30 enero, 2020
29 enero, 2020
27 enero, 2020
El diablo en el Paraíso — Violeta Parra
James Ensor |
El diablo en el
Paraíso - Violeta Parra
El hombre se come el
pasto
el burro los caramelos
la nieta manda al abuelo
y la sota al rey de
bastos.
L'agua la llevo en
canasto
me duermo debajo el catre
todo lo endulzo con natre
bailo en la tumba del
muerto
mentira todo lo cierto
gritaba desnudo un
sastre.
Los pajes son coronados
los reyes friegan el piso
el diablo en el paraíso
y presos van los soldados.
Se premiaron los peca'os
fusilamiento de jueces
en seco nadan los peces
será un acabo de mundo
cuando en los mares
profundos
las arboledas florecen.
Los justos andan con
grillos
y libres van los
perversos
noventa cobres un peso
seiscientos gramos un
kilo.
Los futres andan pililos
los gordos son raquíticos
brincaba un paralítico
sobre un filudo machete
ocho por tres veintisiete
divide un matemático.
De asiento tienen el
piano
tocan música en la silla
Caín es la maravilla
para el Abel de su
hermano.
Caminar es con las manos
los santos son
pendencieros
bendicen a los rateros
se acuesta el perro en la
cuna
debajo la blanca luna
la guagua muerde al
rondero.
Aquí termina el ejemplo
fue por el mundo al revés
y con la venia de usted
al teatro lo llaman
templo.
Muy plácido te contemplo
dice al bandido su
presa
es más hereje el que
reza
los viejos van a la
escuela
los niños a la rayuela
ya nadie tiene cabeza.
26 enero, 2020
La película no está en la pantalla — Loam
“...ya podrán
repicar los cascabeles de la mojigatocracia, esbozar sonrisas de
cocodrilo los politiqueros de la cultura y entonar caracoles
disfrazados de noviembre los alguaciles del retroconformismo
neoprogresista”. Antonio Saura
La película no está en
la pantalla.
La pintura no está en
los museos.
La música no está en
ninguno de los dispositivos tecnológicos que la engullen y venden
como tal.
La voz no está en
los medios.
Todas ellas fueron
secuestradas, reconducidas, etiquetadas y empaquetadas para la venta
a especuladores e ilusos por los mercachifles de la insaciable clase
dominante, que impone valores y cánones de acuerdo a sus intereses
ideológicos y económicos.
Todo ese conjunto
cultural de onerosos aspavientos embalsamados que ellos
denominan arte no es más, ni menos, que un complejo y sutil
aparato de propaganda y mercadotecnia del que liba una amplia y
servil caterva de avispados mamporreros del sistema.
Hay que liberar al perro
de las garrapatas y a su ladrido del secular bozal.
23 enero, 2020
CHILE. Una dictadura perfectamente legal ——————— Ricardo Candia Cares
POLITIKA
– 23/01/2020
Toda la clase política unida junto a Piñera para salvar el modelo. |
Un gobierno desfondado
cuyo rechazo no solo es una función de la estadística sino que una
expresión de la más profunda inmoralidad, basa su acción en un
Congreso rechazado por corrupto, inepto e inútil, en el cual los
partidos políticos, al borde de la extinción abrumados por la
corrupción y la más perfecta inutilidad, se han dado la tarea de
salvar todo lo que hay.
Como si nada sucediera en
el país.
O, lo que es lo mismo,
como si lo que está palpitando fuera una cuestión solo derivada del
orden público, como acentúan con rasgos de una torpeza solemne los
dirigentes del orden.
Entre que no tienen
elementos alfabéticos para leer lo que estalla frente a sus ojos y
el no querer hacerlo por el impacto que genera el pánico ante la
vastedad no solo de su fracaso, sino de lo que se puede venir encima,
el régimen se apresta a ejecutar un nuevo tipo de Golpe de Estado:
la ocupación del país mediante leyes que no son sino mecanismos de
represión militar.
La autorización de las
FF.AA. para resguardar lo que se nombra como infraestructura crítica
no es sino un eufemismo para plagar de soldados el territorio en el
que hasta un puente, una carretera o una venta de pan, resultarán
ser también Infraestructura Crítica y en breve, los muertos sumaran
cientos o miles.
Agregue la Ley Anti
saqueos, Anti El que Baila Pasa y Anti barricadas, sumadas a la
abrumadora legislación antisubversiva y represiva que se ha
acumulado en treinta años de mentirosa transición, usted verá que
estamos en peligro. Los golpes de Estado son ahora de nuevo tipo:
perfectamente legales.
Cuando los militares
traidores asaltaron La Moneda violaron la ley. Ahora la van a
cumplir.
Súmele como un aderezo
necesario para que toda dictadura funcione, un poder judicial amoral,
sometido, que abandona su rol de administradores de justicia y la
defensa de los derechos de las personas, y una prensa obsecuente,
acrítica, entregada al poderoso y en muchos casos vendida o
arrendada.
La Revolución de
Octubre, nombrar este fenómeno como un Estallido es creerlo como
algo que de súbito solo mete ruido, viene a poner sobre la mesa lo
que muchos han dicho: esta es una dictadura.
Cierto sentido común
instalado por la fuerza de la manipulación mediática, dirá que no
hay militares en el gobierno y que hay Estado de derecho y
elecciones.
Ha habido votaciones,
pero no democracia. Habrá habido instituciones pretendidamente
democráticas, pero no ha habido democracia. Y el vapuleado Estado de
derecho lo han esgrimido solo cuando les interesa meterle bala al
insurrecto.
Lo que sí ha habido son
asesinatos, perseguidos, encarcelados, torturados, desaparecidos,
violados, mutilados, abusados, saqueados, reprimidos, espiados,
amenazados.
¿Sumará todo eso un
rasgo de la democracia que pregonan los corruptos a cargo del Estado
y sus cómplices del sistema político?
El caso es que en Chile
no ha habido democracia en los últimos cuarenta y siete años.
Por más que intenten
hacer aparecer el tinglado pos dictatorial con una pátina de barniz
pseudo democrático. Por más que parezcan gente decente. Por más
que se llenen la boca con palabras altisonantes en las que no creen
ni mierda.
Y precisamente haber
vivido en esa falsía durante todos estos decenios es lo que revienta
en las plazas y calles del país. Lo que estalla ante las narices de
sus responsables es esa contradicción: creer que se vive en
democracia y que la realidad, porfiada, te diga otra cosa.
La real transición
democrática se comienza a imponer. Empieza a ser necesaria. Pocas
cosas tan democráticas como el pueblo manifestando su rabia en las
calles.
Y, por cierto y con toda
razón, quienes se han beneficiado hasta el hartazgo de esta
dictadura travestida en democracia, son quienes ven amenazados sus
muchos intereses y reaccionan de la única manera que reacciona una
tiranía: mediante la violencia más aguda.
Esta vez, disfrazada de
orden público.
La resolución de la
contradicción entre democracia y dictadura necesariamente va a
generar una energía difícil de domar.
Obligará a tomar partido
a los indecisos. A crear maneras nuevas de organizarse. Las Asambleas
de barrios toman cada vez un rol imposible de sustituir. La gente
toma en sus manos sus reflexiones, decisiones y soluciones. No es
necesario que existan intermediarios que se propongan buenamente, la
representación de personas que pueden hacerlo por sí mismas.
Cursó rápido la
necesidad de intentar formas nuevas de luchar y hacer frente a una
represión que no se mide en gasto ni en crueldad. ¿Cuánto falta
para que la gente asalte una comisaría y se arme para defenderse?
Vea que los personeros de
la ex concertación deberán tomar partido porque en adelante no será
posible estar y no estar. Algunos de esos sujetos ya han optado por
la ultraderecha, a juzgar por sus votos. La polarización que viene
no permite ni el doble estándar desvergonzado ni la traición
impune.
Este es un proceso del
que no se sabe mucho.
Algunos teóricos estarán
tratando de encajar a la fuerza lo que pasa en la calles a los
preceptos de sus íconos. Otros, menos versados, estarán al aguaite
de lo que salga de la valentía de la gente, que, después de todo,
es la base en la que se sustenta toda teoría, por muy emplumada que
sea o haya sido.
La misma gente que ha
terminado con todas las dictaduras que ha habido.
