16/02/de
2006
La
palabra “cultura” deriva del latín colere, que significa
cultivar, cuidar, preservar. El primero en referirse a ella en el
sentido de cultivar el espíritu, mejorar las facultades
intelectuales y morales, fue Cicerón. Se ha sugerido que quizás los
romanos inventaran el concepto para traducir la palabra griega
paideia. Según Hannah Arendt los romanos concibieron la cultura en
relación con la naturaleza y la asociaron al homenaje y respeto a
las obras pasadas. “Culto” comparte raíz con cultura. Todavía
hoy, cuando hablamos de cultura nos vienen a la mente esas ideas de
naturaleza trabajada y monumento del pasado, aun cuando la realidad
haga mucho que no tiene nada que ver.
La
cultura como esfera separada de la sociedad donde se ejercita la
creación libremente, como actividad justificable en sí y por sí
misma, es una imagen idealizada. Su autonomía tiene un momento
falso. La cultura pasó por las cortes de los reyes, se alojó en los
monasterios e iglesias, fue protegida por los mecenas de los palacios
y los salones. Cuando éstos la abandonaron la compró el burgués.
El goce de la cultura ha sido el privilegio de la clase ociosa,
liberada de la obligación de trabajar. Hasta el siglo XVIII la
cultura fue patrimonio de la aristocracia; después, ha formado parte
del acervo de la burguesía. Los escritores y artistas han tratado de
preservar su libertad manteniendo independiente el proceso de
creación, viviendo ellos mismos al margen de las convenciones
sociales, pero a fin de cuentas es el burgués quien paga por el
resultado final, es decir, por la obra. El burgués le pone precio,
tanto si le complace como si le provoca y da pasmo. Tanto si sirve
para algo como si es perfectamente inútil. Para el burgués la
cultura es objeto de prestigio; quien la posee asciende en la escala
social. La demanda de la clase dominante determina pues la formación
de un mercado de la cultura. Para el burgués la cultura es un valor
como los otros, un valor de cambio, una mercancía. Incluso las obras
que rechazan la condición de mercancías, cuestionan la cultura
mercantilizada e imponen sus reglas son también mercancías. Su
valor consiste precisamente en ser rupturistas, ya que impulsan la
renovación, esencial para el mercado. La cultura en conflicto con la
burguesía es la cultura burguesa del futuro. Por haberse
atrincherado aparte en tanto que producción especial del espíritu
humano, por no haberse involucrado en la transformación de la
sociedad, es por lo que la cultura bajo el dominio burgués ha
fracasado. Las vanguardias de comienzos del siglo XX –futuristas,
dadaístas, constructivistas, expresionistas, surrealistas–
trataron de corregir ese error ideando y difundiendo nuevos valores
subversivos, nuevos comportamientos disolventes, pero la burguesía
los supo trivializar y expropiar. El secreto consistió en impedir la
formación de un punto de vista general. Los mejores descubrimientos
eran esterilizados al separarse de la investigación global y de la
crítica total. Los mecanismos comerciales y la especialización
conseguían levantar una barrera entre el creador y el movimiento
obrero revolucionario, el que le podría servir de base para acentuar
todos los aspectos subversivos contenidos en su obra. Así renunció
a cambiar el mundo y aceptó su trabajo como disciplina fragmentada,
productora de obras degradadas e inofensivas.
Resulta
significativo que cuando el pueblo llano se proletariza, desaparezca
la cultura popular. El sistema capitalista somete al pueblo a la
esclavitud asalariada y la burguesía culta descubre y se apropia de
su folklore. La primera cultura específicamente burguesa es la
cultura romántica. Como corresponde a un periodo revolucionario, es
al mismo tiempo apologética y crítica; ensalza los valores
burgueses y los cuestiona. Ese aspecto crítico influirá en la clase
obrera. Cuando el proletariado concibe el proyecto de apropiarse de
la riqueza social para ponerla al servicio de todos se percata de su
aislamiento cultural y reivindica la cultura –principalmente en su
vertiente romántica– como instrumento imprescindible de
emancipación. Las bibliotecas, los ateneos, las escuelas
racionalistas, las publicaciones formativas revelan la voluntad de
los obreros por tener una cultura propia, arrebatada a la burguesía
y puesta fuera del mercado en provecho de todos. Dependía de la
vanguardia cultural, movimiento que hace tabla rasa con el pasado,
que ese detournement obrero de la cultura burguesa no introdujese sus
taras ideológicas en el medio proletario y desembocara en valores
realmente nuevos y revolucionarios. Entonces hubiera podido hablarse
de una auténtica cultura proletaria. No fue así. Las propias
victorias obreras, especialmente las que acarreaban una disminución
del tiempo de trabajo, fueron usadas en contra de los trabajadores.
