30 noviembre, 2012

Urbanismo y destrucción


Miquel Amorós (03 de octubre de 2005)

“Ir por el campo, hoy, es como pasar por un viejo barrio en demolición”
Guido Ceronetti, El Silencio del Cuerpo

Antes que nada quiero hacer un inciso respecto a la expresión “urbanismo sostenible”, que los políticos de la “izquierda” han sustraído del lenguaje ecologista para calificar así un crecimiento urbano menos destructivo a corto plazo y más rentable a largo. El término se aplicaba al funcionamiento de un sistema en circuito cerrado, generando su propia energía y eliminando sus propios residuos, hechos incompatibles con la expansión inherente al capitalismo, basada en la especialización de las actividades y la deslocalización productiva. Los proyectos alternativos de esa “izquierda” pintada de verde, ni pretenden limitar el frenesí de la economía, ni cuestionan el sistema capitalista y su sagrada idea de progreso. Además, resulta más que evidente el hecho de que no existe un modelo capitalista que se sostenga. Hablar de sostenibilidad bajo estas condiciones es una estupidez, o peor, un engaño, ya que no existe un capitalismo “limpio”, capaz de comerse sus marrones.

Hay un construir que es muchísimo más vandálico que un destruir. Esa es la impresión inevitable que cualquiera puede sacar, por ejemplo, de un paseo por la costa mediterránea, especialmente la valenciana. Por doquier contemplaremos grúas, edificios y autovías, tras los que adivinamos la obra de innumerables alcaldes, banqueros y constructores, invadiendo el territorio, destrozando el paisaje, malbaratando recursos, acumulando basuras, contaminando el ambiente, poniendo en peligro la seguridad y la salud de los habitantes, arruinando los lugares uno tras otro en una loca carrera por la urbanización total. Desde luego, las fuerzas constructivas son fuerzas destructivas. La oposición campo-ciudad ha sido superada con la abolición completa de uno de los términos: las hortalizas se han cambiado por ladrillos. Decir que el hormigón y el asfalto son el rasgo característico de la nueva civilización es poco: son lisa y llanamente la nueva civilización. Eso, yendo a la raíz de la cuestión, significa que la vida de todos se halla en manos de tecnócratas y promotores, oscilando entre automóviles e inmobiliarias. 

¿Cómo hemos ido a parar aquí?
Indudablemente, la expansión urbana descontrolada arranca de la fase desarrollista ligada al proceso industrializador tutelado por el franquismo. Esa fase termina con fenómenos aparentemente contradictorios como el derrumbe industrial, el “boom” de las segundas residencias y los pelotazos financieros, lo que revela la recaída de la crisis económica sobre los trabajadores sin afectar apenas a las clases medias y menos aún a la burguesía. Eso explica en parte que las luchas de resistencia a la crisis de los años ochenta fueran contenidas y canalizadas sin alterar la estabilidad del sistema, y que el movimiento obrero, con la dirección secuestrada por una burocracia sindical y política institucionalizada, compuesta por enemigos de clase, se disolviera sin pena ni gloria. Los nuevos dirigentes políticos, en cuyas manos recaía la regulación del crecimiento urbano, se dieron cuenta de las grandes posibilidades económicas de la urbanización, y lejos de impedir su progreso, se dedicaron a fomentarlo con toda la mejor voluntad. La financiación espuria de los partidos o las fortunas personales de los intermediarios fueron sólo el principio. Políticos y empresarios eran conscientes de que la ciudad era una máquina de acumulación de capital y poder, y que la función del urbanismo no era otra que la de engrasarla. La fórmula consistía en una colaboración más profunda entre los ayuntamientos y los empresarios, aplicada por primera vez en las remodelaciones de los años cincuenta de ciudades como Pittsburgh, Filadelfia o Boston. Una elite compuesta por una coalición de políticos tecnocráticos, promotores y constructores se adueñó de las ciudades, tomando el relevo de la elite anterior, y, gracias a una sabia combinación de dinero público y privado, las convirtió en herramientas para ganar dinero a espuertas. La ciudad, a los ojos de los ediles democráticos y las Cámaras de Comercio, no era sino un inmenso mercado de suelo edificable. El modelo valenciano que desde 1994 conforma una Ley Reguladora de la Actividad Urbanística es particularmente ilustrativo de la simbiosis entre política y empresa. Este sistema supera en audacia al modelo mixto barcelonés, pues mediante la figura del “agente urbanizador”, es decir, del promotor, el ayuntamiento, previo trámite, cede el proceso urbanizador a la iniciativa privada. Y de esta manera, o sea, colocando por ley al urbanismo en manos de los empresarios, se suprimen olímpicamente las ingerencias empresariales en las políticas urbanísticas locales. Lo público puede se gestionado por lo privado, o lo que es lo mismo, no queda nada que sea realmente público. El paso de una economía nacional estructurada a través de un sistema bancario cerrado a una economía globalizada encontró un marco ideal: una nueva clase dirigente muy receptiva a las directrices del mercado mundial y una casi nula conflictividad social. Se iniciaron entonces mediante leyes apropiadas, los procesos que acompañaban a la mundialización: colonización tecnológica de cualquier tipo de actividades, precarización del mercado laboral, planificación urbana expansiva, especulación inmobiliaria, deslocalización de industrias, industrialización de la agricultura, construcción de grandes infraestructuras de transporte, motorización general de la población, constitución de un mercado internacional del agua y de la energía, etc. Las ciudades en poder de los nuevos dirigentes se terciarían y se convierten en centros de ocio y consumo, suministradoras de servicios. Las grandes tratan de situarse en las redes de poder internacionales y las pequeñas intentan convertirse en sus satélites. Por su parte, los servicios generan multitud de trabajos mal pagados y efímeros, con lo que la joven población trabajadora es obligada a vivir en zonas alejadas, donde los alquileres o los precios de los pisos son más asequibles. El centro se vacía y museifica, llenándose de áreas comerciales, oficinas y hoteles. La ciudad se orienta hacia el turismo y los negocios (Valencia tuvo cerca del millón de visitantes en 2001), mientras que la periferia se rellena y se expande, vertical y horizontalmente. A pesar de la apertura de nuevas líneas públicas de transporte, el vehículo privado es la principal conexión. La urbanización avanza como una mancha de aceite consumiendo territorio. Todos los estilos de vida ligados a una ocupación no capitalista del territorio desaparecen o están a punto de desaparecer.

Asistimos a una reordenación del territorio a través de corredores o ejes que unen las áreas metropolitanas, donde se concentra la actividad financiera internacional y se ubican los tecnopolos. Nuevas regiones son definidas en base al potencial económico de sus metrópolis y la abundancia de infraestructuras y servicios, como por ejemplo, la Eurorregión del Arco Mediterráneo, que abarca Aragón, el País Valencià, Cataluña, las Baleares y el sur de Francia. Las nuevas batallas políticas tienen como trasfondo los vuelos transoceánicos, las ampliaciones de puertos o el TAV, más que las diferencias aducidas entre “modelos de gestión”. Se trata pues, de una zonificación de nuevo tipo, de una división del trabajo a nivel mundial, facilitada por las telecomunicaciones y las grandes autopistas. Dentro del mercado global, potentes áreas económicas intentan constituirse y adquirir una posición privilegiada, bien sea como mercado de servicios financieros, o bien como cantera de mano de obra dócil y numerosa. Unas –las que acaban de llegar– siguen basando su poder en el producto industrial, mientras que las pujantes lo hacen en los procesos (transacciones financieras, promoción publicitaria, venta por teléfono, asesoría, márketing, elaboración de proyectos, diseño, etc.). La urbanización total del territorio, o lo que es lo mismo, su destrucción planificada, es la consecuencia más directa de la nueva etapa capitalista. El modo de vida urbano, sin raíces, consumista y depredador, es ya el único posible.

Desde los años sesenta, momento en que aparecieron el negocio turístico y la demanda de segundas residencias anulando el comercio y las industrias locales, el desplazamiento de la población a la costa ha experimentado una fuerte aceleración. En 2001 el 60% de la población vivía en el litoral, que suponía sólo el 30% del territorio del Estado. Este fenómeno de relocalización poblacional lleva el nombre de “litoralización”. Como consecuencia, los municipios costeros se han colmatado, creándose un continuum urbano a lo largo de la costa que ahora crece hacia el interior, arrasando los espacios naturales de la segunda línea como antes hiciera con los de la primera. En los últimos diez años, el suelo urbanizado ha crecido un 60% en el País Valencià (un 77% en la provincia de Alicante), aunque no en todas partes por igual: la mitad del crecimiento corresponde a 30 de los 542 municipios valencianos (los costeros). La sobreexplotación de la franja marítima ha agotado el espacio y ha producido por todas partes un paisaje banal y monocorde, al que los proyectos de “calidad” no hacen sino añadir una sobrecarga de vulgaridad en forma de campos de golf, puertos deportivos y complejos residenciales de “lujo” estándar. Además, la costa mediterránea y las islas no sólo son un lugar de ocio veraniego, sino que se han convertido en la segunda residencia de muchos europeos, generándose una fuerte demanda de casas para extranjeros y doblándose las inversiones de fuera en el sector inmobiliario (de 3000 a 6040 millones de euros entre 1999 y 2002). El fenómeno, sin embargo, no basta para explicar por si sólo la enorme actividad constructora de los últimos diez años. El precio del metro cuadrado se duplicó entre 1997 y 2001. Resulta que comprar vivienda se ha vuelto una forma de inversión más rentable que la Bolsa y una salida segura al dinero negro, con lo que muchas casas se compran no para habitar, sino para especular y “lavar”. Los bancos hacen su agosto: el mercado español de renta fija es el segundo de Europa en cédulas hipotecarias y bonos de titulación, activos que los bancos utilizan para financiar la compra de pisos. Además esos activos representan el 56% de todas las emisiones lanzadas en España. La vivienda es espacio privado y el espacio, una forma de capital. Entre 1971 y 2001 el número de pisos en España ha doblado, llegando a los 21 millones. Cada año se construyen más de medio millón, y en el 2003 fueron más de 650.000, lo que equivale a la construcción de Alemania y Francia para el mismo año. No obstante, aparte de los especuladores, solamente los compran las familias con capacidad de endeudamiento, es decir, las clases medias. La oferta de vivienda protegida es prácticamente nula y el precio ha crecido 35 veces más que el salario neto entre 1995 y 2003. Así pues, el 58% de las personas entre 25 y 30 años, y el 25% de las personas entre 30 y 34 años, todavía no se han emancipado y viven en casa de sus padres, mientras que en España hay tres millones de viviendas vacías (solamente en la isla de Mallorca hay 90.000; en el País Valencià el 20% de las viviendas están desocupadas).

La urbanización galopante representa el otro lado de la desaparición del mundo rural, integrado en la naturaleza y viviendo de la comercialización de sus excedentes. La masa forestal de los bosques –que ya no se trabajan– se ha compactado, multiplicando el peligro de incendios, los acuíferos se han salinizado o agotado por sobreexplotación, los pantanos han secado los ríos, los hábitats litorales y las montañas han sido destruidas por carreteras y urbanizaciones, y con ellas los caminos, las acequias, las balsas, los marjales y las fuentes. El paisaje está salpicado de grúas y líneas eléctricas. Ya no quedan actividades tradicionales ligadas a formas de vida no urbana, pero en cambio, abundan los vertederos y los automóviles. Hoy la agricultura es un subsector de la industria agroalimentaria, no dependiendo para nada de los usos del suelo ni de la gente del lugar; la producción agrícola sólo depende de la maquinaria y de los abonos, siendo, como cualquier producción industrial, gran consumidora de agua y energía y gran engendradora de residuos contaminantes. La actividad agraria se concentra en lugares concretos, para la explotación a gran escala, abandonándose la mayoría del territorio rural al turismo y a la segunda residencia. Un ejemplo; en los últimos 13 años la superficie dedicada a hortalizas ha disminuido el 60% en el País Valencià, pero no por ello los pueblos rurales han perdido población, sino que sus habitantes son más numerosos; sólo que ahora se dedican a la construcción y al equipamiento. El precio de la naranja lleva años estabilizado, sucumbiendo los labradores a las tentadoras ofertas de los compradores de terrenos, vueltos de la noche a la mañana urbanizables por los promotores y los concejales. A veces, como ocurre en la ciudad de Alicante, el alcalde es también un promotor. Las coronas agrícolas de las ciudades hace tiempo que sucumbieron y a cada paso conspiran las hormigoneras, creándose esa clase de riqueza que engrasa la cuenta de unos centenares de miserables y degrada la vida de cuantos se ven forzados a disfrutarla.

