Cuarto
Poder – 28/02/2020
Hace ya varios siglos
que la humanidad contrajo un virus fatal, una especie de pandemia
económica a la que, hoy en día, podríamos llamar coronacapitalismo
El sentido común ha sido
tan derrotado en las últimas décadas que vivimos acostumbrados
al delirio como lo más normal. Aceptamos como inevitables cosas
bien raras. Por ejemplo, que el mayor peligro con el que nos amenaza
el coronavirus no es que infecte a las personas, sino que infecta
a la economía. Resulta que nuestra frágil existencia humana no
resulta tan vulnerable como nuestro vulnerable sistema económico,
que se resfría a la menor ocasión. Naomi Klein dijo una vez que los
mercados tienen el carácter de un niño de dos años y que en
cualquier momento pueden cogerse una rabieta o volverse medio locos.
Ahora pueden contraer el coronavirus y desatar quién sabe si una
guerra comercial global. Los economistas no cesan de buscar una
vacuna que pueda inyectar fondos a la economía para inmunizar su
precaria etiología neurótica. Se encontrará una vacuna para la
gente, pero lo de la vacuna contra la histeria financiera resulta más
difícil.
Para nosotros es ya una
evidencia cotidiana: la economía tiene muchos más problemas que los
seres humanos, su salud es más endeble que la de los niños y, por
eso, el mundo entero se ha convertido en un Hospital encargado de
vigilar para que no se constipe. Somos los enfermeros y asistentes de
nuestro sistema económico. El caso es que hace cincuenta años aún
se recordaba que este sistema no era el único posible, pero hoy en
día ya nadie quiere pensar en eso. Por otra parte, los que
intentaron cambiarlo en el pasado fueron tan derrotados y
escarmentados que todo hace pensar que en efecto la cosa ya no tiene
marcha atrás y que cualquier día que los mercados decidan
acabar con el planeta por algún infantil capricho o alguna infección
agresiva llegará el fin del mundo y santas pascuas. “El mundo
comenzó sin el hombre y terminará sin el hombre”, decía Claude
Lévi-Strauss. Estaremos aquí mientras así sea la voluntad de la
Economía. Lo mismo se pensaba antes de la voluntad de los dioses. La
diferencia es que éstos, normalmente, no tenían el carácter de un
niño de tres años, ni se contagiaban del virus de la gripe.
Sorprende leer algunos
textos de hace un siglo, cuando todavía no habíamos ingresado en
este manicomio global. Por ejemplo, es muy impactante releer una
conferencia que John Maynard Keynes impartió en Madrid en
1930 y que llevaba el significativo título “Las posibilidades
económicas de nuestros nietos”. Hace de ello casi cien años. Y
eso era lo que se planteaba Keynes, qué sería del mundo económico
cien años después. La cosa tiene incluso gracia. El gran genio de
la economía del siglo XX pronostica, nada más y nada menos, que en
cosa de cien años (allá por el año 2020, vaya) “la humanidad
habrá resuelto ya su problema económico”, es decir, que nos
habremos librado de la “economía”, del problema de cómo
“administrar recursos escasos”, sencillamente porque ya no serán
escasos. La cosa le parece evidente a la luz de lo que él considera
una “enfermedad” que ha contraído la economía de su tiempo: el
paro y la sobreproducción. Esta “enfermedad”, al contrario que
el “coronavirus”, anunciaba un futuro muy prometedor y, en
realidad, demostraba (¡increíble afirmación!) “que el problema
económico no es el problema permanente del género humano” (el
subrayado es de Keynes). O sea, acuerdo total con Aristóteles y
desacuerdo con la filosofía subyacente a la ciencia económica: no
somos un homo economicus, sino un ser social que tiene un problemilla
económico que se puede remediar (en Aristóteles, teniendo esclavos;
en la actualidad, con el progreso técnico y la organización de la
producción). Hasta el momento, la economía ha sido una enfermedad
congénita para la humanidad (o quizás, más bien, un virus que
contrajo con la separación de las clases sociales, porque en las
sociedades neolíticas, según atestigua la antropología, siempre se
trabajó mucho menos que ahora). En todo caso, con la revolución
industrial se habría descubierto la vacuna. En resumen, a Keynes
le parece obvio que, allá por el año 2020, los seres humanos
podrían trabajar “quince horas a la semana, en turnos de
tres horas al día” y, aún así, seguiría sobrando
riqueza: “tres horas al día es suficiente para satisfacer al
viejo Adán que hay dentro de nosotros”.
