Ramón Germinal
Texto
elaborado para las jornadas Tecnología y
Progreso: Una mirada crítica celebradas en Granada. El texto es de Ramón
Germinal, pseudónimo de Pepe García Rey. Este y otros de sus textos pueden
encontrarse en el libro Vivir en el
alambre y otros escritos.
Un mundo por demoler
En aquel vuelo nocturno, al asomarme por la ventanilla del
avión, tuve una visión asombrosa: entre la oscuridad divisé una bella línea
iluminaria que señalaba la franja litoral sobre la que volábamos. Luces y
hormigón destacan, sea de noche o de día, en el continuo urbano del litoral
mediterráneo. A diferente escala las fotografías hechas por los satélites, que
desde el espacio exterior observan la Tierra, muestran sobre el planeta una
gigantesca feria iluminada que resalta sobre la negrura de la noche. La
urbanización del mundo es ya hoy una amenaza más que visible para el medio
natural y los seres vivos que lo habitan, incluido los seres humanos. Las
estadísticas históricas nos dicen que allá por el año 1800 sólo el 3% de la
población mundial vivía en ciudades, mientras que en el año 2000, en sólo dos
siglos, las áreas urbanas albergan ya a 3000 millones de personas, la mitad de
los habitantes del planeta. Amenaza convertida en dolor y muerte al
manifestarse con macabra diversidad, a las que genérica y eufemísticamente se
les denomina catástrofes. Nada parece detener el crecimiento urbano; es como si
esta segunda piel con la que se trata de cubrir una buena parte de la
superficie terráquea fuese tan natural como las margaritas o los bosques.
En el año 1880 la ciudad de New York ingresó en el exclusivo
club de ciudades millonarias en habitantes, al que ya pertenecían Londres,
París y Berlín. Hoy las ciudades con más de un millón de habitantes se cuentan
por centenares; veinte regiones metropolitanas tienen más de diez millones y
cuatro –México, Sao Paulo, Tokio y Shangai– están habitadas, cada una de ellas,
por más de veinte millones de personas. La maquinaria urbanizadora se alimenta
de ingentes cantidades de energía, agua y materias primas; necesita de grandes
infraestructuras para facilitar la movilidad motorizada de gente y mercancías;
precisa de infinidad de instalaciones depuradoras para minimizar las
nocividades de vertidos, residuos y efluentes contaminantes. El clima se
calienta y la biosfera tiene un límite en su capacidad de absorber tanta
mierda; las nocividades provocan enfermedades mortales a millones de personas;
en la guerra del automóvil mueren anualmente más personas que en cualquier
guerra; una grave dolencia afecta a los humanos que viven en ciudades muy
superiores al tamaño de su caminar: soledad tiene por nombre esta afección que
nos hace sentir impotentes, insignificantes y solos ante la urbe inabarcable.
Ante tan negro porvenir, algunas miradas se vuelven hacia atrás en busca de un
futuro primitivo ¿volver al campo, a los árboles y al nomadismo?, mientras que
otras intentan reformar el dominio urbanizador con... más urbanismo.
No hay bosques suficientes para 6000 millones de cazadores‑recolectores,
ni ganas en la gente para volver a tener como sustento principal raíces y
bayas. La utopía de los primitivistas modernos idealiza la vida salvaje;
recrean, en la otra cara del espejo, la figura contraria del individuo
urbanita, solitario y sin vínculos sociales, producto del nuevo capitalismo.
Volver al campo frente a la metrópolis que nos devora es otras de las opciones
que se presentan. Existe un movimiento neo-rural en las regiones metropolitanas
que aspira a vivir en comunidad y armonía con la naturaleza. Deseos que son los
míos, pero no olvido que las sustancias químicas más peligrosas circulan por el
aire hasta en el último rincón del planeta. En la leche materna de los
esquimales se han encontrado trazas de PCB (1) (Policloruro de bifenilo) similares
a las de las madres holandesas. Y algo todavía peor: las formas de vida urbana
han colonizado el mundo rural; pocas diferencias existen en la alimentación, el
transporte, las diversiones y los deseos. La maquina urbanizadora, más allá de
poner orden y cemento en el territorio, adecua mentalidades y comportamientos.
El mapa está clausurado, no existe un afuera, todo queda dentro de un mundo
urbanizado. Se puede habitar en el campo o en la ciudad, pero sólo se puede
vivir luchando por la destrucción de este mundo urbanizado.
Vanos son los intentos reformadores de poner freno al avance
del proceso urbanizador en ciudades y regiones mediante la planificación y la
norma. La ley y el plan siempre estuvieron al servicio del crecimiento urbano,
como cualquier aparato del Estado con respecto al capital. En un mundo
globalizado, la política territorial de las regiones y las dinámicas urbanas de
las ciudades las dicta el capital desde las oficinas financieras y las sedes de
las empresas transnacionales. Los gobiernos e instituciones regionales o
locales, se limitan a facilitar la labor de la máquina urbanizadora aportando
infraestructuras y servicios. Conscientes de todo ello, los regidores
municipales venden la marca de su ciudad en el mercado mundial, ofrecen sus
ventajas a los inversores con la elaboración de planes estratégicos a cargo de
prestigiosos equipos de urbanistas. La ciudad sostenible y emprendedora,
diversa y multicultural, amante de la movilización social y de la paz, son las
cualidades de la marca urbana que triunfa hoy; palabras, palabras y palabras
reformadoras de otros mundos posibles, porque en el único mundo existente, la
máquina urbanizadora arrasa.