CAMPO DE AMOR Y LUCHA
Campo de amor –
Blas de Otero
(Canta Soledad Bravo)
Si me muero, que sepan
que he vivido
luchando por la vida y
por la paz.
Apenas he podido con la
pluma,
apláudanme el cantar.
Si me muero, será porque
he nacido
para pasar el tiempo a
los de detrás.
Confío que entre todos
dejaremos
al hombre en su lugar.
Si me muero, ya sé que
no veré
naranjas de la China, ni
el trigal.
He levantado el rostro,
esto me basta.
Otros ahecharán.
Si me muero, que no me mueran antes
de abriros el balcón de
par en par.
Un niño, acaso un niño,
está mirándome
el pecho de cristal.
22 enero, 2020
20 enero, 2020
La causa de las causas — Luis Casado
El día que don Pedro
Quijada, profe de Física en el Liceo Neandro Schilling de San
Fernando, atacó la primera clase, nos titiló la pensadora con el
Principio de Causalidad. Ese momento quedó grabado para siempre en
el disco duro de mi cafetera porque me dio la impresión de que me
abrían el cráneo y la luz entraba a raudales. Miles de dudas
acumuladas en fila india en los meandros neuronales de mi triperío
cerebral quedaron aclaradas de golpe. O eso me pareció en ese
momento.
De ahí en adelante supe
que para comprender un fenómeno hay que mirar hacia atrás, visto
que el 2º Principio de la Termodinámica le pone flecha al tiempo:
cada fenómeno tiene una genealogía, y se trata de hurgar en sus
orígenes hasta ponerla en evidencia. Simplemente expuestos, el
Principio de Causalidad unido al 2º Principio de la Termodinámica
sostienen que todo efecto tiene una causa y –detallito simpático–
que un efecto no puede preceder cronológicamente a la suya.
Así, el advenimiento de
esta forma particularmente brutal del capitalismo que llaman
neoliberalismo no es sino el retorno a las fuentes. En su origen el
capitalismo fue bestial e inhumano al punto que Marx pudo escribir
que nació chorreando sangre y lodo por todos sus poros. Si algo
chorrea es eso: sangre. No hace falta ninguna demostración visto que
la tenemos ante nuestros ojos, si nos queda alguno después de la
represión con balines.
Hay que ser inmune a las
náuseas para conservar la calma leyendo La Situación de la Clase
Obrera en Inglaterra (1845) de Friedrich Engels. El horror del
hacinamiento de millones de seres humanos en condiciones más propias
para las ratas, los niños amarrados con cadenas a las Spinning
Jennies –las hiladoras industriales que James Hargreaves inventó
en 1764 en Stanhill (Lancashire) – para que no huyesen de las 14 a
16 horas de trabajo diario a cambio de un salario miserable, son los
aspectos más visibles de las atrocidades que nutrieron la Revolución
Industrial.
Explotaron a millones de
seres humanos hasta la muerte porque había que acumular el capital
necesario para desarrollar las fuerzas productivas de manera
inimaginable. A ese proceso le llamaron la “acumulación
primitiva”, sin precisar que la acumulación forma parte del
mecanismo intrínseco del capitalismo. En esto también se verifica
el 2º Principio de la Termodinámica: no hay vuelta atrás.
Simon Kuznets,
–economista ruso avecindado en los EEUU, especialista de las
estadísticas, inventor de la muy mentada patraña conocida como PIB–
insinuó que en una fase inicial del capitalismo la explotación y la
acumulación eran imprescindibles, pero daban paso más tarde a una
generosa distribución de la riqueza que debía hacer la felicidad en
la Tierra. La ‘ciencia’ económica bautizó su estafa como ‘la
Curva de Kuznets’ y por ella le dieron el pseudo premio Nobel de
economía en 1971.
La inexistencia de tal
curva fue probada entre otros por Thomas Piketty en sus libros Los
altos ingresos en Francia en el siglo XX: Desigualdades y
redistribuciones, 1901-1998 y El Capital en el Siglo XXI.
Con ello Piketty no hizo sino probar que Marx tenía razón.
Karl Marx siempre
consideró que su descubrimiento más notable en Economía Política
había sido la baja tendencial de la tasa de ganancia, granito de
arena que determina la inestabilidad del capitalismo y es la causa de
su futura desaparición.
La evolución de la
economía capitalista, su desarrollo, dice Marx, trae consigo una
funesta tendencia a la baja de la tasa de lucro por unidad de
capital. El fenómeno tiene que ver con su composición orgánica, o
sea la continua progresión de la parte de capital constante con
relación al capital variable: la maquinaria, las herramientas, la
tecnología, las instalaciones, adquieren cada vez más importancia
frente a la parte que representan los salarios.
De modo que no hay tutía:
para sobrevivir cada capitalista tiene que crecer indefinidamente, y
apropiarse parte del lucro que generan otros capitalistas. Aun así,
no basta. De modo que la mecánica del sistema lo obliga –así sea
un pan de dios o una madre Teresa de Calcuta– a encontrarle
solución a una cuestión que no la tiene: mantener, y aun aumentar,
la tasa de ganancia.
Como en el fútbol, el
capitalista cree que ‘la ténica y la tática condusen al ésito’
como decía un mentiroso con buzo muy dado a los métodos
extradeportivos. Se trata de intensificar la explotación de la mano
de obra, de capitán a paje, de obrero a gerente, pasando por toda la
nutrida escala de capataces, contramaestres, petitmaîtres,
mayorales, ayudantes y subalternos, incluyendo a los ‘profesionales’
que creen estar al mando.
Para eso el capital busca
mejorar la ‘productividad’ del trabajador, o sea arrancarle más
producto por hora trabajada. O bien aumentar las horas de trabajo. O
aun, reducir los salarios a un mínimo que no oso llamar vital.
Desafortunadamente, la
productividad no crece indefinidamente, ni siquiera al precio del
considerable aumento del capital constante (maquinaria, herramientas,
tecnología…). En los EEUU, durante décadas, el aumento de la
productividad se concentró en sectores como la gran distribución
que en Chile llaman retail. Walmart y similares redujeron
notablemente la cantidad de trabajadores por m2 de supermercado. Hoy
por hoy intentan suprimir hasta las cajeras, pero la treta tiene
límites: Amazon lo sabe, y no tiene ni siquiera supermercados.
La productividad está
tan acotada que los patrones imaginaron la introducción masiva de
robots en los procesos productivos, sin percatarse de que con ello no
hacen sino agravar el fenómeno de la baja tendencial de la tasa de
ganancia. Isaac Asimov –un novelista– se había dado cuenta. Los
economistas pueden decir lo que quieran, pero de la llamada Economía
Clásica nadie ha logrado echar abajo la Teoría del Valor: solo el
trabajo humano lo genera. Ergo, mientras menos trabajadores haya…
menos valor se crea. Detallito suplementario: los robots no cobran.
Si no hay distribución de salarios, no hay consumo. Ergo… ¿para
qué producir tanto? Jean-Baptiste Say debe estar como pirinola en su
tumba.
En cuanto al aumento de
las horas de trabajo, los capitalistas se vieron confrontados a las
luchas de los asalariados para disminuir la duración de la jornada
laboral desde el siglo XVIII. En el siglo XIX, poco a poco se impuso
la noción del día dividido en tres partes: 8 horas de trabajo, 8
horas de descanso y 8 horas de tiempo libre.
Pero lo cierto es que el
gran capital es astuto, retorcido y taimado. El tiempo total de
trabajo de un currante no se mide solo por la duración de su
jornada. También hay que tomar en cuenta la cantidad de años
durante los cuales un asalariado genera lucro, ganancia o plusvalía,
tú la llamas como quieras: el capitalista habla del ROI (return on
investment).
En los EEUU es común ver
tatitas que trabajan a los 70 años de edad y aun más viejos. No es
que sean unos enamorados del curro, una suerte de workaholic o
trabajólico como dicen en Chile: pasa que sin trabajo no viven. Las
pensiones en los EEUU… el tema trae tela y da para un libro.
En Europa, en la
posguerra, la edad de jubilación (nótese: jubilación viene de
júbilo, sinónimo de alegría…) se estableció en los 60 años. El
ingreso de sustitución –la pensión– se calculaba sobre la base
de un porcentaje de las remuneraciones de los últimos años de
trabajo, o sea de las remuneraciones más altas.