Así es que el bueno de
Keynes se plantea un grave problema existencial: ¿qué hará la
humanidad con tanto tiempo libre?, ¿no le provocará ansiedad?, ¿nos
pasará a todos como “a las esposas de las clases adineradas,
mujeres desafortunadas que ya no saben qué hacer con su vida
desocupada y aburrida”? El ocio puede ser un arma de dos filos,
pues el aburrimiento puede ser letal desde un punto de vista
psíquico. Otro peligro es que no seamos capaces de reprimir
nuestros instintos agresivos, impidiendo las guerras, que todo lo
destruyen. Es una cuestión de educación, habrá que acostumbrar a
la población a divertirse y a ser buena gente. Por lo demás, si
dejamos que los especialistas en economía resuelvan los cada vez
menores problemas económicos, del mismo modo “que hacen los
odontólogos, como personas honestas y competentes”, todo irá
bien.
En fin, sorprende que un
genio económico como Keynes ni por un momento repare en que bajo
condiciones capitalistas es imposible repartir el trabajo y reducir
la jornada laboral, algo que Marx ya demostró en 1867. Y que,
por tanto, el problema no será el aburrimiento o la agresividad,
sino el capitalismo. El capitalismo no genera ocio, sino paro, que
no es lo mismo. Paro y trabajo excesivo; pero de repartir nada,
porque económicamente es imposible, porque la economía se pondría
enferma con ese reparto, un auténtico virus letal desde el punto
de vista de los negocios. En cuanto a las guerras, bajo el
capitalismo tienen poco que ver con la agresividad humana. Como muy
bien dijo en los años ochenta el filósofo Günther Anders, “el
capitalismo no produce armas para las guerras, sino guerras para las
armas”. Las guerras son, ante todo, mercados solventes para la
producción armamentística. Así son los caprichos de eso que
llamamos “la economía”.
Keynes no menciona eso
del “capitalismo”, lo mismo que tampoco suele mencionarse hoy. El
capitalismo es sencillamente la vida económica de la humanidad, como
se piensa en Intereconomía y, en general, en nuestro actual
modelo ideológico. Pero Keynes no era un vulgar tertuliano y
pensaba, como todo bien nacido, que ese “problema económico” se
podía dejar atrás. Hasta el momento, como dijo Raoul Vaneigem en
1967, “supervivir nos ha impedido vivir”; pero ha llegado el
momento de librarnos de la asfixiante lucha por la supervivencia
y comenzar a vivir un poco según lo que Marx llamaba “el reino de
la libertad” (en palabras de Aristóteles, no hay que conformarse
con vivir, sino con una vida buena). Así es que, como Keynes era una
buena persona, sólo le queda el recurso a la ingenuidad: la
humanidad no será tan estúpida de seguir sin repartir el trabajo y
aprovecharse de la sobreproducción (que la sociedad de consumo
demuestra a diario de manera tan extravagante). Él no podía
sospechar que los “especialistas odontólogos” que iban a acabar
por gestionar la “economía” iban a ser Milton Friedman y sus
Chicago boys, y que, en el año 2020, lejos de
“habernos librado del problema económico”, íbamos a vivir en
una cárcel económica asfixiante, temerosos de la que la economía
contraiga algún virus o estalle en alguna imprevisible rabieta.
Actualmente, lo primordial ya no es construir un Estado del
Bienestar para la población, sino estar pendientes del Bienestar de
la Economía, que tiene sus propios problemas y sus propias
soluciones, que poco tienen que ver con las de los seres humanos.