Así, piqueta en mano, la gente que aspira a cambiar la vida
tiene ante sí a un mundo por demoler y la apasionada labor de utilizar
materiales de derribo para construir un oikos donde habitar en el cosmos. Dicha
tarea requiere conocer a fondo el funcionamiento de la máquina urbanizadora y
el devenir histórico de la ciudad.
La ciudad y el tiempo
histórico
En valles y encrucijadas, a orilla de ríos, lagos y mares,
cerca del agua de boca se formaron las primeras aldeas en los últimos tiempos
del paleolítico. El cazador-recolector y el pastor -patriarca dejaron el
nomadismo para fundar los primeros asentamientos humanos estables gracias a la
agricultura, entrando en lo que la historia denomina neolítico. Conforme los
asentamientos crecían, llegado el momento, una parte de la población se
marchaba del lugar para construir otra aldea. Todo ello cambió con el
desarrollo de la revolución agrícola y la acumulación de alimentos, dando lugar
a la aparición de las primeras ciudades en las que el afán de crecimiento no
tenía más límites que los impuestos por la naturaleza y el desarrollo de la técnica.
Crecimiento y ansias de poder fueron de la mano en la ciudad antigua. El
Templo, el Silo y el Palacio Real estaban a resguardo de la población en el
interior de la fortificada ciudadela.
Las ciudades de la antigua Mesopotamia y del valle del Nilo
dejaron para la historia un legado de pirámides, templos y palacios, en los que
se reflejan la inspiración celestial de las mentes que ingeniaron estas grandes
construcciones. Imhotep, que dirigió la construcción de la primera pirámide de
piedra de Sakkara era astrónomo y arquitecto, además de ministro de Estado. Los
conocimientos de astronomía, fruto de la observación de la bóveda celeste,
aportaron capacidad de cálculo matemático; el trabajo de miles de esclavos dotó
de la fuerza energética necesaria a la gigantesca maquinaria humana que alzó la
Gran Pirámide de Gizeh, en la que sólo la loza que cubre la cámara interior
pesa más de cincuenta toneladas. Los primeros vestigios de la máquina
urbanizadora se encuentran en la ciudad antigua, en la función constructora de
la megamáquina y su relación con un orden estricto que todo lo abarcaba. Lewis
Mumford, al que le debemos el concepto de megamáquina para definir el modelo de
organización social en la Babilonia o el Egipto de la Antigüedad, lo expone
como suma claridad:
“Tanto en los
ceremoniales del Templo como en el comienzo de aquellas gigantescas obras
colectivas, el rey daba la primera orden, exigía conformidad absoluta y
castigaba hasta la más trivial desobediencia. Sólo el rey tenía la facultad
divina de convertir a los hombres en objetos mecánicos y de reunir estos
objetos en una máquina. Las órdenes, que eran transmitidas desde los Cielos a
través del rey, pasaban a cada una de las partes de la máquina y creaban a su
vez otras unidades mecánicas subsidiarias en otras instituciones y actividades;
tales órdenes comenzaron a mostrar la misma regularidad que caracteriza a los
movimientos de los cuerpos celestes”.
Siguiendo a Mumford, podemos definir a la máquina
urbanizadora como una de las “unidades subsidiarias” de la megamáquina. Además
de construir la ciudad celestial y reflejar un orden divino en sus
construcciones, la máquina urbanizadora se encargó de acelerar los sistemas de
transportes mediante la construcción de canales, acueductos y calzadas. Los romanos
pasarán a la historia por sus grandes obras públicas mediante las cuales, el
agua, los cereales, el aceite y los vinos eran trasladados de los campos a las
ciudades del Imperio, rompiendo así los principios de proximidad y
autosuficiencia de las antiguas aldeas neolíticas. En un viaje inverso, pero
muy relacionado con lo anterior, las centurias romanas viajaban utilizando las
sólidas obras públicas para imponer el orden en las regiones periféricas. Hasta
que cayó el Imperio y la hierba creció en las calzadas, y de la gran ciudad, de
la Roma imperial huyeron hasta las ratas. El tiempo histórico volvió a vivir
una larga noche oscura a la que llamaron Edad Media, donde la proximidad y la
autosuficiencia aldeana se impuso a la máquina urbanizadora.
