31 diciembre, 2012

La tiranía del reloj



“En ninguna parte del mundo de la Antigüedad o del Medioevo se hallará sino una minoría de hombres que se preocupe por el tiempo en términos de exactitud matemática. El hombre moderno, occidental, habita sin embargo un mundo regido por los símbolos mecánicos y matemáticos del tiempo cronometrado. El reloj dicta sus movimientos e inhibe sus acciones. El reloj transforma el tiempo, que pasa de ser un proceso natural a una mercancía que puede ser medida, comprada y vendida como si de jabón o pasas se tratara. Y debido a que sin los medios para medir con precisión el tiempo nunca se hubiera llegado a desarrollar el capitalismo industrial ni podría seguir explotando a los trabajadores, el reloj representa un elemento de tiranía mecánica en las vidas de los hombres modernos mucho más poderoso que cualquier explotador en tanto individuo o que cualquier otra máquina.”

George Woodcock - La tiranía del reloj

19 diciembre, 2012

A PEDRADAS CONTRA EL PROGRESO

 Miquel Amorós


“Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie.”
(M. Horkheimer, T. Adorno, Dialéctica de la Ilustración)

Hoy en día resulta trivial entre la clase dirigente y sus complacientes servidores referirse al progreso para justificar cada agresión social resultante de una operación económica o político económica. En la medida en que favorece los cada vez más agresivos intereses de la economía autónoma, la sociedad es para ella hija de ese progreso; pero en la medida en que se dejan notar intereses opuestos a la mencionada agresión, la sociedad, o al menos la parte representada por dichos intereses, va contra el progreso, cometiendo el mayor de los dislates, pues todo el mundo sabe que al progreso no se le pueden poner barreras. Se produce la paradoja de que perseguir objetivos antaño asociados a la idea de progreso como por ejemplo la autonomía individual o la humanización de la Naturaleza resulten según cómo antiprogresistas. Al decir de los dirigentes, los aumentos en la destrucción del entorno, la dependencia y el control social propios de cada etapa del progreso, es decir, de cada ampliación cualitativa de los intereses dominantes, son el precio que ha de pagar la sociedad por los supuestos beneficios que ello le acarrea. Entonces, el progreso, tal y como se le nombra en la actualidad, no significa más que el avance de los procesos de concentración de poder de la clase que decide sobre la economía, la abundancia de medios científicos, tecnológicos y económicos que lo incrementan, la generalización de las actividades sociales que como la política profesional, el trabajo asalariado y el ocio industrial que extienden y profundizan el conformismo y la sumisión de los individuos a los dictados del mercado.

Al revés de lo que pensaba Voltaire, los mortales más instruidos no se han mostrado menos inhumanos. Más bien la civilización se ha revelado como un estado de brutalidad racionalizada. El bienestar material no favorece la elevación moral, ni el conocimiento instrumental la convivencia en libertad. El eterno presente no conduce a mentalidades saludables; cualquier psiquiatra podría confirmar que la pérdida de la experiencia y la memoria producen trastornos de identidad. Por más que se diga que el mañana de la adaptación será mejor que el incontrolado ayer, que el antes oscurantista es inferior al racional después, a la vista de los resultados puede decirse que este tipo de progreso no instruye, sino que domestica; no moraliza, sino que atrofia el sentimiento; no sana, sino que se adapta a la enfermedad. No hay relación directa entre civilización y realización personal. Es más, progresan los condicionantes, retrocede la conciencia, crece la atomización. La ciencia se descubre como una superstición, la confianza en las invenciones tecnológicas, como una ingenuidad, la enseñanza pública como una institucionalización de la ignorancia. Todas ellas son instrumentos al servicio de lo existente. La sociedad en lugar de ascender hacia una mayor humanización se hunde en una barbarie de nuevo tipo a la que siguen llamando progreso; involuciona hacia un ideal tecnoeconómico de dominio. El crecimiento de la economía, el verdadero progreso, manda sobre cualquier otra consideración, elevándose su poder conforme desaparecen las libertades y se embotan todas las facultades humanas. Progreso no es otra cosa que desarrollismo, sometimiento de la sociedad entera a las leyes de la mercancía, a las exigencias de la tecnología, al ordenamiento urbanístico; progreso es destrucción del territorio, fetichismo científico, degradación cultural, crecimiento ilimitado de la burocracia administrativa y política, dominio de las corporaciones económicas y financieras. La palabra progreso en el sentido que se le confiere actualmente pasa por encima de la división entre dirigentes y dirigidos, entre opresores y oprimidos, entre jefes y subordinados, entre protagonistas y espectadores, que corresponde a la relación social imperante, para ocultar el hecho de que su dirección, proclamada beneficiosa para todos, no lo es sino para los miembros de la clase usurpadora. El lenguaje de la ciencia y de la técnica –el del progreso-- es el lenguaje del orden. Lo que éste define como modernización, bienestar y libertad, no es más que artificialización, consumismo y partitocracia. El progreso es eso y muchas cosas más. Es ese carro al que hay que subirse dondequiera que nos lleve. Es una coartada del orden injusto, un santo y seña que vale para todo, una consigna de los ejecutivos y políticos, un mito de la ideología dominante obtenido por degradación de un concepto clave de la burguesía del periodo revolucionario contra los argumentos religiosos y tradicionalistas del Antiguo Régimen. Es un axioma del statu quo, un elemento fundamental de la doctrina mistificadora del poder.

“La salida del hombre del paraíso que su razón le presenta como la primera estación de la especie no significa otra cosa que el tránsito de la rudeza de una pura criatura animal a la humanidad, el abandono del carromato del instinto por la guía de la razón, en una palabra: de la tutela de la Naturaleza al estado de libertad”
(Kant, Idea de una historia universal)

Remontándose al origen, la idea moderna de progreso procede de la secularización de una concepción cristiana de la historia, la de San Agustín y Paulo Orosio. En efecto, el ecumenismo, la idea de tiempo lineal y divisible, el concepto de necesidad histórica del avance y su culminación de acuerdo con un plan establecido en un estado final de beatitud, son el armazón teórico de la idea de progreso. En el lenguaje emancipado de la religión la Razón ha sustituido a la providencia divina y la felicidad terrenal ocupa el lugar de la salvación de las almas. La historia ya no es el escenario del enfrentamiento del Bien contra el Mal, sino el de la lucha entre la Razón y la Sinrazón. Como quiera que sea, la función histórica que iba a desempeñar la idea y las fuerzas que iba a movilizar eran cosa muy distinta en el mundo agustiniano que en la Europa absolutista. Así pues, digamos el progresismo, bien alimentado por la Ilustración, arrancó con el discurso de Turgot en la Sorbona el 11 de diciembre de 1750, primera formulación de la mentalidad de una oligarquía ilustrada de funcionarios de la Monarquía, que al devenir el núcleo de una clase en ascenso, la burguesía, se sentía plenamente preparada para ejercer el poder en nombre de toda la sociedad compartiéndolo con la realeza, o si la correlación de fuerzas lo permitía, arrebatándoselo. Los espíritus más lúcidos de la época vieron en la Revolución Francesa un signo inequívoco del progreso. La idea de la marcha regular y gradual del género humano desde los niveles más bajos de la animalidad hacia un estadio máximo de humanización, gracias al desarrollo científico (Francis Bacon, William Godwin), a la riqueza de las naciones (los fisiócratas, Adam Smith) y a la instrucción universal (Condorcet) se constituyó entonces en uno de los pilares del pensamiento moderno. Para los filósofos enciclopedistas o sus contemporáneos afines la humanidad avanzaba por etapas obligadas hacia una mayor perfección. Conforme el tiempo pasaba y la liberación de las ataduras del mito, la costumbre y la religión permitían una visión del mundo desencantada, se iba de peor a mejor. Saber y poder eran lo mismo. La perfectibilidad de la razón humana era infinita (Fontenelle). Cada generación se acercaba más al nivel superior de plenitud feliz, conforme se acumulaban los conocimientos, las industrias y los capitales. La igualdad y las libertades serían una consecuencia necesaria de los progresos de la Razón y de la prosperidad, del paso armonioso o revolucionario de la oscuridad a las luces y de la pobreza a la abundancia. Lo viejo, testimonio del pasado, debía de sucumbir ante lo nuevo que, preñado de porvenir, pugnaba por imponerse. Era tal su empuje que la libertad vendría por sí misma, sin apenas resistencias. El pasado dejaba de tener un carácter memorable y ejemplar. Se podía considerar que la historia de la especie humana consistía en la ejecución de un plan secreto establecido por la Naturaleza, cuyo despliegue tenía en los derechos ciudadanos su programa y en las luchas constitucionales del presente su avanzadilla, desde donde atisbar el fin histórico supremo, el futuro consolador en el que los hombres (y las mujeres) desarrollarían libremente todas sus cualidades y cumplirían con su destino, el mismísimo progreso.

