Miquel Amorós
A estas alturas, con las pruebas de la historia en mano,
resulta obvio decir que el desarrollo científico y técnico no es un hecho
neutro ni espontáneo, sino social y político, y que la tecnología es una manera
de organizar de la sociedad determinada por las relaciones de poder y autoridad
presentes. No se puede negar el papel principal jugado por los sistemas
técnicos en la marcha y desarrollo de las clases, tanto las dominantes como las
dominadas.
La clase es un sector social en sí y para sí, es decir, con
una experiencia común determinada por las relaciones de producción (por su
situación en el proceso productivo), de donde surgen unos intereses comunes y
unos objetivos comunes. La conciencia de clase es la forma cultural de esa
experiencia y esos intereses, manifestándose en tradiciones, sistema de
valores, ideas, publicaciones, organizaciones, instituciones, etc.; es lo que
proporciona cohesión a la clase y plasma en los miembros un sentimiento de
identidad y de pertenencia.
Ni el proceso de aparición ni el desarrollo de las clases es
el mismo en todos los lugares y en cualquier periodo de tiempo, dada la
disparidad de condiciones históricas, por lo que el ascenso o la decadencia de
la clase tiene su propia historia en cada país. Por ejemplo, cuando termina en
Inglaterra la Primera Revolución Industrial, apenas ha empezado en Francia y
Alemania, y no pasa de fenómeno local en España.
El movimiento obrero nace en todas partes como reacción
contra la Revolución Industrial: contra el sistema fabril, por introducir la
división del trabajo, y contra las máquinas, por degradar los oficios, imponer
una disciplina de taller insoportable y rebajar los salarios. Las innovaciones
técnicas actuaron contra los artesanos y trabajadores a domicilio,
sustituyéndolos progresivamente por una mano de obra no especializada,
abundante y móvil; en suma, por un tipo de obrero sin oficio, mal pagado,
conformista e ignorante. Y lo peor de todo es que todavía podían ser a su vez
relegados por mujeres y niños, gracias a la simplificación impuesta por la
máquina. Los obreros de las fábricas tenían enormes dificultades para asociarse
y eran reacios a la política; los movimientos de resistencia al capital
ocurridos durante el siglo XIX fueron dirigidos siempre por artesanos,
propensos al anticapitalismo y al radicalismo político. Los obreros artesanos
eran cultos, radicales, asociativos y opuestos a la introducción de maquinaria,
ya que ésta destruía su oficio y les arrojaba a la calle. Las máquinas a fuer
de eliminar puestos de trabajo, volvían inútil el saber profesional; por eso
las odiaban. Las primeras revueltas obreras –por ejemplo, el movimiento
luddita– tuvieron lugar contra las máquinas; en muchas ocasiones fueron
destruidas, y durante mucho tiempo, saboteadas. A partir de 1830 empezó a
desarrollarse el sindicalismo en Europa. Ese año aparece la palabra “Trade
Union” que significa “asociación de obreros de un mismo oficio”. Poco más tarde
surge (1841) en Inglaterra el movimiento “cartista”, la primera manifestación
de una clase obrera unida, incluyendo a todas las categorías, especialmente a
los obreros de las fábricas. La clase obrera aparecía por primera vez como el
elemento activo de la sociedad.
El sindicalismo, el owenismo y el cartismo cambiaron la
actitud de los obreros ingleses para con las máquinas. El razonamiento general
fue el siguiente: si la clase obrera producía toda la riqueza social, había de
apropiarse entonces del producto de su trabajo. Las máquinas –y en general, el
progreso técnico– eran aliadas de los trabajadores. Las máquinas podrían
permitir la disminución de la jornada laboral y facilitar la emancipación del
trabajo asalariado. La Asociación Internacional de Trabajadores, que fue el
momento más alto de la conciencia de clase, reconcilió definitivamente a los
obreros con las máquinas. La Revolución proletaria tendría que basarse en la
apropiación de los medios de producción por parte de los trabajadores.