Con los primeros balbuceos del capitalismo mercantil, las
ciudades comerciales florecen en Europa. Las ciudades Hanseáticas del norte
europeo, las ciudades-Estados italianas y las que comerciaban con África y
América son las protagonistas de la primera globalización mercantil en la
historia. El intercambio de mercancías y esclavos se prodiga en todo el área
mediterránea, en Asía, África, América y Europa, siendo las ciudades portuarias
las que incrementan su población y el espacio físico que ocupan; en el siglo XVII
pocas ciudades europeas superaban los 100.000 habitantes (Londres, París,
Milán, Nápoles, Palermo, Roma, Sevilla, Amberes y Ámsterdam) y su perímetro no
rebasada las murallas defensivas de siglos anteriores. El intercambio mercantil
mundial no supuso el abandono del concepto de proximidad en cuanto a los
abastecimientos básicos de pueblos y ciudades; los sistemas de transportes
seguían siendo la vela en los mares aprovechando la fuerza de los vientos y los
carros y carretas de tracción animal en tierra firme. La máquina urbanizadora
se encargó de construir ciudades coloniales a orillas del Atlántico en América
para exportar sus mercancías a las ciudades europeas, pero aún faltaría un par
de siglos para que la máquina maldita saliera de su letargo y mostrara toda su
voracidad incrementando el tamaño de los núcleos urbanos hasta lo insospechable
sirviéndose de una movilidad de vértigo.
La ciudad industrial
y el urbanismo
La población censada en la ciudad de Londres, allá por el
año 1800, no superaba el millón de habitantes y en el último censo del siglo
XIX, es decir, en 1890, ya contaba con 4,5 millones de vecinos. Dicho
incremento de población tiene como explicación la emigración del campo a la
ciudad provocada por la revolución industrial y la innovaciones tecnológicas
aplicadas a la movilidad con la incorporación del ferrocarril, tranvías y
metros eléctricos en los transportes públicos. El primer Metro del mundo se
inaugura en 1863, cuando Londres tenía 2,9 millones. La ciudad industrial
supone un salto cualitativo en la historia de las ciudades. Por primera vez
rompe con la idea de proximidad y cuenta con la maquinaria necesaria para
imponer la movilidad motorizadas, construyendo nuevas y grandes
infraestructuras para alimentar a las ciudades en un continuo crecimiento.
La urbe cambia para dejar espacio, primero a los raíles y
después a calles más anchas por donde circularán los automóviles. La piqueta
abre enorme costurones en el tejido urbano y este se hace esclavo de la
movilidad motorizada, destruyendo la ciudad construida a lo largo de los siglos
que había asimilado, como capas superpuestas, el legado aportado por la
historia. La ciudad industrial destruye, aísla y divide los cascos antiguos
para dejar paso a las nuevas construcciones de anchas avenidas y tipologías
urbanas geométricas. La construcción del Ensanche barcelonés y su
arquitecto-urbanista Ildefonso Cerdá será el ejemplo a seguir, como la
construcción en vertical de Le Corbusier.
El crecimiento ilimitado de las ciudades conlleva la creación
de grandes infraestructuras en el conjunto del territorio para abastecer a los
gigantes urbanos. La movilidad y la velocidad que alcanzan los desplazamientos
van en consonancia con la acelerada autovalorización del capital mediante la
circulación de mercancías. La proximidad, el autoabastecimiento y los mercados
locales, se quedan obsoletos para los grandes beneficios que rinden la
distribución de productos en mercados más grandes, fabricados con materias
primas a bajo costo que son extraídas en lugares lejanos. Unas décadas más
tarde la producción en serie, masificada, multiplicará la importancia de los
sistemas de transportes, ya sean redes eléctricas, gaseoductos, canalizaciones
de aguas, ferrocarriles, carreteras, puertos o aeropuertos. La producción
industrial y la concentración urbana genera ingentes cantidades de agentes
nocivos para la salud: vertidos urbanos e industriales, contaminación
atmosférica y residuos sólidos. Al perímetro del territorio que nutre de
materias primas, agua y energía a la ciudad, que sirve de soporte físico a las
infraestructuras de transportes, y es el sumidero de las actividades urbanas,
los expertos ambientales lo conocen como huella ecológica. La ciudad industrial
deja una huella nefasta en todo el territorio que repercute, y nunca mejor
dicho, como la pisada de un elefante en una cacharrería. Nada que ver con las
ciudades anteriores a la revolución industrial, donde el ejercicio de la
proximidad les permitía acercarse al símil del paso frágil de una bailarina. La
máquina urbanizadora al servicio de la globalización capitalista ha conseguido
que el tamaño de la huella ecológica de las metrópolis, megalópolis y regiones
metropolitanas sea la biosfera en su conjunto.
El hacinamiento y la vecindad de la industria con los núcleos
urbanos produjeron graves problemas sanitarios y revueltas sociales en las
ciudades industriales durante la segunda mitad del siglo XIX. Así nació el
urbanismo, como una disciplina para impedir las alteraciones del orden y la
proliferación de barricadas. En la revolución de 1848, precursora de la Comuna
de París (1871) se alzaron más de 4000 barricadas en la “ciudad de la luz”. Las
degradantes condiciones de vida de los trabajadores y su concentración espacial
en la ciudad industrial propició un clima insurreccional y revolucionario.