La historia pues pasaba a concebirse como un ascenso objetivo e imparable del ser humano hacia metas superiores. Al desvelarse el telos de la historia, su intención racional, el paraíso descendía de los cielos para habitar el mundo real, quedándose el otro en el desván. Se producía una marcada distinción entre los que dio en llamarse salvajes y los civilizados. La primitiva Edad de Oro quedaba situada en los orígenes sombríos de la humanidad “sin ley”, reino de lo arbitrario y de lo animal, de la sencillez inculta y del rudo atraso, de la “libertad insensata” (Kant) y de la guerra de todos contra todos (Hobbes), a superar por un contrato que implicaba la postración ante una fuerza legal consentida, ejercida por un Estado moderno. Bajo su sombra protectora los civilizados realizaban incesantes esfuerzos para someter a la Naturaleza mediante el estudio y el trabajo. En un principio la sociedad feliz e igualitaria de los salvajes había servido de arma a la Razón, demostrando un origen natural y no divino de la sociedad y el Estado a la vez que ilustrando los contrastes entre una sociedad corrompida por el privilegio y la religión y otra gobernada por la ley natural. Sin embargo, los mismos argumentos fueron luego empleados por quienes cuestionaban desde el pesimismo y el misticismo las bienaventuranzas del progreso, especialmente los románticos, los primeros críticos de la sociedad burguesa, aquellos para los que los sueños de la Razón habían engendrado monstruos. Para refutarlas surgió el idealismo alemán englobando a antiguos y modernos, a críticos y apologistas, en una única filosofía de la historia, como momentos del desarrollo del Espíritu en el tiempo, y asimismo de la libertad, que es su esencia: “La historia universal es el progreso de la conciencia de la libertad” (Hegel), conciencia de la que están excluidos los “pueblos no históricos”, es decir, de los pueblos sin Estado, sin modernidad, sin capitalismo. Sin embargo la filosofía de la historia que tuvo el mérito de pensar el movimiento revolucionario burgués y traducirlo en conceptos, no expresaba sino su última conclusión, la consagración del presente. Cediendo la palabra a Nietzsche, gran debelador del progreso moderno: “para Hegel el punto máximo y final del proceso universal coincidía con su propia existencia berlinesa (...) implantó en las generaciones penetradas por su doctrina esa admiración por el ‘poder de la Historia’, que, en la práctica, se transforma a cada instante en admiración desnuda por el éxito y conduce a la adoración divina de lo dado (...) Quien ya haya aprendido a doblar la espalda y asentir con la cabeza al ‘poder de la Historia’ termina finalmente por otorgar un ‘sí’ mecánico-chinesco a cualquier poder, sea éste sólo un gobierno, una opinión pública o una mayoría numérica.” Justo para eliminar la contradicción que se cometía al definir el fracaso del racionalismo (y el retroceso post revolucionario) como un momento de su triunfo, aparece el positivismo, reivindicando el liderazgo de los científicos y los “industriales”. Al dividir Comte el decurso humano en tres etapas (teológica, metafísica y positiva o científica) inauguraron una costumbre que arraigó en todos los ámbitos de la cultura, convirtiendo el siglo XIX en la era de los modelos por etapas. Recordemos por ejemplo a Bachofen (hetairismo, matriarcado, patriarcado), a Hegel (despotismo, democracia o aristocracia, monarquía) a Morgan y Engels (salvajismo, barbarie, civilización) y a Marx (modos de producción antiguo, feudal y capitalista). Finalmente la Teoría de la Evolución, al sacar el progreso de la historia e inscribirlo en la Naturaleza, daría la solidez que faltaba a la idea para convertirse en tópico. Puesto que para Darwin el hombre descendía de “una criatura inferior”, sin raciocinio, sin duda las facultades intelectuales y morales de los civilizados debían estar tremendamente más desarrolladas que las de los “primitivos”, ya que éstos no tenían leyes, ni jefes y, lo peor de todo, ni Dios. Hegel, Comte y Darwin, cada uno por su lado, proporcionarían al pensamiento racionalista los argumentos definitivos que elevarían a finales del siglo XIX la idea de progreso a dogma indiscutible de la sociedad burguesa y lo convertirían en fetiche de una nueva religión popular fundada en el productivismo y las formas parlamentarias de gobierno burgués. La burguesía celebraba exposiciones universales y proclamaba sucesivamente la edad del acero, la del petróleo, la de la electricidad, la del átomo... en tanto que hitos progresivos de su dominio absoluto.

 Encarnándose en fábricas, el progreso no solamente multiplicó la producción material sino que al destruir todas las reglas que habían ordenado hasta entonces el mundo del trabajo dio lugar a formas inauditas de explotación y miseria, convirtiéndose en agente de la revolución social tanto como de la industrial. Ese progreso no producía solamente mercancías, sino al propio movimiento obrero. Las primeras manifestaciones del proletariado no fueron pues ciertamente progresistas, puesto que la liquidación incompleta del Antiguo Régimen por la burguesía industrial y terrateniente, instaurando un nuevo sistema de propiedad y de producción manufacturera que alteraba las formas de vida tradicionales y generaba una miseria extrema, fue contestada con incendios, sabotajes y destrucción de máquinas, a menudo llevados a cabo por obreros de oficio, a los que se dio una cumplida respuesta represora. Las clases explotadas nunca admitieron las innovaciones técnicas de buen grado, pues sabían que “cualquier desarrollo de una fuerza productiva es un arma contra los obreros” (Marx), pero cuando creyeron que el problema residía menos en las máquinas que en la propiedad privada de las mismas, concluyeron en que la solución dependía de una expropiación general de los medios de producción, de forma a utilizarlos en provecho de todos. La solución conducía a un comunismo industrial donde las máquinas servirían a la sociedad y no al contrario. Hoy podemos decir que la cosa no es tan fácil y que la naturaleza del maquinismo y de la producción no son neutras, o que la dominación de la Naturaleza, aunque sea llevada a cabo colectivamente, engendra desequilibrios y miserias todavía peores. Pero cuando fueron formuladas las primeras teorías socialistas y anarquistas obreras, el proyecto de un mundo nuevo mediante la apropiación y gestión de los medios productivos era la opción más realista. Si error hubo, fue mejor el de creer que la burguesía se había convertido en un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas, o sea, para el progreso, ahora representado en la fuerza productiva principal, el proletariado. El movimiento obrero se volvió progresista, más que la burguesía, y en gran parte reformista, pues cada vez fueron más los convencidos de que, dados los avances científicos y tecnológicos, la explotación podría moderarse y, en el marco político de la democracia burguesa, las organizaciones obreras podrían establecer sin prisas y sin traumas revolucionarios un orden socialista, que no hubiera sido otra cosa que un capitalismo de Estado, sindical o partidista. La opción revolucionaria no hubiera llevado a ninguna otra parte.

“Frente a esa empresa de desolación planificada cuyo programa explícito es la producción de un mundo inaprovechable, los revolucionarios se encuentran en la nueva situación de tener que luchar en defensa del presente para conservar abiertas todas las demás posibilidades de cambio –comenzando por la posibilidad primaria de las condiciones mínimas de supervivencia de la especie–, las mismas que la sociedad dominante trata de bloquear intentando reducir irrevocablemente la historia a la reproducción ampliada del pasado e intentando reducir el futuro a la gestión de los desperdicios del presente.”
(Encyclopédie des Nuisances, Discurso Preliminar)