Si recordamos que el litoral valenciano ha sido siempre deficitario en agua, concluiremos que el agua es un serio obstáculo para el crecimiento urbano costero. Los intereses turísticos e inmobiliarios necesitan agua con que regar los campos de golf y las zonas ajardinadas de las urbanizaciones, agua para llenar las piscinas y las cisternas, agua corriente para los miles de pisos que se construyen. No hay especulación urbanística sin agua, por eso el Plan Hidrológico Nacional, sea el de los trasvases o el de las desaladoras, es vital para el desarrollo ilimitado de la construcción. La solución más acorde con los tiempos es la de la constitución de un mercado del agua. El agua es un bien escaso y por eso tiene todo lo necesario para ser una mercancía. La alternativa al mercado del agua no puede ser una “nueva cultura del agua” porque el aprovechamiento racional del agua es incompatible con la urbanización ilimitada del territorio. Se nos dirá que la nueva cultura del agua ha de ir acompañada de una “nueva política del suelo” o de una “cultura pública del suelo”, o incluso de la “regulación del sector de la construcción” (como propone con cierta timidez la Assemblea d’Okupes de Barcelona), etc. La retórica de la nueva cultura vale para todo: lo mismo se aplicará a la energía como al transporte, igual a las basuras que al ocio. Eso no es más que un eslógan para reivindicar una mayor presencia de las plataformas ciudadanas o las asociaciones de vecinos en la administración y un mayor control estatal y autonómico de los procesos urbanizadores. Pura cháchara ciudadanista empleada para enmascarar las verdaderas soluciones. El fallo de toda esa política consiste en no reconocer que la urbanización destructiva es la forma lógica con que el capital modela el planeta. La sociedad urbanizada es la sociedad capitalista moderna y no puede haber otra. Si se quiere liberar el territorio, sus habitantes habrán de librarlo del capitalismo. Cualquier política que respete al capital, que admita el mercado, se encamina hacia la gestión más o menos pausada de la destrucción territorial, no a ponerle fin. La resistencia a la degradación urbanizadora ha de levantar miras y apuntar lejos. No solo ha de elaborar estrategias que paralicen el mercado, sino que ha de alumbrar modos de vida opuestos al modelo urbano. Se ha de fomentar la descentralización, el autoabastecimiento, la autonomía y, por encima de todo, el ágora, la asamblea. Medidas como por ejemplo, las ocupaciones, los huertos urbanos, los mercadillos de trueque, la vuelta al campo, etc., están bien para empezar, en tanto que expulsan al capital de espacios usurpados y actividades colonizadas; mejores son la municipalización, es decir, la propiedad pública del territorio gestionado en asamblea o la supresión del transporte privado, aunque a nadie escapan las enormes dificultades que tendrá su implantación. Sin embargo, las soluciones “verdes”, “sostenibles” o neoculturales son mucho menos realistas. Por ese camino seguro que no se va a conseguir nada; a lo sumo, un sindicalismo del hábitat practicado por una burocracia ambientalista institucionalizada encargada de administrar el territorio fijando las tasas de degradación permisibles. La libertad no puede fructificar ni en el territorio urbano “sostenibilizado” ni en el paisaje protegido, porque ambos únicamente ofrecen espacio esclavo. Un paliativo, y, al cabo de cierto tiempo, de vuelta al principio. Por otra parte, hablar de equilibrio territorial, o de territorio liberado, no tiene sentido sino bajo la perspectiva de la desurbanización. Quien ha de hablar primero ha de ser la piqueta. El territorio no recuperará su equilibrio ni la humanidad su sensatez hasta que el último capitalista sea enterrado en las ruinas de la última aglomeración urbana. La reapropiación del espacio para un modo de vida libre y comunitario ha de nacer inmersos en una gran operación de desmantelamiento, o no nacerá.

26 noviembre, 2012

Tecnología y disolución de clases.


Miquel Amorós

A estas alturas, con las pruebas de la historia en mano, resulta obvio decir que el desarrollo científico y técnico no es un hecho neutro ni espontáneo, sino social y político, y que la tecnología es una manera de organizar de la sociedad determinada por las relaciones de poder y autoridad presentes. No se puede negar el papel principal jugado por los sistemas técnicos en la marcha y desarrollo de las clases, tanto las dominantes como las dominadas.

La clase es un sector social en sí y para sí, es decir, con una experiencia común determinada por las relaciones de producción (por su situación en el proceso productivo), de donde surgen unos intereses comunes y unos objetivos comunes. La conciencia de clase es la forma cultural de esa experiencia y esos intereses, manifestándose en tradiciones, sistema de valores, ideas, publicaciones, organizaciones, instituciones, etc.; es lo que proporciona cohesión a la clase y plasma en los miembros un sentimiento de identidad y de pertenencia.

Ni el proceso de aparición ni el desarrollo de las clases es el mismo en todos los lugares y en cualquier periodo de tiempo, dada la disparidad de condiciones históricas, por lo que el ascenso o la decadencia de la clase tiene su propia historia en cada país. Por ejemplo, cuando termina en Inglaterra la Primera Revolución Industrial, apenas ha empezado en Francia y Alemania, y no pasa de fenómeno local en España.

El movimiento obrero nace en todas partes como reacción contra la Revolución Industrial: contra el sistema fabril, por introducir la división del trabajo, y contra las máquinas, por degradar los oficios, imponer una disciplina de taller insoportable y rebajar los salarios. Las innovaciones técnicas actuaron contra los artesanos y trabajadores a domicilio, sustituyéndolos progresivamente por una mano de obra no especializada, abundante y móvil; en suma, por un tipo de obrero sin oficio, mal pagado, conformista e ignorante. Y lo peor de todo es que todavía podían ser a su vez relegados por mujeres y niños, gracias a la simplificación impuesta por la máquina. Los obreros de las fábricas tenían enormes dificultades para asociarse y eran reacios a la política; los movimientos de resistencia al capital ocurridos durante el siglo XIX fueron dirigidos siempre por artesanos, propensos al anticapitalismo y al radicalismo político. Los obreros artesanos eran cultos, radicales, asociativos y opuestos a la introducción de maquinaria, ya que ésta destruía su oficio y les arrojaba a la calle. Las máquinas a fuer de eliminar puestos de trabajo, volvían inútil el saber profesional; por eso las odiaban. Las primeras revueltas obreras –por ejemplo, el movimiento luddita– tuvieron lugar contra las máquinas; en muchas ocasiones fueron destruidas, y durante mucho tiempo, saboteadas. A partir de 1830 empezó a desarrollarse el sindicalismo en Europa. Ese año aparece la palabra “Trade Union” que significa “asociación de obreros de un mismo oficio”. Poco más tarde surge (1841) en Inglaterra el movimiento “cartista”, la primera manifestación de una clase obrera unida, incluyendo a todas las categorías, especialmente a los obreros de las fábricas. La clase obrera aparecía por primera vez como el elemento activo de la sociedad.

El sindicalismo, el owenismo y el cartismo cambiaron la actitud de los obreros ingleses para con las máquinas. El razonamiento general fue el siguiente: si la clase obrera producía toda la riqueza social, había de apropiarse entonces del producto de su trabajo. Las máquinas –y en general, el progreso técnico– eran aliadas de los trabajadores. Las máquinas podrían permitir la disminución de la jornada laboral y facilitar la emancipación del trabajo asalariado. La Asociación Internacional de Trabajadores, que fue el momento más alto de la conciencia de clase, reconcilió definitivamente a los obreros con las máquinas. La Revolución proletaria tendría que basarse en la apropiación de los medios de producción por parte de los trabajadores.

La derrota de La Comuna de París (1871) fue seguida de una represión generalizada que impidió durante años el asociacionismo obrero de bases revolucionarias, pero en algunos países –por ejemplo, en Alemania, y antes en Inglaterra– se realizaron progresos en la legislación social y se reconocieron los sindicatos. El capitalismo familiar cedió el lugar al capitalismo monopolista. Se formaban grandes compañías (sociedades anónimas), muchas al amparo de obras públicas como la construcción de ferrocarriles, dominadas por las finanzas; se organizaban las fuerzas patronales y se concentraban sectores de producción, creando monopolios (cárteles, trusts) protegidos por los estados. Una poderosa burguesía industrial y financiera pudo permitirse comprar la tranquilidad social pactando con los sindicatos. Las fábricas que emplean a miles de obreros fueron a partir de entonces la regla general; en ellas, el maquinismo especializaba la producción, restringía la iniciativa del obrero, minimizaba su papel en la producción y eliminaba su dignidad profesional. Continuaba la tendencia a la sustitución de obreros cualificados por no cualificados. El resultado era un trabajador resignado y ajeno a su trabajo, indiferente a la clase y a los ideales sociales que la definían. Esos obreros no dedicaban su escaso tiempo libre a la formación personal sino a la evasión, y no se movilizaban sino por objetivos materiales muy concretos. Incapaces de organizarse por si mismos y elegir a sus representantes, su presencia en los sindicatos obligó al desarrollo de una masa funcionarial especializada en la representación, reclutada principalmente entre los partidos. Los sindicatos, burocratizados y corrompidos sus dirigentes por el poder, fomentaban la identificación del interés obrero con el de la empresa, estableciéndose un interés común entre la dirección y los representantes obreros, y por extensión, entre los sindicatos y la economía nacional, base del reformismo histórico. La clase obrera se jerarquizó y estratificó. En la cúspide, una aristocracia del trabajo, aburguesada, con condiciones de vida mejores y más seguras, gracias a las rentas coloniales. A ella pertenecían los obreros que conservaban el oficio o poseían una cierta cualificación, y que apoyaban la política socialdemócrata (desde 1880 los sindicatos habían sufrido constantes tentativas de sometimiento por parte de los partidos obreros). Frente a ellos, los obreros descualificados no siempre sindicados, a veces antiguos jornaleros, sin tradición de lucha, despolitizados. Si unos no reaccionaban como obreros frente a los conflictos de clase, los otros, o bien eran insensibles o bien explotaban en algaradas efímeras y sin sentido. Bernstein, el ideólogo del reformismo, dijo entonces que la clase obrera ya no era el motor del cambio. Para un bernsteiniano Lenin, en 1905, la clase obrera sólo era capaz de elevarse a una conciencia “tradeunionista”, por lo que las ideas revolucionarias tenían que venir de fuera, de un partido dirigente. Y para muchos anarquistas opuestos a la organización, la clase obrera simplemente no existía; unos tenían una concepción individualista e incluso “ilegalista” de la lucha de clases, otros volvían a la época revolucionaria de la burguesía oponiendo a una clase en disolución, una “humanidad” abstracta. Solamente el sindicalismo revolucionario parecía recoger la tradición obrera genuina de luchas y reivindicaba como armas el boicot, el sabotaje y la huelga general.
Existía un divorcio creciente entre las minorías obreras conscientes y la masa obrera, que traslucía una extinción paulatina de la conciencia de clase. No se puede explicar de otra manera el escaso o nulo efecto de la intensa campaña antimilitarista que precedió la Gran Guerra del 14, denunciando el carácter imperialista del capitalismo y la proximidad de un conflicto bélico por motivos exclusivamente económicos. La facilidad con que las masas obreras cayeron en la patriotería y el nacionalismo o el insuficiente eco que encontraron los intentos revolucionarios que le siguieron, demuestra el fracaso del proletariado internacional en todos los terrenos. Hasta anarquistas como Kropotkin tomaron partido por la guerra. La revolución rusa no fue sino un segundo fracaso, al dar lugar a una dictadura burocrática totalitaria que esclavizó aún más a los obreros soviéticos y desmoralizó y confundió todavía más al proletariado internacional. Ambos acontecimientos llegaron cargados de consecuencias: el abandono de la revolución española y el ascenso del fascismo.

A principios del siglo XX, el capitalismo experimenta un proceso de racionalización que se aceleraría en el periodo de entreguerras: es la Segunda Revolución Industrial. Por un lado, la propiedad se separaba de la gestión (los accionistas, de los gerentes o “managers”), por el otro, se introducían procedimientos de organización del trabajo (el taylorismo y el fordismo). Taylor suprimía en el peón la posibilidad de realizar libremente su trabajo. Se produjo un cambio cualitativo en las empresas. El capitalismo gerencial, desarrollado primero en los Estados Unidos, se agigantó, y consecuentemente, se burocratizó. El trabajo intelectual que efectuaban los obreros se desplazó de los talleres a los despachos. Producto de esta nueva división del trabajo fueron los oficinistas y empleados, los “cuellos blancos”. El conocimiento y la experiencia tradicionales fueron expropiados por la dirección, que determinaba no sólo el trabajo, sino su duración y la manera de hacerlo. Los empleados, proclives al diálogo con los directivos y a las mejoras graduales pactadas, favorecieron el reformismo, que los partidos comunistas fomentaban en competencia con la socialdemocracia, por coincidir con los intereses del totalitarismo estalinista. Además, la complejidad de los servicios públicos hacían que el Estado se transformase en patrón, lo cual modificaba aún más la estructura tradicional del sindicalismo: en 1936 el número de ferroviarios, empleados del Estado y funcionarios superaba el 50% de los efectivos sindicales en Francia. Este tipo de asalariados no apreciaba la acción directa ni pensaba en revoluciones emancipadoras y mejor se inclinaba a mantener la estabilidad en el trabajo y a gozar de un “estatuto” como el de la “función pública”. Finalmente, a la oposición entre patronos y obreros, entre compradores y vendedores de la fuerza de trabajo, se le venía a añadir otra: la oposición entre quienes dirigían la máquina y quienes estaban a su servicio. Hasta entonces los obreros de oficio, capaces de manejar todo tipo de maquinaria, constituían el factor esencial de la producción en las empresas; en lo sucesivo, las nuevas máquinas serían puestas a punto por un técnico y vigiladas por un peón, cuyo trabajo devenía monótono y rutinario. La fábrica se dividía en dos campos: quienes ejecutaban un trabajo sin participar en él y quienes dirigían el trabajo sin ejecutar nada. La composición orgánica de la clase obrera había cambiado; los “nuevos artesanos”, que es como Ford llamaba a los ingenieros y cuadros, estaban altamente cualificados, y formaban una capa intermedia entre la dirección y los trabajadores; una subclase con intereses diferentes. La escala de categorías se reducía; en los talleres sólo había técnicos y peones, cuyo trabajo predisponía al embrutecimiento y al servilismo. La Segunda Revolución Industrial puso al servicio de la oligarquía económica los logros de la ciencia y la técnica, e hizo imposible una cultura obrera; los efectos para la unidad de la clase fueron catastróficos y la conciencia de clase se eclipsó. La idea de que el proletariado debía poseer los medios de producción desembocaba en la idea de la necesidad del Estado como agente de esa expropiación. Nadie concebía ya el socialismo como una asociación voluntaria y democrática de productores libres, tal como dijola Internacional, sino como un régimen donde una tecnocracia o una burocracia política han reemplazado a la burguesía; una especie de capitalismo de Estado.

