del entorno natural y humano
por parte de un capitalismo que, al desarrollarse según la lógica de la
dominación absoluta, reconstruye la totalidad del espacio como su propio
decorado (Debord, 2008, 144-145). Efectivamente, en la moderna ciudad burguesa
y capitalista, la revolución se enfrenta a un ámbito hostil, pues ésta
favorece, por su propio carácter y su estructura, la centralización, la
manipulación y la masificación. Inorgánica, impersonal, organizada como una
factoría, la ciudad tiende a inhibir el desarrollo de una comunidad orgánica y
global, y en su condición de disolvente universal y de motor de cualquier
proceso revolucionario, la asamblea debe tratar de disolver a la propia ciudad
(Bookchin, 1972, 165). Pero esto no significa la vuelta al sistema de concejos,
trabajos forzados y pensamiento sobre la muerte que defienden los veinticinco
puntos. Esto implica una reflexión sobre el espacio socialmente producido
(esencialmente el espacio de urbanización en el capitalismo avanzado) como
lugar donde se reproducen las relaciones dominantes de producción (Lefebvre,
1974). Estas relaciones se reproducen en una espacialidad creada, concretada
por un capitalismo expansivo y homogeneizado. La supervivencia del capitalismo
ha dependido de esta producción y ocupación distintiva de un espacio fragmentado,
homogeneizado y jerárquicamente estructurado, alcanzado en gran medida por un
consumo colectivo controlado burocráticamente, la diferenciación de centros y
periferias en múltiples escalas, y la penetración del poder del estado en la
vida cotidiana. Esto significa que, antes que negar apriorísticamente las
posibilidades civilizatorias de las ciudades, la lucha de clases debe incluir
un análisis radical de la estructura territorial de explotación y reproducción,
espacialmente controlada, del sistema como conjunto. De esta manera, la
completa problemática espacial en el capitalismo que hemos definido más arriba
se sitúa en una posición central dentro de la lucha de clases al colocar las
relaciones de clase dentro de las condiciones configurativas del espacio
socialmente organizado, que también incluye, y revertirá, las relaciones de
dominación que se establecen entre centro y periferia; entre rural y
urbano.
¿Es posible entonces un movimiento transformador
no autoritario? Nosotros defendemos que sí, y que debe partir de un análisis
riguroso y radical, sin compromisos, anti-mítico, de la realidad, pero que
tampoco puede caer en el común error de negar, desde una teoría que ha
descubierto y analizado con gran lucidez un escenario que se revela abrumante y
de dimensiones catastróficas, el principio de esperanza de forma esencial, pues
sólo puede llevar a la peor de las desmovilizaciones; una desmovilización
consciente de la futilidad de todo movimiento, sobre todo si no se ajusta desde
sus primeros momentos a una teoría de la mayor radicalidad. Éste es el error
que subyace bajo las críticas de pensadores como Amorós o del Colectivo Cul de
Sac, por señalar un par de ellos. Si bien sus análisis son en muchos casos
fundamentalmente incontestables, como su lúcida crítica del carácter
espectacular y en esencia conservador del movimiento 15M (Colectivo Cul de Sac,
2012), debe ser posible articular praxis liberadoras aquí y ahora, aunque en un
principio estas no lleven directamente a un fin revolucionario, debe ser posible
sortear al mismo tiempo tanto la tendencia a la inmovilidad como la tendencia a
las luchas silenciosas, desprovistas de palabra y de consciencia que nada
tienen que decirnos (el lamentable espectáculo de la proliferación de la
concentración silenciosa y la sentada brazos en alto habla por sí solo).