La derrota de La Comuna de París (1871) fue seguida de una
represión generalizada que impidió durante años el asociacionismo obrero de
bases revolucionarias, pero en algunos países –por ejemplo, en Alemania, y
antes en Inglaterra– se realizaron progresos en la legislación social y se
reconocieron los sindicatos. El capitalismo familiar cedió el lugar al
capitalismo monopolista. Se formaban grandes compañías (sociedades anónimas),
muchas al amparo de obras públicas como la construcción de ferrocarriles,
dominadas por las finanzas; se organizaban las fuerzas patronales y se
concentraban sectores de producción, creando monopolios (cárteles, trusts)
protegidos por los estados. Una poderosa burguesía industrial y financiera pudo
permitirse comprar la tranquilidad social pactando con los sindicatos. Las
fábricas que emplean a miles de obreros fueron a partir de entonces la regla
general; en ellas, el maquinismo especializaba la producción, restringía la
iniciativa del obrero, minimizaba su papel en la producción y eliminaba su
dignidad profesional. Continuaba la tendencia a la sustitución de obreros
cualificados por no cualificados. El resultado era un trabajador resignado y
ajeno a su trabajo, indiferente a la clase y a los ideales sociales que la
definían. Esos obreros no dedicaban su escaso tiempo libre a la formación
personal sino a la evasión, y no se movilizaban sino por objetivos materiales
muy concretos. Incapaces de organizarse por si mismos y elegir a sus
representantes, su presencia en los sindicatos obligó al desarrollo de una masa
funcionarial especializada en la representación, reclutada principalmente entre
los partidos. Los sindicatos, burocratizados y corrompidos sus dirigentes por
el poder, fomentaban la identificación del interés obrero con el de la empresa,
estableciéndose un interés común entre la dirección y los representantes
obreros, y por extensión, entre los sindicatos y la economía nacional, base del
reformismo histórico. La clase obrera se jerarquizó y estratificó. En la
cúspide, una aristocracia del trabajo, aburguesada, con condiciones de vida
mejores y más seguras, gracias a las rentas coloniales. A ella pertenecían los
obreros que conservaban el oficio o poseían una cierta cualificación, y que
apoyaban la política socialdemócrata (desde 1880 los sindicatos habían sufrido
constantes tentativas de sometimiento por parte de los partidos obreros).
Frente a ellos, los obreros descualificados no siempre sindicados, a veces
antiguos jornaleros, sin tradición de lucha, despolitizados. Si unos no
reaccionaban como obreros frente a los conflictos de clase, los otros, o bien
eran insensibles o bien explotaban en algaradas efímeras y sin sentido.
Bernstein, el ideólogo del reformismo, dijo entonces que la clase obrera ya no
era el motor del cambio. Para un bernsteiniano Lenin, en 1905, la clase obrera
sólo era capaz de elevarse a una conciencia “tradeunionista”, por lo que las
ideas revolucionarias tenían que venir de fuera, de un partido dirigente. Y
para muchos anarquistas opuestos a la organización, la clase obrera simplemente
no existía; unos tenían una concepción individualista e incluso “ilegalista” de
la lucha de clases, otros volvían a la época revolucionaria de la burguesía
oponiendo a una clase en disolución, una “humanidad” abstracta. Solamente el
sindicalismo revolucionario parecía recoger la tradición obrera genuina de
luchas y reivindicaba como armas el boicot, el sabotaje y la huelga general.
Existía un divorcio creciente entre las minorías obreras
conscientes y la masa obrera, que traslucía una extinción paulatina de la
conciencia de clase. No se puede explicar de otra manera el escaso o nulo
efecto de la intensa campaña antimilitarista que precedió la Gran Guerra del
14, denunciando el carácter imperialista del capitalismo y la proximidad de un
conflicto bélico por motivos exclusivamente económicos. La facilidad con que
las masas obreras cayeron en la patriotería y el nacionalismo o el insuficiente
eco que encontraron los intentos revolucionarios que le siguieron, demuestra el
fracaso del proletariado internacional en todos los terrenos. Hasta anarquistas
como Kropotkin tomaron partido por la guerra. La revolución rusa no fue sino un
segundo fracaso, al dar lugar a una dictadura burocrática totalitaria que
esclavizó aún más a los obreros soviéticos y desmoralizó y confundió todavía
más al proletariado internacional. Ambos acontecimientos llegaron cargados de
consecuencias: el abandono de la revolución española y el ascenso del fascismo.