La clase obrera pasó entonces a ser un instrumento pasivo de la producción; las modificaciones técnicas y burocráticas le quitaron su fuerza principal y la volvieron inapta para la toma de sus asuntos directamente. Era incapaz de actuar autónomamente. A la racionalización, al crecimiento del aparato estatal y al sindicalismo capitulador, se le vino a añadir la presión del paro. La crisis de la época (1918-1940) afectó más al proletariado que a la clase dominante, de suerte que apareció, no como la crisis del Estado, sino como la crisis de la sociedad civil. La atomización social y el individualismo extremado crearon una personalidad descentrada: la del hombre masa. Su principal característica no era la brutalidad o el atraso mental, sino el aislamiento y la falta de relaciones sociales normales, pues “toda su vida como él la conoce esta hecha de distancias” (Canetti). El hundimiento del sistema de clases dio lugar a la aparición de masas extrañas al sistema representativo de partidos y sindicatos. Ambos pasaron a defender intereses propios, corporativos, y se cortaron de los jóvenes y de la gente no organizada. Todas las instituciones se desprestigiaron. La clase obrera y las demás clases en descomposición degeneraron en una masa amorfa, segmentada e insolidaria, pero no pasiva. El caso es que constituyó la mayoría de la población. La transformación de las clases en masas y la eliminación de cualquier solidaridad de grupo son las condiciones del totalitarismo. Los movimientos totalitarios organizan masas, no clases. Dependen de la fuerza del número. Las masas no están unidas alrededor de intereses comunes, ni pueden organizarse en base a ello; sufren un desclasamiento que las vuelve neutras, indiferentes y apolíticas, aunque deseosas entrar en escena. Puestas en movimiento mediante mecanismos emocionales, viven como los humillados obreros de la cadena de montaje, dentro de un continuo presente. Las masas se desarrollaron pues a partir de fragmentos de una sociedad pulverizada en donde la soledad y la competitividad feroz no tenían ya la barrera de los intereses de clase. El hombre masa aparecía al final de la “racionalización” del proceso productivo, como resultado necesario de la degradación tecnocientífica de la condición obrera. En su desarraigo y angustia fue lógico que se inclinara hacia el nacionalismo violento, xenófobo, antisemita y autoritario, que anunciaba el terror nazi y estalinista.

Las primeras reflexiones importantes de la segunda posguerra (las de los autores de la Escuela de Frankfurt) apuntaban que la barbarie nazi no era sino la consecuencia de la aplicación radical de las leyes de la técnica a la sociedad de masas. La ideología del progreso, formulada por la Ilustración, llevaba implícita esa barbarie. El aumento de la productividad gracias a la tecnología proporcionaba a los grupos que disponían de ella una enorme superioridad sobre el resto, desapareciendo el individuo frente al aparato técnico al que servía. La apropiación de la naturaleza mediante la técnica no liberaba al individuo de las constricciones naturales sino al precio de otras más temibles: las que imponía la propia técnica. El hombre se había vuelto esclavo de los instrumentos que le tenían que liberar de la naturaleza. En política era lo mismo: el Estado funcionaba como un mecanismo. La razón tecnológica se implicaba en la dominación, era razón política.

La derrota nazi significó una detención del proceso de masificación materializada en la constitución de Estados “sociales”, nacidos en la posguerra de un pacto de reconstrucción entre los nuevos dirigentes liberales del Estado y los sindicatos y partidos obreros reorganizados. La solución a la crisis social era la fusión entre Capital y Estado, esencialmente la misma que la de los nazis –y la soviética–, pero llevada a cabo mediante acuerdos y alianzas y no por medio de prácticas terroristas. Por eso no fue acompañada de una detención del proceso tecnificador de la producción industrial, sino por un incremento del mismo, merced a la introducción en la sociedad civil de la tecnología de origen militar puesta en pie por la segunda guerra mundial; eso sí, con la aquiescencia sindical. El Estado de la posguerra juega un nuevo papel en la inserción de las economías nacionales al mercado mundial. A través de la empresa pública adquiere importancia como promotor de actividades económicas y creador de empleos (keynesianismo, New Deal), y mediante los acuerdos tripartitos entre la patronal y los sindicatos, habituales en los años sesenta, institucionaliza la colaboración de clases (llamada pacto social, contrato social o concertación) si todavía puede hablarse de clases. El Estado ha llegado a sustituir a la sociedad, haciéndose cargo de los servicios sociales. Sindicatos y partidos son sus apéndices. La clase obrera, de la que sólo quedan fragmentos, no tiene voz ni proyecto.

El periodo que va desde la posguerra a los ochenta viene caracterizado por la política empresarial de automatización. De entrada la automatización proseguía el proceso de descualificación obrera iniciado en el periodo de entreguerras a escala mayor, pues ya no se trataba de crear un proletariado sin cualidad, dócil y manipulable, sino de separarlo totalmente de la producción. La clase obrera dejaba de ser fuerza productiva, el tiempo de trabajo en su forma inmediata dejaba de ser medida del precio de las cosas y el trabajo acumulado ya no representaba lo esencial de “la riqueza de las naciones”. Y en consecuencia, la impropiamente llamada clase obrera dejaba de ser agente posible de la transformación histórica. El terreno de encuentro entre pensamiento y acción, entre teoría y práctica, se había evaporado.

La automatización fue impulsada para controlar directamente el proceso productivo y anular el poder de los trabajadores sobre el mismo, controlando a éstos a través del control de aquél. Al poner en relación directa a la dirección con las máquinas arrebataba a los obreros el control de las mismas y eliminaba toda resistencia basada en ello. Los talleres perdían toda posibilidad de decisión y planificación en provecho de los directivos. Si la productividad y la competitividad enarboladas como excusa resultaron problemáticas, no lo fue el desplazamiento de los obreros, abocados al subempleo y al paro. La tecnología automática no vino pues para ahorrar trabajo a los obreros, sino para ahorrar obreros al capital. El declive de la posición negativa de la clase obrera ante la nueva ofensiva tecnológica fue evidente. La desintegración de la clase obrera fue continuada por la integración de sus componentes individuales, gracias al desarrollo del sector terciario, gran creador de puestos de trabajo, y a una amplia oferta de consumo posible. La automatización reemprendía el proceso de transformación de las clases en masas auxiliada por el consumo. La soledad y el aislamiento del hombre masa, gracias a los adelantos técnicos que amueblaron la vida privada como los electrodomésticos, el coche o la televisión, se volvía soportable. Entonces las masas consumían su frustración y agresividad en el hogar y no en la calle.

El proceso no ocurrió en todas partes igual, ni a la misma velocidad. En la Europa de los sesenta los pactos sociales habían preservado el estatus de una generación de trabajadores a costa de que el capitalismo, con la ayuda de los sindicatos, reorganizase el trabajo de las nuevas generaciones en función de sus intereses. Eso provocó una escisión en el proletariado entre “viejos”, semicualificados, con tradición de luchas sindicales, con derechos laborales, y “jóvenes”, sin oficio específico, con menos derechos, sin historia. Sin embargo éstos fueron los primeros en radicalizarse. En los sesenta y setenta, al calor de la ofensiva capitalista y también gracias a la debilidad sindical, o a la parálisis momentánea de las fuerzas políticas y represivas del Estado (lo que se llama un vacío de poder), ambas fracciones pudieron caminar juntas y anunciar “un segundo asalto proletario contra la sociedad de clases”. Mayo del 68 fue la prueba de ello, así como también las huelgas obreras en Polonia, las ocupaciones de fábricas tras la revuelta portuguesa de los claveles, la revuelta “rampante” italiana, o el movimiento asambleario español. El retorno de los sindicatos a las mesas de negociación, el perfeccionamiento del aparato represivo, la precariedad y el paro, consiguieron romper dicha unidad y destruir la conciencia incipiente de una generación rebelde. En este periodo, como ya hemos dicho antes, los sindicatos no son reformistas: son directamente agentes de la patronal y el Estado, actúan directamente a su servicio. La terciarización de la economía, la deslocalización de empresas, que marchaban hacia países de mano de obra barata y sumisa, y la reconversión industrial o “reestructuración” de amplios sectores productivos puso fin a ese “segundo asalto”.

A partir de los ochenta se hace cada vez más raro hablar de la “clase obrera” –el término desaparece casi completamente del vocabulario sociológico, filosófico o político– y en cambio aparece el concepto no clasista de “excluido” aplicado a quienes se encuentran al margen del sistema, a los “nuevos pobres” expulsados de la producción. Las nuevas condiciones permiten la elevación del nivel de vida de una minoría trabajadora, normalmente con estudios, y el mantenimiento del nivel alcanzado por los obreros en sectores expansivos, lo que con la presencia de cuadros técnicos, nuevos agricultores, pequeños empresarios, empleados y funcionarios, cristaliza una clase media asalariada favorable al orden, conservadora y adicta a los valores de la dominación. Ni la explotación ni la marginación han desaparecido, como demuestran los “excluidos”, pero en gran parte han sido desplazadas a países “emergentes” del Tercer Mundo. Con la informatización la política empresarial experimenta un giro de 180 grados. Se favorece la flexibilidad productiva, la descentralización, la automatización de los servicios, la eliminación de empleados y técnicos. El proceso de automatización había incrementado los stocks de maquinaria y consiguientemente, aumentado la proporción de capital fijo. El nuevo capitalismo camina en sentido contrario, reduciendo al mínimo el capital fijo. Las máquinas, bienes y servicios se alquilan (sobre todo en “leasing”) o subcontratan a otras empresas, procedimiento conocido ahora como “externalización”, eficaz contra los colectivos obreros reivindicativos. Se extienden las grandes empresas monopolistas (las multinacionales). Las nuevas tecnologías han “mundializado” la economía, entronizando el predominio del capital financiero. Es la llamada globalización. La función social y económica del Estado toca a su fin. La división del trabajo se intensifica, como la explotación y la descualificación. La fuerza productiva principal ya no son las máquinas sino el capital “cognitivo”, la potencialidad mercantil de la capacidad intelectual y los conocimientos de los individuos. Tal como demuestra la multiplicidad de salarios, frente a este capitalismo cada individuo negocia su “capital personal”; cada individuo es empresario de sí mismo y explotador de su propio trabajo. Son los integrados al mercado, separados de los excluidos: un subproletariado marginado y canalla.

Desde los años noventa la exclusión se politiza y la agitación social adopta formas humanitarias que reivindican la reinserción: movimientos de parados, de sin papeles, de sin techo, etc., ONGs y plataformas cívicas. Nace el “ciudadanismo”, una ideología que recoge las aspiraciones de las nuevas clases medias amenazadas a su vez por la globalización, y que proclama la necesidad absoluta del Estado como mediador. No son verdaderas clases, por lo que no son capaces de formular intereses comunes y se ven abocadas a recurrir al Estado y a los viejos partidos, que, completamente desideologizados, rehacen sus programas con las propuestas ciudadanistas. Constituyen todos juntos una especie de partido del Estado. La clase obrera ha dejado de existir. La condición salarial se ha generalizado, pero no se puede constituir una comunidad de intereses por el simple hecho de cobrar un salario a cambio de su fuerza de trabajo. La naturaleza del trabajo o su explotación no permiten ningún tipo de relaciones especiales, de clase. Lo cual no quiere decir que no puedan formarse grupos obreros en las empresas y mantener luchas admirables. Lo que resulta imposible es la formación de un espíritu de clase a partir de ellas. Estamos nuevamente en una sociedad de masas a la que se ha llegado empleando medios suaves, medios técnicos. Las nuevas tecnologías permiten un seguimiento y un control individuales en tiempo “real” inconcebibles hasta hace muy poco. Asimismo multiplican los medios de evasión “lúdica” y aislamiento confortable. No se trata de hombres-máquina, sino de máquinas inteligentes y hombres estúpidos, hombres esclavos de las máquinas. No faltan quienes aplauden la terrible desposesión del hombre moderno, su alienación brutal, la irremisible pérdida de relaciones humanas, que resultan de tanto equipamiento técnico, de tanta “información”, como si fuera una “nueva libertad”, síntoma inequívoco de la idiotización contemporánea. La dominación es hasta tal punto un asunto técnico que podemos afirmar que las nuevas tecnologías se han adueñado del mundo y lo han convertido en un campo de pruebas. El mundo no es sino el mundo de la tecnología. No es el fin de la revuelta, es el fin de un tipo de revuelta. Los conflictos no pueden interpretarse como lucha de clases porque el poder no tiene enfrente a una clase. Pero son luchas contra el poder al fin y al cabo. La subversión no ha de darse por vencida, sino que ha de comprender las nuevas condiciones que rigen las sociedades y actuar en consecuencia. Y partir de una vieja verdad, la de que no se puede combatir la alienación con medios alienantes.