Si hoy los trabajadores
galos están en las calles y tienen a Francia paralizada, es porque
poco a poco los gobiernos fueron degradando las pensiones. Un truco
consistió en calcular la pensión no sobre la base de los últimos
años de actividad, sino sobre la base del promedio de los últimos
20, e incluso de los últimos 30 años, o sea de remuneraciones
significativamente más bajas. El socialista Hollande, y el
ectoplasma Macron congelaron las pensiones durante ya casi 10 años,
y no contentos con eso aumentaron los impuestos que pagan… los
jubilados.
En cuanto al número de
años de cotización necesarios para percibir una pensión ‘plena’,
aumentó primero de 37,5 a 40, y luego de 40 a 43 años. En pocas
palabras, para recibir una pensión cada vez menor, debes trabajar
5,5 años más, o lo que es lo mismo 39.754 horas suplementarias.
La idea consiste en
lograr –progresivamente– que cada currante trabaje hasta los 70
años de edad, antes de exigirle que trabaje hasta que se muera: de
ese modo se ahorran hasta el pago de pensiones.
En cuanto a la reducción
de los salarios, ya sea en los EEUU, en Francia o en Alemania, las
remuneraciones actuales equivalen a los salarios en vigor hace 30 a
40 años. En Francia eso logró desplazar 10 puntos porcentuales del
PIB de la remuneración del trabajo a la remuneración del capital.
Esto es, cada año, más
de 200 mil millones de euros que ahora no cotizan para las pensiones,
ni para la Salud, ni para la Educación, reduciendo proporcionalmente
los recursos fiscales que financian los presupuestos del Estado, o
sea los servicios públicos.
La causa de todo esto, ya
se dijo, es la tendencia a la baja de la tasa de ganancia, y los
remedios que el gran capital encuentra para sostenerla. Tú ya puedes
argüir lo que te dé la gana: el mecanismo intrínseco del
capitalismo, indetenible, imparable a menos de terminar con el
capitalismo, lo lleva a sustraer todo lo que la masa de trabajadores
asalariados logró en siglos de lucha, para asegurar su propia
supervivencia.
De ahí que privaticen
todo, eliminen los servicios públicos, vendan o roben el patrimonio
del Estado, te obliguen a trabajar más por menos dinero, y
prolonguen tu agonía de currante hasta que te mueras.
El Principio de
Causalidad se verifica una vez más. Cada país impone lo que precede
de acuerdo a su propia realidad. Como laboratorio de la infamia
tienen a Chile. Por eso, particularmente en Europa, se habla poco del
estallido social que comenzó en octubre: porque explotó el
laboratorio.
Los pretendidos éxitos
del modelo terminaron en una inmensa hoguera en la que arden las
teorías pergeñadas por manadas enteras de desvergonzados
economistas funcionales.
Lo peor de todo es que,
aun al precio de la pauperización generalizada de miles de millones
de seres humanos, el capitalismo no tiene salvación. Sus
contradicciones internas terminarán por arrojarlo al abismo. Para
colmo de males, destruye radicalmente las condiciones
medioambientales que permiten la existencia de la especie humana.
De ahí que no esté tan
claro –eso postuló Bernard Maris antes de morir en lo de Charlie
Hebdo– que haya una salida para la Humanidad.
Pero ese es otro tema.
Por lo pronto hemos identificado, gracias a Karl Marx, la causa
original de los desastres que vivimos hoy. El estallido social
planetario no lo van a parar con balines de goma.
19 enero, 2020
¿TIENEN ALMA LOS TEJONES? — Terry Eagleton
Ludwig Wittgenstein
escribe en sus Investigaciones filosóficas que, si queremos
obtener una imagen del alma, debemos observar el cuerpo humano.[1] Se
supone que se refiere al cuerpo en acción, no tanto al cuerpo como
objeto. La práctica constituye en gran medida el cuerpo, en el
sentido de que, para Wittgenstein, el significado de un signo es su
uso. El cuerpo humano es un proyecto, un medio de significación, un
punto a partir del cual se organiza el mundo. Es un tipo de agencia,
una forma de comunión e interacción con otros, una manera de estar
con ellos más que simplemente junto a ellos. Los cuerpos son
abiertos, inconclusos, siempre capaces de más actividad de la que
pueden manifestar en un momento concreto. Y todo ello es cierto del
cuerpo humano como tal, independientemente de que sea masculino o
femenino, blanco o negro, gay o hetero, joven o viejo. Es
comprensible, pues, que esa concepción específica del cuerpo no
esté muy de moda entre los partidarios de la diferencia humana y los
apologetas de la construcción cultural de las cosas.
Maurice Merleau-Ponty,
para quien el cuerpo es nuestra manera habitual de tener un mundo,
destaca que «poseer un cuerpo es para un viviente conectar con un
medio definido, confundirse con ciertos proyectos y comprometerse
continuamente con ellos».[2] O, como dijo y no dijo Marx, el yo es
una relación con sus entornos (lo dijo y no lo dijo porque escribió
esta frase en una de sus obras, pero la tachó en el manuscrito).[3]
El cuerpo se halla en el origen de nuestros diversos modos de
vincularnos los unos con los otros, razón por la cual el término
puede emplearse para denotar tanto un fenómeno colectivo («un
cuerpo de baile») como otro individual. Es lo que nos proporciona un
campo de actividad, un campo que no es, en ningún sentido, externo a
él. En Sobre la certeza, Wittgenstein se declaró perplejo ante la
expresión «el mundo exterior». Tal vez se preguntaba exterior a
qué. Sin duda, no a nosotros mismos. Por ser criaturas encarnadas,
estamos tanto en el mundo como puedan estarlo nuestros sistemas de
alcantarillado. El mundo no es un objeto dispuesto contra nosotros
para que lo contemplemos desde cierta ubicación imprecisa situada en
el interior de nuestro cráneo.
Entre otras cosas más
glamurosas, los cuerpos son objetos materiales, y la objetificación
última de la carne se conoce como muerte. Con todo, merece la pena
comentar que Tomás de Aquino, igual que su mentor Aristóteles, se
niega a usar la palabra «cuerpo» referida a un cadáver. Él se
refiere a «restos de un cuerpo», así como nosotros recurrimos, a
veces, a «restos mortales». Un cuerpo muerto es solo un cuerpo en
cierto sentido léxico. Como comenta Denys Turner, no es que «una
persona muerta sea una persona en la desgraciada condición de estar
muerta».[4] Pero, por culpa de la herencia cartesiana y del daño
que nos ha infligido, cuando oímos el título The body in the
library, lo último que se nos ocurre es imaginar a un lector
ávido en ella.* Imaginemos que alguien nos llama por teléfono y nos
pregunta: «¿Está George?». Tendría sentido responder: «Sí,
pero está dormido». En cambio, sonaría raro decir: «Sí, pero
está muerto». Decir que George está muerto es decir que no está
ahí; y para Aristóteles y Tomás de Aquino la razón por la que no
está ahí es porque su cuerpo no está ahí, aunque sus restos sí
lo estén. La lápida marca el punto en el que alguien ya no está
presente. Los restos materiales de George pueden estar tendidos en el
suelo del salón o guardados en el aparador, pero el cuerpo activo,
expresivo, comunicativo, que se relacionaba y se realizaba a sí
mismo, y que era el George terrenal, ya no está. Su cadáver no es
una manera distinta de ser George, sino que precisamente tiene que
ver con el hecho de no ser George en absoluto.
Uno también podría
llamar sabiendo que George está vivo y preguntar: «¿Está ahí el
cuerpo de George?». En ese caso también sonaría raro, como también
lo parece hablar de «el cuerpo de la tetera» y no, simplemente, de
la tetera. Sería como si en la tetera hubiera algo más que su
constitución material. Asimismo, «el cuerpo de George» suena como
si en George hubiera algo más que su cuerpo, y no es el caso. Solo
nos sentimos tentados a imaginarlo porque George es un cuerpo de una
cierta clase (activo, relacional, comunicativo, etcétera). Pero todo
ello forma parte de lo que significa ser un cuerpo humano, no un
conjunto de propiedades sobreañadidas a él. Es propio de esos
cuerpos superarse a sí mismos. En un ejemplar de Mansfield Park
hay algo más que letra impresa, pero no en el sentido de que esté
la letra impresa y algo más (imágenes, por ejemplo) en la página.
