29 febrero, 2020

EL CORONACAPITALISMO — Carlos Fernández Liria


Cuarto Poder 28/02/2020

Hace ya varios siglos que la humanidad contrajo un virus fatal, una especie de pandemia económica a la que, hoy en día, podríamos llamar coronacapitalismo

El sentido común ha sido tan derrotado en las últimas décadas que vivimos acostumbrados al delirio como lo más normal. Aceptamos como inevitables cosas bien raras. Por ejemplo, que el mayor peligro con el que nos amenaza el coronavirus no es que infecte a las personas, sino que infecta a la economía. Resulta que nuestra frágil existencia humana no resulta tan vulnerable como nuestro vulnerable sistema económico, que se resfría a la menor ocasión. Naomi Klein dijo una vez que los mercados tienen el carácter de un niño de dos años y que en cualquier momento pueden cogerse una rabieta o volverse medio locos. Ahora pueden contraer el coronavirus y desatar quién sabe si una guerra comercial global. Los economistas no cesan de buscar una vacuna que pueda inyectar fondos a la economía para inmunizar su precaria etiología neurótica. Se encontrará una vacuna para la gente, pero lo de la vacuna contra la histeria financiera resulta más difícil.

Para nosotros es ya una evidencia cotidiana: la economía tiene muchos más problemas que los seres humanos, su salud es más endeble que la de los niños y, por eso, el mundo entero se ha convertido en un Hospital encargado de vigilar para que no se constipe. Somos los enfermeros y asistentes de nuestro sistema económico. El caso es que hace cincuenta años aún se recordaba que este sistema no era el único posible, pero hoy en día ya nadie quiere pensar en eso. Por otra parte, los que intentaron cambiarlo en el pasado fueron tan derrotados y escarmentados que todo hace pensar que en efecto la cosa ya no tiene marcha atrás y que cualquier día que los mercados decidan acabar con el planeta por algún infantil capricho o alguna infección agresiva llegará el fin del mundo y santas pascuas. “El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin el hombre”, decía Claude Lévi-Strauss. Estaremos aquí mientras así sea la voluntad de la Economía. Lo mismo se pensaba antes de la voluntad de los dioses. La diferencia es que éstos, normalmente, no tenían el carácter de un niño de tres años, ni se contagiaban del virus de la gripe.

Sorprende leer algunos textos de hace un siglo, cuando todavía no habíamos ingresado en este manicomio global. Por ejemplo, es muy impactante releer una conferencia que John Maynard Keynes impartió en Madrid en 1930 y que llevaba el significativo título “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”. Hace de ello casi cien años. Y eso era lo que se planteaba Keynes, qué sería del mundo económico cien años después. La cosa tiene incluso gracia. El gran genio de la economía del siglo XX pronostica, nada más y nada menos, que en cosa de cien años (allá por el año 2020, vaya) “la humanidad habrá resuelto ya su problema económico”, es decir, que nos habremos librado de la “economía”, del problema de cómo “administrar recursos escasos”, sencillamente porque ya no serán escasos. La cosa le parece evidente a la luz de lo que él considera una “enfermedad” que ha contraído la economía de su tiempo: el paro y la sobreproducción. Esta “enfermedad”, al contrario que el “coronavirus”, anunciaba un futuro muy prometedor y, en realidad, demostraba (¡increíble afirmación!) “que el problema económico no es el problema permanente del género humano” (el subrayado es de Keynes). O sea, acuerdo total con Aristóteles y desacuerdo con la filosofía subyacente a la ciencia económica: no somos un homo economicus, sino un ser social que tiene un problemilla económico que se puede remediar (en Aristóteles, teniendo esclavos; en la actualidad, con el progreso técnico y la organización de la producción). Hasta el momento, la economía ha sido una enfermedad congénita para la humanidad (o quizás, más bien, un virus que contrajo con la separación de las clases sociales, porque en las sociedades neolíticas, según atestigua la antropología, siempre se trabajó mucho menos que ahora). En todo caso, con la revolución industrial se habría descubierto la vacuna. En resumen, a Keynes le parece obvio que, allá por el año 2020, los seres humanos podrían trabajar “quince horas a la semana, en turnos de tres horas al día” y, aún así, seguiría sobrando riqueza: “tres horas al día es suficiente para satisfacer al viejo Adán que hay dentro de nosotros”.

Así es que el bueno de Keynes se plantea un grave problema existencial: ¿qué hará la humanidad con tanto tiempo libre?, ¿no le provocará ansiedad?, ¿nos pasará a todos como “a las esposas de las clases adineradas, mujeres desafortunadas que ya no saben qué hacer con su vida desocupada y aburrida”? El ocio puede ser un arma de dos filos, pues el aburrimiento puede ser letal desde un punto de vista psíquico. Otro peligro es que no seamos capaces de reprimir nuestros instintos agresivos, impidiendo las guerras, que todo lo destruyen. Es una cuestión de educación, habrá que acostumbrar a la población a divertirse y a ser buena gente. Por lo demás, si dejamos que los especialistas en economía resuelvan los cada vez menores problemas económicos, del mismo modo “que hacen los odontólogos, como personas honestas y competentes”, todo irá bien.

En fin, sorprende que un genio económico como Keynes ni por un momento repare en que bajo condiciones capitalistas es imposible repartir el trabajo y reducir la jornada laboral, algo que Marx ya demostró en 1867. Y que, por tanto, el problema no será el aburrimiento o la agresividad, sino el capitalismo. El capitalismo no genera ocio, sino paro, que no es lo mismo. Paro y trabajo excesivo; pero de repartir nada, porque económicamente es imposible, porque la economía se pondría enferma con ese reparto, un auténtico virus letal desde el punto de vista de los negocios. En cuanto a las guerras, bajo el capitalismo tienen poco que ver con la agresividad humana. Como muy bien dijo en los años ochenta el filósofo Günther Anders, “el capitalismo no produce armas para las guerras, sino guerras para las armas”. Las guerras son, ante todo, mercados solventes para la producción armamentística. Así son los caprichos de eso que llamamos “la economía”.

Keynes no menciona eso del “capitalismo”, lo mismo que tampoco suele mencionarse hoy. El capitalismo es sencillamente la vida económica de la humanidad, como se piensa en Intereconomía y, en general, en nuestro actual modelo ideológico. Pero Keynes no era un vulgar tertuliano y pensaba, como todo bien nacido, que ese “problema económico” se podía dejar atrás. Hasta el momento, como dijo Raoul Vaneigem en 1967, “supervivir nos ha impedido vivir”; pero ha llegado el momento de librarnos de la asfixiante lucha por la supervivencia y comenzar a vivir un poco según lo que Marx llamaba “el reino de la libertad” (en palabras de Aristóteles, no hay que conformarse con vivir, sino con una vida buena). Así es que, como Keynes era una buena persona, sólo le queda el recurso a la ingenuidad: la humanidad no será tan estúpida de seguir sin repartir el trabajo y aprovecharse de la sobreproducción (que la sociedad de consumo demuestra a diario de manera tan extravagante). Él no podía sospechar que los “especialistas odontólogos” que iban a acabar por gestionar la “economía” iban a ser Milton Friedman y sus Chicago boys, y que, en el año 2020, lejos de “habernos librado del problema económico”, íbamos a vivir en una cárcel económica asfixiante, temerosos de la que la economía contraiga algún virus o estalle en alguna imprevisible rabieta. Actualmente, lo primordial ya no es construir un Estado del Bienestar para la población, sino estar pendientes del Bienestar de la Economía, que tiene sus propios problemas y sus propias soluciones, que poco tienen que ver con las de los seres humanos.