Miquel Amorós (Notas para la conferencia del 10 de julio en Valladolid en Casa Babylon)

Sociedad enferma.


Miquel Amorós.

Vivimos peligrosamente. El peligro forma parte del estilo de vida que nos ha sido impuesto, peligro en forma de accidente inesperado, enfermedad imprevista, envenenamiento larvado o muerte súbita, peligro ligado a las nuevas tecnologías y más concretamente, a las condiciones mórbidas de supervivencia en la fase tardía del capitalismo. A pesar de los supuestos adelantos de lo que llaman progreso, nunca antes la humanidad había vivido entre montañas de cemento y desperdicios, centrales nucleares, factorías químicas, productos transgénicos y contaminantes industriales. El resultado no es alentador: urbanización salvaje, destrucción del territorio, polución del aire, agua y suelo, alteraciones climáticas, agujero en la ozonosfera, ruido, soledad, confinamiento, sedentarismo, acondicionadores de aire, alimentación industrial…, todo lo cual determina unas condiciones extremas no sólo óptimas a la proliferación de enfermedades relacionadas con el deterioro del sistema inmunológico, sino para el surgimiento de nuevas y mortíferas epidemias ligadas a la expansión letal de virus antaño benignos, o simplemente al envenenamiento y la atrogenia. Para los dirigentes es el precio que la población ha de pagar por disfrutar del desarrollismo tecnoeconómico. De hecho, es la condición esencial del proceso de producción capitalista, que a su vez es un proceso de destrucción de vida. Las enfermedades se acumulan con el capital y su gestión es parte fundamental del sistema.

El número de desperfectos y la profundidad del desastre son la causa de que la situación sea en muchos aspectos irreversible. Las fuerzas productivas son fuerzas eminentemente destructivas y su incesante desarrollo no hace sino multiplicar sus efectos catastróficos. Hemos pasado el umbral. Esa sensación de caos y de no retorno está en la base del disgusto por la vida que resienten muchos humanos y que se traduce en adicciones, toxicomanías, ansiedad, depresiones, hipertensión y suicidios. La conciencia sometida a la atomización se halla tan contaminada por los valores capitalistas transmitidos sin réplica posible por los medios, que la miseria se apodera tanto de las mentes como de los cuerpos. La solución se ofrece en el marco del sistema que provoca la miseria, con arropamiento de sicofármacos. Así que cada nueva generación de ansiolíticos lo legitima y refuerza, mientras que la salud mental no hace sino agravarse. La desaparición de la conciencia social es el resultado más terrible de la sociedad enferma. Significa que los seres humanos carecen de mecanismos síquicos eficaces para proteger su individualidad de las agresiones repetidas por parte del entorno capitalista, cada vez más hostil, no teniendo más salida que el embrutecimiento o la enfermedad. El muy extendido consumismo compulsivo de medicamentos sería su forma primaria. Un proceso paralelo ocurre con los mecanismos de defensa físicos, igualmente precarios por la nocividad del ambiente y las dietas perniciosas, que al sumarse a los síquicos, dan como resultado las complicaciones cardiovasculares, causa de la tercera parte de los óbitos, las inmunodeficiencias, la diabetes, el asma, el envejecimiento de los pulmones, la mayoría de los cánceres y las enfermedades nuevas de difícil etiología bautizadas como “síndromes”. La contaminación causa diez veces más muertes que los accidentes de tráfico.

El cáncer es una metáfora del capital, que se aferra al tejido social y se acumula sin cesar hasta provocar la muerte de la sociedad paciente. Es la enfermedad característica de la sociedad industrializada; uno de cada tres humanos terminará sufriéndola, y, a pesar del capital invertido en su estudio, su progresión es imparable incuso entre los jóvenes. Cualquiera ligeramente informado podría señalar sus causas medioambientales, a saber, las radiaciones nucleares y electromágnéticas, las sustancias químicas presentes en nuestros alimentos o que contaminan nuestro entorno y los trastornos síquicos. Si bien la vida en torno a las centrales nucleares multiplica el riesgo de cáncer por más de diez, no olvidemos la relación de los tumores cerebrales o las leucemias y las antenas de radar, televisión o telefonía, o la relación del cáncer de piel con el agujero de la capa de ozono. No hay que ser un lince para saber que vivir cerca de zonas industriales entraña riesgos reales de anomalías genéticas y linfomas. A fuerza de algo tan corriente como circular por las urbes metropolitanas contaminadas (todas lo están) acarrea más cáncer de pulmón que el tabaquismo. Se desconocen los efectos sobre la salud de los miles de compuestos con que la industria química y farmacológica nos obsequia cada año, pero sí sabemos que los numerosos pesticidas, plásticos, carburantes, fármacos, aditivos y conservantes alimentarios son cancerígenos. Y que los hallamos por todas partes: en los juguetes, comida, cerámica, envases, material eléctrico, aislantes, cosmética, textiles, ordenadores, CDs, etc. Algunos también son disruptores hormonales, alergénicos o inmunodepresores. Otros son sencillamente venenos, susceptibles de uso militar, responsables de síndromes como el del “aceite tóxico” (un pesticida organofosforado) o de la mortandad de abejas (un neurotóxico). Finalmente, ciertos caracteres maniaco depresivos, obsesivos, ultracompetitivos o reprimidos son propensos a desarrollar una enfermedad tumoral. Se trata de formas de degradación de la personalidad fomentadas por las condiciones síquicas imperantes que alientan el olvido de sí. Aparte esto último, la industria química y nuclear es la principal responsable de los estragos en los mecanismos de protección inmunológicos. Está íntimamente imbricada con la alimentación industrial, la concentración poblacional en conurbaciones, la producción de energía, la fabricación de medicamentos, el sistema de trabajo asalariado y el modo de vida consumista. No puede alterarse sin afectar a todo el edificio, todo el sistema dominante. Por ejemplo, las destrucciones territoriales por deforestación o urbanización, obligan al aumento de monocultivos, con su añadido de pesticidas y abonos sintéticos, al desarrollo de los transgénicos y al despilfarro energético, con su secuela de contaminación, desaparición de culturas tradicionales, vertido de gases con efecto invernadero, promiscuidad y enfermedades infecciosas. La economía reacciona siempre en el mismo sentido, agravando sus efectos nocivos. La expansión urbana genera aumentos en la movilidad y por consiguiente, un alza en la demanda de combustibles causa de una subida de precios del petróleo, la cual justifica la construcción de nuevas centrales nucleares. Las estabulaciones masivas, el calentamiento global y los alimentos aberrantes facilitan la extensión de enfermedades en los animales (peste porcina, lengua azul) y su paso a los humanos (la gripe aviar, la encefalopatía espongiforme bovina), lo que desencadena el pánico y a su vez estimula la industria farmacéutica, que vende sus nuevas recetas a los programas preventivos de los Estados y crea nuevos puestos de trabajo. La producción superlativa de basuras llena la geografía de puntos negros de alta toxicidad pero también genera una poderosa industria del reciclado, eliminación y gestión de deshechos, cuyas plantas de tratamiento, vertederos e incineradoras siguen contaminando (particularmente con dioxinas) y alimentando lluvias ácidas, aunque dentro de unos límites “de seguridad” admisibles por los intereses económicos en juego, a fijar en un Plan Nacional de Residuos; caso contrario la basura se exporta a países empobrecidos. Y así sucesivamente.

La sociedad está enferma de capitalismo y cualquier curación pasa por la erradicación de éste. Para combatir la enfermedad no basta con disimular los síntomas. Ese ha sido el fallo del ecologismo. La cuestión consiste en construir comunidades, o sea, grupos sociales sin relaciones mercantiles. Dichas comunidades han de ser autosuficientes, es decir, han de funcionar fuera del mercado, permitiendo en cierto grado la satisfacción directa de necesidades reales y resistiendo a la manipulación de los deseos. Pero no basta con eso, es sólo el punto de partida, el terreno donde han de apoyarse y curarse las nuevas clases peligrosas nacidas de la quiebra de la sociedad capitalista, las que han de suprimir el mercado y el Estado. Salir afuera para luchar adentro. Esa podría ser la consigna.

Miguel Amorós Para la publicación RENDEREN, 16-XI-2008

Liquidación social y liquidadores. La generación de los ideales revolucionarios ante el fin de la clase obrera en occidente.