Fourier busca ansiosamente para su utopía un ejemplo de trabajo no asalariado,
hecho con pasión, y no encuentra otro mejor que el levantamiento de barricadas.
El novelista Victor Hugo en Los Miserables las retrata de manera impresionante:
“Unos ojos que desde arriba se hubiesen fijado en tales
sombras hacinadas hubiesen quizás tropezado en sitios dispersos con una
apariencia poco clara, en la que se reconocían contornos quebrados, de línea
arbitraria, perfiles de curiosas construcciones. En estas ruinas se movía algo
que se asemejaba a unas luminarias. Y allí era donde estaban las barricadas”.
Baudelaire en Las flores del mal evoca las barricadas de
París; recuerda “sus adoquinados mágicos que como fortines se encrespan hacia
lo alto”. Las barricadas fueron las murallas defensivas de los espacios
liberados por el pueblo parisino en una ciudad que pronto iba a tomar medidas
para que no fuera posible.
En 1864 el Baron Haussmann, responsable gubernamental de la
expansión urbana de París, “expresa en un discurso ante la Cámara su odio
contra la desarraigada población de la gran ciudad”. Walter Benjamín en uno de
sus acertados textos titulado Haussmann o las barricadas describe la política
urbanística de aquellos años:
“La subida de los precios del alquiler empuja al
proletariado a los arrabales. Los barrios de París pierden su propia fisonomía.
Surge el cinturón rojo. Haussmann se dio así mismo el nombre de “artista
démolisseur” (...) La verdadera finalidad de los trabajos haussmannianos era
asegurar la ciudad contra la guerra civil. Quería imposibilitar el
levantamiento de barricadas en París”.
Haussmann quería impedir las barricadas de dos maneras. En
primer lugar, la mayor anchura de las calles harían muy difícil su alzamiento;
y segundo, las calle nuevas establecerían el camino más corto entre los
cuarteles y los barrios obreros. Los contemporáneos bautizan la empresa:
“L'ebellesemen stratégique”. Sin embargo, las barricadas desempeñaron un
importante papel en febrero de 1871, durante la Comuna. Hoy a pesar de los
impedimentos urbanísticos se siguen levantando barricadas en las luchas
sociales que tienen lugar en muchas ciudades del mundo. Curiosamente, el
material con el que se alzan e incendian las barricadas actuales, lo aportan
los neumáticos de una de las máquinas más nocivas que ha conocido la humanidad:
el automóvil. Según la Organización Mundial de la Salud, 1 millón de muertes y
50 millones de heridos al año provocan el uso del coche en el mundo.
Urbanismo y urbanidad son dos palabras de una misma
parentela. La primera trata de una disciplina para mantener el orden en el
tejido urbano, y no sólo el orden público, también el crecimiento ordenado de
la ciudad acudiendo a la especialización espacial, planificando futuras zonas
industriales, comerciales, residenciales, rurales o equipamientos públicos. La
urbanidad se refiere a “los buenos modales y el comedimiento” con que se
expresan y actúan los habitantes de la ciudad; cualidades civilizadas que
otorga la urbe a sus vecinos frente a comportamientos “salvajes” propios del
mundo rural donde abunda “el pelo de la dehesa”. La urbanidad es el resultado
de la producción de orden por parte del urbanismo; no la urbanidad de los
buenos modales y mejor educación del urbanita, perfectamente mostrada al
volante de un coche frente a un semáforo en rojo a la hora de un atasco
descomunal, sino la urbanidad como expresión de sumisión al orden, a las reglas
de convivencia que regulan la forma en la que quieren que vivamos en la ciudad.
La regulación del tráfico es el mejor ejemplo de ello. Impuesta la
especialización espacial, la movilidad motorizada se incrementa
exponencialmente en la ciudad. El automóvil y los transportes públicos
motorizados se hacen imprescindibles para ir al trabajo, al centro comercial,
al cine y a la macro-discoteca. Esclavos de la tecnología el urbanita se sube a
un vehículo motorizado para desplazarse, desplazamiento que está regulado por
señales semafóricas automatizadas; mientras, a lo largo del trayecto paneles
electrónicos le señalarán los lugares adecuados para aparcar.
El automóvil tuvo una gran repercusión espacial desde sus
primeras producciones, pero es partir de su fabricación en serie cuando la
máquina urbanizadora se despliega con toda intensidad, tanto en el interior de
las ciudades para enterrar los adoquines bajo el asfalto y construir avenidas
de varios carriles, como en el conjunto del territorio donde los caminos se
convertirán en carreteras y las carreteras en autopistas con la intención de unir
los puntos fuertes, aquellos donde la producción y el consumo abunden a mayor
beneficio del capital. Ramón Fernández Durán nos cuenta en La explosión del
desorden la repercusión espacial y social del fordismo:
“El automóvil se
inventa a finales del siglo XIX, pero no es hasta 1910 cuando se inicia su
producción en cadena por Henry Ford, hecho que transformaría de un modo
sustancial no sólo el tamaño y la fisonomía de las
ciudades, sino también las formas de producir y los modos de vida de las
sociedades industrializadas a lo largo del siglo XX. Este hecho marcaría tanto
la sociedad contemporánea de los países de Centro que se ha llegado a definir
ésta como modelo fordista de producción, siendo el automóvil su corazón
tecnológico”.