Sorprende tanta ingenuidad en un hombre de la talla de Keynes. Qué diferencia con el diagnóstico que hacían las izquierdas. Yo ya no creo mucho en eso de la célebre “superioridad moral de la izquierda”, pero sí creo que su superioridad intelectual fue indiscutible. Aún recuerdo una entrevista en la televisión que hicieron durante la Transición a Federica Montseny, cuando regresó a España tan anciana. “Sigo pensando lo mismo de siempre. Hay que superar el capitalismo, porque el capitalismo es incapaz de repartir el trabajo”. Lo mismo que había diagnosticado Paul Lafargue, el yerno de Marx, en su magistral ensayo El derecho a la pereza (1880), en el que definía el comunismo como el medio para lograr que los avances de la técnica se tradujeran en ocio y en descanso, en lugar de en paro y en sobreproducción. Si las lanzaderas tejieran solas, había dicho Aristóteles, no harían falta esclavos. Pues, bien, afirma Lafargue, las lanzaderas ya tejen solas. Cada descubrimiento técnico que doble la productividad, debería ir seguido de una decisión parlamentaria: ¿preferimos tener el doble y seguir trabajando lo mismo o trabajar la mitad y tener lo mismo que antes? Puro sentido común. Lo mismo que dice Keynes. Lo que pasa es que Lafargue sabe que bajo el capitalismo eso es imposible. Por eso era comunista, sólo que en un sentido enteramente opuesto al estajanovismo y a la cultura proletaria que se instauró en la URSS y la China maoísta (algo que seguramente tuvo poco que ver con el comunismo y bastante con el hecho de estar continuamente en guerra o amenazados por ella).

Pero pensemos en otro eminente genio del siglo XX: Bertrand Russell. En 1932 escribió Elogio de la ociosidad, un texto en todo semejante al de Paul Lafargue, donde podemos leer: “El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí mismo fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización”. Con la técnica moderna, sin duda que sí. Con el capitalismo no, como bien se ha demostrado cien años después. Otro ingenuo. Aunque no tanto: Russell tiene muy claro que, durante la guerra, la “organización científica de la producción” (lo que en el lado comunista se llamaba “planificación económica”) había permitido fabricar armas y municiones suficientes para la victoria. “Si la organización científica”, nos dice, “se hubiera mantenido al finalizar la guerra, la jornada laboral habría podido reducirse a cuatro horas y todo habría ido bien”. Pero, por el contrario, “se restauró el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar excesivamente y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo”. En los años 30, Bertrand Russell protesta indignado con impaciencia: “¡Los hombres aún trabajan ocho horas!”. Ello lleva a la sobreproducción en todos los sectores, las empresas quiebran, los trabajadores son despedidos y arrojados al paro. “El inevitable tiempo libre produce miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?”. Russell no ve otra solución que reducir la jornada laboral a cuatro horas diarias. Eso acabaría con el paro y con la sobreproducción que hace quebrar a las empresas. Vemos que coincide punto por punto con el diagnóstico de Keynes. En cambio, si hoy en día se te ocurre decir la cuarta parte de esto, te consideran un demagogo populista. Keynes y Russell están superados, debe de ser que ya tenemos gente más lista por ahí, en las tertulias de la radio (o quizás en las Facultades de Economía).

Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades”, continúa diciendo Bertrand Russell. No, porque él tiene confianza en las virtudes civilizatorias del ocio, del tiempo libre. De hecho, está convencido de que “sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie”. Lo que ocurre es que, como bien sabía Aristóteles y bien recordaba Paul Lafargue, para que haya existido una clase ociosa siempre han hecho falta esclavos o proletarios. Pero ya no es así, los progresos técnicos de la humanidad nos auguran “un mundo en el que nadie esté obligado a trabajar más de cuatro horas al día”, de modo que ahora es posible “democratizar el tiempo libre” y que “toda persona con curiosidad científica pueda satisfacerla, y todo pintor pueda pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros”. El tiempo libre se invertirá en las artes y las ciencias, en la política y el progreso moral de la humanidad. “Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán sólo distracciones pasivas e insípidas” y muchos dedicarán sus esfuerzos a “tareas de interés público”. La conclusión de Bertrand Russell es impactante por ser muy de sentido común: “Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; en vez de esto, hemos elegido el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir necios para siempre”.

¿No? Que se lo pregunten a nuestros actuales tertulianos y a nuestras autoridades económicas también. Sí hay una razón y se llama capitalismo. Porque Russell, como Keynes, piensan que es una cuestión de necedad o de humana insensatez. Russell piensa que es porque nos han comido el tarro con una ética del trabajo delirante. Estamos empeñados en que “el trabajo es un deber”. Empeñados en que “el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre”. De ahí su angustiosa pregunta: “¿Qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar muchas horas?”. Pero Russell (como Keynes) se preocupaba inútilmente. Los tiempos iban a demostrar que, mientras siguiera existiendo el capitalismo, eso no sucedería jamás, sino todo lo contrario. Gozamos ahora de desarrollos técnicos inimaginables para él (y para Keynes). Y no ha aumentado el tiempo libre, sino el paro y la precariedad. Y el trabajo excesivo. Y sería demasiado sarcástico eso de intentar convencer a los precarios y los parados de que si se empeñan en trabajar es porque hay una “ética del trabajo” que les tiene comido el coco. No es una cuestión ética. Es una cuestión económica, que tiene que ver con un sistema que Lafargue, Montseny y Marx hacían muy bien en llamar “capitalista”.

De hecho, ha ocurrido todo lo contrario de lo que pensaban Keynes o Russell. En realidad, actualmente no es que trabajemos “todavía” ocho horas. La gente trabaja mucho más. En un cierto sentido, incluso (como ha contado Santiago Alba Rico en sus últimos libros), actualmente trabajamos 24 horas diarias, pues el capitalismo ya no sólo explota el trabajo, sino también el ocio. La tecnología, bajo el capitalismo, no ha liberado ocio alguno: ha borrado las fronteras entre el ocio y el trabajo. Así que hasta los parados generan activamente beneficio y no sólo, como antes, en la medida en que el paro era una función de la producción misma, sino porque están conectados a la red y consumiendo no sólo mercancías baratas sino imágenes asociadas a grandes empresas de la comunicación. El situacionista y anticapitalista Vaneigem, en 1967, sí que era bien consciente de que esto empezaba ya a ocurrir: “Ahora, los tecnócratas, en un hermoso aliento humanitario, incitan a desarrollar mucho más los medios técnicos que permitirían combatir eficazmente la muerte, el sufrimiento, la fatiga de vivir. Pero el milagro sería mucho mayor si en lugar de suprimir la muerte se suprimiera el suicidio y el deseo de morir. Existen formas de abolir la pena de muerte que hacen que se la eche de menos”.

En todo caso, la ingenuidad de Keynes, la sensatez de Russell, la genialidad de Lafargue, nos retrotraen a épocas en las que aún no se había perdido el sentido común, cuando aún se tenía el derecho a no estar loco. No porque el mundo no estuviera igual de loco, como atestiguan dos guerras mundiales y no pocas crisis económicas devastadoras, sino porque el sentido común no había sido todavía tan pisoteado. Aún no habíamos perdido tantas batallas, como demuestra el espíritu del 45 que Ken Loach inmortalizó en su magnífica película: “si el socialismo nos ha permitido gestionar la guerra, tiene que servirnos para gestionar la paz”, se decía por aquél entonces. La segunda guerra mundial la habían ganado los comunistas. Pero es que también las grandes potencias aliadas, durante la guerra, habían sido socialistas a la hora de organizar su producción. ¿No podía hacerse lo mismo para organizar la paz? Sin duda, así lo demostró la Europa del Bienestar durante dos décadas. Pero había otra guerra en curso, la de la lucha de clases. Y un duro camino que recorrer hasta que el magnate Warren Buffett dijera su célebre frase: “naturalmente que hay lucha de clases, pero es la mía la que va ganando”.