Miquel Amorós

El 19 de julio de 1936 el proletariado español respondió al golpe de estado franquista desencadenando una revolución social. El 23 de febrero de 1981 tuvo lugar un golpe de estado ante la indiferencia más absoluta de los proletarios, quienes apenas movieron el dial de la radio o el mando del televisor. El contraste de actitudes obedece al hecho de que el proletariado era en el 36 el principal factor político social, mientras que en el 81 no contaba ni siquiera como factor auxiliar de intereses ajenos. Si el golpe del 36 iba en contra suya, el del 81 fue un ajuste de cuentas entre diferentes facciones del poder. Ni en los análisis más alarmistas la conflictividad obrera fue tomada en consideración por la sencilla razón de que era mínima. Los golpistas pasaron del proletariado porque no era más que una figura secundaria de la oratoria política, algo históricamente agotado. Durante los años de la “transición económica” hacia las nuevas condiciones del capitalismo mundial –los 80– la clase obrera fue fragmentándose y resistiendo a escala local a su “reconversión” en clase subalterna, hasta la huelga mediática del 14 de diciembre de 1988, cuando se convirtió en masa de maniobra de operaciones políticas y sindicales que terminaron por destruirla. El movimiento antinuclear y el movimiento vecinal habían terminado un lustro antes. Uno de los resultados de ese periodo fue la ruptura entre los obreros adultos, mejor situados en las fábricas, y los obreros jóvenes, peones y precarios, que impulsaron las primeras asambleas de parados. Esa fractura tuvo sólo un fruto comestible: una nueva conciencia basada en la crítica radical del trabajo asalariado, deteriorado en extremo, o lo que viene a ser igual, basada en el rechazo del trabajo como actividad central de la vida cotidiana. A partir de 1985 se desarrolló un medio juvenil fuera del mercado laboral, preocupado por la okupación, la represión, la contrainformación, el antimilitarismo, el feminismo, la movilización estudiantil, etc. En ese medio la cuestión social perdía su carácter unitario y se desagregaba, replanteándose sus pedazos como problemáticas particulares. El centro de gravedad social se desplazó desde las fábricas a los espacios de relación juveniles, herederos involuntarios de tareas históricas imposibles de asumir por el carácter heterogéneo de esos espacios, lo que contribuyó a la confusión de la década siguiente. Todos los esfuerzos por coordinar actividades, fomentar debates y conectar con luchas urbanas tropezaron con los mismos problemas: la dispersión, la ausencia de reflexión, el compromiso relativo, la falta de referencias, el enclaustramiento... Al no resolverse, conforme desaparecían las luchas reales el medio juvenil se volvía un gueto conformista en el que la crítica social revolucionaria era sustituida por la indefinición, la pose, los tópicos contestatarios y la moda alternativa. Se revelaba como un medio de transición para una vida adulta integrada, como el instituto, la FP o la universidad. Los intentos habidos entre 1989 y 1998 por superar esa situación fueron puramente organizativos, formalistas, a base de “campañismo” y encuentros de la diáspora antiautoritaria, por lo que a la larga resultaron un fracaso. Así terminó la llamada “área de la autonomía.” Había que haber llevado a cabo una reflexión profunda sobre los logros y los fracasos de las luchas precedentes, pero antes incluso que analizar las derrotas y recuperar la memoria de las luchas radicales, había que efectuar una crítica despiadada al propio medio, a sus inconsecuencias, a su frivolidad y a su falta de coraje intelectual, con el fin de depurarlo tanto de adherencias sentimentales burguesas como de mitos y prácticas militantes. No se hizo lo suficiente o se tardó demasiado y el medio se estancó, permitiendo la amalgama con los residuos del izquierdismo y del patriotismo periférico, que trataron de reconstruir a toda prisa un nuevo espacio social, el espacio que había sido abandonado por los partidos y sindicatos al incrustarse en el aparato de la dominación. Las movilizaciones contra la Guerra del Golfo y por el No a la OTAN, las campañas por el 0’7%, por la renta básica o por los zapatistas, fueron las primeras martingalas de ese intento de acercamiento a la política institucional que en 1997 cristalizó en el “ciudadanismo”. Durante el proceso de globalización de la economía y de la reestructuración de la clase dominante, el propio sistema de dominación se puso a la cabeza de la lucha contra los desastres que él mismo había provocado y con Internet de por medio creó el espejismo de un “espacio ciudadano” donde desarrollar las actividades complementarias a la política institucional de los partidos y sindicatos. Toda la escoria posmoderna y toda la chusma vanguardista que pululaban en los medios juveniles, deseando reciclarse en algo por el estilo, se apuntaron al carro y alumbraron “plataformas”, “espacios”, “colectivos”, “redes”, “casals de joves”, y “fórums”, que redescubrieron los encantos del sindicalismo minoritario, del nacionalismo, del tercermundismo, de las subvenciones y de la política neoestalinista. Las nuevas tecnologías proporcionaron la estructura mínima para garantizar las apariencias de movimiento. Con el impacto de Seattle, del localismo se pasó sin transición a operar a escala internacional. El gueto juvenil se vio de pronto sumergido en los montajes ciudadanistas, los movimientos contra cumbre y contra la guerra, verdaderos estados generales de la confusión y la recuperación, que, después de Génova, se convirtieron en la quinta rueda del carro electoral de la socialdemocracia. El impacto tecnológico había creado en las masas juveniles la ilusión de una comunidad mundial provista de un proyecto de cambio social, mientras que el turismo antiglobalización fomentaba la ilusión de un movimiento anticapitalista. Pero lo que las telecomunicaciones facilitaron fue un espacio virtual, y por consiguiente irreal, donde verter la frustración y la miseria espiritual de miles de personas, de forma que la abundante base social sobre la que erigir una causa quedase atrapada en las redes de la inexistencia. Y mientras se generalizaba el espectáculo de un movimiento, las líneas de comunicación directa subsistentes quedaban irremisiblemente dañadas, como demuestra la desaparición de revistas, el cierre de locales, librerías o editoriales, la decadencia de las asambleas, la degeneración del lenguaje, etc.
El espectáculo como relación social se había apoderado de la sociedad y los jóvenes tecnófilos se habían convertido en la vanguardia de su imperio; por primera vez y gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación irrumpían los jóvenes como masas, aportando al espectáculo de la acción los rasgos psicológicos de la pubertad, a saber, el culto del presente, el rechazo del esfuerzo y de la experiencia, el narcisismo, la búsqueda de la satisfacción inmediata, la confusión entre el ámbito privado y la vida pública, entre lo serio y lo lúdico, etc. Las masas juveniles son más sensibles que las adultas al mayor mal de la sociedad del espectáculo: el aburrimiento. Lejos de sentir como suya la causa de la libertad o la lucha contra la opresión social, lo que realmente sienten es una necesidad ilimitada de entretenimiento. Las masas juveniles, profundamente despolitizadas y sin ningún interés por politizarse, salieron masivamente a la calle a divertirse luciendo su pañuelo palestino, escenificando su falsa generosidad y proclamando su compromiso volátil. En la sociedad del espectáculo la protesta es una forma de ocio y el pathos trágico de la lucha de clases ha de retroceder ante la comicidad, el desenfado y la fiesta, formas genuinas del espíritu contestatario que halló en las cacerolas su mejor medio de expresión. Forzosamente, entre los autoproclamados portavoces de la movida juvenil tenía que dominar una actitud que pretendía ser pragmática, es decir, levemente crítica y profundamente conformista, dispuesta a caminar por las sendas trilladas y a discurrir por los cauces inocuos. Encontraron sus herramientas intelectuales en ideologías light como el negrismo, el castoriadismo, el ecologismo, o los productos de las marcas IPES y ATTAC. Conceptos como “movimiento de movimientos”, “lo social”, “el imaginario”, “ciudadanía”, “pluralidad”, etc., sirvieron para la evacuación de arcaísmos ideológicos obreristas, derribando de paso conquistas intelectuales básicas, aportaciones críticas imprescindibles, y en general, echando por la borda todo el bagaje teórico de la lucha precedente. Como coartada política se buscó un proletariado de sustitución en los seres inermes y amorfos calificados por los pensadores orgánicos de “multitud”, ciudadanía, sociedad civil o simplemente “la gente”. El nuevo sujeto histórico era pura ficción puesto que el verdadero había sido liquidado por el capitalismo, pero su imagen ficticia era necesaria porque el espectáculo del combate social necesitaba un fantasma; su legitimidad no podía apoyarse en una clase real sino en una de prestado. Una nueva clase imaginaria escapaba de los verdaderos escenarios de lucha para situarse en el terreno del espectáculo, puesto que ni ella era clase, ni su lucha era lucha. Después de la manifestación de Barcelona “contra la Europa del capital”, todo fue procesión pactada y controlada. Quienes ante la crisis de las ideologías obreristas optaron por la protesta encarrilada y falaz, optaban realmente por PRISA y la socialdemocracia (y lo sabían). La adopción del pacifismo como principio indiscutible de acción purgó de las asambleas y las manifestaciones a los radicales, pero su objetivo principal era el diálogo con el poder. No querían enfrentarse a nada; no aspiraban a cambiar el mundo sino a participar en su gestión. Con ellos otra gestión capitalista era posible. Lo que pretendían reformar no eran más que los mecanismos de cooptación de la clase dominante. Las páginas web, las ONGs, los foros sociales y las concentraciones anticumbre eran los instrumentos de acceso a la elite. Su lenguaje se iba volviendo cada vez más apologético: con las fórmulas verbales adecuadas el plomo de la nimiedad –votar, enviar mensajes, navegar por la red, amontonarse— se transmutaba en el oro de la lucidez histórica y el heroísmo. Tal disparatado discurso quería cubrir una actitud colaboradora hasta lo indecente, por eso en la medida que definían una política “desde abajo a la izquierda”, aunque la maquillaran con añadidos “imaginativos”, ésta era la política de siempre; en la medida que reclamaban una alianza, era con los partidos y sindicatos de siempre; en la medida en que llamaban a votar, era a los candidatos de siempre. En realidad nos contaban que una vía más asistencial hacia el totalitarismo era posible, para lo cual otra burocracia dirigente era necesaria. Quienes hablaban y se comportaban de tal guisa, habiendo querido ser reformistas, acababan llamando a la puerta del poder como vulgares pretendientes. Si hoy nos podemos alegrar de su fracaso fue porque contaron con la complicidad de las masas. Igual que cualquier partido, pensaron que el número de manifestantes, de votantes o de mensajes SMS bastaba para justificar sus pretensiones políticas. Sin embargo, sentarse sobre las masas es como sentarse sobre un dedo. El mismo tedio que las mueve, las paraliza. Despolitizadas por definición, no son ni pueden ser ningún sujeto político dispuesto en todo momento a seguir a sus dirigentes. Las masas no quieren hacer política, quieren ser objeto de la política; no quieren cambiar la sociedad, en todo caso quieren que alguien se ocupe de ellas. Por eso son masas. Los verdaderos dirigentes lo sabían. La eternidad de la lucha de clases era un tabú intocable que no se empezó a profanar hasta después de la huelga general francesa de diciembre de 1995. Para el activismo social continuista la existencia de una clase portadora de los ideales manumisores estaba fuera de cualquier duda, puesto que si hubiera prescindido del concepto el edificio teórico por él sostenido se hubiera desmoronado, y con él la justificación de dicho activismo. Pero como los hechos eran tozudos, la clase obrera iba evaporándose, convirtiéndose sólo en un lugar común de la verborrea social obrerista, en un dogma de consolación. La agitación social que se mantuvo en esas posiciones se desconectó de la realidad, degradándose y quedándose al margen, dando pie a tertulias inocentes o a sectas fundamentalistas. La alternativa a la fe, a falta de una verdadera crítica del periodo final de la lucha de clases, a falta de una crítica de la recuperación posmoderna, a falta del restablecimiento de una perspectiva histórica de los combates sociales, tenía que ser otra fe. Así los nuevos remedios para el sectarismo, fueron forzosamente sectarios. Hubo intentos verdaderamente cómicos de restaurar la ideología leninista, voluntaristas anclajes en el anarcosindicalismo y sospechosas reposiciones del situacionismo. Para sus partidarios no había nada nuevo bajo el sol; todo estaba dicho. La aparición de las masas juveniles con toda su alegre intrascendencia no hizo sino reforzar ese atrincheramiento. La huida hacia delante ante las nuevas realidades se resolvió en dos opciones igualmente delirantes: o la posmodernidad “plural” anteriormente descrita, o las viejas ideologías, opción subdividida entre la fosilización contemplativa o el activismo extremista. Los activistas sectarios eran los partidarios del enfrentamiento inmediato con el sistema y por lo general se despreocupaban de las contradicciones que oscurecían e impedían la reformulación de la cuestión social, planteando la supremacía de la acción práctica sobre la reflexión y reduciendo ésta a una actividad subalterna al servicio de aquella. De este modo la crítica social quedaba disminuida a propaganda, simplificada en análisis, fórmulas y consignas aptas para el consumo quinceañero. En caso extremo, había incluso quienes veían en la reflexión, a no ser que se limitara a la glorificación de las llamas, un impedimento más que una guía para la acción. Caían en un pragmatismo de otro tipo y el empobrecimiento de la crítica comportado fue también el de la propia acción. El menosprecio del pensamiento es el de la estrategia. La acción privilegiaba uno de sus momentos, el choque, y se olvidaba de los demás. Aparecía como respuesta inmediata independiente del lugar, del tiempo y de la oportunidad, puntual, minoritaria y violenta. La acción devenía un fin en sí misma, más necesitada de técnica que de ideales. Para el activista no era necesario saber nada que no estuviera directamente relacionado con la acción. Y ésta no trataba de delimitar campos para lograr un terreno donde los oprimidos ejercitasen la libertad, sino que pretendía ser un acto ejemplar susceptible de despertar admiración y tener imitadores. El grado de destrucción conseguido determinaba la calidad, pues el fetichismo de la acción inducía a la mistificación de la violencia y asimilaba ésta al radicalismo; asimismo confundía con frecuencia dominación con represión de tal forma que, creyendo combatir al orden establecido simplemente disputaba con su policía. En los medios activistas, a la falsa oposición entre teoría y práctica correspondía la contraposición entre organización de masas y agrupación informal. Hasta entonces la organización siempre había significado fuerza; no negaba la informalidad sino que la complementaba: la sociabilidad de clase, los entramados de ayuda mutua y solidaridad, el compañerismo, la entrega... proporcionaban a la organización solidez a la vez que la impedían degenerar en burocracia. Evidentemente las estructuras informales son hoy la única forma posible de organización entre otras cosas porque las bases informales que constituían los cimientos de formas más coordinadas han sido destruidas por el enemigo. La enorme dificultad que existe para que los individuos entablen relaciones transparentes y se comprometan con la causa de la libertad obliga a ser muy flexible en cuestiones organizativas, pero eso no es un logro, sino una condición impuesta por el deterioro de las personas y de las luchas. Los niveles de organización dependen del desarrollo de la conciencia de clase y esta depende de las luchas. La estructura informal se impone cuando no hay clase manifiesta y las fuerzas son débiles y dispersas. La organización es por lo tanto un proceso que está en función de la generalización y la radicalización de las luchas, ambas cosas necesarias para la aparición de proyectos revolucionarios de envergadura. Por otro lado, la informalidad no es una vacuna contra la burocracia; la burocracia puede muy bien adaptarse a las apariencias de informalidad. Tampoco es un remedio contra la infiltración; los provocadores saben manejarse tanto por esos medios como por los otros. Son otros factores los que cuentan: la experiencia, la calidad humana, la astucia... Lo que desde luego no se puede hacer informalmente es pasar a la ofensiva, pero por desgracia, estamos lejos de poder permitirnos algo parecido a eso.

En realidad la actitud activista y la contemplativa se comprenden perfectamente si nos damos cuenta de que no son más que formas políticas de la mentalidad adolescente y la senil. Dado que la dominación tiende a mantener a toda la población en minoría de edad permanente, el activismo se da también en gente ya muy entrada en años. Dentro del sistema se suele estar en la edad del pavo, pero una adolescencia perenne no excluye los síntomas de la senilidad, por eso ambas mentalidades son menos opuestas de lo que parece; con facilidad se pasa de la herejía a la ortodoxia, y el extremista de hoy puede con toda probabilidad convertirse en el pacifista renegado de mañana. La inconsecuencia es un aspecto de la inmadurez cercana a la esclerosis, que lo es de la vejez, por lo que no son de extrañar tales mutaciones. La inmensa capacidad de autoengaño de cadetes y vejestorios contribuye a ello. De la improvisación y atolondramiento activistas puede pasarse sin etapas intermedias a la sofisticación ideológica y la corrección política. Son conductas que anuncian una toma de conciencia de clase, pero de la clase que domina. Juvenilización y senilización son dos lados del proceso masificador, destructor de la individualidad y por tanto, de las clases oprimidas en tanto que comunidades de individuos conscientes. Dicho proceso prosigue hasta su conversión en masas. Han mantenido un grado elevado de conciencia social solamente aquellos que han sabido tener la edad apropiada, sacando el mayor partido de su experiencia y de la experiencia de otros. Así han podido escapar a las trampas de la ideología, del espectáculo y del activismo, reanudando la tradición de los oprimidos. Ellos son los verdaderos radicales, porque no contemporizan, porque no pactan, porque no olvidan; en una palabra, porque van derechos a la raíz de las cosas. Pero sólo van derechos los que saben reconocer dicha raíz, y tal conocimiento no está ligado a ningún lugar, sino a la historia: no depende del espacio, sino del tiempo.