El crecimiento urbano en la sociedad industrial impone la
construcción de redes de saneamiento y drenaje en las ciudades, así como redes
de abastecimientos de agua y grandes embalses para almacenar este recurso en
las montañas, pues el agua cercana a las urbes han sido desvalorizadas por las
actividades industriales, los vertidos urbanos, y décadas más tarde por una
agricultura que usa y abusa de sustancias químicas. El agua ya no es accesible
y gratis, con lo que la gente pierde autonomía y libertad para abastecerse y
depende absolutamente de un aparataje tecnológico (máquinas de bombeo,
potabilizadoras, depuradoras, etc.) para satisfacer una necesidad biológica,
básica en la vida. De la electricidad generada en pequeñas hidroeléctricas y
distribuida por redes locales o comarcales, la maquina urbanizadora, atendiendo
a las necesidades industriales y urbanas, construye redes de alta tensión que
conectan, primero a todo un país y más tarde a continentes transportando la
electricidad de la centrales térmicas, hidroeléctricas, nucleares o de los
parques eólicos. La interconectividad será la palabra “mágica” que alumbre la
noche del planeta. En la ciudad industrial el urbanita es un mamífero más
atropellado por la máquina urbanizadora.
Globalización y
territorio urbano
La repercusión espacial del fordismo tiene su apogeo en las
décadas del “desarrollo” (años cincuenta, sesenta y setenta) del siglo XX. El
crecimiento urbano y las infraestructuras de transportes se consolidan en los
países industrializados, mientras disminuye la población agraria. Las ciudades
europeas y sus infraestructuras dañadas por la segunda guerra mundial se
reconstruyen, y pocos años después cinco países fundan el Mercado Común, el
antecedente de lo que hoy conocemos como Unión Europea (UE) a la que ya
pertenecen veinticinco Estados, la mayoría con una misma moneda, el €uro, y un
sólo mercado sin barreras comerciales. Conforme se expanden los mercados, la
necesidad de conectarlos el lobby empresarial presiona a la UE y ésta acepta
sus requerimientos aprobando planes para construir las redes transeuropeas de
transportes. Las primeras infraestructuras tratan de salvar “accidentes”
geográficos (Pirineos, Los Alpes, Canal de la Mancha, el mar Báltico, etc.) que
impiden aumentar el tráfico y la velocidad para las mercancías en tránsito
hasta su destino. Grandes túneles y largos puentes serán la respuesta
tecnológica a la caprichosa naturaleza. A continuación proyectarán Trenes de
Alta Velocidad para el transporte de la fauna ejecutiva entre las grandes
ciudades europeas; la ampliación de puertos con los que atender la avalancha
circulatoria de mercancías entre continentes, y de aeropuertos para satisfacer
las necesidades de transporte rápido de la primera industria del mundo, el
turismo. Siguiendo la orientación de la política de transporte del siglo XX,
favorecedora de la carretera, la mayor inversión se destina a autopistas y
autovías. La máquina urbanizadora construye el armazón que da sostén a la
globalización capitalista.
Las grandes ciudades se extienden sobre el territorio en
forma de “mancha de aceite”, uniéndose físicamente con sus respectivas áreas
metropolitanas. Ello se debe al aumento de la zonificación espacial mediante
colonias de chalet y urbanizaciones de casas adosadas donde aspiran a vivir las
clases medias. Es el sueño de la ciudad jardín de los urbanistas libertarios
anglosajones de finales del siglo XIX, prostituido por los negociantes del
ladrillo del siglo XXI. Este modelo requiere de una tupida red, de carreteras,
de abastecimiento y saneamiento de aguas, de electricidad y telefonía, etc.
Del área pasamos a la región metropolitana definida esta
como un territorio muy urbanizado -que incluye a varias ciudades-, sobre el que
ejerce su influencia una misma actividad económica, con uno o varios nodos que
le dan acceso a la red de la economía global. Por ejemplo, Barcelona es el nodo
logístico de una región metropolitana que abarcar desde Valencia a Marsella;
Málaga es el nodo de una región metropolitana dedicada fundamentalmente al
turismo desde Algeciras a Almería, pasando por Antequera y Granada Una región
metropolitana es una malla territorial muy urbanizada, enlazada por múltiples
infraestructuras y equipamientos: autopistas y autovías en la franja litoral y
entre ciudades; interconectada por redes eléctricas, gasistas y de agua; campos
del golf, parques temáticos –incluidos los llamados legalmente naturales– y un
gran aeropuerto internacional son algunas de las infraestructuras y
equipamientos, que le dan entidad a la región metropolitana turística en la que
resido. La máquina urbanizadora compacta y conecta a las regiones
metropolitanas del planeta; en ellas viven la mitad de la población mundial con
tendencia ser mayoría. El resto son espacios vacíos y desconectados.