Los cuerpos, en tanto que
objetos materiales, no están muy de moda en estos tiempos de
culturalismo. A pesar de ello, merece la pena recordar que, aun si
los seres humanos pueden ser algo más, son pedazos de materia u
objetos naturales, y que cualquier cosa más sutil o más atractiva
en la que puedan andar metidos debe ocurrir en ese contexto. La
objetificación no es siempre algo que lamentar, ni mucho menos. Se
da cada vez que iniciamos una relación con otro, o con algún
aspecto del mundo. Si hombres y mujeres difieren de otros pedazos de
materia como pueden ser las grosellas o las palas, no es porque
encierren cierta entidad misteriosa en su interior, sino porque son
pedazos de materia de una clase altamente especializada,
especificidad que cuando hablamos de mente, cuando hablamos de alma,
pretendemos acotar, de manera bastante confusa por cierto. No se
trata de pedazos de materia natural que llevan añadido cierto
apéndice fantasmal, sino de montículos de material activos de
manera inherente, creativos, comunicativos, que se relacionan, se
expresan a sí mismos, se realizan a sí mismos, transforman el mundo
y se trascienden a sí mismos (es decir, históricos). Todo ello
simplemente es su alma. Hablar de alma es sencillamente una manera de
distinguir entre cuerpos de este tipo (o de algún otro tipo de
cuerpo animal) y cuerpos como puedan ser las horcas, las botellas o
la salsa de carne.
Como Aristóteles, Tomás
de Aquino y Wittgenstein también consideran el alma como la «forma»
del cuerpo, como su principio animador o su modo peculiar de
organizarse a sí mismo. En realidad no se trata de nada
particularmente misterioso: es algo que tiene lugar a la vista de
todos. Para Wittgenstein, el enfado en el rostro del otro está ahí,
tan claramente como el de nuestro pecho.[5] Marx alude a que el otro
está «presente en su inmediatez sensual» respecto a nosotros.[6]
Podemos ver el alma de alguien de la misma manera en que vemos su
dolor o su rabia. De hecho, ver su dolor o su rabia es ver su alma.
«Mi actitud hacia él —escribe Wittgenstein— es una actitud
hacia un alma. Yo tengo la opinión de que tiene una alma.»[7] Adiós
al prejuicio de que la consciencia es privada. No se trata de que
deba deliberar conmigo mismo acerca de si es un ser sensible antes de
decidir no pegarle un tiro en la cabeza. Solo las personas muy
inteligentes, como tal vez dijera Wittgenstein sarcásticamente,
comprueban si tienes alma antes de invitarte a comer. Nuestra
consciencia, por recurrir a un término ante el que Wittgenstein se
mostraba escéptico con razón, está inscrita en nuestro cuerpo de
un modo bastante parecido a como el significado está presente en una
palabra. Nosotros no estamos presentes en nuestro cuerpo como un
soldado va metido dentro de un tanque. En ese sentido, el cuerpo
mismo es una especie de signo. Como comenta Jean-Luc Nancy, es un
«signo de sí mismo», y no tanto cierta realidad distinta de él.[8]
Es muy propio del
pensamiento antidualista negar que siempre estamos seguros de nuestra
experiencia pero la experiencia de los demás tenemos que adivinarla,
o deducir lo que sienten a partir de su comportamiento. Al contrario:
a veces no estamos seguros de lo que sentimos (¿esto es ansiedad o
irritación?), pero no tenemos la menor duda de lo que está viviendo
otro. Esos gritos estremecedores los profiere porque acaban de
dispararle en una pierna. Uno no «infiere» que está sufriendo
porque lo vea arrastrarse, impotente, de un lado a otro, al menos no
más de lo que un lector familiarizado con el término
«microlepidópteros» «infiere», al toparse con él, que significa
esa clase concreta de polillas que solo son del interés de ciertos
especialistas. En la mayoría de los casos, no avanzamos a tientas
desde el signo físico hasta el significado interno. Los dos se dan
juntos, como cuerpo y alma. Ello no equivale a decir que nuestro
comportamiento resulte siempre luminosamente transparente, así como
tampoco el significado de un signo es siempre evidente por sí mismo.
Bien puede haber enigmas y equivocaciones, casos dudosos y problemas
de interpretación irresolubles. Pero no porque el significado de lo
que hacemos sea privado o esté tan profundamente enterrado en
nuestro comportamiento que no pueda extraerse fácilmente; no lo está
en absoluto.
Las emociones están
envueltas en nuestras necesidades, intereses, metas, intenciones,
etcétera, y todo ello, a su vez, está envuelto en nuestra
participación en el mundo público. No resulta siempre de ayuda
hablar de que este o aquel sentimiento está «dentro» de nosotros.
Gritar, gruñir o partir botellas de whisky en las cabezas de la
gente no son asuntos internos. Es evidente que podemos ocultar lo que
pensamos o sentimos, pero se trata de una práctica social compleja
que debemos aprender, de la misma manera que aprendemos a no ser
sinceros. Que los niños pequeños no sean capaces de disimular que
se han hecho sus necesidades encima o que tienen hambre es uno de los
inventos menos agradables de la naturaleza. Los chimpancés saben
mentir, en el sentido de señalar una información a sabiendas de que
es falsa. Pero, a diferencia de los famosos de Hollywood o los
portavoces de la CIA, no son capaces de ser hipócritas, pues la
insinceridad implica mantener una fachada en contradicción con los
propios sentimientos, y para salir airoso de una operación tan
compleja hacen falta los recursos del lenguaje. En todo caso, que no
sean capaces de comportamientos descaradamente hipócritas no supone
un elogio sin matices hacia los chimpancés, dado que una criatura
incapaz de ser insincera tampoco es capaz de ser sincera. Que sea
verdad lo que uno dice solo es posible si también es posible que sea
mentira.
Para Wittgenstein, no
podríamos aprender los nombres de las emociones ni las sensaciones
si todos las disimuláramos siempre. (Hay quien considera a los
ingleses la excepción a esta regla.) Si nadie actuara jamás a
partir de sus emociones (si solo hubiera pesar, pero no
comportamiento pesaroso), el discurso de la emoción humana no
conseguiría ponerse en marcha. Existe una relación necesaria entre
lo que sentimos y las manifestaciones físicas de eso que sentimos.
El comportamiento pesaroso es un criterio para la aplicación
correcta de la palabra «pesar» y, en parte, nuestra manera de
captar el significado de esa palabra. Y es mediante la adopción del
uso público de la palabra como yo puedo identificar un sentimiento
propio como perteneciente a esa categoría de sentimientos. Si la
relación entre sentir pesar y el comportamiento pesaroso fuera
puramente contingente, todos podríamos tener experiencias totalmente
distintas cuando nos echamos al suelo y nos ponemos a gritar tirados
sobre una alfombra, y no dispondríamos de un lenguaje de la
psicología común. En ese sentido, es el cuerpo el que nos salva de
los falsos dioses del significado privado y del ego solitario.
Entendemos que los
tractores y los secadores de pelo carecen de alma simplemente
observando lo que hacen o, mejor, lo que no hacen. No nos hace falta
escudriñar en su interior para establecer ese hecho. Ciertamente,
asegurar que no tienen alma es asegurar que no tienen «interior»,
que carecen de las profundidades complejas que se manifiestan,
pongamos por caso, en el comportamiento de Judi Dench, si bien con
menos claridad en el de Lindsay Lohan. Con todo, importa reconocer
que si Judi Dench tiene profundidades complejas no es porque haya
nacido con ellas, como uno puede nacer sin un dedo o con un lunar en
el hombro izquierdo, sino en virtud de su participación en una forma
práctica de vida. La consciencia es precisamente esa participación.
Si el alma o el yo es
distinto del cuerpo, siempre puede malinterpretarse como el señor
soberano de este. En cambio, verla como la forma del cuerpo sugiere
que no podemos hablar de la relación con nuestros cuerpos en tanto
que sus propietarios. Porque, para empezar, ¿quién poseería a
quién? Puede haber buenos argumentos en favor del aborto, pero la
creencia de que el cuerpo de cada uno es nuestra propiedad privada de
la que podemos deshacernos a nuestro antojo no es uno de ellos. Yo no
he fabricado mi propio cuerpo, sino que mi carne deriva de otros.