 Las dos guerras mundiales, los regímenes totalitarios y genocidas, el fracaso de las revoluciones rusa y española, la carrera armamentística, la concentración de poder y la cultura de masas, al convertir la barbarie en un hecho cotidiano, pulverizaron los fundamentos de la teoría del progreso. Una vez superados los obstáculos y las divergencias con el horror de las matanzas, se podía hablar de bienestar y democracia como si nunca hubiera habido otra cosa. El capitalismo, gracias a la tecnología, había desarrollado las fuerzas productivas hasta extremos impensables, corrompiendo y destruyendo de paso al medio obrero, pues el aumento de la capacidad de producir no creaba las condiciones de un mundo más justo e igualitario, sino que simplemente elevaba el poder del aparato político-económico e institucionalizaba la mediación frente lo cual los proletarios eran literalmente impotentes. La distancia entre los que deciden y los que obedecen se había multiplicado por veinte, al ritmo del comercio mundial, única ecumene. La Razón, dominando a la Naturaleza, es decir, sirviendo al capital, se transmutaba en Sinrazón, dominio de la clase propietaria. Los gérmenes de la regresión que cobijaba desde el principio se manifestaban por doquier: la irracionalidad gobernaba el mundo. La Historia no contenía ningún plan establecido, ni por supuesto la libertad se desplegaba en ella para llegar a cotas cada vez más altas. Nada de lo que acontecía, comenzando con la propia Historia, era necesario, sino simplemente posible, entre otros muchos sucesos probablemente mejores. La Historia transcurría sin sujeto, y, como corolario, las revoluciones dejaban de ser ineluctables incluso cuando las condiciones favorables llamaban a la puerta, es más, comparadas con los desastres, su número era exiguo. Al contemplarse el devenir histórico como una acumulación de catástrofes, el pasado se cortaba del presente tecnológicamente mejor equipado, pero no lo suficiente para asegurar el futuro, cada vez más incierto con la decrepitud o el horror a la vuelta de la esquina. El presente era pasado destruido, y, el futuro, presente por destruir. La ciencia reafirmaba el actual estado de cosas y su lenguaje conformista era el de los expertos y mercenarios a sueldo del poder. Cada nuevo descubrimiento y cada nueva invención, aplicándose de acuerdo con la obtención de beneficios privados y las necesidades de la dominación, jerárquica y centralizada, no descontaba en absoluto un peldaño hacia la felicidad, sino que implicaba un grado más en la sumisión. La perfectibilidad de la especie quedaba en entredicho ante los resultados nefastos de la invasión tecnológica de la vida y la difusión masiva de la enseñanza instrumentalizada; nada inclinaba a pensar que el ser humano era mejor que antes, puesto que en lugar de poseer una conciencia moral más desarrollada, permanecía moralmente degradado, sin dignidad ni memoria. Podía experimentar la igualdad con sus congéneres deshumanizados pero solamente en el aislamiento: sus relaciones más que líquidas se habían vuelto gaseosas. El sentido de su actividad escapaba a su comprensión, produciéndose lo que Gunther Anders llamaba "un desfase entre el hombre como ser que produce y el hombre que busca comprender su actividad productiva." Vivía en un mundo objetivamente depravado, lo cual le eximía en cierto modo de sentirse corresponsable de la depravación; se había acostumbrado tanto a la misma que había dejado de considerarla como tal y si no con gusto con indiferencia participaba en ella. En este cuadro de desolación la mentira se había vuelto mundo, por lo que no era necesario mentir ya que las palabras expresaban siempre una cosa distinta a su significado original. Ya no eran portadoras de significado, sino puros signos carentes de sentido propio que forjaban estereotipos vacíos y repetitivos. Con un puñado de ellos –bienestar, derechos sociales, ciudadanía, desarrollo, sostenibilidad– fue rehabilitada la idea de progreso.

En la segunda mitad del siglo XX el llamado progreso culminó su momento destructivo que había debutado con la demolición de la individualidad y las masacres bélicas, destruyendo el medio físico sobre el que descansaba la actividad social. La postración de la necesidad y el deseo ante los imperativos capitalistas designaba al crecimiento económico –el consabido progreso– como principio rector de la política de los Estados, y, por lo tanto, como normativa general de la vida social. Las consecuencias tóxicas del desarrollismo se dejaron sentir con claridad cuando la principal fuerza productiva, la tecnociencia, al fundirse con la política y las finanzas, se convirtió en la principal fuerza destructiva. A partir de entonces la dominación tecnológica de la Naturaleza, comprendida la humana, se transformó en exterminio planificado. La destrucción de tierras de labor, de costas, de ríos y de montañas, la producción creciente de basura y el derroche energético, la anomia social y las guerras, la explosión demográfica y las hambrunas, la contaminación y el agotamiento de recursos, hacen del planeta un lugar cada vez menos habitable, y del progreso, una carrera bárbara hacia la aniquilación. Nunca se ha progresado tanto como hoy, dicen los dirigentes, y en efecto, nunca la perspectiva del fin había estado tan cerca, ni la deshumanización tan presente. Cada salto hacia delante es un acto de guerra contra el territorio y sus habitantes, lo único que queda por saber es cuanto falta para el punto a partir del cual la catástrofe sea irreversible, momento en que la sociedad actual comenzará a desmoronarse. Los rebeldes al proyecto progresista de devastación planificada, se ven abocados no sólo a recobrar los conocimientos pretéritos todavía no olvidados, sino a defender lo que queda de aprovechable del presente, con el objeto de garantizar de entrada unas posibilidades reales de supervivencia, conservando las opciones de cambio hacia una sociedad desindustrializada, desmotorizada y desurbanizada, en perfecta simbiosis con la Naturaleza. Hay que romper definitivamente con la idea de progreso: los seres humanos no somos ni el objeto central de la “creación”, ni la cúspide de la evolución. Somos una forma de vida que ha de encontrar la armonía perdida con las otras, integrándose totalmente en su medio. Ninguna formación cultural es superior o menos “primitiva” que las demás. La sociedad civilizada no fue más que fruto de un azar, que pudiera perfectamente no haberse dado, como efectivamente no se dio fuera de Europa, dejando a la sociedad tradicional, aquélla a la que los modernos llamaron bárbara, ofrecer mejores condiciones de libertad que las que hoy padecemos. No obstante, no debemos renunciar al conocimiento, al saber y al arte que nos han legado las generaciones precedentes, en la medida que ese fruto de inmensos esfuerzos humanos es también nuestra herencia, que podemos usar para entender el mundo y embellecerlo. Somos parte de un todo que hay que preservar, pero usando la Razón, no la de la los mercados, sino aquella que emana del conocimiento despreocupado que nace dentro de una sociedad libre y equilibrada, y que convierte la cuestión social en cuestión natural. De irracionalidad y primitivismo ya tenemos las alforjas repletas. Todavía existe la historia, que no es más que la historia de la opresión; la que vendrá después, cuando ésta acabe, si acaba, será la historia de los pueblos sin historia, es decir, sin diferencias de clase y sin Estado.

Para el Nº 3 de la revista “Raíces” 16-10-2011

11 diciembre, 2012

La máquina urbanizadora




Ramón Germinal

Texto elaborado para las jornadas Tecnología y Progreso: Una mirada crítica celebradas en Granada. El texto es de Ramón Germinal, pseudónimo de Pepe García Rey. Este y otros de sus textos pueden encontrarse en el libro Vivir en el alambre y otros escritos.

Un mundo por demoler

En aquel vuelo nocturno, al asomarme por la ventanilla del avión, tuve una visión asombrosa: entre la oscuridad divisé una bella línea iluminaria que señalaba la franja litoral sobre la que volábamos. Luces y hormigón destacan, sea de noche o de día, en el continuo urbano del litoral mediterráneo. A diferente escala las fotografías hechas por los satélites, que desde el espacio exterior observan la Tierra, muestran sobre el planeta una gigantesca feria iluminada que resalta sobre la negrura de la noche. La urbanización del mundo es ya hoy una amenaza más que visible para el medio natural y los seres vivos que lo habitan, incluido los seres humanos. Las estadísticas históricas nos dicen que allá por el año 1800 sólo el 3% de la población mundial vivía en ciudades, mientras que en el año 2000, en sólo dos siglos, las áreas urbanas albergan ya a 3000 millones de personas, la mitad de los habitantes del planeta. Amenaza convertida en dolor y muerte al manifestarse con macabra diversidad, a las que genérica y eufemísticamente se les denomina catástrofes. Nada parece detener el crecimiento urbano; es como si esta segunda piel con la que se trata de cubrir una buena parte de la superficie terráquea fuese tan natural como las margaritas o los bosques.

En el año 1880 la ciudad de New York ingresó en el exclusivo club de ciudades millonarias en habitantes, al que ya pertenecían Londres, París y Berlín. Hoy las ciudades con más de un millón de habitantes se cuentan por centenares; veinte regiones metropolitanas tienen más de diez millones y cuatro –México, Sao Paulo, Tokio y Shangai– están habitadas, cada una de ellas, por más de veinte millones de personas. La maquinaria urbanizadora se alimenta de ingentes cantidades de energía, agua y materias primas; necesita de grandes infraestructuras para facilitar la movilidad motorizada de gente y mercancías; precisa de infinidad de instalaciones depuradoras para minimizar las nocividades de vertidos, residuos y efluentes contaminantes. El clima se calienta y la biosfera tiene un límite en su capacidad de absorber tanta mierda; las nocividades provocan enfermedades mortales a millones de personas; en la guerra del automóvil mueren anualmente más personas que en cualquier guerra; una grave dolencia afecta a los humanos que viven en ciudades muy superiores al tamaño de su caminar: soledad tiene por nombre esta afección que nos hace sentir impotentes, insignificantes y solos ante la urbe inabarcable. Ante tan negro porvenir, algunas miradas se vuelven hacia atrás en busca de un futuro primitivo ¿volver al campo, a los árboles y al nomadismo?, mientras que otras intentan reformar el dominio urbanizador con... más urbanismo.