El ocio se volvía de alguna manera proletario y la vida cotidiana de
millones de trabajadores se abría al capitalismo. La dominación
dispuso de dos poderosas armas creadas por la racionalización del
proceso productivo: el sistema educativo estatal y los medios de
comunicación de masas, el cine, la radio y la televisión. Por un
lado teníamos una cultura burocrática, destinada a trasmitir las
ideas de la clase dominante, por el otro, una expansión sin
precedentes del mercado cultural, determinando la aparición de una
industria de la cultura. El creador y el intelectual podían escoger
entre la poltrona del funcionario o el camerino del animador. “Para
conferir a los trabajadores el estatuto de productores y consumidores
“libres” del tiempo-mercancía, la condición previa fue la
expropiación violenta de su tiempo” (Debord). El espectáculo
empezó a hacerse realidad con esa desposesión llevada a cabo por la
industria cultural. Por una astucia técnica de la dominación la
abolición del privilegio burgués no introdujo a las masas
trabajadoras en la cultura, las introdujo en el espectáculo. El ocio
no las liberó sino que culminó su esclavitud.
El
tiempo “libre” es tal sólo de nombre. Nadie puede emplear su
tiempo libremente si no posee los instrumentos adecuados para
construir su vida cotidiana. El tiempo llamado libre existe en
condiciones sociales de falta de libertad. Las relaciones de
producción determinan absolutamente la existencia de los individuos
y el grado de libertad que han de poseer. Esta libertad se ejerce
dentro del mercado. En su tiempo de ocio el individuo desea lo que la
oferta le impone. A más libertad, mayor imposición, o sea, más
esclavitud. El tiempo libre es ocupación constante; es pues una
prolongación del tiempo de trabajo y adopta las características del
trabajo: la rutina, la fatiga, el hastío, el embrutecimiento. Al
individuo la diversión le viene impuesta no ya para reparar las
fuerzas gastadas en el trabajo sino para emplearlas de nuevo en el
consumo. “La diversión es la prolongación del trabajo en el
capitalismo tardío” (Adorno). La cultura entra en el campo del
ocio y se convierte en cultura de masas. Si la sociedad burguesa
clasista utilizaba los productos culturales como mercancías, la
sociedad de masas los consume. Ya no sirven para perfeccionarse o
para mejorar la posición social; su función es la de divertir y
pasar el rato. La nueva cultura es entretenimiento y el
entretenimiento es ahora la cultura. Se trata de distraer, de matar
el tiempo, no de educar y menos liberar el espíritu. Divertirse es
evadirse, no pensar, por consiguiente, estar de acuerdo. Así se hace
soportable la miseria de la vida cotidiana. La cultura industrial y
burocrática no enfrenta al individuo con la sociedad que reprime sus
deseos, sino que doma el instinto, embota la iniciativa y acrecienta
la pobreza intelectual. Busca estandarizar cambiando al individuo por
un estereotipo, el que se corresponde con el súbdito de la
dominación, a saber, el espectador. La cultura industrial convierte
a todo el mundo en “público”. El público por definición es
pasivo, procede por identificación psicológica con el héroe
televisivo, con la vedette, con el líder. Son los modelos de la
falsa realización propios de una vida alienada. La imagen domina
sobre cualquier otra forma de expresión. El espectador, no
interviene, hace de bulto; tampoco protesta, más bien es el decorado
de la protesta. Es más, si las conductas rebeldes se vuelven moda
cultural es porque la protesta se ha vuelto mercancía. Sirva de
ejemplo reciente la “movida” madrileña o su homóloga, la
contracultura barcelonesa de los setenta. La verdadera función del
espectáculo contestatario es integrar la revuelta, revelando el
grado de docilidad o el nivel de idiotez de los participantes. El
espectáculo extiende al máximo los momentos vulgares de la vida
disfrazándolos de heroicos y únicos. En plena derrota de las ideas
de igualitarias y libertarias, el espectáculo es el único que
construye situaciones, aquellas en que los individuos ignoran todo lo
que no divierte. Así se incuba el espectador, ser disperso a quien
el régimen cotidiano de imágenes “ha privado de mundo, cortado de
toda relación y vuelto incapaz de fijar la atención” (Anders).
