Miquel Amorós (03 de octubre de 2005)
“Ir por el campo, hoy, es como pasar por un viejo barrio en
demolición”
Guido Ceronetti, El Silencio del Cuerpo
Antes que nada quiero hacer un inciso respecto a la
expresión “urbanismo sostenible”, que los políticos de la “izquierda” han
sustraído del lenguaje ecologista para calificar así un crecimiento urbano
menos destructivo a corto plazo y más rentable a largo. El término se aplicaba
al funcionamiento de un sistema en circuito cerrado, generando su propia
energía y eliminando sus propios residuos, hechos incompatibles con la
expansión inherente al capitalismo, basada en la especialización de las
actividades y la deslocalización productiva. Los proyectos alternativos de esa
“izquierda” pintada de verde, ni pretenden limitar el frenesí de la economía,
ni cuestionan el sistema capitalista y su sagrada idea de progreso. Además,
resulta más que evidente el hecho de que no existe un modelo capitalista que se
sostenga. Hablar de sostenibilidad bajo estas condiciones es una estupidez, o
peor, un engaño, ya que no existe un capitalismo “limpio”, capaz de comerse sus
marrones.
Hay un construir que es muchísimo más vandálico que un
destruir. Esa es la impresión inevitable que cualquiera puede sacar, por
ejemplo, de un paseo por la costa mediterránea, especialmente la valenciana.
Por doquier contemplaremos grúas, edificios y autovías, tras los que adivinamos
la obra de innumerables alcaldes, banqueros y constructores, invadiendo el
territorio, destrozando el paisaje, malbaratando recursos, acumulando basuras,
contaminando el ambiente, poniendo en peligro la seguridad y la salud de los
habitantes, arruinando los lugares uno tras otro en una loca carrera por la
urbanización total. Desde luego, las fuerzas constructivas son fuerzas
destructivas. La oposición campo-ciudad ha sido superada con la abolición
completa de uno de los términos: las hortalizas se han cambiado por ladrillos.
Decir que el hormigón y el asfalto son el rasgo característico de la nueva
civilización es poco: son lisa y llanamente la nueva civilización. Eso, yendo a
la raíz de la cuestión, significa que la vida de todos se halla en manos de
tecnócratas y promotores, oscilando entre automóviles e inmobiliarias.
¿Cómo hemos ido a parar aquí?
¿Cómo hemos ido a parar aquí?
Indudablemente, la expansión urbana descontrolada arranca de
la fase desarrollista ligada al proceso industrializador tutelado por el
franquismo. Esa fase termina con fenómenos aparentemente contradictorios como
el derrumbe industrial, el “boom” de las segundas residencias y los pelotazos
financieros, lo que revela la recaída de la crisis económica sobre los
trabajadores sin afectar apenas a las clases medias y menos aún a la burguesía.
Eso explica en parte que las luchas de resistencia a la crisis de los años
ochenta fueran contenidas y canalizadas sin alterar la estabilidad del sistema,
y que el movimiento obrero, con la dirección secuestrada por una burocracia
sindical y política institucionalizada, compuesta por enemigos de clase, se
disolviera sin pena ni gloria. Los nuevos dirigentes políticos, en cuyas manos
recaía la regulación del crecimiento urbano, se dieron cuenta de las grandes
posibilidades económicas de la urbanización, y lejos de impedir su progreso, se
dedicaron a fomentarlo con toda la mejor voluntad. La financiación espuria de
los partidos o las fortunas personales de los intermediarios fueron sólo el
principio. Políticos y empresarios eran conscientes de que la ciudad era una
máquina de acumulación de capital y poder, y que la función del urbanismo no
era otra que la de engrasarla. La fórmula consistía en una colaboración más
profunda entre los ayuntamientos y los empresarios, aplicada por primera vez en
las remodelaciones de los años cincuenta de ciudades como Pittsburgh,
Filadelfia o Boston. Una elite compuesta por una coalición de políticos
tecnocráticos, promotores y constructores se adueñó de las ciudades, tomando el
relevo de la elite anterior, y, gracias a una sabia combinación de dinero
público y privado, las convirtió en herramientas para ganar dinero a espuertas.