No hay bosques suficientes para 6000 millones de cazadores‑recolectores, ni ganas en la gente para volver a tener como sustento principal raíces y bayas. La utopía de los primitivistas modernos idealiza la vida salvaje; recrean, en la otra cara del espejo, la figura contraria del individuo urbanita, solitario y sin vínculos sociales, producto del nuevo capitalismo. Volver al campo frente a la metrópolis que nos devora es otras de las opciones que se presentan. Existe un movimiento neo-rural en las regiones metropolitanas que aspira a vivir en comunidad y armonía con la naturaleza. Deseos que son los míos, pero no olvido que las sustancias químicas más peligrosas circulan por el aire hasta en el último rincón del planeta. En la leche materna de los esquimales se han encontrado trazas de PCB (1) (Policloruro de bifenilo) similares a las de las madres holandesas. Y algo todavía peor: las formas de vida urbana han colonizado el mundo rural; pocas diferencias existen en la alimentación, el transporte, las diversiones y los deseos. La maquina urbanizadora, más allá de poner orden y cemento en el territorio, adecua mentalidades y comportamientos. El mapa está clausurado, no existe un afuera, todo queda dentro de un mundo urbanizado. Se puede habitar en el campo o en la ciudad, pero sólo se puede vivir luchando por la destrucción de este mundo urbanizado.

Vanos son los intentos reformadores de poner freno al avance del proceso urbanizador en ciudades y regiones mediante la planificación y la norma. La ley y el plan siempre estuvieron al servicio del crecimiento urbano, como cualquier aparato del Estado con respecto al capital. En un mundo globalizado, la política territorial de las regiones y las dinámicas urbanas de las ciudades las dicta el capital desde las oficinas financieras y las sedes de las empresas transnacionales. Los gobiernos e instituciones regionales o locales, se limitan a facilitar la labor de la máquina urbanizadora aportando infraestructuras y servicios. Conscientes de todo ello, los regidores municipales venden la marca de su ciudad en el mercado mundial, ofrecen sus ventajas a los inversores con la elaboración de planes estratégicos a cargo de prestigiosos equipos de urbanistas. La ciudad sostenible y emprendedora, diversa y multicultural, amante de la movilización social y de la paz, son las cualidades de la marca urbana que triunfa hoy; palabras, palabras y palabras reformadoras de otros mundos posibles, porque en el único mundo existente, la máquina urbanizadora arrasa.

Así, piqueta en mano, la gente que aspira a cambiar la vida tiene ante sí a un mundo por demoler y la apasionada labor de utilizar materiales de derribo para construir un oikos donde habitar en el cosmos. Dicha tarea requiere conocer a fondo el funcionamiento de la máquina urbanizadora y el devenir histórico de la ciudad.

La ciudad y el tiempo histórico

En valles y encrucijadas, a orilla de ríos, lagos y mares, cerca del agua de boca se formaron las primeras aldeas en los últimos tiempos del paleolítico. El cazador-recolector y el pastor -patriarca dejaron el nomadismo para fundar los primeros asentamientos humanos estables gracias a la agricultura, entrando en lo que la historia denomina neolítico. Conforme los asentamientos crecían, llegado el momento, una parte de la población se marchaba del lugar para construir otra aldea. Todo ello cambió con el desarrollo de la revolución agrícola y la acumulación de alimentos, dando lugar a la aparición de las primeras ciudades en las que el afán de crecimiento no tenía más límites que los impuestos por la naturaleza y el desarrollo de la técnica. Crecimiento y ansias de poder fueron de la mano en la ciudad antigua. El Templo, el Silo y el Palacio Real estaban a resguardo de la población en el interior de la fortificada ciudadela.

Las ciudades de la antigua Mesopotamia y del valle del Nilo dejaron para la historia un legado de pirámides, templos y palacios, en los que se reflejan la inspiración celestial de las mentes que ingeniaron estas grandes construcciones. Imhotep, que dirigió la construcción de la primera pirámide de piedra de Sakkara era astrónomo y arquitecto, además de ministro de Estado. Los conocimientos de astronomía, fruto de la observación de la bóveda celeste, aportaron capacidad de cálculo matemático; el trabajo de miles de esclavos dotó de la fuerza energética necesaria a la gigantesca maquinaria humana que alzó la Gran Pirámide de Gizeh, en la que sólo la loza que cubre la cámara interior pesa más de cincuenta toneladas. Los primeros vestigios de la máquina urbanizadora se encuentran en la ciudad antigua, en la función constructora de la megamáquina y su relación con un orden estricto que todo lo abarcaba. Lewis Mumford, al que le debemos el concepto de megamáquina para definir el modelo de organización social en la Babilonia o el Egipto de la Antigüedad, lo expone como suma claridad:

“Tanto en los ceremoniales del Templo como en el comienzo de aquellas gigantescas obras colectivas, el rey daba la primera orden, exigía conformidad absoluta y castigaba hasta la más trivial desobediencia. Sólo el rey tenía la facultad divina de convertir a los hombres en objetos mecánicos y de reunir estos objetos en una máquina. Las órdenes, que eran transmitidas desde los Cielos a través del rey, pasaban a cada una de las partes de la máquina y creaban a su vez otras unidades mecánicas subsidiarias en otras instituciones y actividades; tales órdenes comenzaron a mostrar la misma regularidad que caracteriza a los movimientos de los cuerpos celestes”.

Siguiendo a Mumford, podemos definir a la máquina urbanizadora como una de las “unidades subsidiarias” de la megamáquina. Además de construir la ciudad celestial y reflejar un orden divino en sus construcciones, la máquina urbanizadora se encargó de acelerar los sistemas de transportes mediante la construcción de canales, acueductos y calzadas. Los romanos pasarán a la historia por sus grandes obras públicas mediante las cuales, el agua, los cereales, el aceite y los vinos eran trasladados de los campos a las ciudades del Imperio, rompiendo así los principios de proximidad y autosuficiencia de las antiguas aldeas neolíticas. En un viaje inverso, pero muy relacionado con lo anterior, las centurias romanas viajaban utilizando las sólidas obras públicas para imponer el orden en las regiones periféricas. Hasta que cayó el Imperio y la hierba creció en las calzadas, y de la gran ciudad, de la Roma imperial huyeron hasta las ratas. El tiempo histórico volvió a vivir una larga noche oscura a la que llamaron Edad Media, donde la proximidad y la autosuficiencia aldeana se impuso a la máquina urbanizadora.

Con los primeros balbuceos del capitalismo mercantil, las ciudades comerciales florecen en Europa. Las ciudades Hanseáticas del norte europeo, las ciudades-Estados italianas y las que comerciaban con África y América son las protagonistas de la primera globalización mercantil en la historia. El intercambio de mercancías y esclavos se prodiga en todo el área mediterránea, en Asía, África, América y Europa, siendo las ciudades portuarias las que incrementan su población y el espacio físico que ocupan; en el siglo XVII pocas ciudades europeas superaban los 100.000 habitantes (Londres, París, Milán, Nápoles, Palermo, Roma, Sevilla, Amberes y Ámsterdam) y su perímetro no rebasada las murallas defensivas de siglos anteriores. El intercambio mercantil mundial no supuso el abandono del concepto de proximidad en cuanto a los abastecimientos básicos de pueblos y ciudades; los sistemas de transportes seguían siendo la vela en los mares aprovechando la fuerza de los vientos y los carros y carretas de tracción animal en tierra firme. La máquina urbanizadora se encargó de construir ciudades coloniales a orillas del Atlántico en América para exportar sus mercancías a las ciudades europeas, pero aún faltaría un par de siglos para que la máquina maldita saliera de su letargo y mostrara toda su voracidad incrementando el tamaño de los núcleos urbanos hasta lo insospechable sirviéndose de una movilidad de vértigo.