La derrota estaba servida. El “socialismo del bienestar”, que existió en Alemania y los países nórdicos durante los años sesenta y setenta, como una especie de lujo que los ricos se podían permitir, ha sido derrotado. Y los intentos de hacer lo mismo que tuvieron los países más pobres, ensayando un socialismo compatible con el orden constitucional y la democracia, fueron machacados uno tras otro mediante un rosario de golpes de Estado, invasiones y bloqueos económicos. Ahora bien, por lo menos, no perdamos del todo la memoria y el sentido común. Recordemos qué es lo que ha pasado y no nos creamos más juiciosos que Keynes o Russell. Lejos de habernos librado del “problema económico” vivimos sometidos a una economía cada vez más chiflada, cada vez más vulnerable y cada vez más tiránica. Pero el que la economía se haya vuelta loca no implica que nosotros nos volvamos locos también, olvidando dónde está el problema. En esa época, ni las izquierdas ni las derechas habían perdido el juicio como ocurre actualmente (como empezó a ocurrir a partir de los años ochenta, cuando se inició la hegemonía neoliberal). Fue un autor católico bien de derechas, como era G.K. Chesterton, quien mejor describió el problema psiquiátrico al que nos veíamos abocados y lo hizo en 1935, poco más o menos en los años en la que han hablado Keynes y Russell. Conviene releer ahora su magnífico artículo Reflexiones sobre una manzana podrida. Dependiendo de nuestras convicciones religiosas –nos dice– podemos o no creer en los milagros. Y en los cuentos de hadas. Podemos creer que una planta de alubias puede subir hasta el cielo, pues al fin y al cabo que existan las alubias ya es un misterio bastante increíble. Pero lo que no puede ser es que cincuenta y siete alubias sean lo mismo que cinco. O que multiplicar panes y peces dé como resultado menos panes y menos peces. Una cosa es la fe o la credulidad y otra muy distinta la locura y el absurdo. “La historia de los panes y los peces no convence al escéptico, pero tiene sentido. Pero ningún Papa o sacerdote pidió jamás que se creyera que miles de personas murieron de hambre en el desierto porque fueron abundantemente alimentados con panes y con peces. Ningún credo o dogma declaró jamás que había muy poca comida porque había demasiados peces”.

Y sin embargo, nos dice Chesterton, “esa es la precisa, práctica y prosaica definición de la situación presente en la moderna ciencia económica. El hombre de la Edad del Sinsentido debe agachar la cabeza y repetir su credo, el lema de su tiempo: Credo qua impossibile”. La situación es tan absurda que “nos enteramos de que hay hambre porque no hay escasez, y de que hay tan buena cosecha de patatas que no hay patatas. Esta es la moderna paradoja económica llamada superproducción o exceso de mercado”.

El problema fundamental estaba ya previsto desde hace mucho tiempo por Aristóteles, que descubrió la “economía” al tiempo que nos advirtió de sus peligros. El mayor enemigo de la ciudad, de la polis, nos dijo, es la hybris, la desmesura, el infinito, la falta de límites. Y la economía corre demasiado el riesgo de devenir infinita. Un médico, por ejemplo, en tanto que médico persigue la salud del paciente. Su actividad tiene un fin que se completa y concluye con la sanación del enfermo. Por eso es muy importante que el médico no cobre dinero (o como ocurre hoy día en la sanidad pública, que cobre un sueldo fijo del Estado). Porque si el médico comienza a cobrar por sus curaciones, se habrá iniciado un proceso que no tiene por qué tener fin, pues el fin ya no es la salud, sino la ganancia y el ansia de ganancia no tiene por qué detenerse nunca, de modo que la salud o la enfermedad se convierten más bien en medios para seguir haciendo girar la rueda de los negocios. A este tipo de economía, Aristóteles le llamó “crematística” y la consideró con razón el mayor enemigo de la ciudad. Y su temor tenía mucho de profético, porque apuntaba ya a una situación en la que la sociedad entera estuviera sustentada por el infinito y la desmesura. Un monstruo tiránico para lo que todo serían medios de enriquecimiento. Ni en la peor de sus pesadillas, Aristóteles habría podido concebir el mundo actual, en el que la economía ha cobrado vida propia y tiene ya su propio metabolismo que en absoluto coincide con el de la sociedad y los seres humanos que la habitan.

Chesterton pone el mismo ejemplo: un hombre que vendía navajas de afeitar y luego explicaba a los clientes indignados que él nunca había afirmado que sus navajas afeitaran, pues no habían sido hechas para afeitar, sino para ser vendidas. Lo mismo que ahora los tomates, que ya no tienen porque saber a tomate con tal de que se vendan. Y así con todo lo demás. Durante los años 80, las vacas gallegas se alimentaron de mantequilla. Puede parecer absurdo desde un punto de vista humano, pues la elaboración de mantequilla lleva mucho trabajo y la mantequilla sale de las vacas. Pero desde un punto de vista económico resultaba de lo más sensato. Todas las empresas que fabrican mantequilla intentan agotar el mercado, de modo que acaba sobrando mucha mantequilla. La única salida a la crisis del sector es intentar imponerse a la competencia, procurando ser el último en quebrar, lo cual requiere fabricar masivamente más mantequilla al mejor precio. Y entonces se descubrió que las vacas alimentadas con mantequilla producían mucha más mantequilla. Al fin y al cabo, la mantequilla no se producía para engordar, sino para la venta. Ya lo había previsto Chesterton en 1935, porque en esos tiempos aún quedaba algo de sentido común: “Si un hombre en lugar de fabricar tantas manzanas como quiere, produce tantas manzanas como se imagina que el mundo entero necesita, con la esperanza de copar el comercio mundial de manzanas, entonces puede tener éxito o fracasar en el intento de competir con su vecino, que también desea todo el mercado mundial para sí”. La sed de ganancia introduce el infinito en la ciudad, la hybris hace reventar a todas las instituciones destinadas a administrar la modesta vida finita de los seres humanos. De hecho, en la actualidad, el infinito económico ya no cabe en este mundo, ha rebasado los límites de un planeta finito y redondo, y amenaza con hacerlo reventar. No podemos seguir creciendo un tres por ciento anual en un planeta como este, que más bien decrece por agotamiento de sus recursos.