La ciudad, a los ojos de los ediles democráticos y las Cámaras de Comercio, no
era sino un inmenso mercado de suelo edificable. El modelo valenciano que desde
1994 conforma una Ley Reguladora de la Actividad Urbanística es particularmente
ilustrativo de la simbiosis entre política y empresa. Este sistema supera en
audacia al modelo mixto barcelonés, pues mediante la figura del “agente
urbanizador”, es decir, del promotor, el ayuntamiento, previo trámite, cede el
proceso urbanizador a la iniciativa privada. Y de esta manera, o sea, colocando
por ley al urbanismo en manos de los empresarios, se suprimen olímpicamente las
ingerencias empresariales en las políticas urbanísticas locales. Lo público
puede se gestionado por lo privado, o lo que es lo mismo, no queda nada que sea
realmente público. El paso de una economía nacional estructurada a través de un
sistema bancario cerrado a una economía globalizada encontró un marco ideal:
una nueva clase dirigente muy receptiva a las directrices del mercado mundial y
una casi nula conflictividad social. Se iniciaron entonces mediante leyes
apropiadas, los procesos que acompañaban a la mundialización: colonización
tecnológica de cualquier tipo de actividades, precarización del mercado laboral,
planificación urbana expansiva, especulación inmobiliaria, deslocalización de
industrias, industrialización de la agricultura, construcción de grandes
infraestructuras de transporte, motorización general de la población,
constitución de un mercado internacional del agua y de la energía, etc. Las
ciudades en poder de los nuevos dirigentes se terciarían y se convierten en
centros de ocio y consumo, suministradoras de servicios. Las grandes tratan de
situarse en las redes de poder internacionales y las pequeñas intentan
convertirse en sus satélites. Por su parte, los servicios generan multitud de
trabajos mal pagados y efímeros, con lo que la joven población trabajadora es
obligada a vivir en zonas alejadas, donde los alquileres o los precios de los
pisos son más asequibles. El centro se vacía y museifica, llenándose de áreas
comerciales, oficinas y hoteles. La ciudad se orienta hacia el turismo y los
negocios (Valencia tuvo cerca del millón de visitantes en 2001), mientras que
la periferia se rellena y se expande, vertical y horizontalmente. A pesar de la
apertura de nuevas líneas públicas de transporte, el vehículo privado es la
principal conexión. La urbanización avanza como una mancha de aceite
consumiendo territorio. Todos los estilos de vida ligados a una ocupación no
capitalista del territorio desaparecen o están a punto de desaparecer.
Asistimos a una reordenación del territorio a través de
corredores o ejes que unen las áreas metropolitanas, donde se concentra la
actividad financiera internacional y se ubican los tecnopolos. Nuevas regiones
son definidas en base al potencial económico de sus metrópolis y la abundancia
de infraestructuras y servicios, como por ejemplo, la Eurorregión del Arco
Mediterráneo, que abarca Aragón, el País Valencià, Cataluña, las Baleares y el
sur de Francia. Las nuevas batallas políticas tienen como trasfondo los vuelos
transoceánicos, las ampliaciones de puertos o el TAV, más que las diferencias
aducidas entre “modelos de gestión”. Se trata pues, de una zonificación de nuevo
tipo, de una división del trabajo a nivel mundial, facilitada por las
telecomunicaciones y las grandes autopistas. Dentro del mercado global,
potentes áreas económicas intentan constituirse y adquirir una posición
privilegiada, bien sea como mercado de servicios financieros, o bien como
cantera de mano de obra dócil y numerosa. Unas –las que acaban de llegar–
siguen basando su poder en el producto industrial, mientras que las pujantes lo
hacen en los procesos (transacciones financieras, promoción publicitaria, venta
por teléfono, asesoría, márketing, elaboración de proyectos, diseño, etc.). La
urbanización total del territorio, o lo que es lo mismo, su destrucción
planificada, es la consecuencia más directa de la nueva etapa capitalista. El
modo de vida urbano, sin raíces, consumista y depredador, es ya el único
posible.