«Está claro [...] que los individuos, sin duda, se hacen los unos a
los otros, física y mentalmente, pero no se hacen a sí mismos»,[9]
comenta Marx. Es cierto que sí podemos hablar de usar nuestro propio
cuerpo. «Si pudiera usar de mi cuerpo lo tiraría por la ventana»,
comenta, sombrío, el Malone de Samuel Beckett. Yo podría extender
generosamente mis extremidades sobre un arroyo para que tú pudieras
caminar sobre mi espalda sin mojarte la falda marca Victoria Beckham.
Pero el cuerpo no se despliega como instrumento a partir de cierto
punto de dominio o posesión fuera de él. Jean-Jacques Rousseau
argumenta, no sin cierto elemento paradójico, que es precisamente el
hecho de no ser dueños de nosotros mismos lo que nos permite ser
autónomos. Si el yo no es nuestro y no podemos poseerlo, no podemos
entregárselo a otro. Además, si somos señores de nosotros mismos,
de ahí se sigue que también somos nuestros propios esclavos.
Comunicarnos por teléfono
o correo electrónico con otro es estar corporalmente presente,
aunque no físicamente. La presencia física implicaría compartir el
mismo espacio material. Si una actividad no implica a mi cuerpo, no
me implica a mí. Pensar es una cuestión tan corpórea como beber.
Tomás de Aquino rechaza el prejuicio platónico según el cual
cuanto menos intervenga el cuerpo en nuestras acciones, más
admirables son estas.[10] Para él, nuestros cuerpos son
constitutivos de todas nuestras actividades, por más «espirituales»
o elevadas que puedan ser. Somos animales de principio a fin, no solo
de cuello para abajo. Sí, sin duda somos también seres sociales,
racionales e históricos, pero según la idea materialista se
considera que somos esas cosas de una manera específicamente animal.
No son alternativas a nuestra animalidad ni accesorios de esta. La
historia, la cultura y la sociedad son modos específicos de
«criaturidad», no maneras de trascenderla. Es inherente a los
cuerpos animales trascenderse a sí mismos.
Así pues, la «mente»,
o el «alma», es una manera de describir cómo se constituyen
ciertas especies de animalidad, su manera distintiva de estar vivas.
En ese sentido, no hay problema a la hora de pasar del cuerpo al
alma, pues decir «cuerpo» en el sentido de animal ya es decir
«alma». Como comenta Alasdair MacIntyre, «Todo nuestro
comportamiento corporal inicial hacia el mundo es, originalmente, un
comportamiento animal»,[11] un estado de cosas que nuestro posterior
acceso al lenguaje no liquida. Tomás de Aquino nos enseña que la
racionalidad humana es una racionalidad animal. Debemos ser capaces
de razonar para sobrevivir y prosperar como criaturas materiales.
Somos seres cognitivos porque somos carnales. Nietzsche también lo
creía así, mientras que Marx alude a nuestra «consciencia
sensual».[12] Si nuestro pensamiento es discursivo, en el sentido de
que se despliega en el tiempo, es porque nuestra vida sensorial
también lo es. Los ángeles, por ser incorpóreos, son otra cosa. De
hecho, Tomás de Aquino no considera a los ángeles seres racionales,
en absoluto. Ello no implica que el arcángel Gabriel esté mal de la
cabeza, sino que, simplemente, el juego lingüístico de la
racionalidad no tiene que ver con él, como no tiene que ver con un
tarro de pepinillos en vinagre. John Milton, para el que los ángeles
son seres encarnados que funden sus cuerpos completamente en el acto
sexual, opina de otro modo.
La identidad humana es
cosa corpórea. Tomás de Aquino habría creído en el alma
desencarnada de Michael Jackson, pero no habría considerado que
fuera Michael Jackson. Sería, por así decirlo, Michael Jackson
esperando de pie para volver a ser él mismo al transformarse
corpóreamente durante la resurrección general, de una manera, por
cierto, bastante más espectacular que la que nos ofreció en sus
múltiples reencarnaciones cuando estaba vivo. (Dicho sea de paso, a
Wittgenstein le divierte la idea de que el alma «abandone» el
cuerpo en el momento de la muerte, y se burla un poco de ella. ¿Cómo
puede algo inmaterial salir de algo material? También destaca lo
absurdo de suponer que la eternidad empezará cuando yo muera. ¿Cómo
puede empezar la eternidad?) Uno de los peligros de ver el yo como
alma desencarnada es que entonces uno puede sentirse con libertad
para tratar a los demás como cuerpos sin alma. Si el cuerpo es solo
un pedazo de materia sin espíritu, no tiene nada de malo frecuentar
burdeles o explotar mano de obra esclava. Al hacerlo no se daña el
alma de nadie (asumiendo que los esclavos la tuvieran, algo que
muchos amos de esclavos se han permitido dudar). La Tess Durbeyfield
de Thomas Hardy, una mujer cuyo cuerpo es saqueado por los demás
para obtener beneficios tanto sexuales como económicos, recurre
finalmente a la táctica desesperada de disociarse de todo,
seccionándolo de lo que Hardy denomina su «voluntad viviente». La
esquizofrenia, una enfermedad en la que puede llegar a sentirse el
propio cuerpo como un apéndice ajeno, puede ser una última
trinchera de supervivencia en un mundo depredador.
El alma de Tomás de
Aquino es simplemente la manera específica en la que se organiza una
criatura, el modo en que su forma de vida difiere del de otros
organismos. Marx, posteriormente, mostrará su acuerdo con él. En
ese sentido, resulta irónico que la mayor parte de quienes ensalzan
la diferencia y la especificidad no demuestren interés por esa idea.
«El carácter todo de una especie —declara Marx— reside en la
naturaleza de su actividad vital, y la actividad libre de la
consciencia constituye el carácter de especie del hombre.»[13] Así,
a los lectores más sensibles de este libro les encantará saber que
los tejones, en efecto, tienen alma, puesto que gozan de una forma
peculiar de existencia material, aunque su alma difiera de la de una
babosa, o de la de un afiliado al Partido Republicano. Sin embargo,
lo que perturbaría en cierta medida a Tomás de Aquino es la idea de
que los tejones, o los seres humanos, «tengan» alma, un alma que
esté «unida» a su cuerpo. Lo que él rebatía era esa especie de
platonismo, y tuvo problemas con las autoridades eclesiásticas por
ello. Como escribe Maurice Merleau-Ponty, «la unión del alma y del
cuerpo no viene sellada por un decreto arbitrario entre dos términos
exteriores: uno, el objeto, el otro, el sujeto. Esta unión se
consuma a cada instante en el movimiento de la existencia».[14] Es
nuestra vida la que deconstruye la diferencia entre los dos, lo que
no equivale necesariamente a afirmar que ambos se funden
armoniosamente. Ya hemos visto que corresponde al cuerpo expresivo la
capacidad para objetificarse a sí mismo, consciente de su carne en
tanto que, hasta cierto punto, indomeñable y opaca. Es solo que no
sentimos la resistencia del cuerpo al espíritu desde un punto
desencarnado de él.
Así, uno de los
principales teólogos cristianos resulta ser, en ciertos aspectos, un
materialista de pura cepa, lo que no habría de causar tanto asombro
teniendo en cuenta que el cristianismo es, en sí mismo y en cierto
sentido, un credo materialista. La doctrina de la Encarnación
implica que Dios es un animal. En la eucaristía, está presente en
la materia cotidiana del pan y el vino, en la actividad mundana de
masticar y digerir. La Salvación no es en primera instancia una
cuestión de culto ni ritual, sino de alimentar al hambriento y
atender al enfermo. Jesús pasa gran parte de
su tiempo devolviendo la salud a cuerpos humanos tullidos, así como
a alguna que otra mente trastornada. El amor es una práctica
material, no un sentimiento espiritual. Su paradigma es el amor al
forastero y al enemigo, algo que en principio no había de suscitar
precisamente una oleada de comprensión. Wittgenstein comenta,
provocador, que «el amor no es un sentimiento», aunque en su caso
lo que tenga en mente no sea el digno anonimato de la caridad.[15] Lo
que quiere decir es que el amor no es algo que pueda sentirse solo
durante ocho segundos, como sí sucede con el dolor. No tiene sentido
decir: «Esto no puede haber sido dolor, porque entonces no se me
habría pasado tan deprisa». Pero del amor sí podría decirse. Uno
no puede estar violentamente enamorado de alguien solo durante el
tiempo que tarda en sacar el gato a la calle. El amor es disposición,
situación, está imbricado en un contexto y una narrativa. Aun así,
aunque en este punto Wittgenstein no está pensando en el Evangelio
cristiano, «el amor no es un sentimiento» es una proposición que,
sin duda, podría suscribirse en este.