Pero el diagnóstico de Chesterton, siendo genial como es, también tiene algo de ingenuo, aunque menos que el de Keynes o Russell. “El comercio”, nos dice, “es muy bueno en cierto sentido, pero hemos colocado al comercio en el lugar de la Verdad. El comercio, que en su naturaleza es una actividad secundaria, ha sido tratado como una cuestión prioritaria, como un valor absoluto”. Es como si el Dios del Génesis, en lugar de contemplar su creación y ver que las cosas eran “buenas”, hubiera exclamado que eran “bienes” destinados a ser comprados y vendidos de forma generalizada. En esto tiene toda la razón, por supuesto. Pero Chesterton se olvida de explicar por qué el mercado se ha convertido en un amo, en lugar de seguir siendo, como le correspondía, un buen esclavo. Marx, en cambio, sí se empeñó en intentar explicarlo y concluyó que se debía a una estructura de la producción, impuesta a sangre y fuego en los anales de la historia, a la que había que llamar “capitalismo”. Si llamamos “comunistas”, ante todo, a los que se empeñaron en luchar contra esa estructura capitalista, no cabe duda de que, en ese sentido, los comunistas tenían (teníamos) toda la razón. Pero no vivimos en un mundo de fantasías, sino enfrentados a la cruda realidad. Hace ya tiempo que perdimos la batalla de los hechos. Pero, por lo menos, que no nos hagan también perder el juicio. El capitalismo existe. No es la economía natural del ser humano. Es un sistema particular, que tiene su propio metabolismo, cada vez más neurótico, cada vez más vulnerable a todo tipo de virus y bacterias, pero que sigue siendo infinitamente poderoso, por lo que, probablemente no acabará más que llevándose todo por delante. No parece probable que el capitalismo, en su demente evolución, nos vaya a traer el comunismo, como creyeron las filosofías de la historia marxistas del siglo XX. Es más probable que nos traiga el Apocalipsis, si no es que ya vivimos en él.

Hace ya varios siglos que la humanidad contrajo un virus fatal, una especie de pandemia económica a la que, hoy en día, podríamos llamar “coronacapitalismo”. Ese virus respira con más fuerza que todos nosotros juntos. Como una metástasis cancerosa tiene sus propios objetivos y no se preocupa demasiado del cuerpo de la humanidad, al que acabará por exterminar.

CRÍTICA DE LA NOCIÓN DE FELICIDAD Y REPUDIO DEL HEDONISMO

"Vomitorium" - José Luis López Galván

La filosofía moral no es una disciplina de moda. En su repudio y mofa coinciden el izquierdismo, dedicado a la mejora de lo instituido, el mundo académico que, cansinamente, ofrece una caricatura de aquélla, los campeones mediáticos de la sociedad de consumo y el pútrido universo del «arte contemporáneo» y del entretenimiento dirigido. Pero la transformación revolucionaria del actual orden y del ahora existente ser humano –si es que aún se puede usar tal calificativo– demanda recuperar y, sobre todo, reformular y recrear el saber, basado en la experiencia, sobre el qué y el por qué de los comportamientos colectivos e individuales que alcanzan, o deberían alcanzar, la categoría de hábitos, de normas, dado que tal es la moral. Como se ha dicho, la sociedad actual exhibe orgullosa su amoralidad, especialmente los segmentos bien adoctrinados en la ideología del progresismo, hoy la neo-religión mayoritaria, y en la de la modernidad más desenfadada. Todo ello, lejos de ser positivo como creen algunos, muestra el grado de desintegración que ha alcanzado ya la convivencia y la sociabilidad, el nivel asombroso de degradación, psíquica y física, que padece el individuo y, sobre todo, hasta qué punto, nunca antes alcanzado, el Estado maneja omnímodamente la actual formación social pues, como apunta Kant, entre lo ético y lo jurídico, esto es, lo estatal, existe una relación inversamente proporcional.

Tal verdad primera nos sitúa ya dentro de la materia a considerar. En efecto, es el Estado el que promueve, con singular rotundidad y pertinacia, la ideología de la amoralidad y, dentro de ella, las categorías de felicidad, pública y privada, así como de hedonismo sensualista, agregados a aquélla siempre. En particular, la concepción de bienestar, que es el sinónimo político y económico de felicidad hoy en curso, se manifiesta en el mismo enunciado de Estado de bienestar, orden social en que el ente estatal realiza la felicidad-bienestar de todos, lo que convierte a ésta en una imposición, en tanto que ideología del Estado contemporáneo y mandato constitucional. La revolución liberal, como gran salto adelante del poder efectivo del Estado, a costa de la autonomía y libertad de las clases populares, sitúa al concepto de felicidad en el centro de su programa. El documento fundacional del vigente orden político en el plano mundial, la «Declaración de Independencia» de EEUU, de 1776, establece que «la busca de la felicidad» es, al mismo tiempo, un derecho de todos garantizado por el artefacto estatal, el impulso primario fundamental en el ser humano, por tanto, una forzosidad de naturaleza cuasi-biológica, y la meta o finalidad primordial del gobierno establecido con el «consentimiento de los gobernados», es decir, del régimen contemporáneo de dictadura política.

La constitución española de 1812, la primera de todas ellas y, por tanto, el modelo de la vigente constitución de 1978, en su art. 13, recoge tal formulación, con una rotundidad a agradecer, «el objeto del Gobierno (constitucional) es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen», pintoresco enunciado en el que los dominadores toman a su cargo realizar la felicidad, el bienestar, de los dominados. Así mismo, la tan mitificada, por el mundo académico y por el radicalismo pro-sistema, «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano» de la revolución francesa, proclama que su objetivo es realizar «la felicidad de todos». Incluso Saint Just, el lugarteniente y verdugo de Robespierre, se congratula porque, según él, «la felicidad es una idea nueva en Europa», juicio no sólo desvergonzado, dada la singular naturaleza de sus actividades, sino además desacertado, pues el tomismo, en tanto que ideología oficial de la iglesia católica desde el siglo XIV, negando al cristianismo y siguiendo a Aristóteles, el eudemonista por excelencia, establece que la felicidad, primera en esta vida y, tras la muerte, en el extramundo, debe ser la meta cardinal del ser humano.

Que tan fundamentales, por fundacionales, documentos jurídico-políticos impongan la felicidad como axial cosmovisión e ideario es, en primer lugar, un atentado a la libertad más fundamental de todas, la libertad de conciencia, dado que hace obligatoria una concepción determinada de la existencia, sin permitir la concurrencia en igualdad de condiciones de otras varias, alternativas y discrepantes. Por ejemplo, al afirmar con tanta asertividad la categoría felicista la noción de verdad resulta desplazada y marginada, lo que otorga la razón a X. Zubiri cuando en «El hombre y la verdad» expone que lo propio de la contemporaneidad es desdeñar la verdad, para vivir en el error, la mentira y la alucinación inducida.

No puede dudarse, tras lo expuesto, que el eudemonismo autoritario y, por tanto, el placerismo obligatorio, son criterios organizadores de la modernidad. La concreción de la noción de felicidad es diferente para las minorías poderhabientes y para la gran mayoría despojada del poder de decidir. La vida feliz, en el primer caso, se logra acumulando el máximo de potestad de mandar, en la forma de poder político (en el ente estatal), económico (riqueza, en la forma de capital), intelectual, mediático y estético, por citar sus expresiones más relevantes. Para la masa la felicidad forzosa es la propia del productor-consumidor que cae y cae por el despeñadero de la deshumanización al correr tras el espejismo de los placeres cotidianos. Toda nuestra sociedad está asentada sobre la afirmación de Bentham acerca de que "a cada porción de riquezas corresponde una porción de felicidad", sin que ello lleve a olvidar lo propuesto por Platón, Hobbes, James Mill, Stirner o Nietzsche sobre que la forma superior de vida deliciosa es el dominio político y civil de los otros, tanto más intenso y gratificante cuanto mayor sea la sujeción a que se les someta.