La ciudad industrial y el urbanismo

La población censada en la ciudad de Londres, allá por el año 1800, no superaba el millón de habitantes y en el último censo del siglo XIX, es decir, en 1890, ya contaba con 4,5 millones de vecinos. Dicho incremento de población tiene como explicación la emigración del campo a la ciudad provocada por la revolución industrial y la innovaciones tecnológicas aplicadas a la movilidad con la incorporación del ferrocarril, tranvías y metros eléctricos en los transportes públicos. El primer Metro del mundo se inaugura en 1863, cuando Londres tenía 2,9 millones. La ciudad industrial supone un salto cualitativo en la historia de las ciudades. Por primera vez rompe con la idea de proximidad y cuenta con la maquinaria necesaria para imponer la movilidad motorizadas, construyendo nuevas y grandes infraestructuras para alimentar a las ciudades en un continuo crecimiento.
La urbe cambia para dejar espacio, primero a los raíles y después a calles más anchas por donde circularán los automóviles. La piqueta abre enorme costurones en el tejido urbano y este se hace esclavo de la movilidad motorizada, destruyendo la ciudad construida a lo largo de los siglos que había asimilado, como capas superpuestas, el legado aportado por la historia. La ciudad industrial destruye, aísla y divide los cascos antiguos para dejar paso a las nuevas construcciones de anchas avenidas y tipologías urbanas geométricas. La construcción del Ensanche barcelonés y su arquitecto-urbanista Ildefonso Cerdá será el ejemplo a seguir, como la construcción en vertical de Le Corbusier.

El crecimiento ilimitado de las ciudades conlleva la creación de grandes infraestructuras en el conjunto del territorio para abastecer a los gigantes urbanos. La movilidad y la velocidad que alcanzan los desplazamientos van en consonancia con la acelerada autovalorización del capital mediante la circulación de mercancías. La proximidad, el autoabastecimiento y los mercados locales, se quedan obsoletos para los grandes beneficios que rinden la distribución de productos en mercados más grandes, fabricados con materias primas a bajo costo que son extraídas en lugares lejanos. Unas décadas más tarde la producción en serie, masificada, multiplicará la importancia de los sistemas de transportes, ya sean redes eléctricas, gaseoductos, canalizaciones de aguas, ferrocarriles, carreteras, puertos o aeropuertos. La producción industrial y la concentración urbana genera ingentes cantidades de agentes nocivos para la salud: vertidos urbanos e industriales, contaminación atmosférica y residuos sólidos. Al perímetro del territorio que nutre de materias primas, agua y energía a la ciudad, que sirve de soporte físico a las infraestructuras de transportes, y es el sumidero de las actividades urbanas, los expertos ambientales lo conocen como huella ecológica. La ciudad industrial deja una huella nefasta en todo el territorio que repercute, y nunca mejor dicho, como la pisada de un elefante en una cacharrería. Nada que ver con las ciudades anteriores a la revolución industrial, donde el ejercicio de la proximidad les permitía acercarse al símil del paso frágil de una bailarina. La máquina urbanizadora al servicio de la globalización capitalista ha conseguido que el tamaño de la huella ecológica de las metrópolis, megalópolis y regiones metropolitanas sea la biosfera en su conjunto.

El hacinamiento y la vecindad de la industria con los núcleos urbanos produjeron graves problemas sanitarios y revueltas sociales en las ciudades industriales durante la segunda mitad del siglo XIX. Así nació el urbanismo, como una disciplina para impedir las alteraciones del orden y la proliferación de barricadas. En la revolución de 1848, precursora de la Comuna de París (1871) se alzaron más de 4000 barricadas en la “ciudad de la luz”. Las degradantes condiciones de vida de los trabajadores y su concentración espacial en la ciudad industrial propició un clima insurreccional y revolucionario. Fourier busca ansiosamente para su utopía un ejemplo de trabajo no asalariado, hecho con pasión, y no encuentra otro mejor que el levantamiento de barricadas. El novelista Victor Hugo en Los Miserables las retrata de manera impresionante:
“Unos ojos que desde arriba se hubiesen fijado en tales sombras hacinadas hubiesen quizás tropezado en sitios dispersos con una apariencia poco clara, en la que se reconocían contornos quebrados, de línea arbitraria, perfiles de curiosas construcciones. En estas ruinas se movía algo que se asemejaba a unas luminarias. Y allí era donde estaban las barricadas”.
Baudelaire en Las flores del mal evoca las barricadas de París; recuerda “sus adoquinados mágicos que como fortines se encrespan hacia lo alto”. Las barricadas fueron las murallas defensivas de los espacios liberados por el pueblo parisino en una ciudad que pronto iba a tomar medidas para que no fuera posible.

En 1864 el Baron Haussmann, responsable gubernamental de la expansión urbana de París, “expresa en un discurso ante la Cámara su odio contra la desarraigada población de la gran ciudad”. Walter Benjamín en uno de sus acertados textos titulado Haussmann o las barricadas describe la política urbanística de aquellos años:

“La subida de los precios del alquiler empuja al proletariado a los arrabales. Los barrios de París pierden su propia fisonomía. Surge el cinturón rojo. Haussmann se dio así mismo el nombre de “artista démolisseur” (...) La verdadera finalidad de los trabajos haussmannianos era asegurar la ciudad contra la guerra civil. Quería imposibilitar el levantamiento de barricadas en París”.

Haussmann quería impedir las barricadas de dos maneras. En primer lugar, la mayor anchura de las calles harían muy difícil su alzamiento; y segundo, las calle nuevas establecerían el camino más corto entre los cuarteles y los barrios obreros. Los contemporáneos bautizan la empresa: “L'ebellesemen stratégique”. Sin embargo, las barricadas desempeñaron un importante papel en febrero de 1871, durante la Comuna. Hoy a pesar de los impedimentos urbanísticos se siguen levantando barricadas en las luchas sociales que tienen lugar en muchas ciudades del mundo. Curiosamente, el material con el que se alzan e incendian las barricadas actuales, lo aportan los neumáticos de una de las máquinas más nocivas que ha conocido la humanidad: el automóvil. Según la Organización Mundial de la Salud, 1 millón de muertes y 50 millones de heridos al año provocan el uso del coche en el mundo.

Urbanismo y urbanidad son dos palabras de una misma parentela. La primera trata de una disciplina para mantener el orden en el tejido urbano, y no sólo el orden público, también el crecimiento ordenado de la ciudad acudiendo a la especialización espacial, planificando futuras zonas industriales, comerciales, residenciales, rurales o equipamientos públicos. La urbanidad se refiere a “los buenos modales y el comedimiento” con que se expresan y actúan los habitantes de la ciudad; cualidades civilizadas que otorga la urbe a sus vecinos frente a comportamientos “salvajes” propios del mundo rural donde abunda “el pelo de la dehesa”. La urbanidad es el resultado de la producción de orden por parte del urbanismo; no la urbanidad de los buenos modales y mejor educación del urbanita, perfectamente mostrada al volante de un coche frente a un semáforo en rojo a la hora de un atasco descomunal, sino la urbanidad como expresión de sumisión al orden, a las reglas de convivencia que regulan la forma en la que quieren que vivamos en la ciudad. La regulación del tráfico es el mejor ejemplo de ello. Impuesta la especialización espacial, la movilidad motorizada se incrementa exponencialmente en la ciudad. El automóvil y los transportes públicos motorizados se hacen imprescindibles para ir al trabajo, al centro comercial, al cine y a la macro-discoteca. Esclavos de la tecnología el urbanita se sube a un vehículo motorizado para desplazarse, desplazamiento que está regulado por señales semafóricas automatizadas; mientras, a lo largo del trayecto paneles electrónicos le señalarán los lugares adecuados para aparcar.

El automóvil tuvo una gran repercusión espacial desde sus primeras producciones, pero es partir de su fabricación en serie cuando la máquina urbanizadora se despliega con toda intensidad, tanto en el interior de las ciudades para enterrar los adoquines bajo el asfalto y construir avenidas de varios carriles, como en el conjunto del territorio donde los caminos se convertirán en carreteras y las carreteras en autopistas con la intención de unir los puntos fuertes, aquellos donde la producción y el consumo abunden a mayor beneficio del capital. Ramón Fernández Durán nos cuenta en La explosión del desorden la repercusión espacial y social del fordismo:

“El automóvil se inventa a finales del siglo XIX, pero no es hasta 1910 cuando se inicia su producción en cadena por Henry Ford, hecho que transformaría de un modo sustancial no sólo el tamaño y la fisonomía de las ciudades, sino también las formas de producir y los modos de vida de las sociedades industrializadas a lo largo del siglo XX. Este hecho marcaría tanto la sociedad contemporánea de los países de Centro que se ha llegado a definir ésta como modelo fordista de producción, siendo el automóvil su corazón tecnológico”.