A principios del siglo XX, el capitalismo experimenta un
proceso de racionalización que se aceleraría en el periodo de entreguerras: es la
Segunda Revolución Industrial. Por un lado, la propiedad se separaba de la
gestión (los accionistas, de los gerentes o “managers”), por el otro, se
introducían procedimientos de organización del trabajo (el taylorismo y el
fordismo). Taylor suprimía en el peón la posibilidad de realizar libremente su
trabajo. Se produjo un cambio cualitativo en las empresas. El capitalismo
gerencial, desarrollado primero en los Estados Unidos, se agigantó, y
consecuentemente, se burocratizó. El trabajo intelectual que efectuaban los
obreros se desplazó de los talleres a los despachos. Producto de esta nueva
división del trabajo fueron los oficinistas y empleados, los “cuellos blancos”.
El conocimiento y la experiencia tradicionales fueron expropiados por la
dirección, que determinaba no sólo el trabajo, sino su duración y la manera de
hacerlo. Los empleados, proclives al diálogo con los directivos y a las mejoras
graduales pactadas, favorecieron el reformismo, que los partidos comunistas
fomentaban en competencia con la socialdemocracia, por coincidir con los intereses
del totalitarismo estalinista. Además, la complejidad de los servicios públicos
hacían que el Estado se transformase en patrón, lo cual modificaba aún más la
estructura tradicional del sindicalismo: en 1936 el número de ferroviarios,
empleados del Estado y funcionarios superaba el 50% de los efectivos sindicales
en Francia. Este tipo de asalariados no apreciaba la acción directa ni pensaba
en revoluciones emancipadoras y mejor se inclinaba a mantener la estabilidad en
el trabajo y a gozar de un “estatuto” como el de la “función pública”.
Finalmente, a la oposición entre patronos y obreros, entre compradores y
vendedores de la fuerza de trabajo, se le venía a añadir otra: la oposición
entre quienes dirigían la máquina y quienes estaban a su servicio. Hasta
entonces los obreros de oficio, capaces de manejar todo tipo de maquinaria,
constituían el factor esencial de la producción en las empresas; en lo
sucesivo, las nuevas máquinas serían puestas a punto por un técnico y vigiladas
por un peón, cuyo trabajo devenía monótono y rutinario. La fábrica se dividía
en dos campos: quienes ejecutaban un trabajo sin participar en él y quienes
dirigían el trabajo sin ejecutar nada. La composición orgánica de la clase
obrera había cambiado; los “nuevos artesanos”, que es como Ford llamaba a los
ingenieros y cuadros, estaban altamente cualificados, y formaban una capa
intermedia entre la dirección y los trabajadores; una subclase con intereses
diferentes. La escala de categorías se reducía; en los talleres sólo había técnicos
y peones, cuyo trabajo predisponía al embrutecimiento y al servilismo. La
Segunda Revolución Industrial puso al servicio de la oligarquía económica los
logros de la ciencia y la técnica, e hizo imposible una cultura obrera; los
efectos para la unidad de la clase fueron catastróficos y la conciencia de
clase se eclipsó. La idea de que el proletariado debía poseer los medios de
producción desembocaba en la idea de la necesidad del Estado como agente de esa
expropiación. Nadie concebía ya el socialismo como una asociación voluntaria y
democrática de productores libres, tal como dijola Internacional, sino como un
régimen donde una tecnocracia o una burocracia política han reemplazado a la
burguesía; una especie de capitalismo de Estado.