La categoría de felicidad es fértil en otras concreciones más existenciales, también míseras y vilificantes. Una es la aspiración a la extinción total del dolor, quimera que hace del sujeto un ser pusilánime y dócil, sometido por el pavor hacia quien hoy posee la capacidad máxima de infligir sufrimiento, el Estado. Otra consiste en el afán de llevar una existencia cómoda y poltrona, holgazana y sin esfuerzo, supuestamente gracias a la tecnología, de donde resultan las diversas utopías científico-técnicas, a cual más inquietante. Una tercera concibe la vida humana como nada mas que una acumulación, en el ego, de experiencias placenteras, lo que conforma el sujeto sensual de la modernidad, ente subhumano incapaz de pensar, de decidir, de convivir y de luchar, pues el reduccionismo a lo sensorial tiende a extinguir en él las facultades y capacidades superiores, o humanas. Así mismo, de la noción de dicha a toda costa resulta la aspiración, específicamente epicúrea, a poner fin a cualquier inquietud, tensión y desarmonía, lo que hace imposible la vida como esfuerzo por metas trascendentes, que, en bastantes ocasiones, sólo son pensables y realizables, queramos o no, a través del desasosiego, la entrega de sí, la dedicación constante y el dolor. En resumidas cuentas, si J.S Mill expuso que es «mejor (ser) un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho», hoy a las multitudes se las alecciona para que escojan una vida sin libertad, sin conciencia, sin dignidad, sin convivencia, sin verdad, pretendidamente abundosa en goces sensoriales, una vida de cerdos, en suma.

Se presenta, a menudo, a la derecha y a la reacción explícita como adversarias de la dicha y el bienestar, como ordenadoras de una vida asentada en el sufrimiento, mientras se afirma que la izquierda y el progresismo se proponen liberar al ser humano de la infelicidad, constituyendo un orden social delicioso, en el que la existencia humana realice su pretendidamente innata aspiración a la felicidad. Empero, la filosofía de la felicidad, o eudemonismo, es común a todas las formas de pensamiento institucional, dominando siempre el discurso del poder, salvo en algunas épocas, las relacionadas con la guerra, en que se deja paso a ciertas expresiones de ideología estoica, si bien éstas no excluye la fe felicista, sólo la reformulan en dichas condiciones. La izquierda, al ser hoy la expresión más perfecta de los intereses fundamentales del capital y del Estado, usa sin rubor la retórica eudemonista y placerista para atar con más fuerza aún a las masas a los proyectos estratégicos de reafirmación y expansión de uno y otro, tarea en la que también desempeña una función decisiva la intelectualidad, la pedantocracia y estetocracia.

Por lo demás, las más rancias expresiones del pensamiento español contemporáneo sitúan también la categoría de felicidad en el centro de su sistema de ideas. Una muestra de ello es Julián Marías, discípulo del liberal-fascista Ortega, que en su libro «La felicidad humana», elabora aquella noción de tal modo que contradiga y niegue la verdad, la libertad y la sociabilidad, lo que es el meollo de todo el pensamiento eudemonista, el cual, al formar parte de lo nuclear del vigente sistema está por encima de las inesenciales divisiones en derecha e izquierda. La noción del placer como «bien supremo» se encuentra en Aristóteles, pero este, al ser eudemonista, diferencia entre felicidad, en tanto que deseo de una existencia totalmente deliciosa, y cada placer concreto, de manera que, a veces, en beneficio de aquélla se ha de renunciar a alguna voluptuosidad particular, si su disfrute entra en contradicción con el felicismo integral a que se aspira. Ello, en el terreno de la política, que es el que verdaderamente interesa a «el Filósofo», significa que por ejercer más y mejor el superior placer de dominar a veces resulta apropiado el abstenerse de ciertas satisfacciones sensuales, que distraen del ejercicio del mando o debilitan la determinación para oprimir y reprimir, manejar y adoctrinar, a los otros. El simple hedonismo, por el contrario, concibe la felicidad como una mera suma de sensaciones gozosas, en lo cual se manifiesta su naturaleza de producto ideológico para consumo de siervos y neo-siervos, que renuncian a la libertad y hoy, sobre todo, a su condición de seres humanos, sólo por el deseo, quimérico además, de gozar sin límites.

Cierta izquierda, que aún dice creer en «la revolución», sigue aferrada a la cosmovisión eudemonista-hedonista sin advertir la contradicción que hay en ello. La revolución es una expresión de esfuerzo ciclópeo y de tensión máxima que se aviene mal con el filisteo coleccionismo de voluptuosidades, con la epicúrea aspiración a la tranquilidad del ánimo y con la ramplona ansia cotidiana de felicidad. Por ello toda la izquierda felicista o bien convierte la categoría de revolución en un universal abstracto sólo bueno para discursear y embaucar, o bien transforma a sus seguidores en sujetos tan degradados por el placerismo que no valen para nada elevado y sublime, en primer lugar para la revolución. Claro que si se espera que "las leyes de la historia", en un actuar providente que hace de ellas el nuevo nombre de Dios, nos regalen graciosamente el fin del capitalismo, la desintegración del Estado y la constitución de una sociedad de maravillas y perfecciones sin cuento, entonces sí, entonces se puede ser a la vez revolucionario y hedonista. Pero quienes, más sobriamente, creemos que la revolución, o la hacemos nosotros, los que nos adherimos a ella en tanto que proyecto reflexionado y pasión magnánima, o se queda irrealizada por toda la eternidad, hemos de repudiar razonadamente el eudemonismo y el hedonismo, para situarnos en un ordenamiento psíquico superador del apetito de felicidad tanto como de toda morbosa apetencia de infelicidad sin sentido, al cual se puede denominar criterio de afelicidad, como indiferencia por la dicha y la desdicha en beneficio de las metas trascendentes y magnánimas que nos hemos marcado. Ello, en el terreno de la filosofía, equivale a convertir la cuestión de la felicidad e infelicidad, tanto como los contenidos de los credos disfrutadores y concupiscentes, en un pseudo-problema del que hay que liberarse cuanto antes, para centrarse en asuntos más enjundiosos y determinantes.

Especial atención refutatoria merece la filosofía de Epicuro, con su lema «el placer es la única finalidad», aunque en un segundo momento, por pánico cerval al dolor, renuncia no sólo a la experiencia del goce sino al deseo mismo de vivir con decoro y autorrespeto, e incluso de vivir a secas. El epicureismo, hoy muy activo, contamina una buena parte de la crítica a la sociedad contemporánea con su deseo de tranquilidad egoísta a toda costa, con su ciego afán de constituir un «jardín» privado en el que sobrevivir a los males y sinsabores del mundo, sin poner fin al vigente orden y sin ni tal sólo proponérselo. En efecto, una parte mayoritaria del radicalismo de los últimos 40 años, como idea y como experiencia, es mero epicureismo lanzado a edificar espacios de supervivencia, desde una ideología de la mediocridad existencial, la cobardía intelectual, la desgana vital y el conformismo político, todo ello adobado, cómo no, con una masa enorme de verborrea y gesticulación encubridoras.

Atreverse a desafiar lo existente, no para lograr vivir mejor en sus intersticios sino para destruirlo planeadamente, demanda una grandeza de ánimo que el neo-epicureismo hoy en boga, aterrado ante la posibilidad de padecer y penar, no puede tener. Una resultante de todo ello, de las mas penosas, es la masa de seres ínfimos, de sujetos sin grandeza ni calidad, que se agitan por los ambientes izquierdistas, reivindicativos y alternativos. Por tanto, la experiencia de los últimos decenios muestra que sólo desde una cosmovisión del esfuerzo es posible, al mismo tiempo, abordar la acción transformadora del orden vigente con coherencia, constituirse a sí mismo como sujeto con la elevación y dignidad que son propias de un ser humano y liberarse de los sofismas y pseudo-problemas de la pésima filosofía eudemonista y hedonista, que nos impone «la busca de la felicidad» como mandato constitucional, estatal.