El crecimiento urbano en la sociedad industrial impone la construcción de redes de saneamiento y drenaje en las ciudades, así como redes de abastecimientos de agua y grandes embalses para almacenar este recurso en las montañas, pues el agua cercana a las urbes han sido desvalorizadas por las actividades industriales, los vertidos urbanos, y décadas más tarde por una agricultura que usa y abusa de sustancias químicas. El agua ya no es accesible y gratis, con lo que la gente pierde autonomía y libertad para abastecerse y depende absolutamente de un aparataje tecnológico (máquinas de bombeo, potabilizadoras, depuradoras, etc.) para satisfacer una necesidad biológica, básica en la vida. De la electricidad generada en pequeñas hidroeléctricas y distribuida por redes locales o comarcales, la maquina urbanizadora, atendiendo a las necesidades industriales y urbanas, construye redes de alta tensión que conectan, primero a todo un país y más tarde a continentes transportando la electricidad de la centrales térmicas, hidroeléctricas, nucleares o de los parques eólicos. La interconectividad será la palabra “mágica” que alumbre la noche del planeta. En la ciudad industrial el urbanita es un mamífero más atropellado por la máquina urbanizadora.

Globalización y territorio urbano

La repercusión espacial del fordismo tiene su apogeo en las décadas del “desarrollo” (años cincuenta, sesenta y setenta) del siglo XX. El crecimiento urbano y las infraestructuras de transportes se consolidan en los países industrializados, mientras disminuye la población agraria. Las ciudades europeas y sus infraestructuras dañadas por la segunda guerra mundial se reconstruyen, y pocos años después cinco países fundan el Mercado Común, el antecedente de lo que hoy conocemos como Unión Europea (UE) a la que ya pertenecen veinticinco Estados, la mayoría con una misma moneda, el €uro, y un sólo mercado sin barreras comerciales. Conforme se expanden los mercados, la necesidad de conectarlos el lobby empresarial presiona a la UE y ésta acepta sus requerimientos aprobando planes para construir las redes transeuropeas de transportes. Las primeras infraestructuras tratan de salvar “accidentes” geográficos (Pirineos, Los Alpes, Canal de la Mancha, el mar Báltico, etc.) que impiden aumentar el tráfico y la velocidad para las mercancías en tránsito hasta su destino. Grandes túneles y largos puentes serán la respuesta tecnológica a la caprichosa naturaleza. A continuación proyectarán Trenes de Alta Velocidad para el transporte de la fauna ejecutiva entre las grandes ciudades europeas; la ampliación de puertos con los que atender la avalancha circulatoria de mercancías entre continentes, y de aeropuertos para satisfacer las necesidades de transporte rápido de la primera industria del mundo, el turismo. Siguiendo la orientación de la política de transporte del siglo XX, favorecedora de la carretera, la mayor inversión se destina a autopistas y autovías. La máquina urbanizadora construye el armazón que da sostén a la globalización capitalista.

Las grandes ciudades se extienden sobre el territorio en forma de “mancha de aceite”, uniéndose físicamente con sus respectivas áreas metropolitanas. Ello se debe al aumento de la zonificación espacial mediante colonias de chalet y urbanizaciones de casas adosadas donde aspiran a vivir las clases medias. Es el sueño de la ciudad jardín de los urbanistas libertarios anglosajones de finales del siglo XIX, prostituido por los negociantes del ladrillo del siglo XXI. Este modelo requiere de una tupida red, de carreteras, de abastecimiento y saneamiento de aguas, de electricidad y telefonía, etc.

Del área pasamos a la región metropolitana definida esta como un territorio muy urbanizado -que incluye a varias ciudades-, sobre el que ejerce su influencia una misma actividad económica, con uno o varios nodos que le dan acceso a la red de la economía global. Por ejemplo, Barcelona es el nodo logístico de una región metropolitana que abarcar desde Valencia a Marsella; Málaga es el nodo de una región metropolitana dedicada fundamentalmente al turismo desde Algeciras a Almería, pasando por Antequera y Granada Una región metropolitana es una malla territorial muy urbanizada, enlazada por múltiples infraestructuras y equipamientos: autopistas y autovías en la franja litoral y entre ciudades; interconectada por redes eléctricas, gasistas y de agua; campos del golf, parques temáticos –incluidos los llamados legalmente naturales– y un gran aeropuerto internacional son algunas de las infraestructuras y equipamientos, que le dan entidad a la región metropolitana turística en la que resido. La máquina urbanizadora compacta y conecta a las regiones metropolitanas del planeta; en ellas viven la mitad de la población mundial con tendencia ser mayoría. El resto son espacios vacíos y desconectados.

Desde la ciudad industrial a la región metropolitana la máquina urbanizadora se ha servido de un marco legal adecuado para sus fines. El urbanismo fue regulado por los planes generales de ordenación urbana de competencia municipal, pero siempre supeditados a los intereses especulativos de los constructores y a las obras de grandes infraestructuras sometidas al Interés general, financiadas en gran parte por el Estado, y dirigidas por los Ministerios de Obras Públicas o Fomento. Debido al crecimiento de las concentraciones urbanas la legislación da un paso más, los planes de ordenación del territorio con un techo de competencia limitado a las regiones o comunidades autónomas, quedando a salvo de dicha planificación las grandes infraestructuras de competencia estatal, cofinanciadas y a veces proyectadas por la UE. Quienes de verdad dictan las políticas territoriales son las grandes compañías transnacionales para extender sus negocios, las empresas que forman parte de la propia máquina urbanizadora y los centros de poder encargados de fabricar orden con el dominio urbano. Trabajan a su servicio, sociólogos, geógrafos, ingenieros, arquitectos, psicólogos, antropólogo, biólogos, toda una legión de expertos que contribuyen a la disciplina urbanística.

Urbanismo carcelario

Las grandes urbes son muy vulnerables, tanto por la dependencia tecnológica para suministrarse y gestionar sus nocividades, como por los comportamientos desordenados de los urbanitas: ataques a la propiedad, conductas fuera de la norma, crímenes, motines, revueltas, etc. No hay cárceles suficientes para asegurar el orden que la máquina urbanizadora trata de garantizar, pero se puede transformar la ciudad en una cárcel mediante el urbanismo carcelario. En nombre de la seguridad se quieren ocultar la vulnerabilidad a la que nos somete la interconectividad. Cualquier fallo, sabotaje o acto de terrorismo en elementos esenciales de la interconexión supone un fallo en cadena. Hay un apagón eléctrico en una gran ciudad y deja de funcionar el transporte público, los ascensores, los electrodomésticos, las potabilizadoras y depuradoras de agua, etc. Cualquier sistema de transporte se convierte en arma de destrucción masiva: los aviones en el 11-S y los trenes en el 11-M.

La sociedad tecnológica es la más vulnerable de las conocidas, aunque el consumo y la parafernalia de la seguridad en una pequeña parte del planeta den la sensación de lo contrario. La dependencia del dinero hace vulnerable a gran parte de la sociedad pues ni el techo ni la alimentación están asegurados; un futuro robado por la degradación del medio ambiente nos hace más vulnerables a las catástrofes, los accidentes y a las enfermedades; la ciudades en las que viven más de la mitad de la población mundial tienen millones de instalaciones proclives a objetivos terroristas, por lo que a pesar de la progresiva militarización de estos enclaves, las grandes ciudades son muy vulnerables.

Vulnerables se sienten las personas con propiedades ante la existencia precaria de miles de personas que dándole la vuelta a la frase de Prouhdon, roban a la propiedad. Más vulnerables nos sentimos cuando podemos perder la vida en un callejón o en una escuela a manos de gente calificadas como “desviadas”. La respuesta primaria del poder es la militarización del territorio, la creación de todo tipo de policías públicas o privadas, así ocurrió en la mayor parte del siglo XX. Desde hace unas décadas se utilizan técnicas complementarias como el urbanismo carcelario: la trama urbana planificada como lugar de encierro puesto en constante vigilancia mediante soportes constructivos (barreras, muros, rejas), tecnológicos y policiales. En caso de revuelta o motín actúan las dotaciones policiales antidisturbios, que acceden rápidamente a las periferias urbanas donde se alzan, como colmenas, las celdas verticales del gueto junto a plazas tan pequeñas como los patios de cualquier prisión. Las fuerzas policiales de intervención tienen sus cuarteles en las proximidades de las grandes vías de circulación.