Sorprende tanta
ingenuidad en un hombre de la talla de Keynes. Qué diferencia con el
diagnóstico que hacían las izquierdas. Yo ya no creo mucho en eso
de la célebre “superioridad moral de la izquierda”, pero
sí creo que su superioridad intelectual fue indiscutible. Aún
recuerdo una entrevista en la televisión que hicieron durante la
Transición a Federica Montseny, cuando regresó a España tan
anciana. “Sigo pensando lo mismo de siempre. Hay que superar el
capitalismo, porque el capitalismo es incapaz de repartir el
trabajo”. Lo mismo que había diagnosticado Paul Lafargue,
el yerno de Marx, en su magistral ensayo El derecho a la pereza
(1880), en el que definía el comunismo como el medio para lograr que
los avances de la técnica se tradujeran en ocio y en descanso, en
lugar de en paro y en sobreproducción. Si las lanzaderas tejieran
solas, había dicho Aristóteles, no harían falta esclavos. Pues,
bien, afirma Lafargue, las lanzaderas ya tejen solas. Cada
descubrimiento técnico que doble la productividad, debería ir
seguido de una decisión parlamentaria: ¿preferimos tener el doble y
seguir trabajando lo mismo o trabajar la mitad y tener lo mismo que
antes? Puro sentido común. Lo mismo que dice Keynes. Lo que pasa es
que Lafargue sabe que bajo el capitalismo eso es imposible. Por eso
era comunista, sólo que en un sentido enteramente opuesto al
estajanovismo y a la cultura proletaria que se instauró en la URSS
y la China maoísta (algo que seguramente tuvo poco que ver con el
comunismo y bastante con el hecho de estar continuamente en guerra o
amenazados por ella).
Pero pensemos en otro
eminente genio del siglo XX: Bertrand Russell. En 1932
escribió Elogio de la ociosidad, un texto en todo semejante al de
Paul Lafargue, donde podemos leer: “El tiempo libre es esencial
para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los
más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era
valioso, no porque el trabajo en sí mismo fuera bueno, sino porque
el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir
justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización”. Con
la técnica moderna, sin duda que sí. Con el capitalismo no, como
bien se ha demostrado cien años después. Otro ingenuo. Aunque no
tanto: Russell tiene muy claro que, durante la guerra, la
“organización científica de la producción” (lo que en el lado
comunista se llamaba “planificación económica”) había
permitido fabricar armas y municiones suficientes para la victoria.
“Si la organización científica”, nos dice, “se
hubiera mantenido al finalizar la guerra, la jornada laboral habría
podido reducirse a cuatro horas y todo habría ido bien”. Pero,
por el contrario, “se restauró el antiguo caos: aquellos cuyo
trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar excesivamente y
al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo”. En
los años 30, Bertrand Russell protesta indignado con impaciencia:
“¡Los hombres aún trabajan ocho horas!”. Ello lleva a la
sobreproducción en todos los sectores, las empresas quiebran, los
trabajadores son despedidos y arrojados al paro. “El inevitable
tiempo libre produce miseria por todas partes, en lugar de ser una
fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más
insensato?”. Russell no ve otra solución que reducir la
jornada laboral a cuatro horas diarias. Eso acabaría con el paro y
con la sobreproducción que hace quebrar a las empresas. Vemos que
coincide punto por punto con el diagnóstico de Keynes. En cambio, si
hoy en día se te ocurre decir la cuarta parte de esto, te consideran
un demagogo populista. Keynes y Russell están superados, debe de ser
que ya tenemos gente más lista por ahí, en las tertulias de la
radio (o quizás en las Facultades de Economía).
“Cuando propongo que
las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que
todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras
frivolidades”, continúa diciendo Bertrand Russell. No, porque
él tiene confianza en las virtudes civilizatorias del ocio, del
tiempo libre. De hecho, está convencido de que “sin la clase
ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie”. Lo
que ocurre es que, como bien sabía Aristóteles y bien recordaba
Paul Lafargue, para que haya existido una clase ociosa siempre han
hecho falta esclavos o proletarios. Pero ya no es así, los
progresos técnicos de la humanidad nos auguran “un mundo en el
que nadie esté obligado a trabajar más de cuatro horas al día”,
de modo que ahora es posible “democratizar el tiempo libre”
y que “toda persona con curiosidad científica pueda
satisfacerla, y todo pintor pueda pintar sin morirse de hambre, no
importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros”. El tiempo
libre se invertirá en las artes y las ciencias, en la política y el
progreso moral de la humanidad. “Puesto que los hombres no
estarán cansados en su tiempo libre, no querrán sólo distracciones
pasivas e insípidas” y muchos dedicarán sus esfuerzos a
“tareas de interés público”. La conclusión de Bertrand
Russell es impactante por ser muy de sentido común: “Los
métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la
paz y la seguridad para todos; en vez de esto, hemos elegido el
exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí,
hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas;
en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir
necios para siempre”.