Pasemos ahora a examinar, con la concisión que el lugar y momento requieren, un ejemplo de filosofía del esfuerzo, de dedicación a las grandes metas trascendentes y de indiferentismo ante placeres y dolores. El poema de León Felipe, «la insignia», de 1937, empieza reivindicando «la Historia grande» y «los huracanes incontrolables» como ámbitos de existencia de los seres humanos en tanto que tales, en contra de la mediocridad y el cotidianismo felicista, para pasar a proclamar que ésta, la nuestra, «es la época de los héroes. / De los héroes contra los raposos.», exhortar al «esfuerzo del heroísmo colectivo» y sentar una proposición de colosal significación cognoscitiva y ética, que «la vida no es ni ha sido nunca / una cuestión de felicidad, / sino una cuestión de heroísmo». Con ello el fundamento de la mejor filosofía moral queda establecido. Remacha su proposición con está hermosa aserción, «no buscamos la felicidad», añadiendo visionariamente que después de la revolución «no seremos felices tampoco./ No hay posadas de felicidad/ ni de descanso», pues la existencia humana es avanzar «siempre por un camino heroico» en el que no hay puntos de llegada, de manera que la meta decisiva es el esfuerzo, que, sin dejar de ser medio, se eleva al mismo tiempo a fin y propósito. El poeta demuele así la muy burguesa cosmovisión fruidora que muchos se empeñan aún, en la apoteosis de la sociedad de consumo (que hace del placer el primer deber «cívico» del sujeto hiper-sometido e hiper-degradado de la última modernidad), en presentar como "subversiva" y «anti-sistema», aserciones que ya sólo pueden ser contestadas con el sano ejercicio de la risa.

No conviene, empero, reducirse a un enfoque politicista, por correcto y oportuno que sea, del significado del eudemonismo y hedonismo, pues la cosmovisión del esfuerzo y del servicio es buena y verdadera en sí y por sí, y no únicamente porque sea un útil medio para la acción revolucionaria. Ello equivale a sostener que además de un medio es un fin, deseable por su valía intrínseca. A la pregunta capital de la filosofía moral, ¿cómo debemos vivir?, se ha de contestar no desde tales o cuales sistemas dogmáticos, teóricos o doctrinarios, sino desde la experiencia reflexionada. Dado que la imposición absoluta a las masas del par felicismo-placerismo se realizó en Occidente en los años 60 del siglo XX ha transcurrido tiempo suficiente para realizar un juicio sobre su naturaleza a partir de sus efectos. Por tanto, ¿qué es lo observable respecto a la evolución de la naturaleza concreta del individuo medio y del cuerpo social en los últimos 50 años?, ¿ha mejorado o ha empeorado? Lo que se percibe es que el vehemente énfasis puesto en el goce está constituyendo individuos cada vez más débiles y vulnerables, que se desploman con creciente facilidad antes las dificultades de la existencia, que poseen cada vez menos autonomía psíquica y padecen una mengua constante de sus capacidades espirituales. La depresión, como disfunción y padecimiento, como forma grave de infelicidad, está en rápido ascenso. Una de sus causas principales es el hedonismo obligatorio, pues éste significa egotismo, el egotismo es soledad y la soledad acarrea un fuerte sufrimiento anímico, pues el ser humano es, por naturaleza, sociable y afectivo, estando dotado de la necesidad de querer y ser querido, de vivir en colectividad y realizarse en lo comunitario, con abandono de la cárcel del yo en que ahora le tienen encerrado, y se ha dejado encerrar. Tal estado de cosas lleva a la comercialización de la vida anímica a gran escala, a cargo de los novísimos manipuladores de la conciencia y aniquiladores de la libertad espiritual, los psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas. Éstos realizan la expropiación de la vida interior del individuo, que ya es cada vez menos suya y cada día más de tales mercaderes de palabras, que invocan siempre la felicidad y la dicha como supuesto propósito de sus rentables intervenciones.

Dado que el placerismo sólo considera, para el caso de la plebe, las facultades sensoriales, todas las demás capacidades naturales del ser humano terminan atrofiándose por falta de uso, reflexión que coincide exactamente con lo observable. Declina la inteligencia, se extingue la afectividad, resulta nulificada la voluntad, nada queda de la sociabilidad. Esto convierte al individuo en un ser sin sustantividad ni mismidad que es construido desde fuera por quienes tiene poder para hacerlo, las élites mandantes, en particular las vinculadas a los medios de adoctrinamiento de masas estatales y empresariales, el sistema universitario y escolar en primer lugar. El sujeto que se siente desposeído de todo, que se halla a sí mismo torpe, solitario, agobiado, infeliz, sin voluntad, vulnerable e ininteligente tiende a centrarse más y más en el dinero para adquirir pretendidos remedios a sus males, de manera que monetiza su existencia hasta el máximo, al mismo tiempo que ya todo lo espera de la intervención institucional, de donde resulta la mentalidad contemporánea, deseosa de recibir siempre y no dar jamás, lo que genera una atrofia aún mayor de las capacidades. Así mismo está siendo devastado la persona en tanto que realidad biológica, a través del sedentarismo, la mala alimentación, la obesidad, la medicalización, la holgazanería, el consumo compulsivo de mercancías de placer (alcohol y drogas), el confinamiento en las grandes megalópolis y el crecimiento de las enfermedades crónicas.

De la suma de tales factores se desprende que el individuo medio conoce en el presente un grado de inespiritualidad notable y en ascenso, al mismo tiempo que está en acelerado declive en tanto que ente biológico. En lo que resulta perfecto es como sujeto hiper-dócil, que obedece siempre al poder constituido, el cual no sólo hace en cualquier circunstancia lo que le ordenan desde arriba sino que también piensa, desea y siente lo que la autoridad determina en cada coyuntura que piense, desee y sienta. Asistimos, pues, a la apoteosis del «homo docilis».

Tales son los efectos comprobables de la amoralidad sensualista y felicista, a los cuatro decenios de la «revolución hedonista» realizada desde las instituciones en los años 60 de la pasada centuria, si bien hay otras causas de los males expuestos, varias de similar importancia a la considerada. En puridad, estamos ante la culminación de la destrucción de la esencia concreta humana, meta primordial del Estado liberal desde sus orígenes. El antídoto inmediato parece ser la recuperación creadora de la filosofía moral, como disciplina subversora de lo existente, entre otras medidas de variada naturaleza.

Félix Rodrigo Mora


26 febrero, 2020

"No se debe concebir la discusión científica como un proceso judicial" — Antonio Gramsci





"Crear una nueva cultura no significa sólo hacer individualmente descubrimientos «originales» sino que significa también y especialmente difundir críticamente verdades ya descubiertas, “socializarlas” por así decir y, por consiguiente, convertirlas en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral. Llevar a una masa de hombres a pensar coherentemente y de modo unitario el presente real y efectivo es un hecho filosófico mucho más importante y «original» que el descubrimiento por parte de un «genio» filosófico de una nueva verdad que se convierte en patrimonio exclusivo de pequeños grupos intelectuales".
[…]
"Al plantear los problemas histórico-críticos no se debe concebir la discusión científica como un proceso judicial, con un acusado y un fiscal que, por obligación, debe demostrar que el acusado es culpable y debe ser puesto fuera de la circulación. En la discusión científica se supone que el interés radica en la búsqueda de la verdad y en el progreso de la ciencia y por esto demuestra ser más «avanzado» el que adopta el punto de vista de que el adversario puede expresar una exigencia que debe incorporarse, aunque sea como momento subordinado, a la propia construcción. Comprender y valorar realísticamente la posición y las razones del adversario (y a veces el adversario es todo el pensamiento anterior) significa precisamente haberse liberado de la prisión de las ideologías (en el sentido peyorativo de ciego fanatismo ideológico), es decir, significa adoptar un punto de vista "crítico" el único fecundo en la investigación científica".