Desde la ciudad industrial a la región metropolitana la
máquina urbanizadora se ha servido de un marco legal adecuado para sus fines.
El urbanismo fue regulado por los planes generales de ordenación urbana de
competencia municipal, pero siempre supeditados a los intereses especulativos
de los constructores y a las obras de grandes infraestructuras sometidas al
Interés general, financiadas en gran parte por el Estado, y dirigidas por los
Ministerios de Obras Públicas o Fomento. Debido al crecimiento de las
concentraciones urbanas la legislación da un paso más, los planes de ordenación
del territorio con un techo de competencia limitado a las regiones o
comunidades autónomas, quedando a salvo de dicha planificación las grandes
infraestructuras de competencia estatal, cofinanciadas y a veces proyectadas
por la UE. Quienes de verdad dictan las políticas territoriales son las grandes
compañías transnacionales para extender sus negocios, las empresas que forman
parte de la propia máquina urbanizadora y los centros de poder encargados de
fabricar orden con el dominio urbano. Trabajan a su servicio, sociólogos,
geógrafos, ingenieros, arquitectos, psicólogos, antropólogo, biólogos, toda una
legión de expertos que contribuyen a la disciplina urbanística.
Urbanismo carcelario
Las grandes urbes son muy vulnerables, tanto por la dependencia
tecnológica para suministrarse y gestionar sus nocividades, como por los
comportamientos desordenados de los urbanitas: ataques a la propiedad,
conductas fuera de la norma, crímenes, motines, revueltas, etc. No hay cárceles
suficientes para asegurar el orden que la máquina urbanizadora trata de
garantizar, pero se puede transformar la ciudad en una cárcel mediante el
urbanismo carcelario. En nombre de la seguridad se quieren ocultar la
vulnerabilidad a la que nos somete la interconectividad. Cualquier fallo,
sabotaje o acto de terrorismo en elementos esenciales de la interconexión
supone un fallo en cadena. Hay un apagón eléctrico en una gran ciudad y deja de
funcionar el transporte público, los ascensores, los electrodomésticos, las
potabilizadoras y depuradoras de agua, etc. Cualquier sistema de transporte se
convierte en arma de destrucción masiva: los aviones en el 11-S y los trenes en
el 11-M.
La sociedad tecnológica es la más vulnerable de las
conocidas, aunque el consumo y la parafernalia de la seguridad en una pequeña
parte del planeta den la sensación de lo contrario. La dependencia del dinero
hace vulnerable a gran parte de la sociedad pues ni el techo ni la alimentación
están asegurados; un futuro robado por la degradación del medio ambiente nos
hace más vulnerables a las catástrofes, los accidentes y a las enfermedades; la
ciudades en las que viven más de la mitad de la población mundial tienen
millones de instalaciones proclives a objetivos terroristas, por lo que a pesar
de la progresiva militarización de estos enclaves, las grandes ciudades son muy
vulnerables.
Vulnerables se sienten las personas con propiedades ante la
existencia precaria de miles de personas que dándole la vuelta a la frase de
Prouhdon, roban a la propiedad. Más vulnerables nos sentimos cuando podemos
perder la vida en un callejón o en una escuela a manos de gente calificadas
como “desviadas”. La respuesta primaria del poder es la militarización del
territorio, la creación de todo tipo de policías públicas o privadas, así
ocurrió en la mayor parte del siglo XX. Desde hace unas décadas se utilizan
técnicas complementarias como el urbanismo carcelario: la trama urbana
planificada como lugar de encierro puesto en constante vigilancia mediante
soportes constructivos (barreras, muros, rejas), tecnológicos y policiales. En
caso de revuelta o motín actúan las dotaciones policiales antidisturbios, que
acceden rápidamente a las periferias urbanas donde se alzan, como colmenas, las
celdas verticales del gueto junto a plazas tan pequeñas como los patios de
cualquier prisión. Las fuerzas policiales de intervención tienen sus cuarteles
en las proximidades de las grandes vías de circulación.
La evolución del urbanismo, desde Haussmann hasta el día de
hoy, facilita el despliegue policial en la metrópolis. La mayor parte de la
policía local está destinada a vigilar y mantener la fluidez del tráfico
rodado, vital para la vida metropolitana. El gusto de los manifestantes por
cortar sin permiso el tráfico y reapropiarse de la calle tiene su respuesta
inmediata en la carga de los antidisturbios. La cadena de montaje de la fábrica
tiene su equivalente en el tráfico rodado de la ciudad-fábrica de la
reproducción social. Demasiado importante para dejarla en manos humanas, la
gestión y control del tráfico está automatizada, quedando para la policía las
funciones de vigilancias, poner multas (ya lo hacen máquinas en algunas
ciudades) y provocar atascos cuando los semáforos de estropean.