¿No? Que se lo pregunten
a nuestros actuales tertulianos y a nuestras autoridades económicas
también. Sí hay una razón y se llama capitalismo. Porque Russell,
como Keynes, piensan que es una cuestión de necedad o de humana
insensatez. Russell piensa que es porque nos han comido el tarro con
una ética del trabajo delirante. Estamos empeñados en que “el
trabajo es un deber”. Empeñados en que “el pobre no sabría cómo
emplear tanto tiempo libre”. De ahí su angustiosa pregunta: “¿Qué
sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir
cómodamente sin trabajar muchas horas?”. Pero Russell (como
Keynes) se preocupaba inútilmente. Los tiempos iban a demostrar que,
mientras siguiera existiendo el capitalismo, eso no sucedería jamás,
sino todo lo contrario. Gozamos ahora de desarrollos técnicos
inimaginables para él (y para Keynes). Y no ha aumentado el tiempo
libre, sino el paro y la precariedad. Y el trabajo excesivo. Y
sería demasiado sarcástico eso de intentar convencer a los
precarios y los parados de que si se empeñan en trabajar es porque
hay una “ética del trabajo” que les tiene comido el coco. No
es una cuestión ética. Es una cuestión económica, que tiene que
ver con un sistema que Lafargue, Montseny y Marx hacían muy bien en
llamar “capitalista”.
De hecho, ha ocurrido
todo lo contrario de lo que pensaban Keynes o Russell. En realidad,
actualmente no es que trabajemos “todavía” ocho horas. La
gente trabaja mucho más. En un cierto sentido, incluso (como ha
contado Santiago Alba Rico en sus últimos libros), actualmente
trabajamos 24 horas diarias, pues el capitalismo ya no sólo explota
el trabajo, sino también el ocio. La tecnología, bajo el
capitalismo, no ha liberado ocio alguno: ha borrado las fronteras
entre el ocio y el trabajo. Así que hasta los parados generan
activamente beneficio y no sólo, como antes, en la medida en que el
paro era una función de la producción misma, sino porque están
conectados a la red y consumiendo no sólo mercancías baratas sino
imágenes asociadas a grandes empresas de la comunicación. El
situacionista y anticapitalista Vaneigem, en 1967, sí que era bien
consciente de que esto empezaba ya a ocurrir: “Ahora, los
tecnócratas, en un hermoso aliento humanitario, incitan a
desarrollar mucho más los medios técnicos que permitirían combatir
eficazmente la muerte, el sufrimiento, la fatiga de vivir. Pero el
milagro sería mucho mayor si en lugar de suprimir la muerte se
suprimiera el suicidio y el deseo de morir. Existen formas de abolir
la pena de muerte que hacen que se la eche de menos”.
En todo caso, la
ingenuidad de Keynes, la sensatez de Russell, la genialidad de
Lafargue, nos retrotraen a épocas en las que aún no se había
perdido el sentido común, cuando aún se tenía el derecho a no
estar loco. No porque el mundo no estuviera igual de loco, como
atestiguan dos guerras mundiales y no pocas crisis económicas
devastadoras, sino porque el sentido común no había sido todavía
tan pisoteado. Aún no habíamos perdido tantas batallas, como
demuestra el
espíritu del 45 que Ken Loach inmortalizó en su
magnífica película: “si el socialismo nos ha permitido
gestionar la guerra, tiene que servirnos para gestionar la paz”,
se decía por aquél entonces. La segunda guerra mundial la habían
ganado los comunistas. Pero es que también las grandes potencias
aliadas, durante la guerra, habían sido socialistas a la hora de
organizar su producción. ¿No podía hacerse lo mismo para organizar
la paz? Sin duda, así lo demostró la Europa del Bienestar durante
dos décadas. Pero había otra guerra en curso, la de la lucha de
clases. Y un duro camino que recorrer hasta que el magnate Warren
Buffett dijera su célebre frase: “naturalmente que hay lucha de
clases, pero es la mía la que va ganando”.