Antonio Gramsci, Introducción a la filosofía de la praxis

Conjugación del verbo yo — Iván Rafael



Presente de indicativo:

Yo soy
Yo eres
Yo es
Yo somos
Yo sois
Yo son


25 febrero, 2020

Entorno privilegiado — Iván Rafael


Construyeron para nosotros un entorno privilegiado.

Con un parque infantil.
Dentro de un parque de ocio.
En un parque comercial.
Junto a un parque empresarial.
Enclavado en un parque tecnológico.
Rodeado de un parque industrial.
Al lado
de un parque
de regeneración de aguas residuales.

Todo,
en un lugar,
donde de antes sólo había
zonas verdes.


23 febrero, 2020

Los avatares de la cultura como mercancía —————— Miquel Amorós



La palabra “cultura” deriva del latín colere, que significa cultivar, cuidar, preservar. El primero en referirse a ella en el sentido de cultivar el espíritu, mejorar las facultades intelectuales y morales, fue Cicerón. Se ha sugerido que quizás los romanos inventaran el concepto para traducir la palabra griega paideia. Según Hannah Arendt los romanos concibieron la cultura en relación con la naturaleza y la asociaron al homenaje y respeto a las obras pasadas. “Culto” comparte raíz con cultura. Todavía hoy, cuando hablamos de cultura nos vienen a la mente esas ideas de naturaleza trabajada y monumento del pasado, aun cuando la realidad haga mucho que no tiene nada que ver.

La cultura como esfera separada de la sociedad donde se ejercita la creación libremente, como actividad justificable en sí y por sí misma, es una imagen idealizada. Su autonomía tiene un momento falso. La cultura pasó por las cortes de los reyes, se alojó en los monasterios e iglesias, fue protegida por los mecenas de los palacios y los salones. Cuando éstos la abandonaron la compró el burgués. El goce de la cultura ha sido el privilegio de la clase ociosa, liberada de la obligación de trabajar. Hasta el siglo XVIII la cultura fue patrimonio de la aristocracia; después, ha formado parte del acervo de la burguesía. Los escritores y artistas han tratado de preservar su libertad manteniendo independiente el proceso de creación, viviendo ellos mismos al margen de las convenciones sociales, pero a fin de cuentas es el burgués quien paga por el resultado final, es decir, por la obra. El burgués le pone precio, tanto si le complace como si le provoca y da pasmo. Tanto si sirve para algo como si es perfectamente inútil. Para el burgués la cultura es objeto de prestigio; quien la posee asciende en la escala social. La demanda de la clase dominante determina pues la formación de un mercado de la cultura. Para el burgués la cultura es un valor como los otros, un valor de cambio, una mercancía. Incluso las obras que rechazan la condición de mercancías, cuestionan la cultura mercantilizada e imponen sus reglas son también mercancías. Su valor consiste precisamente en ser rupturistas, ya que impulsan la renovación, esencial para el mercado. La cultura en conflicto con la burguesía es la cultura burguesa del futuro.

Por haberse atrincherado aparte en tanto que producción especial del espíritu humano, por no haberse involucrado en la transformación de la sociedad, es por lo que la cultura bajo el dominio burgués ha fracasado. Las vanguardias de comienzos del siglo XX –futuristas, dadaístas, constructivistas, expresionistas, surrealistas– trataron de corregir ese error ideando y difundiendo nuevos valores subversivos, nuevos comportamientos disolventes, pero la burguesía los supo trivializar y expropiar. El secreto consistió en impedir la formación de un punto de vista general. Los mejores descubrimientos eran esterilizados al separarse de la investigación global y de la crítica total. Los mecanismos comerciales y la especialización conseguían levantar una barrera entre el creador y el movimiento obrero revolucionario, el que le podría servir de base para acentuar todos los aspectos subversivos contenidos en su obra. Así renunció a cambiar el mundo y aceptó su trabajo como disciplina fragmentada, productora de obras degradadas e inofensivas.

Resulta significativo que cuando el pueblo llano se proletariza, desaparezca la cultura popular. El sistema capitalista somete al pueblo a la esclavitud asalariada y la burguesía culta descubre y se apropia de su folklore. La primera cultura específicamente burguesa es la cultura romántica. Como corresponde a un periodo revolucionario, es al mismo tiempo apologética y crítica; ensalza los valores burgueses y los cuestiona. Ese aspecto crítico influirá en la clase obrera. Cuando el proletariado concibe el proyecto de apropiarse de la riqueza social para ponerla al servicio de todos se percata de su aislamiento cultural y reivindica la cultura –principalmente en su vertiente romántica– como instrumento imprescindible de emancipación. Las bibliotecas, los ateneos, las escuelas racionalistas, las publicaciones formativas revelan la voluntad de los obreros por tener una cultura propia, arrebatada a la burguesía y puesta fuera del mercado en provecho de todos. Dependía de la vanguardia cultural, movimiento que hace tabla rasa con el pasado, que ese detournement obrero de la cultura burguesa no introdujese sus taras ideológicas en el medio proletario y desembocara en valores realmente nuevos y revolucionarios.

Entonces hubiera podido hablarse de una auténtica cultura proletaria. No fue así. Las propias victorias obreras, especialmente las que acarreaban una disminución del tiempo de trabajo, fueron usadas en contra de los trabajadores. El ocio se volvía de alguna manera proletario y la vida cotidiana de millones de trabajadores se abría al capitalismo. La dominación dispuso de dos poderosas armas creadas por la racionalización del proceso productivo: el sistema educativo estatal y los medios de comunicación de masas, el cine, la radio y la televisión. Por un lado teníamos una cultura burocrática, destinada a trasmitir las ideas de la clase dominante, por el otro, una expansión sin precedentes del mercado cultural, determinando la aparición de una industria de la cultura. El creador y el intelectual podían escoger entre la poltrona del funcionario o el camerino del animador. “Para conferir a los trabajadores el estatuto de productores y consumidores “libres” del tiempo-mercancía, la condición previa fue la expropiación violenta de su tiempo” (Debord). El espectáculo empezó a hacerse realidad con esa desposesión llevada a cabo por la industria cultural. Por una astucia técnica de la dominación la abolición del privilegio burgués no introdujo a las masas trabajadoras en la cultura, las introdujo en el espectáculo. El ocio no las liberó sino que culminó su esclavitud.