El policía de proximidad pretende ser una figura más del
barrio como el tendero, la quiosquera, el barrendero o la peluquera. Son los
ojos de las comisarías en las calles y suelen actuar en los barrios de clase
media y centro de las ciudades. En las periferias la policía patrulla en coches
y furgonetas, y en los barrios “duros” las fuerzas del orden sólo realizan
incursiones sabedoras de que están en territorio “enemigo”. El despliegue policial
en la trama urbana se adecua a los niveles de inclusión/exclusión social de cada
barrio. Pero la mayor parte de las plantillas policiales trabaja en las comisarías,
cuarteles o sedes centrales, acumulando información, tramitando documentos y
fichas, transcribiendo escuchas telefónicas, visionando cintas, controlando los
dispositivos técnicos de vigilancia en la ciudad.
Las actuaciones del urbanismo carcelario cobran su máxima
expresión en las políticas integradas para cambiar la faz de barrios
marginados, que por avatares del crecimiento urbano, o de cambios en las
actividades de la ciudad están situados en espacios centrales muy apetitosos
para los carroñeros especuladores. De todos es conocida la conversión del
barrio Chino de Barcelona en el Raval. Desapareció el barrio de las putas, de
los maki-navaja, de los viejos y empobrecidos vecinos, para reencarnarse en una
gran factoría turística con su museo (el MACBA), restaurantes y tiendas
bohemias, galerías de arte y una vecindad de artistas. Este cambio ha sido
dirigido por los planes urbanísticos de reforma de la zona y protagonizado por
las razzias policiales, las inversiones especulativas, la degradación
consentida del barrio; todo ello cayó sobre las espaldas de los vecinos,
expulsados a las periferias urbanas. Para darle tipismo y diversidad al Raval
en una de las esquinas del barrio sobreviven algunas putas, junto a la zona Paki,
expresión mayoritaria de la “multiculturalidad” inmigrante. En la actualidad,
en la barriada de las Tres Mil Viviendas de Sevilla, se acomete otro plan de
reforma urbanística dirigida por un Comisario municipal que coordina las
actividades policiales, la formación ocupacional, la integración social y las
obras necesarias para acabar como la “merecida fama” de este barrio.
Ocupaciones policiales, periódicas, con redadas y limpieza del barrio,
propuestas de desalojo y traslado de vecinos a otros barrios del área
metropolitana, construcción de una residencia universitaria donde abundan los
estudiantes de Trabajo Social y lo que haga falta para desactivar el gueto de
la Tres MIL.
Los dispositivos tecnológicos son esenciales para el
urbanismo carcelario. Las bases de datos que acumulan lo más significativo del
recorrido “vital” de un urbanita, los localizadores geográficos par indicar
donde te encuentras en este momento, las cámaras de video-vigilancia, las
tarjetas de acceso, los controles electrónicos de salida permiten el control
social de la gente en el ambiente urbano.
Los registros de la propiedad urbana, los de nacimientos,
matrimonios y defunciones en iglesias y juzgados, los archivos policiales y
militares, las oficinas de expedición de documentos de identidad, los ficheros
de la Agencia Tributaria y de la Seguridad Social eran lugares llenos de
legajos donde se podía seguir el rastro de una persona, después de
interminables jornadas (días, semanas, meses) de papeleo y burocracia. Hasta
que llegó primero el ordenador y después Internet. Con los datos que ofrece el
documento nacional de identidad, el carné de conducir, el pasaporte, la tarjeta
bancaria o de la Seguridad Social, la declaración anual de la renta, el padrón
municipal, el Censo, el correo electrónico, el contrato del agua, la
electricidad o el teléfono y los archivos judiciales o policiales, se puede
saber casi todo de cualquier persona y al momento, gracias a la informatización
y conexión entre los grandes bancos de datos que hacen posible las redes de
telecomunicaciones. Las tendencias a convertir en obligatorios los datos de
iris y ADN en los documentos identificatorios, alimentan los sueños del poder
de convertir los bancos de datos en el armazón informativo del Gran Hermano, en
el Ojo que todo lo ve en Metrópolis. Todavía, afortunadamente, los seres
humanos como la luna, tenemos un lado oscuro que no se deja trasparentar ni ver
ante ninguna luz, ni almacenar en un banco.
Los servicios de información geográfica se valen de una
nueva tecnología por satélite para la localización inmediata: es el GPS que
permite llevar a la pantalla del ordenador el mapa de la ciudad dividido en
cuadrículas, que a su vez se dividen y subdividen en cuadrículas más pequeñas
ampliables a la voluntad del usuario, para mostrar manzanas, calles,
automóviles o individuos en movimiento. El GPS fue utilizado por el ejército
israelí para el asesinato selectivo de dirigentes palestinos que en su momento
usaron el teléfono móvil, lo mismo que hicieron los rusos para abatir a un jefe
checheno. También se utiliza el sistema en nuevas experiencias como localizador
de presos en libertad condicional, mediante la colocación de pulseras con el
dispositivo GPS Sirve para navegar y asesinar, pero sobre todo para controlar
movimientos de gente. En la pesadilla de ciencia ficción aparece una población,
en la que cada persona lleva un implante en su cuerpo por el cual es
controlada, se sabe en cada momento donde está, que hace.