La materialidad está
bendita para el cristianismo porque es la creación de Dios. James
Joyce era un gran devoto de Tomás de Aquino, y el Ulises, una novela
a la que nada corpóreo es ajeno, es un texto tomista en cierto
sentido. En el cristianismo se cree en la resurrección del cuerpo,
no en la inmortalidad del alma. El acoplamiento sexual de los cuerpos
es, para san Pablo, un anticipo del reino de Dios. El Espíritu Santo
no es un fantasma sagrado, sino una fuerza dinámica que transforma
la faz de la Tierra. La fe no es un estado mental solitario, sino una
convicción que emana de compartir en la forma de vida práctica,
comunitaria, conocida como Iglesia. Para los sofisticados griegos se
trata de un disparate, de algo carnavalesco que contrapone la vida
corriente a las ideas herméticas, que exalta lo más bajo y derroca
a los poderosos de sus tronos. Consiste sobre todo en un compromiso
con los muertos y no en un conjunto de proposiciones teóricas.
Incluso Friedrich Nietzsche, para quien el cristianismo era la mayor
catástrofe que se había abatido jamás sobre la humanidad, creía
que reducirlo «a sostener que algo es cierto, a una mera
fenomenalidad de la consciencia», era travestirlo.[16] En su centro
tenemos a un vagabundo de clase inferior que vitupera a los ricos y a
los poderosos y se relaciona con bandidos y rameras. Dado que su
solidaridad con los pobres constituye una espina clavada en la carne
de las élites sacerdotales y políticas, acaba sufriendo la clase de
muerte que el poder imperial romano reservaba a los rebeldes
políticos.
Tomás de Aquino defiende
una concepción algo más sutil de la cuestión que los materialismos
mecánicos. Como expresa Denys Turner, su objeción a dichos
materialismos «era que, sencillamente, no acertaban mucho en el tema
de la materia».[17] Según Turner, «en la materia misma hay mucho
más de lo que capta el ojo del materialista medio actual».[18]
Escribe que para Tomás de Aquino el ser humano es «materia
articulada, cosa que habla».[19] «Los materialistas de hoy —se
queja— creen que la materia es todo lo que hay, y que la materia no
tiene sentido y es muda, pues todo sentido tiene que ver con hablar
acerca de la materia, pero no con una materia que habla.»[20]
Así pues, el cuerpo es
la materia con significado, algo aplicable tanto a los perros
salvajes como a los seres humanos. La inteligencia práctica es, en
su mayor parte, inteligencia corporal. Un niño que todavía no habla
alarga la mano para agarrar un juguete, y ese gesto es inherentemente
significativo. Podría afirmarse que pertenece a una capa de
significación preverbal, inscrita en nuestra propia carne. El
significado se aferra a la acción como un forro a una manga. Está
construido en el gesto material. No tiene que ver meramente con la
interpretación de ese acto por parte del observador. Tampoco se
trata de la propia concepción del niño o la niña pues estos
carecen aún de medios para formularla. Con todo, si el cuerpo es
materia articulada, ¿no es también así en el caso de una manguera
o de un enano de jardín? Las mangueras, claro está, no son capaces
de hablar, pero son pedazos de materia articulada en el sentido de
que están estructuradas significativamente. A pesar de ello, quienes
las diseñan son los seres humanos, que imprimen una intencionalidad
en la materia muda de la goma y del metal y la conforman para
desempeñar una función. En cualquier caso, el cuerpo humano no está
solo dotado de significado: a diferencia de los enanos de jardín, el
cuerpo humano también es fuente de significado.
Para Tomás de Aquino, la
materia es el principio de la individuación. Lo que te hace ser tú
mismo y no otra persona es la porción concreta de materia que
resultas ser. En efecto, en algunas lenguas la palabra «cuerpo»
puede ser un término arcaico para definir «persona»... En esos
usos encantadores subyace una concepción no cartesiana de la persona
humana. Con todo, ese uso también puede llevar en cierta medida a
confusión dado que tener un cuerpo humano es una condición para ser
persona, pero no sinónimo de serlo. El cuerpo es algo dado, mientras
que convertirse en persona constituye un arduo proyecto histórico
que puede llevarse a cabo de manera soberbia, atroz o sin pena ni
gloria. En todo caso, es un hecho que para Tomás de Aquino yo no soy
yo mismo porque tenga cierto tipo genérico de cuerpo o de alma, sino
por ese paquete de carne concreto del que estoy hecho. Eso es lo que
distingue a un miembro de una especie de otro. Si las almas humanas
difieren unas de otras es porque estas animan cuerpos diferentes. A
pesar de ello, lo que nos individualiza también nos une. Tener un
cuerpo humano es gozar de una forma de solidaridad con otras
criaturas de nuestra especie.
Tomás de Aquino es un
materialista epistemológico, además de somático. Según él, todo
nuestro conocimiento emana de nuestra implicación con la realidad
material. Hablar de Dios, por ejemplo, deriva analógicamente de lo
que sabemos del mundo que nos rodea. Si la metáfora, según
sostiene, es el modo de discurso que más se adecúa al ser humano es
porque incorpora significado al modo sensorial, que es donde
nosotros, tipos de carne y hueso, nos sentimos más cómodos. Sin
embargo, a pesar de lo mucho que insiste en los sentidos, Tomás de
Aquino no sostiene, como los empiristas, que la mente sea simplemente
un receptáculo pasivo de los denominados datos sensoriales. Por el
contrario, nos enseña que el intelecto da sentido a la realidad de
manera activa y es, por tanto, una forma de práctica en sí misma.
En este punto existe
cierto paralelismo entre las epistemologías de Tomás de Aquino y de
Marx. Aquel ve cualquier «dato sensible» concreto como una
abstracción de la concreción compleja de nuestra experiencia
considerada como un todo. Como describe Denys Turner, «el intelecto
une, en actos de comprensión, la experiencia “abstracta” de cada
uno de los sentidos, extrayendo de ese modo las realidades concretas
y densas en las que se halla su significado».[21] Por su parte, en
sus Grundrisse, Marx escribe en tono similar sobre la comprensión
humana al definirla como una «elevación» desde lo abstracto a lo
concreto. Por lo general, consideramos lo abstracto como algo elevado
y abstruso, y lo concreto como sencillo y vulgar, pero ambos
pensadores ponen patas arriba esa antítesis. Para Marx, el
pensamiento se inicia con categorías abstractas como el dinero, que
para él son nociones simples, y posteriormente procede a
sintetizarlas en realidades tan complejas como puede ser un modo
histórico de producción. Esos son los fenómenos realmente
concretos, término que literalmente significa «convergencia de
distintos rasgos».
También los caimanes son
porciones significativas de materia, y la razón no está confinada a
la humanidad. Otros animales son capaces de manifestarla, como Tomás
de Aquino no tiene inconveniente en admitir. Para él, de hecho, ser
animal es ser racional. La razón es solo la clase de facultad
adecuada a tales formas orgánicas de vida, en contraste, por
ejemplo, con el intelecto de un ángel. Un perro lobo puede verse
guiado por creencias y razones. Tal vez no pueda abrir una cuenta de
ahorro ni alistarse a las Girl Scouts, pero sin duda sí es capaz de
llegar a la conclusión de que, ya que no van a sacarlo a dar un
paseo, lo mejor será no gastar aire y dejar de ladrar. Con todo, su
capacidad de raciocinio queda en gran medida confinada a su entorno
más inmediato, lo que también puede decirse de los niños que dan
sus primeros pasos. Estos son capaces de razonar, pero no de generar
proposiciones de brillantez einsteiniana. Un perro tampoco puede
evaluar críticamente su propio comportamiento, una clase de control
propio que exige una autorreflexión que solo proporciona el
lenguaje. Dicho en pocas palabras, no puede ser un animal moral más
de lo que puede serlo un bebé. (Como, por cierto, tampoco puede
serlo Dios, al que ningún teólogo de prestigio consideraría un ser
moral.) Los bebés no pueden preguntarse a sí mismos si les habría
ido mejor no naciendo, aunque sus hermanos mayores bien pueden tener
una opinión formada al respecto. Un ave hembra no puede convencerse
a sí misma de reprimir el instinto que la impele a alimentar a sus
crías. No puede sentir asombro ante la futilidad de la empresa en la
que está metida y largarse volando a las Bahamas.