La derrota estaba
servida. El “socialismo del bienestar”, que existió en
Alemania y los países nórdicos durante los años sesenta y setenta,
como una especie de lujo que los ricos se podían permitir, ha sido
derrotado. Y los intentos de hacer lo mismo que tuvieron los
países más pobres, ensayando un socialismo compatible con el orden
constitucional y la democracia, fueron machacados uno tras otro
mediante un rosario de golpes de Estado, invasiones y bloqueos
económicos. Ahora bien, por lo menos, no perdamos del todo la
memoria y el sentido común. Recordemos qué es lo que ha pasado y no
nos creamos más juiciosos que Keynes o Russell. Lejos de habernos
librado del “problema económico” vivimos sometidos a una
economía cada vez más chiflada, cada vez más vulnerable y cada vez
más tiránica. Pero el que la economía se haya vuelta loca no
implica que nosotros nos volvamos locos también, olvidando dónde
está el problema. En esa época, ni las izquierdas ni las derechas
habían perdido el juicio como ocurre actualmente (como empezó a
ocurrir a partir de los años ochenta, cuando se inició la hegemonía
neoliberal). Fue un autor católico bien de derechas, como era G.K.
Chesterton, quien mejor describió el problema psiquiátrico al
que nos veíamos abocados y lo hizo en 1935, poco más o menos en los
años en la que han hablado Keynes y Russell. Conviene releer ahora
su magnífico artículo Reflexiones sobre una manzana podrida.
Dependiendo de nuestras convicciones religiosas –nos dice–
podemos o no creer en los milagros. Y en los cuentos de hadas.
Podemos creer que una planta de alubias puede subir hasta el cielo,
pues al fin y al cabo que existan las alubias ya es un misterio
bastante increíble. Pero lo que no puede ser es que cincuenta y
siete alubias sean lo mismo que cinco. O que multiplicar panes y
peces dé como resultado menos panes y menos peces. Una cosa es la fe
o la credulidad y otra muy distinta la locura y el absurdo. “La
historia de los panes y los peces no convence al escéptico, pero
tiene sentido. Pero ningún Papa o sacerdote pidió jamás que se
creyera que miles de personas murieron de hambre en el desierto
porque fueron abundantemente alimentados con panes y con peces.
Ningún credo o dogma declaró jamás que había muy poca comida
porque había demasiados peces”.
Y sin embargo, nos dice
Chesterton, “esa es la precisa, práctica y prosaica definición
de la situación presente en la moderna ciencia económica. El hombre
de la Edad del Sinsentido debe agachar la cabeza y repetir su credo,
el lema de su tiempo: Credo qua impossibile”. La situación es
tan absurda que “nos enteramos de que hay hambre porque no hay
escasez, y de que hay tan buena cosecha de patatas que no hay
patatas. Esta es la moderna paradoja económica llamada
superproducción o exceso de mercado”.
El problema fundamental
estaba ya previsto desde hace mucho tiempo por Aristóteles,
que descubrió la “economía” al tiempo que nos advirtió de sus
peligros. El mayor enemigo de la ciudad, de la polis, nos
dijo, es la hybris, la desmesura, el infinito, la falta de
límites. Y la economía corre demasiado el riesgo de devenir
infinita. Un médico, por ejemplo, en tanto que médico persigue la
salud del paciente. Su actividad tiene un fin que se completa y
concluye con la sanación del enfermo. Por eso es muy importante que
el médico no cobre dinero (o como ocurre hoy día en la sanidad
pública, que cobre un sueldo fijo del Estado). Porque si el médico
comienza a cobrar por sus curaciones, se habrá iniciado un proceso
que no tiene por qué tener fin, pues el fin ya no es la salud, sino
la ganancia y el ansia de ganancia no tiene por qué detenerse nunca,
de modo que la salud o la enfermedad se convierten más bien en
medios para seguir haciendo girar la rueda de los negocios. A este
tipo de economía, Aristóteles le llamó “crematística” y la
consideró con razón el mayor enemigo de la ciudad. Y su temor tenía
mucho de profético, porque apuntaba ya a una situación en la que la
sociedad entera estuviera sustentada por el infinito y la desmesura.
Un monstruo tiránico para lo que todo serían medios de
enriquecimiento. Ni en la peor de sus pesadillas, Aristóteles
habría podido concebir el mundo actual, en el que la economía
ha cobrado vida propia y tiene ya su propio metabolismo que en
absoluto coincide con el de la sociedad y los seres humanos que la
habitan.