La clase obrera pasó entonces a ser un instrumento pasivo de
la producción; las modificaciones técnicas y burocráticas le quitaron su fuerza
principal y la volvieron inapta para la toma de sus asuntos directamente. Era
incapaz de actuar autónomamente. A la racionalización, al crecimiento del
aparato estatal y al sindicalismo capitulador, se le vino a añadir la presión
del paro. La crisis de la época (1918-1940) afectó más al proletariado que a la
clase dominante, de suerte que apareció, no como la crisis del Estado, sino
como la crisis de la sociedad civil. La atomización social y el individualismo
extremado crearon una personalidad descentrada: la del hombre masa. Su
principal característica no era la brutalidad o el atraso mental, sino el
aislamiento y la falta de relaciones sociales normales, pues “toda su vida como
él la conoce esta hecha de distancias” (Canetti). El hundimiento del sistema de
clases dio lugar a la aparición de masas extrañas al sistema representativo de
partidos y sindicatos. Ambos pasaron a defender intereses propios,
corporativos, y se cortaron de los jóvenes y de la gente no organizada. Todas
las instituciones se desprestigiaron. La clase obrera y las demás clases en
descomposición degeneraron en una masa amorfa, segmentada e insolidaria, pero
no pasiva. El caso es que constituyó la mayoría de la población. La
transformación de las clases en masas y la eliminación de cualquier solidaridad
de grupo son las condiciones del totalitarismo. Los movimientos totalitarios
organizan masas, no clases. Dependen de la fuerza del número. Las masas no
están unidas alrededor de intereses comunes, ni pueden organizarse en base a
ello; sufren un desclasamiento que las vuelve neutras, indiferentes y
apolíticas, aunque deseosas entrar en escena. Puestas en movimiento mediante
mecanismos emocionales, viven como los humillados obreros de la cadena de
montaje, dentro de un continuo presente. Las masas se desarrollaron pues a
partir de fragmentos de una sociedad pulverizada en donde la soledad y la
competitividad feroz no tenían ya la barrera de los intereses de clase. El
hombre masa aparecía al final de la “racionalización” del proceso productivo,
como resultado necesario de la degradación tecnocientífica de la condición
obrera. En su desarraigo y angustia fue lógico que se inclinara hacia el
nacionalismo violento, xenófobo, antisemita y autoritario, que anunciaba el
terror nazi y estalinista.
Las primeras reflexiones importantes de la segunda posguerra
(las de los autores de la Escuela de Frankfurt) apuntaban que la barbarie nazi
no era sino la consecuencia de la aplicación radical de las leyes de la técnica
a la sociedad de masas. La ideología del progreso, formulada por la
Ilustración, llevaba implícita esa barbarie. El aumento de la productividad
gracias a la tecnología proporcionaba a los grupos que disponían de ella una
enorme superioridad sobre el resto, desapareciendo el individuo frente al
aparato técnico al que servía. La apropiación de la naturaleza mediante la
técnica no liberaba al individuo de las constricciones naturales sino al precio
de otras más temibles: las que imponía la propia técnica. El hombre se había
vuelto esclavo de los instrumentos que le tenían que liberar de la naturaleza.
En política era lo mismo: el Estado funcionaba como un mecanismo. La razón
tecnológica se implicaba en la dominación, era razón política.
La derrota nazi significó una detención del proceso de
masificación materializada en la constitución de Estados “sociales”, nacidos en
la posguerra de un pacto de reconstrucción entre los nuevos dirigentes
liberales del Estado y los sindicatos y partidos obreros reorganizados. La
solución a la crisis social era la fusión entre Capital y Estado, esencialmente
la misma que la de los nazis –y la soviética–, pero llevada a cabo mediante
acuerdos y alianzas y no por medio de prácticas terroristas. Por eso no fue
acompañada de una detención del proceso tecnificador de la producción
industrial, sino por un incremento del mismo, merced a la introducción en la
sociedad civil de la tecnología de origen militar puesta en pie por la segunda
guerra mundial; eso sí, con la aquiescencia sindical. El Estado de la posguerra
juega un nuevo papel en la inserción de las economías nacionales al mercado
mundial. A través de la empresa pública adquiere importancia como promotor de
actividades económicas y creador de empleos (keynesianismo, New Deal), y
mediante los acuerdos tripartitos entre la patronal y los sindicatos,
habituales en los años sesenta, institucionaliza la colaboración de clases
(llamada pacto social, contrato social o concertación) si todavía puede
hablarse de clases. El Estado ha llegado a sustituir a la sociedad, haciéndose
cargo de los servicios sociales. Sindicatos y partidos son sus apéndices. La
clase obrera, de la que sólo quedan fragmentos, no tiene voz ni proyecto.