25 noviembre, 2012

La evolución de las ciudades bajo el dominio de las finanzas.


Miquel Amorós (03 de octubre de 2005)


Todas las grandes ciudades europeas experimentan un crecimiento en mancha de aceite, derramándose en los municipios vecinos, mientras que sus centros se descomponen y vacían. Adoptan la forma de “donut”. La ciudad histórica se desteje socialmente, degradándose y encareciéndose a la vez. Las fábricas y talleres se trasladan a las áreas más alejadas de sus coronas metropolitanas y aún más allá, al tiempo que la población desfavorecida, principalmente jóvenes obreros y viejos jubilados, se ve forzada a instalarse en ghettos exteriores. El territorio urbano adquiere por todos lados la apariencia de un mosaico de parcelas yuxtapuestas de naves y almacenes, centros comerciales, adosados y bloques de vivienda barata, formando conjuntos inviables conectados por autopistas radiales y vías de circunvalación. La diseminación de los lugares de trabajo y habitación dispersa la población e incrementa la movilidad, y con ésta el derroche de suelo y energía, la demanda de infraestructuras viarias y la venta de automóviles. La organización del espacio sufre un cambio radical por el uso extensivo del territorio, fruto del paso a una economía productora de bienes industriales a una economía productora de servicios. Lo que en términos laborales significa el paso del trabajo estable y el salario pactado al trabajo precario y mal pagado. Vivimos bajo el imperio del capital financiero, lo que significa que todas las actividades han de someterse a las urgencias de las finanzas internacionales. En estas nuevas coordenadas de la economía, es cuestión de que los productos industriales salgan cada vez más baratos para que se puedan pagar los servicios. Los bajos precios industriales financian las actividades terciarias, como antes los alimentos baratos financiaban la producción industrial. La industria no es rentable sin los salarios depreciados de una mano de obra tercermundista; lo verdaderamente productivo ahora son los servicios y sus actividades asociadas, a saber, el software, el turismo y el negocio inmobiliario. Toda la actividad económica se orienta en esa dirección, con la colaboración involuntaria de los trabajadores: el ahorro originado en las rentas del trabajo es una fuente primordial de financiación. Los dirigentes de las grandes ciudades no las presentan ya como eficientes centros productores, sino como nudos bien comunicados de redes mundiales, con una gran oferta de espacio, ocio y servicios, sobre todo financieros. Eso hace que las grandes ciudades se transformen en parques temáticos y bazares masivos salpicados de oficinas. Es verdaderamente paradigmático que los solares de la Unión Naval de Levante se hayan reservado para un World Trade Center valenciano. Sucede que las regiones metropolitanas ya no son grandes mercados de trabajo sino grandes mercados de capitales. Por lo tanto, a quien tienen que atraer, y en el caso, subvencionar, es al capital, no al trabajo. La administración metropolitana no trata pues de adaptar el territorio urbano a las necesidades de una supuesta ciudadanía popular, en gran parte obrera, sino de servirse de él para fomentar un clima de negocios. La economía “social”, destinada a paliarlos efectos del empobrecimiento, es simplemente una rama prometedora de los negocios. Las ayudas a la población arruinada, los equipamientos sociales y las zonas verdes irán para adelante si son negocios y sólo como negocios.

El proceso actual de transformación de la actividad económica, política y jurídica, llamado globalización se halla en su fase inicial, caracterizada por la deslocalización industrial y la especulación inmobiliaria. La primera es responsable de la flexibilización o ampliación de la jornada laboral y de la bajada de salarios, presentes en cada vez más convenios. Pero la domesticación de los obreros es ahora algo secundario porque éstos no son importantes en el proceso productivo. La segunda –la especulación– es el verdadero motor de la economía y de los mecanismos financieros en particular. Podríamos decir sin temor a equivocarnos, que también lo es de la política. Tanto los dirigentes políticos como los financieros toman conciencia del papel del suelo escaso en un territorio colmatado y toman posiciones en el mercado inmobiliario. Tanto la administración como los bancos engordan con operaciones especulativas, bien estén relacionadas con obras públicas, bien con promociones privadas, ordenadas jurídicamente por una nueva ley del suelo de 1992. Sin embargo, la globalización –y por consiguiente, la conexión de la red internacional de ciudades– no puede seguir avanzando sin una circulación ultrarrápida y barata de mercancías y personas (o sea, de mercancías), y para ello son condiciones sine qua non, grandes infraestructuras por un lado, y por el otro, energía y combustibles baratos. Un problema que se puede solucionar con una combinación adecuada de geopolítica, dinero, propaganda antiterrorista y guerras locales.

La marca registrada “Valencia”, aplicable al territorio comprendido entre Almusafes y Sagunto, produce manifestaciones de un urbanismo desenfrenado en todo semejante al de Barcelona y otras ciudades. La clase dominante es hiperactiva cuando se trata de dinero e intenta por todos los medios liberar terreno urbanizable, es decir, introducirlo en el mercado. El primer efecto ha sido la casi total desaparición de la Huerta de Valencia, de sus caminos y acequias, de sus marjales y azudes, de sus molinos y de sus comunidades de regantes. El mejor jardín que jamás cobijó a una ciudad, su mayor seña de identidad, se ha desvanecido en solamente una generación. La nueva clase dirigente halla su genuina marca en el desarraigo. El poder económico y político actual exige la desaparición completa de la economía agrícola valenciana, antaño fundamental en la formación de la burguesía local, y la terciarización absoluta. En la dirección de la ciudad, los terratenientes y exportadores han sido desplazados por una burocracia móvil del cemento y del asfalto. Dicha burocracia se asienta en la circulación, y por tanto necesita infraestructuras como el AVE (aplazado para después del 2010), la ampliación del metro, la prolongación de la avenida Blasco Ibáñez, los bulevares del tercer cinturón y la ampliación del puerto, sin olvidar el megaproyecto de Zaplana “Ruta Azul”, que, aunque aparcado, es el verdadero programa del urbanismo “concertado” entre promotores, constructores, inversores y políticos, en versión levantina. El traslado del aeropuerto de Manises, o la urbanización de la costa comprendida entre Sagunto y Cullera, son retales que difícilmente van a ser olvidados por los especuladores. La Copa América juega en Valencia el papel que desempeña el Fórum de las Culturas en Barcelona. Remodelaciones urbanísticas feroces y demostraciones de un dinamismo político-empresarial destinadas a lograr la domiciliación de grandes empresas y agencias estatales. Con esos eventos se obtienen caudales para la reconversión del territorio que de otro modo no se obtendrían. Así puede proseguir el genocidio cultural de barrios como El Cabanyal, Velluters, El Carmen, Campanar o la Punta, la museificación de la Ciutat Vella –“Valencia, museo al aire libre” reza un eslogan publicitario– y demás proyectos “generadores de oferta turística” como la ciudad de las Artes y las Ciencias, que, como su nombre no indica, está destinada enteramente a los visitantes, o el Balcón del Mar, que también será un “contenedor de ocio”, como el Parque de Cabecera (con su gran estacionamiento, su zoológico y su parque de atracciones) y el parque Central, con su futura estación “intermodal”. Los nuevos bárbaros quieren una salida automovilística al mar, tratar sus enfermedades en una nueva “ciudad” sanitaria, litigar en una “Ciudad de la Justicia” y divertirse en un “Heron City”. Nótese que el márketing tecnócrata empieza a designar como ciudad lo que no es más que un amontonamiento gigante de actividades relacionadas, adoptando el aspecto higiénico multijaula típico de los shoping malls. La ideología de la moderna clase dominante se manifiesta en los edificios y, de modo general, en su manera de adueñarse del espacio. Sus monumentos encarnan sus valores y su contemplación nos sugiere jerarquía, artificialidad, fetichismo tecnológico, culto al poder, velocidad, soledad, control, incomunicación, condicionamiento, consumismo. Los más característicos son los centros comerciales de las afueras. Todos tienen algo de cárcel, lo que resulta paradójico ahora, cuando la moderna arquitectura carcelaria quiere suprimir las torres de vigilancia, cosa que dará a las cárceles la apariencia exterior de hipermercados. En resumen, la moderna clase dominante es autoritaria y fascista y sus construcciones son las de una sociedad de masas amorfas, es decir, que favorecen condiciones fascistas. La clase dominante construye para sí misma; a los habitantes no les cabe otro recurso que el de aprender a habitar su arquitectura. Acostumbrarse a vivir dentro de artefactos semejantes en aglomeraciones semejantes. A la postre todo el territorio se estructura como un único sistema urbano y todos los lugares acaban pareciéndose. El hábitat es la traducción espacial de la desposesión. Los individuos proletarizados viven en un entorno constantemente modificado por los vaivenes del capital. A menudo son desplazados de sus barrios por planes de renovación urbana hechos por enemigos de clase y arrojados de sus viviendas y de sus calles si es preciso mediante el acoso o la expropiación. Todos los circuitos sociales ajenos al capital han de ser destruidos. Con la movilidad exacerbada impuesta a toda la población se duplican los efectos de la deportación: la desaparición de la vida social del barrio, la aniquilación de la cultura de la calle, los últimos reductos de la conciencia de clase. La proletarización se completa con la motorización: el proletario automovilista jamás pone en duda el principio de la movilidad, sólo pide la supresión de los peajes. Allá donde el proceso de reconversión urbana corre demasiado y tropieza con resistencias, tienen lugar luchas urbanas. Si son recuperadas por las asociaciones de vecinos serán desvirtuadas, aseptizadas y anuladas. La pacificación de conflictos urbanos no es una vocación reaccionaria de los militantes vecinales sino una actividad remunerada: las asociaciones son subvencionadas para eso. Son centros de activismo cívico no contestatario que desempeñan una función animadora más que reivindicativa, y que no aspiran más que a formar parte del engranaje de decisiones administrativo. Si logran escapar a la recuperación de los mediadores, las luchas urbanas han de exigir como mínimo la presencia y el derecho a veto de los habitantes en todas las instancias cuyas decisiones les afecten. Pero éstos y sus representantes han de tener presente que se trata de luchas por el control del espacio social, por un uso social del espacio, uso solamente posible cuando los habitantes realmente se apoderen del espacio en el que viven. Sólo cuando el espacio urbano esté fuera de las trabas del capital será de nuevo productor de relaciones solidarias y de cohesión social en forma de asambleas y organismos diversos. Por lo tanto, la negociación, que es un momento de la lucha, ha de emprenderse en la perspectiva de la autogestión del espacio, pero ésta no puede existir sino a través de estructuras necesarias de formación de la opinión y la decisión. Estas no son otras que la movilización y las asambleas. Los luchadores que no sean capaces de movilizar a la mayoría de los afectados nunca poseerán representatividad suficiente. Las luchas que no descansen en las asambleas masivas serán siempre recuperadas.

Cuando hablamos de la autogestión del espacio, de la autoconstrucción si cabe, planteamos una delicada cuestión: la expropiación social del espacio. Las luchas urbanas han de arrebatar el territorio al poder urbanista, a los urbanistas del poder. Han de liberarlo del mercado, no para el mercado. Por consiguiente, han de resolverse mediante ocupaciones. En las ciudades sometidas al poder de las finanzas autónomas, la urbs (el asentamiento) está separada de la civitas (la comunidad de intereses), el territorio y la cultura ciudadana van por rutas diferentes, la elite se ha liberado del espacio y la población sobrevive ajena al territorio que la acoge. El reencuentro de la colectividad y el espacio mediante la ocupación de masas y la supresión de la movilidad frenética, son la base esencial de la autogestión territorial generalizada, la forma espacial de la emancipación.

¿Donde Estamos? Algunas consideraciones sobre el tema de la técnica y las maneras de combatir su dominio.

Miquel Amorós (03 de octubre de 2005)


David Plunkert

  "¿Qué tratamos de realizar? Cambiar la organización social sobre la que reposa la prodigiosa estructura de la civilización, construida en el curso de siglos de conflictos en el seno de sistemas avejentados o moribundos, conflictos cuya salida fue la victoria de la civilización moderna sobre las condiciones naturales de vida."
William Morris

Walter Benjamín, en su articulo Teorías del fascismo alemán, recuerda la frase aparentemente extemporánea de León Daudet, "el automóvil es la guerra", para ilustrar el hecho de que los instrumentos técnicos, no encontrando en la vida de las gentes un hueco que justifique su necesidad, fuerzan esa justificación entrando a saco en ella. Si la realidad social no está madura para los avances técnicos que llaman a la puerta tanto peor para la realidad, porque será devastada por ellos. El resultado es que la sociedad entera queda transformada por la técnica como tras una guerra. Realmente, con sólo citar la gran cantidad de desplazamientos de la población, la enormidad de datos almacenados y procesados por la moderna tecnología de la información y el gran número de bajas por accidentes, suicidios o patologías contemporáneas, parece que una guerra, en absoluto fría, sucede a diario en los escenarios de la economía, de la política, o de la vida cotidiana. Una guerra en la que siempre se busca vencer gracias a la superioridad técnica en automóviles, en ordenadores, en biotecnologías... Por la propia naturaleza de la sociedad capitalista, los cada vez más poderosos medios técnicos no contribuyen de ningún modo a la cohesión social y al desarrollo personal, ya que la técnica sólo sirve para armar al bando ganador. Para Benjamin pues, y para nosotros, "toda guerra venidera será a la vez una rebelión de esclavos de la técnica".