El tiempo “libre” es tal sólo de nombre. Nadie puede emplear su tiempo libremente si no posee los instrumentos adecuados para construir su vida cotidiana. El tiempo llamado libre existe en condiciones sociales de falta de libertad. Las relaciones de producción determinan absolutamente la existencia de los individuos y el grado de libertad que han de poseer. Esta libertad se ejerce dentro del mercado. En su tiempo de ocio el individuo desea lo que la oferta le impone. A más libertad, mayor imposición, o sea, más esclavitud. El tiempo libre es ocupación constante; es pues una prolongación del tiempo de trabajo y adopta las características del trabajo: la rutina, la fatiga, el hastío, el embrutecimiento. Al individuo la diversión le viene impuesta no ya para reparar las fuerzas gastadas en el trabajo sino para emplearlas de nuevo en el consumo. “La diversión es la prolongación del trabajo en el capitalismo tardío” (Adorno). La cultura entra en el campo del ocio y se convierte en cultura de masas. Si la sociedad burguesa clasista utilizaba los productos culturales como mercancías, la sociedad de masas los consume. Ya no sirven para perfeccionarse o para mejorar la posición social; su función es la de divertir y pasar el rato. La nueva cultura es entretenimiento y el entretenimiento es ahora la cultura. Se trata de distraer, de matar el tiempo, no de educar y menos liberar el espíritu. Divertirse es evadirse, no pensar, por consiguiente, estar de acuerdo. Así se hace soportable la miseria de la vida cotidiana. La cultura industrial y burocrática no enfrenta al individuo con la sociedad que reprime sus deseos, sino que doma el instinto, embota la iniciativa y acrecienta la pobreza intelectual. Busca estandarizar cambiando al individuo por un estereotipo, el que se corresponde con el súbdito de la dominación, a saber, el espectador. La cultura industrial convierte a todo el mundo en “público”. El público por definición es pasivo, procede por identificación psicológica con el héroe televisivo, con la vedette, con el líder. Son los modelos de la falsa realización propios de una vida alienada. La imagen domina sobre cualquier otra forma de expresión. El espectador, no interviene, hace de bulto; tampoco protesta, más bien es el decorado de la protesta. Es más, si las conductas rebeldes se vuelven moda cultural es porque la protesta se ha vuelto mercancía. Sirva de ejemplo reciente la “movida” madrileña o su homóloga, la contracultura barcelonesa de los setenta. La verdadera función del espectáculo contestatario es integrar la revuelta, revelando el grado de docilidad o el nivel de idiotez de los participantes. El espectáculo extiende al máximo los momentos vulgares de la vida disfrazándolos de heroicos y únicos. En plena derrota de las ideas de igualitarias y libertarias, el espectáculo es el único que construye situaciones, aquellas en que los individuos ignoran todo lo que no divierte. Así se incuba el espectador, ser disperso a quien el régimen cotidiano de imágenes “ha privado de mundo, cortado de toda relación y vuelto incapaz de fijar la atención” (Anders).


Además de frívolos los productos de la cultura industrial son efímeros, pues la oferta ha de renovarse constantemente ya que el dominio sobre la vida cotidiana sigue las pautas de la moda, y en la moda la inconstancia es la regla. La moda siempre vive en presente. Incluso el pasado parece actual: el márketing consigue presentar a El Quijote como un libro acabado de escribir y a Goya como un pintor de la jet. El diluvio informativo que soporta el espectador está descontextualizado, privado de perspectiva histórica, dirigido a mentes preparadas para recibirlo, maleables, sin memoria y, por lo tanto, indiferentes a la historia. Los espectadores no viven más que en el instante. Sumergidos en un perpetuo presente son seres infantiles, incapaces de distinguir entre distracción banal y actividad pública. No quieren madurar, quieren pararse eternamente en la edad del pavo. Creen que la farsa lúdica es la conducta pública más apropiada, la única que surge espontáneamente de su existencia pueril. Esa valoración espectacular de la parodia juguetona hace del mundo de los niños un absoluto, donde han de ser confinados los adultos. La infantilización separa definitivamente al público espectador de los verdaderos actores, los dirigentes. El hecho es más que perverso; difícilmente la protesta puede sobrevivir a las maniobras de los recuperadores infiltrados, pero nunca sobrevivirá a una versión cómic. La ideología ludista es la buena conciencia de las mentes infantilizadas bajo el espectáculo.


El espectáculo integrado reina donde la cultura estatal y la cultura industrial se han fusionado. Las mismas normas rigen las dos. La creciente importancia del ocio en la producción moderna ha sido una de las causas que han impulsado el proceso de terciarización económica característico de la globalización. La cultura, en tanto que objeto de consumo en tiempo ocioso, se ha desarrollado como fuerza productiva. Crea empleos, estimula el consumo, atrae visitantes. El turismo cultural es mayoritario ya que la oferta cultural es prioritaria en las ciudades. La industria cultural se ha diversificado y ahora el mercado de la cultura es global. Se exporta y se importa cultura, como se importan y se exportan pollos. Los adelantos técnicos en el transporte favorecen esa mundialización; la basura, como los medios de comunicación nos muestran, es igual para todos. En las cuatro esquinas del mundo se oye “Macarena”. Los nuevos sistemas técnicos –Internet, vídeo, DVD, fibra óptica, televisión por cable, telefonía móvil– han acelerado el proceso globalizador de la cultura burocratico-industrial; también le han proporcionado un nuevo territorio: el espacio virtual. En esa nueva dimensión el espectáculo efectúa un salto cualitativo. Todas las características de la susodicha cultura, a saber, banalización, unidimensionalidad, frivolidad, superficialidad, ludismo, eclecticismo, fragmentación, etc., se hallan realizadas a niveles insuperables. La cultura del monitor culmina a la carta la colonización de la vida cotidiana proyectando en la nada virtual la realización de los deseos. La “interactividad” que permiten las nuevas tecnologías rompe en el éter electromagnético alguna de las reglas del espectáculo, como la pasividad o la unilateralidad, y gracias a eso el espectador puede comunicarse con otros y participar activamente, pero sólo en tanto que fantasma. El alter ego virtual puede ser dentro de la matriz tecnológica todo lo que quiera, especialmente todo lo que el ser real no será jamás en el espacio real, de forma que a través de ese desdoblamiento del ser, el individuo contribuye a su propia imbecilidad y por lo tanto, a su aniquilamiento. La alienación moderna se descubre a través de los nuevos mecanismos de evasión como una modalidad de esquizofrenia.

En la actual fase histórica y en la medida en que un proyecto contra el sistema dominante es concebible, recobrar la cultura como cultura animi ciceroniana no significa dedicarse a una paciente erudición, o a una habilidosa cultura artesanal, o a una restitución militante de la memoria. Es ante todo práctica del sabotaje cultural inseparable de una crítica total de la dominación. La cultura murió hace tiempo y la sustituyó un sucedáneo burocrático e industrial. Por eso todo aquél que hable de cultura –o de arte, o de recuperación de la memoria histórica– sin referirse a la transformación revolucionaria de la vida social tiene en la boca un cadáver. Toda actividad en ese campo ha de inscribirse en un plan unitario de subversión total; por consiguiente toda creación será fundamentalmente destructiva. No ha de rehuir el conflicto, ha de plantearlo y permanecer en él.



20 febrero, 2020

VIETNAM [fotos de un genocidio planificado]

El mismo monstruo imperialista que hoy
sigue agrediendo al mundo impunemente

Sala de análisis estratégico - Walt Rostow muestra al Presidente Lyndon B. Johnson un modelo de la zona de Khe Sanh - fotógrafo desconocido. 15 Febrero 1968
Colina 875 en Dak To, Noviembre 1967, tras 21 días de combate con múltiples bajas por ambos bandos. 
Foto de AP, 5 Noviembre 1967
Sur de Vietnam - foto de Kyoichi Sawada, Noviembre 1967
Vietnam 1972 - foto de Thomas Billhardt
Vietnam en guerra - foto de Thomas Billhardt
Vietnam 1972 - atención médica - foto de Thomas Billhardt
Vietnam 1972 - mutilado - foto de Thomas Billhardt
Vietnam 1972 - madre e hija heridas - foto de Thomas Billhardt
Vietnam en guerra - foto de Thomas Billhardt
Vietnam 1972 - víctima del bombardeo yanqui - foto de Thomas Billhardt
Vietnam en guerra - foto de Thomas Billhardt
Vietnam - piloto estadounidense capturado - foto de Thomas Billhardt