Desde los años sesenta, momento en que aparecieron el
negocio turístico y la demanda de segundas residencias anulando el comercio y
las industrias locales, el desplazamiento de la población a la costa ha
experimentado una fuerte aceleración. En 2001 el 60% de la población vivía en
el litoral, que suponía sólo el 30% del territorio del Estado. Este fenómeno de
relocalización poblacional lleva el nombre de “litoralización”. Como consecuencia,
los municipios costeros se han colmatado, creándose un continuum urbano a lo
largo de la costa que ahora crece hacia el interior, arrasando los espacios
naturales de la segunda línea como antes hiciera con los de la primera. En los
últimos diez años, el suelo urbanizado ha crecido un 60% en el País Valencià
(un 77% en la provincia de Alicante), aunque no en todas partes por igual: la
mitad del crecimiento corresponde a 30 de los 542 municipios valencianos (los
costeros). La sobreexplotación de la franja marítima ha agotado el espacio y ha
producido por todas partes un paisaje banal y monocorde, al que los proyectos
de “calidad” no hacen sino añadir una sobrecarga de vulgaridad en forma de
campos de golf, puertos deportivos y complejos residenciales de “lujo”
estándar. Además, la costa mediterránea y las islas no sólo son un lugar de
ocio veraniego, sino que se han convertido en la segunda residencia de muchos
europeos, generándose una fuerte demanda de casas para extranjeros y doblándose
las inversiones de fuera en el sector inmobiliario (de 3000 a 6040 millones de
euros entre 1999 y 2002). El fenómeno, sin embargo, no basta para explicar por
si sólo la enorme actividad constructora de los últimos diez años. El precio
del metro cuadrado se duplicó entre 1997 y 2001. Resulta que comprar vivienda
se ha vuelto una forma de inversión más rentable que la Bolsa y una salida
segura al dinero negro, con lo que muchas casas se compran no para habitar,
sino para especular y “lavar”. Los bancos hacen su agosto: el mercado español
de renta fija es el segundo de Europa en cédulas hipotecarias y bonos de
titulación, activos que los bancos utilizan para financiar la compra de pisos.
Además esos activos representan el 56% de todas las emisiones lanzadas en
España. La vivienda es espacio privado y el espacio, una forma de capital.
Entre 1971 y 2001 el número de pisos en España ha doblado, llegando a los 21
millones. Cada año se construyen más de medio millón, y en el 2003 fueron más
de 650.000, lo que equivale a la construcción de Alemania y Francia para el
mismo año. No obstante, aparte de los especuladores, solamente los compran las
familias con capacidad de endeudamiento, es decir, las clases medias. La oferta
de vivienda protegida es prácticamente nula y el precio ha crecido 35 veces más
que el salario neto entre 1995 y 2003. Así pues, el 58% de las personas entre
25 y 30 años, y el 25% de las personas entre 30 y 34 años, todavía no se han
emancipado y viven en casa de sus padres, mientras que en España hay tres
millones de viviendas vacías (solamente en la isla de Mallorca hay 90.000; en
el País Valencià el 20% de las viviendas están desocupadas).
La urbanización galopante representa el otro lado de la
desaparición del mundo rural, integrado en la naturaleza y viviendo de la comercialización
de sus excedentes. La masa forestal de los bosques –que ya no se trabajan– se
ha compactado, multiplicando el peligro de incendios, los acuíferos se han
salinizado o agotado por sobreexplotación, los pantanos han secado los ríos,
los hábitats litorales y las montañas han sido destruidas por carreteras y
urbanizaciones, y con ellas los caminos, las acequias, las balsas, los marjales
y las fuentes. El paisaje está salpicado de grúas y líneas eléctricas. Ya no
quedan actividades tradicionales ligadas a formas de vida no urbana, pero en
cambio, abundan los vertederos y los automóviles. Hoy la agricultura es un
subsector de la industria agroalimentaria, no dependiendo para nada de los usos
del suelo ni de la gente del lugar; la producción agrícola sólo depende de la
maquinaria y de los abonos, siendo, como cualquier producción industrial, gran
consumidora de agua y energía y gran engendradora de residuos contaminantes. La
actividad agraria se concentra en lugares concretos, para la explotación a gran
escala, abandonándose la mayoría del territorio rural al turismo y a la segunda
residencia. Un ejemplo; en los últimos 13 años la superficie dedicada a
hortalizas ha disminuido el 60% en el País Valencià, pero no por ello los
pueblos rurales han perdido población, sino que sus habitantes son más
numerosos; sólo que ahora se dedican a la construcción y al equipamiento. El
precio de la naranja lleva años estabilizado, sucumbiendo los labradores a las
tentadoras ofertas de los compradores de terrenos, vueltos de la noche a la
mañana urbanizables por los promotores y los concejales. A veces, como ocurre
en la ciudad de Alicante, el alcalde es también un promotor. Las coronas
agrícolas de las ciudades hace tiempo que sucumbieron y a cada paso conspiran
las hormigoneras, creándose esa clase de riqueza que engrasa la cuenta de unos
centenares de miserables y degrada la vida de cuantos se ven forzados a
disfrutarla.