Además
de frívolos los productos de la cultura industrial son efímeros,
pues la oferta ha de renovarse constantemente ya que el dominio sobre
la vida cotidiana sigue las pautas de la moda, y en la moda la
inconstancia es la regla. La moda siempre vive en presente. Incluso
el pasado parece actual: el márketing consigue presentar a El
Quijote como un libro acabado de escribir y a Goya como un pintor de
la jet. El diluvio informativo que soporta el espectador está
descontextualizado, privado de perspectiva histórica, dirigido a
mentes preparadas para recibirlo, maleables, sin memoria y, por lo
tanto, indiferentes a la historia. Los espectadores no viven más que
en el instante. Sumergidos en un perpetuo presente son seres
infantiles, incapaces de distinguir entre distracción banal y
actividad pública. No quieren madurar, quieren pararse eternamente
en la edad del pavo. Creen que la farsa lúdica es la conducta
pública más apropiada, la única que surge espontáneamente de su
existencia pueril. Esa valoración espectacular de la parodia
juguetona hace del mundo de los niños un absoluto, donde han de ser
confinados los adultos. La infantilización separa definitivamente al
público espectador de los verdaderos actores, los dirigentes. El
hecho es más que perverso; difícilmente la protesta puede
sobrevivir a las maniobras de los recuperadores infiltrados, pero
nunca sobrevivirá a una versión cómic. La ideología ludista es la
buena conciencia de las mentes infantilizadas bajo el espectáculo.
El
espectáculo integrado reina donde la cultura estatal y la cultura
industrial se han fusionado. Las mismas normas rigen las dos. La
creciente importancia del ocio en la producción moderna ha sido una
de las causas que han impulsado el proceso de terciarización
económica característico de la globalización. La cultura, en tanto
que objeto de consumo en tiempo ocioso, se ha desarrollado como
fuerza productiva. Crea empleos, estimula el consumo, atrae
visitantes. El turismo cultural es mayoritario ya que la oferta
cultural es prioritaria en las ciudades. La industria cultural se ha
diversificado y ahora el mercado de la cultura es global. Se exporta
y se importa cultura, como se importan y se exportan pollos. Los
adelantos técnicos en el transporte favorecen esa mundialización;
la basura, como los medios de comunicación nos muestran, es igual
para todos. En las cuatro esquinas del mundo se oye “Macarena”.
Los nuevos sistemas técnicos –internet, video, DVD, fibra óptica,
televisión por cable, telefonía móvil— han acelerado el proceso
globalizador de la cultura burocratico-industrial; también le han
proporcionado un nuevo territorio: el espacio virtual. En esa nueva
dimensión el espectáculo efectúa un salto cualitativo. Todas las
características de la susodicha cultura, a saber, banalización,
unidimensionalidad, frivolidad, superficialidad, ludismo,
eclecticismo, fragmentación, etc., se hallan realizadas a niveles
insuperables. La cultura del monitor culmina a la carta la
colonización de la vida cotidiana proyectando en la nada virtual la
realización de los deseos. La “interactividad” que permiten las
nuevas tecnologías rompe en el éter electromagnético alguna de las
reglas del espectáculo, como la pasividad o la unilateralidad, y
gracias a eso el espectador puede comunicarse con otros y participar
activamente, pero sólo en tanto que fantasma. El alter ego virtual
puede ser dentro de la matriz tecnológica todo lo que quiera,
especialmente todo lo que el ser real no será jamás en el espacio
real, de forma que a través de ese desdoblamiento del ser, el
individuo contribuye a su propia imbecilidad y por lo tanto, a su
aniquilamiento. La alienación moderna se descubre a través de los
nuevos mecanismos de evasión como una modalidad de esquizofrenia. En
la actual fase histórica y en la medida en que un proyecto contra el
sistema dominante es concebible, recobrar la cultura como cultura
animi ciceroniana no significa dedicarse a una paciente erudición, o
a una habilidosa cultura artesanal, o a una restitución militante de
la memoria. Es ante todo práctica del sabotaje cultural inseparable
de una crítica total de la dominación. La cultura murió hace
tiempo y la sustituyó un sucedáneo burocrático e industrial. Por
eso todo aquél que hable de cultura –o de arte, o de recuperación
de la memoria histórica– sin referirse a la transformación
revolucionaria de la vida social tiene en la boca un cadáver. Toda
actividad en ese campo ha de inscribirse en un plan unitario de
subversión total; por consiguiente toda creación será
fundamentalmente destructiva. No ha de rehuir el conflicto, ha de
plantearlo y permanecer en él.
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