Los adelantos técnicos, son todo menos neutrales, en todo desarrollo de las fuerzas productivas debido a la innovación técnica siempre hay ganadores y perdedores. La técnica es instrumento y arma, por lo que beneficia a quienes mejor saben servirse de ella y mejor la sirven. Un espíritu critico heredero de Defoe y Swift, Samuel Butler, denunciaba el hecho en una utopía satírica. "...en esto consiste la astucia de las máquinas: sirven para poder dominar (...); hoy mismo las máquinas sólo sirven a condición de que las sirvan, e imponiendo ellas sus condiciones (...) ¿No queda manifiesto que las máquinas están ganando terreno cuando consideramos el creciente número de los que están sujetos a ellas como esclavos y de los que se dedican con toda el alma al progreso del reino mecánico?" (Erewhon o allende las montañas). La burguesía utilizó las máquinas y la organización "científica" del trabajo contra el proletariado. Las contradicciones de un sistema basado en la explotación del trabajo que, por un lado expulsaba a los trabajadores del proceso productivo y, por el otro, alejaba de la dirección de dicho proceso a los propietarios de los medios de producción, se superaron con la transformación de las clases sobre las que se asentaba, burgueses y proletarios. La técnica ha hecho posible un marco histórico nuevo, nuevas condiciones sociales –las de un capitalismo sin capitalistas ni clase obrera– que se presentan como condiciones de una organización social técnicamente necesaria. Como dijo Munford, "Nada de lo producido por la técnica es más definitivo que las necesidades y los intereses mismos que ha creado la técnica" (Técnica y civilización). La sociedad, una vez que ha aceptado la dinámica tecnológica se encuentra atrapada por ella. La técnica se ha apoderado del mundo y lo ha puesto a su servicio. En la técnica se revelan los nuevos intereses dominantes.

Cuando "la dominación de la naturaleza queda vinculada con la dominación de los hombres" (Herbert Marcuse, El Hombre Unidimensional), el discurso de la dominación ya no es político, es el discurso de la técnica. Busca legitimarse con el aumento de las fuerzas productivas que comporta el progreso tecnológico una vez que ha puesto a su servicio el conocimiento científico. El progreso cientificotécnico proporciona a los individuos una vida que se supone tranquila y cómoda y por eso es necesario y deseable. La técnica, que ahora se ha convertido en la ideología de la dominación, proporciona una explicación suficiente para la no libertad, para la incapacidad de los individuos de decidir sobre sus vidas: la ausencia de libertad implícita en el sometimiento a los imperativos técnicos es el precio necesario de la productividad y el confort, de la salud y el empleo. La idea del progreso era el núcleo del pensamiento dominante en el periodo de ascenso y desarrollo de la burguesía, progreso que pronto perdió su antiguo contenido moral y humanitario y fue identificado con el avance arrollador de la economía y con el desarrollo técnico que lo hacía posible. Efectivamente, los inventos técnicos y los descubrimientos científicos en el siglo XIX fueron tantos y provocaron tantos cambios económicos que generaron en los países industrializados, y no sólo entre su clase dirigente, una religión de la economía, una creencia en ella como la panacea de todas las dificultades. El progreso de la cultura, de la educación, de la razón, de la persona, etc., derivaría necesariamente del progreso económico. Bastaría un correcto funcionamiento de la economía para que la cuestión social cesara de dar disgustos. El mismo proceso se repetirá más tarde con la técnica, ante el fracaso definitivo de las soluciones económicas. Porque vueltos a la sociedad civil tras dos grandes guerras, se impone el pensamiento militar –un pensamiento eminentemente técnico– y los propios problemas económicos se creerán resolver con procedimientos y adelantos técnicos. La economía pasó a segundo plano y la técnica se emancipó. La propia economía ya no es más que una técnica.

"La emergencia de la tecnología occidental como fuerza histórica y la emergencia de la religión de la tecnología son dos aspectos del mismo fenómeno" (David F. Noble, La Religión de la Tecnología). Según este autor, el deslumbramiento ante el poder de la técnica tiene raíces en antiguas fantasías religiosas que perviven en el inconsciente colectivo de los hombres: la Creación, el Paraíso, el virtuosismo divino, la perfectibilidad infinita, etc. Eso significa que la técnica posee un fuerte contenido ideológico desde los comienzos, que ha llegado a ser dominante en la época de los totalitarismos, en la época de la disolución de los individuos y las clases en masas. Desde entonces redefine en función de sí misma los viejos conceptos de "naturaleza", "libertad", "memoria", "cultura", "hechos", etc., en fin, inventa de nuevo la manera de pensar y de hablar. La técnica cuantifica la realidad y, bautizándola con su lenguaje –con tecnicismos–, impone una visión instrumental de las cosas y de las personas. Neil Postman recuerda en Tecnópolis el adagio de que "a un hombre con un martillo todo le parece un clavo". El mundo habla el idioma de los "expertos". Un divulgador de las maravillas de la ciencia moderna como Julio Verne describe en una de sus primeras novelas de anticipación a ese producto natural de la era tecnológica un tanto someramente, pero no olvidemos que lo hace en 1876: "Este hombre, educado en la mecánica, explicaba la vida por los engranajes o las transmisiones; se movía regularmente con la menor fricción posible, como un pitón en un cilindro perfectamente calibrado; Transmitía su movimiento uniforme a su mujer, a su hijo, a sus empleados, a sus criados, verdaderas máquinas-instrumentos, de las que él, el gran motor, sacaba el mejor provecho del mundo (París en el siglo XX). Por vez primera en la historia, la técnica representa al espíritu de la época, es decir, corresponde al vacío espiritual de la época. Las relaciones entre las personas pueden considerarse como relaciones entre máquinas. Toda una gama de las ciencias ha nacido con esos planteamientos: cibernética, teoría general de sistemas, etc. Los problemas reales entonces se convierten en cuestiones técnicas susceptibles de soluciones técnicas, que serán aportadas por expertos –aquí decimos "profesionales"– y adoptadas por dirigentes, "técnicos" en tomar decisiones. La dominación desde luego no desaparece; gracias a la técnica ha adoptado las apariencias de una racionalización y se ha vuelto también técnica.

La técnica ha vaciado a la época de contenido: todo lo que no es directamente cuantificable, y por lo tanto medible, y por lo tanto manipulable, automatizable, no existe para la técnica. El poder de la técnica no sólo ha comportado la atomización y amputación de los individuos, sino la muerte del arte y de la cultura en general; la nada espiritual es el mal del siglo. La filosofía existencial, la vanguardia artística, la proliferación de sectas y la aparición de masas hostiles al gusto y a la cultura, son fenómenos que representan la sensación vivida del proceso de aniquilación de la individualidad, de supresión de lo humano, en el que la acción, inconsciente y absurda, es puro movimiento. Esta fatalidad histórica se intuye desde el principio de la era tecnológica, y nos la cuenta Meyrink en su relato Los Cuatro Hermanos de la Luna: "Por lo tanto las máquinas han llegado a ser los cuerpos visibles de titanes producidos por las mentes de héroes empobrecidos. Y como concebir o crear algo quiere decir que el alma recibe la forma de lo que se ve o se crea y se confunda con ella; así los hombres están ya encaminados sin salvación en el sendero que, gradual y mágicamente, los llevará a transformarse en maquinas, hasta que un día, despojados de todo, se encontrarán siendo mecanismos de relojería chirriantes, en perpetua agitación febril, como lo que siempre han tratado de inventar: un infeliz movimiento perpetuo". La técnica se opone a los individuos como algo exterior, que poco a poco va desposeyéndoles del control de sus vidas y determinando sus acciones. En un mundo técnico, la máquina es más real que el individuo, que no es más que una prótesis suya. La fe en la técnica, que aun podíamos considerar burguesa, se ve acompañada entonces de un nihilismo cada vez más conformista y apologético, sobretodo en la fase postburguesa de la era tecnológica, fruto del desencantamiento del mundo y de la destrucción del individuo. El pensamiento tecnocrático se complementa con una ideología de la nada, un verdadero mal francés que proclama la supremacía del modelo y la fascinación del objeto, que habla de la independencia del pensamiento respecto a la acción, del derrumbe de la historia y del sujeto, de las máquinas deseantes y del grado cero de la escritura, de la deconstrucción del lenguaje y de la realidad, etc. Desde el existencialismo y el estructuralismo hasta el postmodernismo, los pensadores de la nada constatan una serie de demoliciones de todo lo humano y se congratulan por ello; no pretenden contradecir la religión de la técnica, sino desbrozarle el camino. No son originales, ni siquiera son pensadores: plagian las aportaciones críticas de la sociología moderna o del psicoanálisis y fabrican una verborrea ininteligible con préstamos crípticos –como no– del lenguaje científico. En la objetivación completa de la acción social que efectúa la técnica, aplauden la abolición del individuo social en tanto que sujeto histórico. El sistema, la organización, la técnica, ha evacuado al hombre de la vida y estos ideólogos anuncian con alegría, como una gran revelación, el advenimiento del hombre aniquilado, del ser vacío y superficial cuya existencia frívola y mecánica consideran la expresión misma de la creatividad y la libertad.

El dominio, el poder, en la política y en la calle, en la paz y en la guerra, pertenece al mejor equipado tecnológicamente. La burguesía ha sido substituida por una clase tecnocrática no nacida de una revolución antiburguesa sino de la creciente complejidad social forzada por la lucha de clases y la intervención estatal. En el camino hacia una nueva sociedad basada en la alta productividad proporcionada por la automación y en la economía de servicios, la burguesía se ha metamorfoseado en una nueva clase dominante. Esta no se define por la propiedad privada o el dinero sino por la competencia y la capacidad de gestión; la propiedad y el dinero son necesarios pero no son determinantes. La fuerza de la clase dominante no proviene exclusivamente de la economía, ni de la política, ni siquiera de la técnica, sino de la fusión de las tres en un complejo tecnológico de poder que Munford denominó "megamáquina". Si la técnica, al convertirse en la única fuerza productiva, facilitó el triunfo de la economía, ahora la economía, al crear el mercado mundial, le ha allanado el camino a la técnica, y ésta impone la dinámica expansiva de la producción en masa al mundo entero. A su modo ha ridiculizado la figura del Estado, difuminando su historia y su papel después de que la economía lo convirtiese en el mayor patrón y la técnica lo transformase en una maquinaria de gobierno y de control de masas. Desde finales del XIX la estabilidad del sistema capitalista se consiguió gracias a la intervención del Estado, que desplegó una política económica y social correctora. El Estado dejó de ser una superestructura autónoma para fusionarse con la economía y presentarse como un escenario neutral donde podía resolverse el enfrentamiento entre clases. El Estado pasaba a ser el garante de las mejoras sociales, de la seguridad y de las oportunidades. El Estado "del bienestar" fue una invención que aseguraba a la vez la revalorización del capital y la aquiescencia de las masas. En su seno la política se convertía paulatinamente en administración, se profesionalizaba, se orientaba hacia la resolución de cuestiones técnicas. Aunque el régimen político fuera una democracia formal, la política no podía ser objeto de discusión pública: en tanto que planteamiento y resolución de problemas técnicos requería por un lado un saber especializado –era una tecnopolítica– en manos de una burocracia profesional, y por el otro, un alejamiento –una despolitización– de las masas. El progreso técnico conseguirá esta despolitización. Tenía la propiedad de aislar al individuo en la sociedad, al rodearlo de artilugios domésticos y sumergirlo en la vida privada. Por otra parte, cada etapa de dicho progreso anula la precedente, desarrollando un dinamismo compulsivo en el que la novedad es aceptada simplemente por ser novedad y el pasado es relegado a la arqueología. De esta forma crea un continuo presente, en el que nunca pasa nada puesto que nada tiene importancia y donde los hombres son indiferentes. ¿Fin de la historia? En una de las mejores sátiras escritas contra la explotación del hombre gracias a la ciencia y la técnica, Karel Capek, ironiza sobre esta banalización de los hechos: en una sociedad con tantas posibilidades técnicas "no se podían medir los acontecimientos históricos por siglos ni por décadas, como se había hecho hasta entonces en la historia del mundo, sino por trimestres (...) Podríamos decir que la historia se producía al por mayor y que, por ello, el tiempo histórico se multiplicaba rápidamente (según cálculos, cinco veces más)" (La Guerra de las Salamandras).