Sin embargo, sí es posible iniciar un proceso de
cambio completo, un proceso de cambio en sentido revolucionario que, en primer
lugar, pasa por recuperar el sentido de utopía y por valorizar la solidaridad
de clase, factor que situará el pensamiento utópico en un nivel máximo de
realidad. El sueño utópico precisa dos condiciones para nacer, la sensación de
que el mundo no está funcionando como debe y que difícilmente puede arreglarse
sin una revisión total, y la confianza en la energía humana para llevar a cabo
la tarea, la creencia de que los seres humanos somos capaces de analizar qué es
lo que no funciona en el mundo y encontrar qué usar para reemplazar las partes
insanas, así como una habilidad para construir los instrumentos y los útiles
precisos para injertar tales proyectos en la realidad humana (Bauman, 2007b,
138-139). Porque debemos considerar la revolución como un proceso continuo y
creativo, entendiendo la creación como la capacidad de hacer emerger lo que ni
está dado ni puede derivarse, combinatoriamente o de cualquier otro modo, a
partir de lo dado. En este sentido, construir un proceso revolucionario, un
proceso permanente de cambio basado en criterios lúcidos y transitorios,
significa, además de una radical solidaridad de clase que permita unificar el
desarrollo de la individualidad dentro de marcos colectivos estables, la
activación de una de las capacidades que más se ha tratado de atrofiar e
impedir desde el nuevo poder del espectáculo y el hiperestímulo, la
imaginación, entendiendo la imaginación no como la simple capacidad de combinar
elementos ya dados para producir otra variante de una forma conocida, sino como
la capacidad de crear nuevas formas sociales (Castoriadis, 1998, 110). Pero esta
apelación a la imaginación no implica la reducción del proceso revolucionario a
la teoría o al imaginario, sino que este pensamiento, este imaginario, debe
modificarse, individual y socialmente, mediante la praxis, una praxis
revolucionaria que transforma el mundo transformándose ella misma (Castoriadis,
1983, 96). Se produce entonces un rechazo radical de todo determinismo así como
de cualquier forma de metafísica. La revolución definida de esta forma es una
constitución ética que no obedece a ninguna metafísica, que se sitúa en el
materialismo más estricto, condición indispensable para la constitución de una
sociedad autónoma, sin mitos, permanentemente abierta y cuestionada, en la que
los seres humanos revolucionan su existencia social por medio de significaciones
lúcidas y transitorias sin admitir metafísicas consoladoras (Castoriadis,
1997).
De esta manera, la herramienta fundamental de
este proceso revolucionario, que debe ser concebido como una totalidad de
manera que alcance a todos los aspectos de la vida contaminados por la
explotación, será la acción directa, que en su sentido profundo constituye un
modo de praxis encaminado a promover la individualización de las masas. Su
función consiste en afirmar la identidad de lo particular dentro del marco de
lo general. Esta forma de praxis también subraya la espontaneidad, se trata de
una concepción de la praxis como proceso externo y no exterior o manipulado.
Este concepto de espontaneidad no nace del mero impulso indiferenciado, no es
una técnica organizativa, así como la acción directa no se reduce a mera
táctica operativa. La creencia en la acción espontánea forma parte de una fe
aún más amplia, la fe en el desarrollo espontáneo. Para alcanzar su propio
equilibrio, todo desarrollo debe ser libre. La espontaneidad, lejos de incitar
al caos, implica una liberación de las fuerzas internas de un proceso evolutivo
para que den con su orden auténtico y su propia estabilidad (Book-chin, 1972,
28-29). Es necesario que el yo sea siempre identificable y manifiesto en la
revolución, que esta última no lo desborde. No hay palabra más siniestra en el
vocabulario revolucionario que masas. La liberación revolucionaria debe
consistir en una liberación del yo que alcance dimensiones sociales, no en una
liberación de masas, término que oculta el reinado de una élite, una jerarquía
y un Estado. Si una revolución es incapaz de producir una nueva sociedad a
través de la actividad y la movilización personales de los revolucionarios, si
no supone la forja de un yo en el proceso revolucionario, en nada afectará a la
vida cotidiana, invariable una vez más, ni beneficiará a quienes deben vivir su
vida de cada día. La forma más avanzada de la conciencia de clase deviene así
autoconciencia (Bookchin, 1972, 50-51), es decir, conciencia del propio
potencial de cambio, de la capacidad de participación activa en un proceso
colectivo que, desde esta integración de los individuos en una finalidad común
pero que diferencia e integra el conjunto de intereses liberadores, será
necesariamente no autoritaria.