Para Tomás de Aquino, lo
que constituye la diferencia es que los seres humanos son animales
lingüísticos además de sensoriales. Y eso es lo que marca
principalmente nuestra racionalidad. El lenguaje media en nuestras
sensaciones, pero no en las del caracol. Eso es sobre todo lo que nos
permite cierto grado de distancia con respecto a nosotros mismos y,
así, de autorreflexión crítica. El sistema de señales de los
delfines resulta de una complejidad impresionante, pero es difícil
no sentir que se ve ensombrecido por las obras de Proust. El lenguaje
nos permite intimar con los demás más allá de la mera contigüidad
física. Los amantes que pasan la noche despiertos, charlando, están
mutuamente más cerca que los que solo se acuestan juntos. Sin
embargo, y precisamente por eso mismo, los animales lingüísticos
pueden crear más destrucción que los que no lo son. Las ardillas no
son capaces de cometer genocidio, a menos que lo estén perpetrando
con notable discreción. Su pensamiento está demasiado «pegado al
hueso». Pero tampoco pueden crear un Don Giovanni, casi por el mismo
motivo. Giorgio Agamben sostiene en Lo abierto que la humanidad se
constituye distanciando, dominando y destruyendo su propia
animalidad, aunque no acierta a profundizar sobre el hecho de que esa
autoobjetificación, además de causa de calamidad, también puede
ser fuente de valor.[22]
En sus Investigaciones
filosóficas, como es bien sabido, Wittgenstein proclama que si un
león pudiera hablar nosotros no entenderíamos lo que diría.[23]
¿No podríamos encontrar a un intérprete con buenos conocimientos
de «leonés» y unos buenos auriculares? Para Wittgenstein, no.
Según él, la forma de vida material de un león resulta tan remota
de la nuestra que es imposible el diálogo. A causa de su fisiología,
el león no organiza el mundo como lo organizamos nosotros. En La
voluntad de poder, Friedrich Nietzsche, de manera similar, sostiene
que los otros animales habitan esferas ajenas a la nuestra y, en
consecuencia, no demuestra el menor interés en dar conversación a
los pingüinos. Como Tomás de Aquino, Nietzsche cree que nosotros
pensamos como pensamos a causa de los cuerpos que tenemos. Un cuerpo
de otro tipo nos proporcionaría un mundo de otro tipo. Wittgenstein,
sin embargo, podría estar equivocado cuando supone que esos reinos
no son mutuamente equiparables. Alasdair MacIntyre, por ejemplo,
defiende que, si los delfines hablaran, puede que los expertos fueran
capaces de entenderlos.[24] También para Martin Heidegger se da
cierto solapamiento entre nuestro mundo y el de las criaturas no
lingüísticas, lo que defiende con su portentosa declaración según
la cual «el perro [...] sube las escaleras con nosotros».[25] (Hay
algo tremendamente divertido en ese Heidegger de tono oracular y
sonoro estilo filosófico que habla de subir las escaleras con un
perro.)
Sean cuales sean nuestras
diferencias con los animales, nuestras propias formas de razonar
están, para Tomás de Aquino, profundamente enraizadas en nuestra
naturaleza animal, lo que constituye una de las razones por las que
el teólogo no es en absoluto el árido racionalista por quien
algunos lo han tomado. Dado que nuestro pensamiento está imbricado
en nuestra existencia sensorial y emocional, está destinado a
diferir del «pensamiento» de un sesudo ordenador, que carece de
vida sensorial o emocional en la que pueda imbricarse su «mente».
Por el contrario, los primeros bienes de los seres humanos son
materiales y emocionales: calor, sueño, sequedad, leche materna,
contacto humano, liberación de las molestias, etcétera. A partir de
esa humilde raíz crece la gratitud muda del recién nacido hacia sus
cuidadores, lo que a su vez planta la semilla de lo que conocemos
como moral. Es sobre esos cimientos de carne y sangre sobre los que
con el tiempo llegamos a pensar, y nuestro pensamiento seguirá
apoyado en ellos. Con todo, es cierto que si pensamos con la
suficiente elaboración podemos llegar a prescindir de esa
infraestructura material y emocional, enfermedad a la que por lo
común denominamos «filosofía».
Razonar es algo que está
entretejido en nuestros proyectos prácticos, pero dichos proyectos,
en sí mismos, no son asuntos puramente racionales. La meta final de
toda actividad humana son la felicidad y el bienestar. Pero, aunque
la fatigosa tarea de aprender a alcanzarlos implica la razón, no
puede reducirse a ella. Y no porque la racionalidad sea una cuestión
clínica y desapasionada: razonar es esforzarse por ver una situación
tal como es en realidad, una empresa agotadora que implica elevar la
mirada por encima de nuestro narcisismo endémico y nuestro propio
interés.[26] También exige paciencia, persistencia, habilidad,
honestidad, humildad y valentía para admitir que uno se ha
equivocado, predisposición a confiar en los demás, prevención ante
las fantasías tranquilizadoras y las ilusiones beneficiosas,
aceptación de lo que puede ir en contra de los propios intereses,
etcétera. En ese sentido, la objetividad es una cuestión moral. No
tiene nada que ver con una imparcialidad desapasionada. Todo lo
contrario: nos interesa ser racionales. Puede incluso ser una
cuestión de supervivencia. Mostrarnos abiertos a la realidad de una
situación es manifestar una preocupación desinteresada por ella, y
la preocupación desinteresada por lo que se encuentra más allá del
bullicioso ego se conoce tradicionalmente como amor. En ese sentido,
el amor y el conocimiento son aliados, afinidad más que obvia cuando
se trata del conocimiento de otras personas. Solo podemos conocer a
los demás si se prestan a ello voluntariamente, lo que a su vez
implica confianza, lo que a su vez es, en sí mismo, una especie de
amor.
Los sentimientos, como
los pensamientos, pueden ser tanto racionales como irracionales.
Pueden ser adecuados a la naturaleza de su objeto, o pueden resultar
desproporcionados con respecto a esta, como ocurre en el caso del
sentimentalismo. Es racional llorar la muerte de un ser querido, pero
irracional tirarse por un precipicio cuando tu hámster exhala su
último suspiro. Aun así, en este caso la razón no penetra hasta el
fondo. Es cierto que, a menos que podamos ofrecer razones por las que
amamos a alguien, a nosotros mismos nos costará entender lo que
hacemos. Hemos de ser capaces de fundamentar el afecto que sentimos
por otra persona: que tenga mucho dinero, que a su lado Kate Winslet
parezca King Kong, que sea muy tolerante con los hombres vagos y
narcisistas, etcétera. Aun así, la confabulación entre amor y
razón no es plena. Después de todo, un tercero podría reconocer la
fuerza de nuestros razonamientos sin estar necesariamente enamorado
de esa persona. El amor y el bienestar, finalmente, trascienden a la
razón, pero zozobran si la echan por la borda. Y lo mismo puede
decirse de las relaciones entre la razón y la fe.
Una racionalidad no
fundamentada en la existencia práctica, sensorial, no es solo
defectuosa, sino que en realidad no es racional. Una razón
descolgada de los sentidos es una forma de locura, como descubre el
rey Lear. Un nombre para lo que podríamos denominar razonamiento
sensual es la estética, que en un primer momento ve la luz no como
discurso sobre el arte, sino como discurso sobre el cuerpo.[27]
Representa un intento por parte de una forma notablemente fría de la
razón ilustrada de incorporar lo que podría llamarse la lógica de
los sentidos. La estética moderna inicia su andadura como intento de
devolver el cuerpo a una forma de racionalidad que corre el peligro
de librarse de ella por considerarla exceso de equipaje. Es en la
obra de arte, sobre todo, donde la labor racional y la sensorial
conspiran de manera fructífera. Sin embargo, lo estético no es solo
un suplemento de la razón, tal como la Ilustración tendía a creer.