El periodo que va desde la posguerra a los ochenta viene
caracterizado por la política empresarial de automatización. De entrada la
automatización proseguía el proceso de descualificación obrera iniciado en el
periodo de entreguerras a escala mayor, pues ya no se trataba de crear un
proletariado sin cualidad, dócil y manipulable, sino de separarlo totalmente de
la producción. La clase obrera dejaba de ser fuerza productiva, el tiempo de
trabajo en su forma inmediata dejaba de ser medida del precio de las cosas y el
trabajo acumulado ya no representaba lo esencial de “la riqueza de las
naciones”. Y en consecuencia, la impropiamente llamada clase obrera dejaba de
ser agente posible de la transformación histórica. El terreno de encuentro
entre pensamiento y acción, entre teoría y práctica, se había evaporado.
La automatización fue impulsada para controlar directamente
el proceso productivo y anular el poder de los trabajadores sobre el mismo,
controlando a éstos a través del control de aquél. Al poner en relación directa
a la dirección con las máquinas arrebataba a los obreros el control de las
mismas y eliminaba toda resistencia basada en ello. Los talleres perdían toda
posibilidad de decisión y planificación en provecho de los directivos. Si la
productividad y la competitividad enarboladas como excusa resultaron
problemáticas, no lo fue el desplazamiento de los obreros, abocados al
subempleo y al paro. La tecnología automática no vino pues para ahorrar trabajo
a los obreros, sino para ahorrar obreros al capital. El declive de la posición
negativa de la clase obrera ante la nueva ofensiva tecnológica fue evidente. La
desintegración de la clase obrera fue continuada por la integración de sus
componentes individuales, gracias al desarrollo del sector terciario, gran
creador de puestos de trabajo, y a una amplia oferta de consumo posible. La
automatización reemprendía el proceso de transformación de las clases en masas
auxiliada por el consumo. La soledad y el aislamiento del hombre masa, gracias
a los adelantos técnicos que amueblaron la vida privada como los
electrodomésticos, el coche o la televisión, se volvía soportable. Entonces las
masas consumían su frustración y agresividad en el hogar y no en la calle.
El proceso no ocurrió en todas partes igual, ni a la misma
velocidad. En la Europa de los sesenta los pactos sociales habían preservado el
estatus de una generación de trabajadores a costa de que el capitalismo, con la
ayuda de los sindicatos, reorganizase el trabajo de las nuevas generaciones en
función de sus intereses. Eso provocó una escisión en el proletariado entre
“viejos”, semicualificados, con tradición de luchas sindicales, con derechos
laborales, y “jóvenes”, sin oficio específico, con menos derechos, sin
historia. Sin embargo éstos fueron los primeros en radicalizarse. En los
sesenta y setenta, al calor de la ofensiva capitalista y también gracias a la
debilidad sindical, o a la parálisis momentánea de las fuerzas políticas y
represivas del Estado (lo que se llama un vacío de poder), ambas fracciones
pudieron caminar juntas y anunciar “un segundo asalto proletario contra la
sociedad de clases”. Mayo del 68 fue la prueba de ello, así como también las
huelgas obreras en Polonia, las ocupaciones de fábricas tras la revuelta
portuguesa de los claveles, la revuelta “rampante” italiana, o el movimiento
asambleario español. El retorno de los sindicatos a las mesas de negociación,
el perfeccionamiento del aparato represivo, la precariedad y el paro,
consiguieron romper dicha unidad y destruir la conciencia incipiente de una
generación rebelde. En este periodo, como ya hemos dicho antes, los sindicatos
no son reformistas: son directamente agentes de la patronal y el Estado, actúan
directamente a su servicio. La terciarización de la economía, la deslocalización
de empresas, que marchaban hacia países de mano de obra barata y sumisa, y la
reconversión industrial o “reestructuración” de amplios sectores productivos
puso fin a ese “segundo asalto”.