Llegados a este punto, deberemos afrontar un
problema esencial: ¿Por dónde empezar, si no ha empezado ya, ese camino de
liberación que unifique la solidaridad de clase con la crítica integral al
sistema capitalista como un todo? Evidentemente, habrá múltiples respuestas,
pero volvamos en este punto al caso de Aurelia Rey.
Su desahucio suscitó un
movimiento de solidaridad como ningún otro desahucio en parecidas
circunstancias, pero incluyó, además, otra circunstancia fundamental: la desobediencia
de los bomberos a realizar el desahucio apelando a la responsabilidad social de
su condición de trabajadores. Construido o no desde un lenguaje revolucionario,
este acto es puramente revolucionario y deja ver el potencial en términos de
transformación sistémica de los actos conscientes de cada individuo de la clase
obrera. El resultado final del caso concreto de Aurelia Rey es lo de menos,
pues es lógico en el estado de acumulación de fuerzas actual, pero hace prever
el potencial de una articulación efectiva de actos semejantes. Así, este caso
no sirve sólo como disparador de una serie de análisis sociales que podían
haber permanecido ocultos (ya hemos señalado de qué manera revela el diseño del
consumo y sus consecuencias, así como la importancia de la transformación
socio-espacial que señalamos), sino que ha servido como aglutinador de un
elevado conjunto de personas que no se encontrarían de otra manera, pero que
han convergido en una muestra de solidaridad incondicionada. También ha marcado
los límites de la acción política y los movimientos de dirigismo, recuperación
y cooptación que estos procesos sociales de base deben enfrentar, con la penosa
presencia en primera plana del diputado del BNG, el señor Jorquera. Y resulta
evidente cuál puede ser el resultado de la multiplicación de casos
parecidos.
Evidentemente, hay otros muchos ejemplos
necesarios. Las luchas ambientalistas y de defensa del territorio,
profundamente populares y decididamente apolíticas, son otro buen ejemplo. Y
sin duda el mejor de ellos es la confrontación de clase directa que se da en
los centros de trabajo. Pero retengamos lo general de cada uno de estos casos,
y encontraremos por dónde comenzar a construir, activamente y con urgencia, el
proceso que podrá enfrentarse a la inhumana expansión del capitalismo
global.
notas
1 Esta ideología es
configurada y expandida desde el Manhattan Institute, importante think tank
ultraderechista operante en la época Reagan, y fue importada al Reino Español
desde los años noventa con la FAES como centro homólogo del Manhattan
Institute. Igual que en los Estados Unidos, llevó a una persecución penal de la
pobreza sin precedentes. El nuevo Código Penal de Gallardón es la manifestación
más clara de esta tendencia en el estado español.
2 Por aburguesamiento del
espacio urbano entendemos el concepto que la academia nombra con el ideológico
neologismo de gentrificación, ideológico pues se le hace perder el sentido de
clase del original en inglés. Gentrification alude inequívocamente a un proceso
de aburguesamiento, en este caso del espacio urbano, de la misma manera que
gentry alude a una persona de clase burguesa, por lo que nos resulta evidente
que la forma más adecuada para referir el fenómeno en castellano es,
efectivamente, la de aburguesamiento, mejor que otras como elitización o
aristocratización e incomparablemente superior a un neologismo extravagante e
incomprensible. Debo estos apuntes filológicos a Carlos Valdés y Celia Recarey.
3 Afirmaciones como éstas
pueden encontrarse en ciertos opúsculos, pura verborrea medievalista y clerical
que nos daremos el gusto de no citar, del señor Félix Rodrigo Mora.
4 Que no haya lugar a la
duda, el seudo-filósofo José Luis González Quirós es consejero de la FAES y
editor de los discursos políticos del señor Aznar, entre otras actividades
maravillosas.
5 Debo estos pequeños
apuntes sobre la relación entre los veinticinco puntos para una revolución
integral y el programa revolucionario de Falange Española a la historiadora
Lorena Cuevas.
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