La evolución del urbanismo, desde Haussmann hasta el día de hoy, facilita el despliegue policial en la metrópolis. La mayor parte de la policía local está destinada a vigilar y mantener la fluidez del tráfico rodado, vital para la vida metropolitana. El gusto de los manifestantes por cortar sin permiso el tráfico y reapropiarse de la calle tiene su respuesta inmediata en la carga de los antidisturbios. La cadena de montaje de la fábrica tiene su equivalente en el tráfico rodado de la ciudad-fábrica de la reproducción social. Demasiado importante para dejarla en manos humanas, la gestión y control del tráfico está automatizada, quedando para la policía las funciones de vigilancias, poner multas (ya lo hacen máquinas en algunas ciudades) y provocar atascos cuando los semáforos de estropean.

El policía de proximidad pretende ser una figura más del barrio como el tendero, la quiosquera, el barrendero o la peluquera. Son los ojos de las comisarías en las calles y suelen actuar en los barrios de clase media y centro de las ciudades. En las periferias la policía patrulla en coches y furgonetas, y en los barrios “duros” las fuerzas del orden sólo realizan incursiones sabedoras de que están en territorio “enemigo”. El despliegue policial en la trama urbana se adecua a los niveles de inclusión/exclusión social de cada barrio. Pero la mayor parte de las plantillas policiales trabaja en las comisarías, cuarteles o sedes centrales, acumulando información, tramitando documentos y fichas, transcribiendo escuchas telefónicas, visionando cintas, controlando los dispositivos técnicos de vigilancia en la ciudad.

Las actuaciones del urbanismo carcelario cobran su máxima expresión en las políticas integradas para cambiar la faz de barrios marginados, que por avatares del crecimiento urbano, o de cambios en las actividades de la ciudad están situados en espacios centrales muy apetitosos para los carroñeros especuladores. De todos es conocida la conversión del barrio Chino de Barcelona en el Raval. Desapareció el barrio de las putas, de los maki-navaja, de los viejos y empobrecidos vecinos, para reencarnarse en una gran factoría turística con su museo (el MACBA), restaurantes y tiendas bohemias, galerías de arte y una vecindad de artistas. Este cambio ha sido dirigido por los planes urbanísticos de reforma de la zona y protagonizado por las razzias policiales, las inversiones especulativas, la degradación consentida del barrio; todo ello cayó sobre las espaldas de los vecinos, expulsados a las periferias urbanas. Para darle tipismo y diversidad al Raval en una de las esquinas del barrio sobreviven algunas putas, junto a la zona Paki, expresión mayoritaria de la “multiculturalidad” inmigrante. En la actualidad, en la barriada de las Tres Mil Viviendas de Sevilla, se acomete otro plan de reforma urbanística dirigida por un Comisario municipal que coordina las actividades policiales, la formación ocupacional, la integración social y las obras necesarias para acabar como la “merecida fama” de este barrio. Ocupaciones policiales, periódicas, con redadas y limpieza del barrio, propuestas de desalojo y traslado de vecinos a otros barrios del área metropolitana, construcción de una residencia universitaria donde abundan los estudiantes de Trabajo Social y lo que haga falta para desactivar el gueto de la Tres MIL.

Los dispositivos tecnológicos son esenciales para el urbanismo carcelario. Las bases de datos que acumulan lo más significativo del recorrido “vital” de un urbanita, los localizadores geográficos par indicar donde te encuentras en este momento, las cámaras de video-vigilancia, las tarjetas de acceso, los controles electrónicos de salida permiten el control social de la gente en el ambiente urbano.

Los registros de la propiedad urbana, los de nacimientos, matrimonios y defunciones en iglesias y juzgados, los archivos policiales y militares, las oficinas de expedición de documentos de identidad, los ficheros de la Agencia Tributaria y de la Seguridad Social eran lugares llenos de legajos donde se podía seguir el rastro de una persona, después de interminables jornadas (días, semanas, meses) de papeleo y burocracia. Hasta que llegó primero el ordenador y después Internet. Con los datos que ofrece el documento nacional de identidad, el carné de conducir, el pasaporte, la tarjeta bancaria o de la Seguridad Social, la declaración anual de la renta, el padrón municipal, el Censo, el correo electrónico, el contrato del agua, la electricidad o el teléfono y los archivos judiciales o policiales, se puede saber casi todo de cualquier persona y al momento, gracias a la informatización y conexión entre los grandes bancos de datos que hacen posible las redes de telecomunicaciones. Las tendencias a convertir en obligatorios los datos de iris y ADN en los documentos identificatorios, alimentan los sueños del poder de convertir los bancos de datos en el armazón informativo del Gran Hermano, en el Ojo que todo lo ve en Metrópolis. Todavía, afortunadamente, los seres humanos como la luna, tenemos un lado oscuro que no se deja trasparentar ni ver ante ninguna luz, ni almacenar en un banco.

Los servicios de información geográfica se valen de una nueva tecnología por satélite para la localización inmediata: es el GPS que permite llevar a la pantalla del ordenador el mapa de la ciudad dividido en cuadrículas, que a su vez se dividen y subdividen en cuadrículas más pequeñas ampliables a la voluntad del usuario, para mostrar manzanas, calles, automóviles o individuos en movimiento. El GPS fue utilizado por el ejército israelí para el asesinato selectivo de dirigentes palestinos que en su momento usaron el teléfono móvil, lo mismo que hicieron los rusos para abatir a un jefe checheno. También se utiliza el sistema en nuevas experiencias como localizador de presos en libertad condicional, mediante la colocación de pulseras con el dispositivo GPS Sirve para navegar y asesinar, pero sobre todo para controlar movimientos de gente. En la pesadilla de ciencia ficción aparece una población, en la que cada persona lleva un implante en su cuerpo por el cual es controlada, se sabe en cada momento donde está, que hace.

Las cámaras de video vigilancia y las tarjetas de acceso son los dispositivos técnicos más usados en el espacio urbano, ya sean públicos o privados. Las cámaras de vigilancia tienen como prioridad vigilar espacios estratégicos para el funcionamiento de la ciudad como espacio productivo. Vista la metrópolis como una gran fábrica, sus cadenas de montaje serán las redes de transportes y comunicaciones. En estaciones de metro, autobuses o ferroviarias, puertos, aeropuertos, rondas de circunvalación, autovías, carreteras y calles de gran capacidad de tráfico, en las centrales telefónicas y grandes antenas repetidoras abundan las cámaras como las setas en el bosque. El conocimiento, factor clave que hace destacar la ciudad-empresa como espacio privilegiado de la producción, requiere la atención de las cámaras de vigilancia. Los perímetros exteriores de los centros de investigación también parecen bosques.

La ciudad es por tradición el espacio de la reproducción social. Esa función cumplen los barrios, las escuelas y hospitales, sus mercados, plazas y calles. Espacios públicos para fomentar, tanto la disciplina como la cooperación social. Espacios que necesitan ser vigilados porque en el encuentro entre la gente florece la subversión; puede circular anónimamente el otro terrorista, delincuente o a-normal. En los institutos y universidades, en calles y plazas, el ojo tecnológico ha encontrado acomodo, nos vigila. Lo mismo ocurre en las urbanizaciones de élite y en los más vulgares porteros electrónicos.

Los espacios interiores -públicos o privados- son objeto de la atención de las cámaras de video vigilancia para proteger la propiedad, básicamente del robo, de no pasar por taquilla o caja. Así ocurre en los centros comerciales y los transportes públicos, donde las cámaras, además de cumplir sus labores de vigilancia, sirven como elementos disuasorios. "El criminal nunca gana" repetía un serial radiofónico en los años cincuenta del pasado siglo, lo mismo que hoy machacan la mente con el ojo omnipresente que todo lo ve. La disuasión es una especie de resignación al dominio tecnológico, de elevar la técnica de la cámara de vigilancia a la categoría del ojo enmarcado en el triángulo divino.

Completa el arsenal del control tecnológico, las tarjetas electrónicas, las células fotoeléctricas, las alarmas, y los tornos o mecanismos de acceso y salida de edificios y transportes. Cuando se extrema la seguridad para acceder a determinados recintos se utilizan claves digitales, identificadores de huellas o iris, instrumentos sofisticados minoritarios en el espacio urbano. Está muy extendida la tarjeta de transporte para acceder al metro, ferrocarril, tranvía o autobús, así como la tarjeta bancaria para no llevar más dinero que el imprescindible y no hay librería por pequeña que sea, que no disponga de control electrónico en sus libros y puertas de salida. Vigilan la propiedad y siguen el rastro de las personas. La utopía libertaria de "abajo los muros de las cárceles" puede ser llevada a la práctica: no hará falta prisiones con el urbanismo carcelario en su pretensión de convertir a la ciudad en una gran cárcel.