Si recordamos que el litoral valenciano ha sido siempre
deficitario en agua, concluiremos que el agua es un serio obstáculo para el
crecimiento urbano costero. Los intereses turísticos e inmobiliarios necesitan
agua con que regar los campos de golf y las zonas ajardinadas de las
urbanizaciones, agua para llenar las piscinas y las cisternas, agua corriente
para los miles de pisos que se construyen. No hay especulación urbanística sin
agua, por eso el Plan Hidrológico Nacional, sea el de los trasvases o el de las
desaladoras, es vital para el desarrollo ilimitado de la construcción. La
solución más acorde con los tiempos es la de la constitución de un mercado del
agua. El agua es un bien escaso y por eso tiene todo lo necesario para ser una
mercancía. La alternativa al mercado del agua no puede ser una “nueva cultura
del agua” porque el aprovechamiento racional del agua es incompatible con la
urbanización ilimitada del territorio. Se nos dirá que la nueva cultura del
agua ha de ir acompañada de una “nueva política del suelo” o de una “cultura
pública del suelo”, o incluso de la “regulación del sector de la construcción”
(como propone con cierta timidez la Assemblea d’Okupes de Barcelona), etc. La
retórica de la nueva cultura vale para todo: lo mismo se aplicará a la energía
como al transporte, igual a las basuras que al ocio. Eso no es más que un
eslógan para reivindicar una mayor presencia de las plataformas ciudadanas o
las asociaciones de vecinos en la administración y un mayor control estatal y
autonómico de los procesos urbanizadores. Pura cháchara ciudadanista empleada
para enmascarar las verdaderas soluciones. El fallo de toda esa política
consiste en no reconocer que la urbanización destructiva es la forma lógica con
que el capital modela el planeta. La sociedad urbanizada es la sociedad
capitalista moderna y no puede haber otra. Si se quiere liberar el territorio,
sus habitantes habrán de librarlo del capitalismo. Cualquier política que
respete al capital, que admita el mercado, se encamina hacia la gestión más o
menos pausada de la destrucción territorial, no a ponerle fin. La resistencia a
la degradación urbanizadora ha de levantar miras y apuntar lejos. No solo ha de
elaborar estrategias que paralicen el mercado, sino que ha de alumbrar modos de
vida opuestos al modelo urbano. Se ha de fomentar la descentralización, el
autoabastecimiento, la autonomía y, por encima de todo, el ágora, la asamblea.
Medidas como por ejemplo, las ocupaciones, los huertos urbanos, los mercadillos
de trueque, la vuelta al campo, etc., están bien para empezar, en tanto que
expulsan al capital de espacios usurpados y actividades colonizadas; mejores
son la municipalización, es decir, la propiedad pública del territorio
gestionado en asamblea o la supresión del transporte privado, aunque a nadie
escapan las enormes dificultades que tendrá su implantación. Sin embargo, las
soluciones “verdes”, “sostenibles” o neoculturales son mucho menos realistas.
Por ese camino seguro que no se va a conseguir nada; a lo sumo, un sindicalismo
del hábitat practicado por una burocracia ambientalista institucionalizada
encargada de administrar el territorio fijando las tasas de degradación
permisibles. La libertad no puede fructificar ni en el territorio urbano
“sostenibilizado” ni en el paisaje protegido, porque ambos únicamente ofrecen
espacio esclavo. Un paliativo, y, al cabo de cierto tiempo, de vuelta al
principio. Por otra parte, hablar de equilibrio territorial, o de territorio
liberado, no tiene sentido sino bajo la perspectiva de la desurbanización.
Quien ha de hablar primero ha de ser la piqueta. El territorio no recuperará su
equilibrio ni la humanidad su sensatez hasta que el último capitalista sea
enterrado en las ruinas de la última aglomeración urbana. La reapropiación del
espacio para un modo de vida libre y comunitario ha de nacer inmersos en una
gran operación de desmantelamiento, o no nacerá.