Gracias al Estado, que fomentó la investigación a gran escala en el campo de las armas bélicas, desde donde pasó a la producción industrial de bienes, el progreso científico y técnico dio un gran salto, convirtiendo a la tecnociencia en la principal fuerza productiva. La evolución del sistema social, y por lo tanto, de la Economía y del Estado, estaba determinada a partir de entonces por el progreso técnico. Ello no solamente implicaba la decadencia del mundo del trabajo y anunciaba la obsolescencia de la clase obrera, que dejaba de ser la principal fuerza productiva, sino que significaba el fin del Estado protector. En las sociedades tecnificadas el control de los individuos se logra con estímulos exteriores mejor que con reglas que fijen sus conductas y los regimenten. Lo que domina entre los individuos no es el carácter autoritario –y su complemento, el carácter sumiso– sino la personalidad desestructurada y narcisista. El fin del Estado era antes que nada, el fin del carácter "social" del Estado. Ahora ha de limitarse a ser una organización –y cuanto más compleja, más técnica, y cuanto más técnica, con menos personal– de servicios públicos baratos, una red de oficinas eficazmente conectadas, policiales, administrativas, jurídicas o asistenciales. Las condiciones sociales que impone la técnica autónoma no son en absoluto favorables a una centralización política, no promueven ni el estatismo ni el desarrollo de una burocracia disciplinada, más conformes con un Welfare state [estado del bienestar], o con un modo de producción colectivista autoritario, o con un Estado totalitario, correspondientes a una fase social precedente de la técnica, que con el despotismo tecnológico contemporáneo. Todos los sectores de la burocracia estatal o paraestatal están siendo reciclados, es decir, reorganizados según estrictos criterios de rendimiento que priman sobre los intereses de grupo. Como reza un antiguo proverbio bancario, todo es cuestión de números. Conviene recordar que quienes mandan no son los propietarios de los medios de producción –los empresarios, la vieja burguesía–, o los administradores del Estado –la burocracia– sino de las élites ligadas a la alta tecnología y a la "ingeniería financiera". Esas élites son apátridas y se sirven de los Estados como se sirven de los medios de producción y de las finanzas, combatiendo todo desarrollo autónomo de los mismos y exigiendo eficacia. Tampoco hay que olvidar que todo proceso técnico –productivo, financiero, político– tiende a eliminar a las personas y hacerse automático. Las masas no son necesarias más que en tanto que no existan máquinas para substituirlas. El Estado totalitario era una técnica de gobierno donde todos los movimientos de las masas eran simplificados y reducidos a acciones predecibles, como en un mecanismo. Para él el pensar era una actitud subversiva y la obediencia la mayor de las virtudes públicas. Por eso necesitaba un enorme aparato policial. Pero la misma lógica de la técnica conduce al automatismo de las conductas, con cada vez menos necesidad de control, y por lo tanto, sin necesidad de líderes ni de grandes burocracias. Ni de grandes aparatos policiales; es mejor vídeo vigilancia, unidades especiales de intervención rápida y servicios de protección privados. El individuo no existe, la clase obrera no existe, el Estado puede reducirse a una pantalla, es decir, puede virtualizarse. En ese momento histórico estamos.

La mecanización del mundo es la tendencia dominante de un proceso acabado en líneas generales. Pero todavía se dan contradicciones entre sectores más avanzados y menos avanzados, entre tradiciones burguesas y estatistas e impulsos desmesurados hacia la tecnificación, entre clases en proceso de disolución que ya no son sino grupos particulares con intereses privados y la nueva clase emergente, unificada y estable, extremadamente jerarquizada, en la que la posición de poder depende del elemento técnico. La técnica es un factor estratégico decisivo que se guarda como si fuera un secreto: es el secreto de la dominación. Pero eso no significa que los técnicos, por el mero hecho de serlo, gocen de una situación privilegiada. Evidentemente la oferta de empleos a profesionales y técnicos es la única que ha crecido, aunque en modo alguno ha aparecido una clase nueva de "mánagers", de directivos, dispuesta a hacerse con el poder. Lo único que ha variado es la composición de los asalariados. Los expertos no mandan, solamente sirven. Los cuadros, la intelligentsia técnica, es sólo el espejismo de una clase provocado por los cambios ocurridos en los primeros momentos de la aparición de la alta tecnología, de la tecnociencia, cuando realmente esos asalariados desempeñaron un papel: el de facilitar su institucionalización. Con la especialización y la fragmentación crecientes del conocimiento y con el desarrollo del sistema educativo en la dirección más favorable a la tendencia dominante y su extensión a toda la población, todo el mundo está preparado para obedecer a las máquinas. Técnicos lo somos todos. La formación técnica no es ninguna bicoca: es la característica más común de todos los mortales. Es la marca de su desposesión.

La transformación del proletariado en una gran masa de asalariados sin ningún lazo ni solidaridad de clase no ha eliminado las luchas sociales, pero sí la lucha de clases. Cuando resultan perjudicados intereses surgen conflictos que pueden llegar a ser de gran intensidad y violencia pero que no tocan lo esencial –la técnica y la organización social basada en ella– y por consiguiente, no amenazan al sistema. No podemos interpretar las luchas de los funcionarios, de los excluidos, de los empleados, de los pequeños agricultores, de los cuadros, etc., en términos de lucha de clases. Son respuestas al capital que en su proceso de revalorización daña intereses sectoriales propios de determinados grupos sociales que no encarnan ni pueden encarnar el interés general, por lo que no ponen en peligro al sistema de dominación. El momento clave de la lucha es siempre la negociación, y esa la efectúan especialistas. Ningún grupo oprimido específico puede por su situación objetiva llegar a ser embrión de una clase social, un sujeto histórico cuyas luchas lleven consigo las esperanzas emancipatorias de la mayoría de la población. Todas las luchas ocurren ya en la periferia del sistema. El sistema no necesita a nadie, no depende de ningún grupo en concreto. Si éste se segregara, el sistema funcionaría igual sin él. Su lucha, por tanto, sólo será marginal y testimonial. Carece de las perspectivas revolucionarias de la vieja y desaparecida lucha de clases. Los grupos sociales oprimidos ya no se enfrentan a la dominación como clase contra clase. Por otra parte, ningún grupo aspira a la liquidación del sistema, porque ningún grupo, a pesar de la acumulación de efectos nocivos, ha contestado la supremacía de la técnica, que proporciona cohesión y solidez a la dominación. El consenso respecto a la técnica –todo el mundo cree que no se puede vivir sin ella– justifica el dominio de la oligarquía tecnocrática y diluye las necesidades de emancipación de la sociedad.

Toda revuelta contra la dominación no representará el interés general si no se convierte en una rebelión contra la técnica, una rebelión luddita. La diferencia entre los obreros ludditas y los modernos esclavos de la técnica reside en que aquellos tenían un modo de vida que salvar, amenazado por las fábricas, y constituían una comunidad, que sabía defenderse y protegerse. Por eso fue tan difícil acabar con ellos. La represión dio lugar al nacimiento de la policía inglesa moderna y al desarrollo del sistema fabril y del sindicalismo británico, tolerado y alentado a causa del luddismo. La andadura del proletariado comienza con una importante renuncia, es más, los primeros periódicos obreros –cito a L ´Artisan, de 1830– elogiarán las máquinas con el argumento de que alivian el trabajo y que el remedio no está en suprimirlas sino en explotarlas ellos mismos. Contrariamente a lo que afirmaban Marx y Engels, el movimiento obrero se condenó a la inmadurez política y social cuando renunció al socialismo utópico y escogió la ciencia, el progreso (la ciencia burguesa, el progreso burgués), en lugar de la comunidad y el desarrollo individual. Desde entonces la idea de que la emancipación social no es "progresista" ha circulado por la sociología y la literatura más que por el movimiento obrero, con la excepción de algunos anarquistas y seguidores de Morris o Thoreau. Así por ejemplo, tendríamos que abrir la novela Metrópolis, de Thea Von Harbou, para leer arengas como ésta: "De la mañana a la noche, a mediodía, por la tarde, la máquina ruge pidiendo alimento, alimento, alimento. ¡Vosotros sois el alimento! ¡Sois el alimento vivo! ¡La máquina os devora y luego, exhaustos, os arroja! ¿Por qué engordáis a las máquinas con vuestros cuerpos? ¿Por qué aceptáis sus articulaciones con vuestro cerebro? ¿Por qué no dejáis que las máquinas mueran de hambre, idiotas? ¿Por qué no las dejáis perecer, estúpidos? ¿Por qué las alimentáis? Cuanto más lo hagáis, más hambre tendrán de vuestra carne, de vuestros huesos, de vuestro cerebro. Vosotros sois diez mil. ¡Vosotros sois cien mil! ¿Por qué no os lanzáis, cien mil puños asesinos, contra las máquinas?". Evidentemente, la destrucción de las máquinas es una simplificación, una metáfora de la destrucción del mundo de la técnica, del orden técnico del mundo, y esa es la inmensa tarea histórica de la única revolución verdadera. Es una vuelta al principio, al saber hacer de los comienzos que la técnica había proscrito.

No se trata de un retorno a la Naturaleza, aunque las relaciones de los hombres con la Naturaleza habrán de modificarse radicalmente y basarse menos en la explotación que en la reciprocidad, pues al destruir la Naturaleza se destruye inevitablemente naturaleza humana. Ya no es cuestión de dominarla sino de estar en armonía con ella. La existencia de los seres humanos no habrá de concebirse como pura actividad de apropiación de las fuerzas naturales, movimiento, trabajo. Una sociedad no capitalista, es decir, librada de la técnica, no será una sociedad industrial pero tampoco una especie de sociedad paleolítica; habrá de conformarse con la cantidad de técnica que se pueda permitir sin desequilibrarse. Debe eliminar toda la técnica que sea fuente de poder, la que destruya las ciudades, la que aísle al individuo, la que despueble los campos, la que impida la aparición de comunidades, etc., en fin, la que amenace el modo de vida libre. Todas la civilizaciones anteriores fundadas en la agricultura, la artesanía y el comercio, han sabido controlar y contener las innovaciones técnicas. La sociedad capitalista ha sido una excepción histórica, una extravagancia, un desvío.

Si quienes se hallan comprometidos en la lucha contra la técnica miran a su alrededor, constatarán que los estragos tecnológicos despiertan todavía una débil oposición, parasitada por el ecologismo político o directamente recuperada por gente al servicio del Estado Por otra parte, ningún movimiento de una cierta amplitud, partiendo de conflictos precisos, ha tratado de organizarse claramente contra el mundo de la técnica. Apenas se redescubren las grandes aportaciones de la sociología critica americana, o las de la escuela de Frankfúrt, o la obra de Ellul, no obstante tener muchos años de existencia. La tarea de actualizar esa crítica y ponerla en relación con la de transformar radicalmente las bases sobre las que se asienta la sociedad moderna es algo que todavía no comprenden más que pocos. Los más, tratan de combatir al sistema desde terrenos con cada vez menos peso: el de las reivindicaciones obreras, el de los derechos de las minorías, el de los centros juveniles, el de la exclusión social, el del sindicalismo agrario, etc. Sin menospreciar el compromiso social de nadie, estas luchas tienen un horizonte limitado, no sea más que porque evitan la cuestión clave, cuando no comparten con el sistema su tecnofilia. De todas formas, merecen apoyo aquellas que reconstruyen la sociabilidad entre sus participantes e impiden la creación de jerarquías. La acción de quienes se oponen al mundo de la técnica todavía no ha llevado a grandes cosas, ya que tal oposición es sólo una causa y no un movimiento. Pero al menos ha servido para incrementar la insatisfacción que la técnica viene sembrando y para apuntar en la buena dirección La apología de la técnica pone en mala posición a sus partidarios cuando deviene demasiado visiblemente apología del horror. El sistema admite no ser ningún paraíso y se justifica como el único posible, tanto que no haya nadie que pueda mandarlo al basurero de la historia. Ahí estamos. El sistema tecnocrático produce ruinas, lo que favorece la difusión de la crítica y posibilita la acción contra él. La cuestión principal son los principios más que los métodos. Cualquier proceder es bueno si es necesario y sirve para popularizar las ideas, sin que ello sea óbice para ninguna capitulación: se participa en las luchas para hacerlas mejores, no para degenerar con ellas. En ausencia de un movimiento social organizado, las ideas son lo primero, el combate por las ideas es lo importante, pues ninguna perspectiva puede nacer de una organización donde reine la confusión respecto a lo que se quiere. Pero la lucha por las ideas no es una lucha por la ideología, por una satisfecha buena conciencia. Hay que abandonar el lastre de las consignas revolucionarias que han envejecido y se han vuelto frases hechas: resulta incongruente cuando no existe proletariado hablar del poder absoluto de los Consejos Obreros, o de la autogestión generalizada cuando sería cuestión de desmantelar la producción. El final del trabajo asalariado no puede significar la abolición del trabajo, puesto que la tecnología que suprime y automatiza el trabajo necesario sólo es posible en el reino de la Economía. Las teorías de Fourier sobre la "atracción apasionada" serían más realistas. Tampoco una acción voluntarista sirve de mucho, si las masas que consiga agrupar no sepan qué hacer una vez hayan decidido hacerse cargo, sin intermediarios, de sus propios asuntos. En esa situación, incluso los éxitos parciales, al abrir perspectivas que no podrán afrontarse con coherencia y determinación, acabarán con el movimiento mejor aún que las derrotas. La tarea más elemental consistiría en reunir alrededor de la convicción de que el sistema debe ser destruido y edificado de nuevo sobre otras bases al mayor número de gente posible, y discutir el tipo de acción que más conviene a la práctica de las ideas derivadas de dicha convicción. Dicha práctica ha de aspirar a la toma de conciencia por lo menos de una parte notable de la población, porque mientras no exista una conciencia revolucionaria suficientemente extendida no podrá reconstituirse la clase explotada y ninguna acción de envergadura histórica, ningún retorno de la lucha de clases, será posible.