A partir de los ochenta se hace cada vez más raro hablar de
la “clase obrera” –el término desaparece casi completamente del vocabulario
sociológico, filosófico o político– y en cambio aparece el concepto no clasista
de “excluido” aplicado a quienes se encuentran al margen del sistema, a los
“nuevos pobres” expulsados de la producción. Las nuevas condiciones permiten la
elevación del nivel de vida de una minoría trabajadora, normalmente con
estudios, y el mantenimiento del nivel alcanzado por los obreros en sectores
expansivos, lo que con la presencia de cuadros técnicos, nuevos agricultores,
pequeños empresarios, empleados y funcionarios, cristaliza una clase media
asalariada favorable al orden, conservadora y adicta a los valores de la
dominación. Ni la explotación ni la marginación han desaparecido, como
demuestran los “excluidos”, pero en gran parte han sido desplazadas a países
“emergentes” del Tercer Mundo. Con la informatización la política empresarial
experimenta un giro de 180 grados. Se favorece la flexibilidad productiva, la
descentralización, la automatización de los servicios, la eliminación de
empleados y técnicos. El proceso de automatización había incrementado los
stocks de maquinaria y consiguientemente, aumentado la proporción de capital
fijo. El nuevo capitalismo camina en sentido contrario, reduciendo al mínimo el
capital fijo. Las máquinas, bienes y servicios se alquilan (sobre todo en
“leasing”) o subcontratan a otras empresas, procedimiento conocido ahora como
“externalización”, eficaz contra los colectivos obreros reivindicativos. Se
extienden las grandes empresas monopolistas (las multinacionales). Las nuevas
tecnologías han “mundializado” la economía, entronizando el predominio del
capital financiero. Es la llamada globalización. La función social y económica
del Estado toca a su fin. La división del trabajo se intensifica, como la
explotación y la descualificación. La fuerza productiva principal ya no son las
máquinas sino el capital “cognitivo”, la potencialidad mercantil de la
capacidad intelectual y los conocimientos de los individuos. Tal como demuestra
la multiplicidad de salarios, frente a este capitalismo cada individuo negocia
su “capital personal”; cada individuo es empresario de sí mismo y explotador de
su propio trabajo. Son los integrados al mercado, separados de los excluidos:
un subproletariado marginado y canalla.
Desde los años noventa la exclusión se politiza y la
agitación social adopta formas humanitarias que reivindican la reinserción:
movimientos de parados, de sin papeles, de sin techo, etc., ONGs y plataformas
cívicas. Nace el “ciudadanismo”, una ideología que recoge las aspiraciones de
las nuevas clases medias amenazadas a su vez por la globalización, y que
proclama la necesidad absoluta del Estado como mediador. No son verdaderas
clases, por lo que no son capaces de formular intereses comunes y se ven
abocadas a recurrir al Estado y a los viejos partidos, que, completamente
desideologizados, rehacen sus programas con las propuestas ciudadanistas.
Constituyen todos juntos una especie de partido del Estado. La clase obrera ha
dejado de existir. La condición salarial se ha generalizado, pero no se puede
constituir una comunidad de intereses por el simple hecho de cobrar un salario
a cambio de su fuerza de trabajo. La naturaleza del trabajo o su explotación no
permiten ningún tipo de relaciones especiales, de clase. Lo cual no quiere
decir que no puedan formarse grupos obreros en las empresas y mantener luchas
admirables. Lo que resulta imposible es la formación de un espíritu de clase a
partir de ellas. Estamos nuevamente en una sociedad de masas a la que se ha
llegado empleando medios suaves, medios técnicos. Las nuevas tecnologías
permiten un seguimiento y un control individuales en tiempo “real”
inconcebibles hasta hace muy poco. Asimismo multiplican los medios de evasión
“lúdica” y aislamiento confortable. No se trata de hombres-máquina, sino de
máquinas inteligentes y hombres estúpidos, hombres esclavos de las máquinas. No
faltan quienes aplauden la terrible desposesión del hombre moderno, su
alienación brutal, la irremisible pérdida de relaciones humanas, que resultan
de tanto equipamiento técnico, de tanta “información”, como si fuera una “nueva
libertad”, síntoma inequívoco de la idiotización contemporánea. La dominación
es hasta tal punto un asunto técnico que podemos afirmar que las nuevas
tecnologías se han adueñado del mundo y lo han convertido en un campo de
pruebas. El mundo no es sino el mundo de la tecnología. No es el fin de la
revuelta, es el fin de un tipo de revuelta. Los conflictos no pueden
interpretarse como lucha de clases porque el poder no tiene enfrente a una
clase. Pero son luchas contra el poder al fin y al cabo. La subversión no ha de
darse por vencida, sino que ha de comprender las nuevas condiciones que rigen
las sociedades y actuar en consecuencia. Y partir de una vieja verdad, la de
que no se puede combatir la alienación con medios alienantes.
Miquel Amorós (Notas para la
conferencia del 10 de julio en Valladolid en Casa Babylon)
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