Chesterton pone el mismo
ejemplo: un hombre que vendía navajas de afeitar y luego explicaba a
los clientes indignados que él nunca había afirmado que sus navajas
afeitaran, pues no habían sido hechas para afeitar, sino para ser
vendidas. Lo mismo que ahora los tomates, que ya no tienen porque
saber a tomate con tal de que se vendan. Y así con todo lo demás.
Durante los años 80, las vacas gallegas se alimentaron de
mantequilla. Puede parecer absurdo desde un punto de vista humano,
pues la elaboración de mantequilla lleva mucho trabajo y la
mantequilla sale de las vacas. Pero desde un punto de vista económico
resultaba de lo más sensato. Todas las empresas que fabrican
mantequilla intentan agotar el mercado, de modo que acaba sobrando
mucha mantequilla. La única salida a la crisis del sector es
intentar imponerse a la competencia, procurando ser el último en
quebrar, lo cual requiere fabricar masivamente más mantequilla al
mejor precio. Y entonces se descubrió que las vacas alimentadas con
mantequilla producían mucha más mantequilla. Al fin y al cabo, la
mantequilla no se producía para engordar, sino para la venta. Ya lo
había previsto Chesterton en 1935, porque en esos tiempos aún
quedaba algo de sentido común: “Si un hombre en lugar de
fabricar tantas manzanas como quiere, produce tantas manzanas como se
imagina que el mundo entero necesita, con la esperanza de copar el
comercio mundial de manzanas, entonces puede tener éxito o fracasar
en el intento de competir con su vecino, que también desea todo el
mercado mundial para sí”. La sed de ganancia introduce el
infinito en la ciudad, la hybris hace reventar a todas las
instituciones destinadas a administrar la modesta vida finita de los
seres humanos. De hecho, en la actualidad, el infinito económico ya
no cabe en este mundo, ha rebasado los límites de un planeta finito
y redondo, y amenaza con hacerlo reventar. No podemos seguir
creciendo un tres por ciento anual en un planeta como este, que más
bien decrece por agotamiento de sus recursos.
Pero el diagnóstico de
Chesterton, siendo genial como es, también tiene algo de ingenuo,
aunque menos que el de Keynes o Russell. “El comercio”,
nos dice, “es muy bueno en cierto sentido, pero hemos colocado
al comercio en el lugar de la Verdad. El comercio, que en su
naturaleza es una actividad secundaria, ha sido tratado como una
cuestión prioritaria, como un valor absoluto”. Es como si el
Dios del Génesis, en lugar de contemplar su creación y ver que las
cosas eran “buenas”, hubiera exclamado que eran “bienes”
destinados a ser comprados y vendidos de forma generalizada. En esto
tiene toda la razón, por supuesto. Pero Chesterton se olvida de
explicar por qué el mercado se ha convertido en un amo, en lugar de
seguir siendo, como le correspondía, un buen esclavo. Marx, en
cambio, sí se empeñó en intentar explicarlo y concluyó que se
debía a una estructura de la producción, impuesta a sangre y fuego
en los anales de la historia, a la que había que llamar
“capitalismo”. Si llamamos “comunistas”, ante todo, a los
que se empeñaron en luchar contra esa estructura capitalista, no
cabe duda de que, en ese sentido, los comunistas tenían (teníamos)
toda la razón. Pero no vivimos en un mundo de fantasías, sino
enfrentados a la cruda realidad. Hace ya tiempo que perdimos la
batalla de los hechos. Pero, por lo menos, que no nos hagan también
perder el juicio. El capitalismo existe. No es la economía natural
del ser humano. Es un sistema particular, que tiene su propio
metabolismo, cada vez más neurótico, cada vez más vulnerable a
todo tipo de virus y bacterias, pero que sigue siendo infinitamente
poderoso, por lo que, probablemente no acabará más que llevándose
todo por delante. No parece probable que el capitalismo, en su
demente evolución, nos vaya a traer el comunismo, como creyeron las
filosofías de la historia marxistas del siglo XX. Es más probable
que nos traiga el Apocalipsis, si no es que ya vivimos en él.
Hace ya varios siglos
que la humanidad contrajo un virus fatal, una especie de pandemia
económica a la que, hoy en día, podríamos llamar
“coronacapitalismo”. Ese virus respira con más fuerza que
todos nosotros juntos. Como una metástasis cancerosa tiene sus
propios objetivos y no se preocupa demasiado del cuerpo de la
humanidad, al que acabará por exterminar.