A pesar de todo ello, la sabiduría popular evoluciona y tiene mucha inventiva a la hora de afanar en hipermercados, practicar el simpa(gar) o encontrar rincones oscuros para los amores furtivos, donde las cámaras y demás artilugios técnicos sólo encuentran sombras. Si los novios tiraban piedras contra las farolas, en las manifestaciones y actos subversivos abundan los pasamontañas, los pañuelos y las máscaras para no ser reconocibles por el Ojo. Y en todas las cárceles se construyen túneles, se buscan puntos de fuga, incluida la que nos propone el urbanismo carcelario.

La ciudad del orden y el consenso

Desde la ciudad de los dioses a la ciudad empresa la producción de orden está ligada, no sólo hecho represivo, sino a la capacidad de consenso social que es capaz de suscitar entre la gente determinados proyectos constructivos, de movilizar a la ciudadanía como emprendedores de una empresa común: la ciudad que remoza, rehabilita y construye la máquina urbanizadora. El simulacro de cielo en la ciudad de las Pirámides y Templos como los de Sumeria, capaz de albergar a la mayor parte de la población durante las ceremonias religiosas, debieron deslumbrar a la gente procedentes de las aldeas. La ciudad de los dioses permitió a los aldeanos trascender de su mera existencia biológica y continuidad social, para darles un destino cósmico. Cada oikos habitaba en el cosmos.

El sometimiento de los seres humanos a un destino escrito en las estrellas tenía su correlato en la ciudad construida bajo mandato divino. Como nos lo cuenta Lewis Mumford en La megamáquina la gente podía sentirse orgullosa de participar en la empresa constructora:

“Predominaron en las nuevas ciudades de Mesopotamia estos grandes edificios, cuya superficie de ladrillo cocido estaban revestidas con vidrios de colores y aún con láminas de oro, incrustadas a veces con piedras semipreciosas. También las embellecían, a intervalos, monumentales esculturas de leones o toros. Análogas construcciones, de diferentes formas y materiales aparecieron por doquier. Tales edificaciones enardecían, naturalmente, el orgullo de la comunidad que las había levantado y, subsidiariamente, hasta el más insignificante de los peones que participaba del nuevo ceremonial de aquellos grandes centros y ciudades se sentía autor parcial de tales hazañas de poderío y de las maravillas artísticas que testimoniaban diariamente una vida que estaba más allá del alcance de os humildes campesinos o pastores de las localidades distantes”.

Igual de orgullosos se sentirían los canteros que levantaron las catedrales en las ciudades de la Europa cristiana, o los alicatadores que llenaron de hermosos azulejos los jardines y fuentes de la Alhambra. Mucho más cercano en el tiempo, el modesto voluntario barcelonés al pasear por la fachada marítima de la ciudad recordará, que él formó parte de una empresa común llamada Olimpiadas'92.

Con la entrada en la Modernidad los valores cívicos, la urbanidad del habitante de la ciudad serán escogidos como modelo para la empresa común consistente en acabar con el feudalismo. Desde la ciudad renacentista a las actuales, los derechos y deberes de ciudadanía fundamentarán las Constituciones modernas. En la ciudad industrial el consenso social se fragua en torno a la idea de Progreso. Si hay un proyecto común en el siglo XIX y buena parte del XX, es el de progresar. Si el campo es un “atraso” la ciudad es progreso. Las construcciones que se realizan en las ciudades para celebrar las Exposiciones Universales son la mejor representación del Progreso, la Industria y la Tecnología.

La ciudad de París se convierte en la anfitriona ideal de las Exposiciones Universales. Son lugares de peregrinación al fetiche de la mercancía nos dice Benjamin:

“A estas exposiciones le preceden la de la industria nacional, de las cuales, la primera tiene lugar en el Campo de Marte en 1798. Ésta parte del deseo de 'divertir a la clase obrera, para la cual será una fiesta de la emancipación'. En primer plano están, pues, los obreros como clientes. Aún no está formado el cuadro de la industria de la diversión” (...) En la Exposición de 1867, celebrada en París, la fantasmagoría de la cultura del capitalismo industrial alcanza su despliegue más luminoso”.

Ciento veinticinco años después, en 1992, La Exposición Universal de Sevilla se celebra bajo el lema de la Era de los descubrimientos: 500 años de Progreso y Ciencia para crear un cosmos tecnológico que domina la vida humana. La Expo'92 trae bajo el brazo rondas de circunvalación, autovías, un recinto edificado por arquitectos prestigiosos cableado por la fibra óptica, y el primer AVE de la península que une a la ciudad con la capital del Estado. Son los regalos de la máquina urbanizadora. Poco hizo falta para que Sevilla y su gente, narcisista como ninguna, amante de las tradiciones, los entierros y las ferias, se apuntaran fervorosamente a la fiesta del progreso tecnológico y el consenso que fue la Expo. “To er mundo es güeno” es la frase-resumen de quien esto escribe, un sevillano.

La ciudad de los emprendedores es una ciudad que avanza y une a la ciudadanía por proyectos: Expo'92, Olimpiadas de Barcelona, Forum'2004, Almería-2005, etc. Imprimen a sus voluntarios las cualidades del esfuerzo individual, del trabajo en equipo, de la competitividad que ven reflejadas en la difusión mediática del deporte. Porque la ciudad-empresa compite con otras y se ofrece en la sociedad-red como lugar privilegiado para la logística, el turismo o la instalación de parques tecnológicos. Para alcanzar estas metas están los planes estratégicos de las ciudades que recetan infraestructuras, nuevos equipamientos, reformar espacios, rehabilitar edificios y zonas; en definitiva “más madera” para la máquina urbanizadora. Se demanda a la gente esfuerzo individual y cooperación social. La ciudad-empresa habita en la metrópolis y es algo más que una forma de dominación; su función se amplía a dispositivo capturador del saber social, que paradójicamente, muestra al capital al desnudo, como dominio.

La ciudad-empresa siempre está en obras, no hay que olvidar los grandes beneficios que aportan a las empresas constructoras, y tiende redes para capturar el saber general mediante la cooperación social y el consenso. Mar Trafull en Por una política nocturna refiriéndose a Barcelona nos explica el por qué del ritmo frenético de los martillos neumáticos en las calles, un tempo-máquina:

“Cuando el alcalde Clos lleva un tiempo advirtiéndonos que deberíamos irnos acostumbrando a que un significativo tanto por ciento de la ciudad esté permanentemente en obras, no está haciendo más que explicitar hasta que punto el proceso de valorización debe someterse en la actualidad a este tempo. El tema deja de ser que calles, plazas o edificios necesitan una determinada intervención para aumentar o restablecer su valor de uso y pasa a dónde, cuándo y en función de que circunstancias se interviene para cumplir con la ecuación que vincula mantenimiento, mejora o degradación del espacio urbano con un determinado volumen de negocio a alcanzar por el territorio metropolitano en su conjunto” (...) “La ciudad-empresa se convierte así en un dispositivo de captura del saber general y en acelerador y modulador de este saber en forma de partículas adecuadas a los ritmos impuestos en el proceso de valorización: adecuadas finalmente al tempo-máquina: pura sucesión de corcheas en clave neutra y alternativamente acentuadas, formando secuencias idénticas e interminables en dos tiempos: proyección-materialización / proyección-materialización / proyección-materialización / chum-ba / chum-ba / chumba: bacalao”.

No es casualidad, sino más bien causalidad, que sea la música tecno la que más guste a los oídos adiestrados.

La máquina urbanizadora destrozó la proximidad mediante el crecimiento urbano, imponiendo la movilidad motorizada y la interconexión en las infraestructuras de transportes, trasvases o redes, dio soporte físico al urbanismo carcelario y a la ciudad del orden y el consenso. Con todo ello ha ido mermando la autonomía y libertad de las personas, contribuido a romper vínculos sociales que posibilitan el vivir en comunidad y somete a la mayor parte de la población mundial a residir en un entramado urbano muy vulnerable. Una propuesta subversiva parte de desestructurar, desmontar, deconstruir la metrópoli y la megalópolis, volver a recuperar la proximidad y desconectarse de lo que nos hace más dependientes, ya sean infraestructuras, tecnologías o movilizaciones articuladas por el poder. Nos hace falta una alianza contra la dominación tecnológica, de la gente que lucha y resiste contra el avance de la máquina urbanizadora.

(1) El Policloruro de bifenilo (PCB) está considerado según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente como uno de los doce contaminantes más nocivos fabricados por el ser humano.

Granada, 5 de abril de 2004