Sin reconocer que su fuente está en la vida sensorial, la razón no
puede, de entrada, ser auténticamente racional. Una racionalidad
distintivamente humana es la que responde a las necesidades y los
confines de la carne.
La relación entre la
razón y la estética va más allá. La obra de arte es un modelo de
lo que Aristóteles denomina «praxis», en referencia al tipo de
actividades cuyos materiales les son inherentes.[28] A menos que
tengas el talento de Joshua Bell, no tiene sentido tocar el violín
más allá del tipo de ejecución característica de la actividad
misma. Se trata de una forma de práctica que se basa en sí misma,
se constituye a sí misma, se valida a sí misma. Reír, bromear,
bailar, hacer el amor, tocar la flauta irlandesa, coleccionar
prohibitivas jaboneras de porcelana y beber hasta caerse al suelo son
cosas que no llevan a ninguna parte. La racionalidad que las gobierna
no es instrumental. Esas actividades no se consideran simplemente
medios para alcanzar un fin distinto a ellas, como sí ocurre cuando
reventamos el parabrisas de un coche para sacar de él un bolso de
Louis Vuitton olvidado. Es cierto que el arte puede ser instrumental
en el sentido de que enriquece nuestro sentido de la existencia
humana, pero eso solo lo conseguimos si prestamos una atención
constante a la obra de arte misma, en lo que Marx llamaría su valor
de uso en tanto que concepto opuesto a su valor de cambio. Su
significado y valor son inseparables de su rendimiento real, lo que a
ojos de Aristóteles también es cierto en el caso de la virtud.
En general, esas clases
de actividad son las más valiosas. Es verdad que algunas acciones
instrumentales resultan igualmente estimables (alimentar al
hambriento, por ejemplo), y que sin cierta racionalidad instrumental
nunca llegaríamos a librar al mundo de armas químicas. La mayoría
de nosotros tampoco conseguiríamos levantarnos de la cama, condición
indispensable para librar al mundo de las armas químicas. Aun así,
casi todos nuestros mejores logros llevan el fin en sí mismos.
Existen solo porque sí. Cuando emprendemos esas empresas es cuando
somos más racionales. La razón deja de ser un mero instrumento o
dispositivo de cálculo y pasa a ser una forma de autorrealización
que ha de valorarse por lo que es en sí misma.
En cambio, al actuar
instrumentalmente corremos el riesgo de renunciar a las cualidades
sensibles y afectivas de las cosas en aras de la consecución de
cierta meta. No nos demoramos con ternura ante la forma y la textura
de un billete de tren antes de entregárselo a regañadientes al
revisor. Para el marxismo, el capitalismo implica una orgía
consumista de los sentidos. Sin embargo, paradójicamente, también
es un estilo de existencia desencarnado, ascético, pues los objetos
materiales se ven despojados de su fisicidad y quedan reducidos al
estatus abstracto de bienes de consumo. Una abstracción similar
recae sobre el cuerpo humano, como veremos a continuación. Bertolt
Brecht soñaba con un futuro en que el pensamiento pudiera
convertirse en un placer sensual real; y los socialistas por lo
general auguran una época en que la razón instrumental, aun siendo
totalmente indispensable en los asuntos humanos, ejerza una
influencia menos despótica en nuestras vidas. El pensamiento
político radical está sin duda al servicio de la práctica
política; pero dicha práctica tiende a una condición en la que tal
vez seamos más libres para disfrutar razonando solo porque sí. Esos
socialistas que ensalzan cierto tipo de utilitarismo de izquierdas
(la teoría solo es justificable si trae consigo el cambio práctico,
preferiblemente en pocas horas) no alcanzan a ver que solo
llegaríamos a emanciparnos de verdad cuando ya no sintiéramos la
necesidad de disculparnos por ejercer la razón ante algún adusto
tribunal de utilidad histórica.
Notas:
[1] Ludwig Wittgenstein,
Philosophical Investigations, Oxford, Basil Blackwell, 1967,
p. 178. [Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica, 2008.]
Para parte de lo que sigue recurro a mi artículo «The Body as
Language», Canadian Review of Comparative Literature, 41, 1
(marzo, 2014), pp. 11-16.
[2] Maurice
Merleau-Ponty, Phenomenology of Perception, Londres,
Routledge, 1962, p. 94. [Fenomenología de la percepción, Barcelona,
Altaya, 1999.]
[3] Véase Karl Marx y
Friedrich Engels, Collected Works, vol. 5, Londres, Lawrence &
Wishart, 1976, p. 44.
[4] Denys Turner, Thomas
Aquinas: A Portrait, New Haven, Yale University Press, 2013, p.
62.
* En inglés, body
significa «cuerpo» pero también «cadáver», por lo que la frase
en teoría podría llevar a confusión. En castellano no se da dicha
ambigüedad. De hecho, el título de la novela de Agatha Christie que
se menciona, The body in the library, se tradujo al español como Un
cadáver en la biblioteca. (N. del t.)
[5] Véase Ludwig
Wittgenstein, Zettel, G. E. M. Anscombe y G. H. von Wright
(ed.), Oxford, Basil Blackwell, 1967, p. 220.
[6] Marx, Early
Writings, p. 355.
[7] Wittgenstein,
Philosophical Investigations, p. 178.
[8] Nancy, The Sense
of the World [Le sense du monde], p. 131.
[9] Engels y Marx, The
German Ideology, pp. 55-56. [La ideología alemana.]
[10] Véase Nicholas M.
Heaney, Thomas Aquinas: Theologian of the Christian Life,
Aldershot, Ashgate, 2003, pp. 140-141. Para la visión de Tomás de
Aquino sobre el alma y el cuerpo, véase específicamente Ralph
McInerny (ed.), Aquinas Against the Averroists, Lafayette, Purdue
University Press, 1993, y Thomas Aquinas, Light of Faith: The
Compendium of Theology, Mánchester, Sophia Institute, 1993. Para
comentarios bastante menos impactantes sobre la teología del cuerpo,
véase Terry Eagleton, The Body as Language: Outline of a «New
Left» Theology, Londres, Sheed & Ward, 1970.
[11] Alasdair MacIntyre,
Dependent Rational Animals, Londres, Duckworth, 1999, p. 49.
[Animales racionales y dependientes: por qué los seres humanos
necesitamos las virtudes, Barcelona, Paidós Ibérica, 2001.]
[12] Marx, Early
Writings, p. 355.
[13] Ibídem, p. 328.
[14] Merleau-Ponty,
Phenomenology of Perception, p. 102.
[15] Véase Wittgenstein,
Zettel, párrafo 504.
[16] Friedrich Nietzsche,
The Twilight of the Idols and The Anti-Christ,
Harmondsworth, Penguin, 1968, p. 151. [El ocaso de los dioses
y El Anticristo, diversas ediciones.]
[17] Turner, Thomas
Aquinas, p. 52.
[18] Ibídem, p. 51.
[19] Ibídem, p. 90.
[20] Ibídem, p. 97.
[21] Ibídem, p. 89.
[22] Giorgio Agamben, The
Open: Man and Animal, Stanford, Stanford University Press, 2004.
[Lo abierto: el hombre y el animal, Valencia, Pre-Textos,
2010.]
[23] Wittgenstein,
Philosophical Investigations, p. 223.
[24] Véase MacIntyre,
Dependent Rational Animals, p. 59.
[25] Martin Heidegger,
The Fundamental Concepts of Metaphysics, Bloomington,
University of Indiana Press, 1955, p. 210. [Los conceptos
fundamentales de la metafísica, Madrid, Alianza Ensayo, 2007.]
[26] Véase John
Macmurray, Reason and Emotion, Londres, Faber & Faber,
1962, p. 7.
[27] Véase Terry
Eagleton, The Ideology of the Aesthetic, Oxford,
Wiley-Blackwell, 1990, cap. 1. [La estética como ideología,
Madrid, Trotta, 2011.]
[28] Véase Alasdair
MacIntyre, After Virtue, Notre Dame, University of Notre Dame
Press, 1981. [Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 2004.]