Las cámaras de video vigilancia y las tarjetas de acceso son
los dispositivos técnicos más usados en el espacio urbano, ya sean públicos o
privados. Las cámaras de vigilancia tienen como prioridad vigilar espacios
estratégicos para el funcionamiento de la ciudad como espacio productivo. Vista
la metrópolis como una gran fábrica, sus cadenas de montaje serán las redes de
transportes y comunicaciones. En estaciones de metro, autobuses o ferroviarias,
puertos, aeropuertos, rondas de circunvalación, autovías, carreteras y calles
de gran capacidad de tráfico, en las centrales telefónicas y grandes antenas
repetidoras abundan las cámaras como las setas en el bosque. El conocimiento,
factor clave que hace destacar la ciudad-empresa como espacio privilegiado de
la producción, requiere la atención de las cámaras de vigilancia. Los
perímetros exteriores de los centros de investigación también parecen bosques.
La ciudad es por tradición el espacio de la reproducción
social. Esa función cumplen los barrios, las escuelas y hospitales, sus
mercados, plazas y calles. Espacios públicos para fomentar, tanto la disciplina
como la cooperación social. Espacios que necesitan ser vigilados porque en el
encuentro entre la gente florece la subversión; puede circular anónimamente el
otro terrorista, delincuente o a-normal. En los institutos y universidades, en
calles y plazas, el ojo tecnológico ha encontrado acomodo, nos vigila. Lo mismo
ocurre en las urbanizaciones de élite y en los más vulgares porteros
electrónicos.
Los espacios interiores -públicos o privados- son objeto de
la atención de las cámaras de video vigilancia para proteger la propiedad,
básicamente del robo, de no pasar por taquilla o caja. Así ocurre en los
centros comerciales y los transportes públicos, donde las cámaras, además de
cumplir sus labores de vigilancia, sirven como elementos disuasorios. "El
criminal nunca gana" repetía un serial radiofónico en los años cincuenta
del pasado siglo, lo mismo que hoy machacan la mente con el ojo omnipresente
que todo lo ve. La disuasión es una especie de resignación al dominio tecnológico,
de elevar la técnica de la cámara de vigilancia a la categoría del ojo
enmarcado en el triángulo divino.
Completa el arsenal del control tecnológico, las tarjetas
electrónicas, las células fotoeléctricas, las alarmas, y los tornos o mecanismos
de acceso y salida de edificios y transportes. Cuando se extrema la seguridad
para acceder a determinados recintos se utilizan claves digitales,
identificadores de huellas o iris, instrumentos sofisticados minoritarios en el
espacio urbano. Está muy extendida la tarjeta de transporte para acceder al
metro, ferrocarril, tranvía o autobús, así como la tarjeta bancaria para no
llevar más dinero que el imprescindible y no hay librería por pequeña que sea,
que no disponga de control electrónico en sus libros y puertas de salida.
Vigilan la propiedad y siguen el rastro de las personas. La utopía libertaria
de "abajo los muros de las cárceles" puede ser llevada a la práctica:
no hará falta prisiones con el urbanismo carcelario en su pretensión de
convertir a la ciudad en una gran cárcel.
A pesar de todo ello, la sabiduría popular evoluciona y
tiene mucha inventiva a la hora de afanar en hipermercados, practicar el simpa(gar) o encontrar rincones oscuros
para los amores furtivos, donde las cámaras y demás artilugios técnicos sólo
encuentran sombras. Si los novios tiraban piedras contra las farolas, en las
manifestaciones y actos subversivos abundan los pasamontañas, los pañuelos y
las máscaras para no ser reconocibles por el Ojo. Y en todas las cárceles se
construyen túneles, se buscan puntos de fuga, incluida la que nos propone el
urbanismo carcelario.
La ciudad del orden y
el consenso
Desde la ciudad de los dioses a la ciudad empresa la
producción de orden está ligada, no sólo hecho represivo, sino a la capacidad de
consenso social que es capaz de suscitar entre la gente determinados proyectos
constructivos, de movilizar a la ciudadanía como emprendedores de una empresa
común: la ciudad que remoza, rehabilita y construye la máquina urbanizadora. El
simulacro de cielo en la ciudad de las Pirámides y Templos como los de Sumeria,
capaz de albergar a la mayor parte de la población durante las ceremonias
religiosas, debieron deslumbrar a la gente procedentes de las aldeas. La ciudad
de los dioses permitió a los aldeanos trascender de su mera existencia
biológica y continuidad social, para darles un destino cósmico. Cada oikos
habitaba en el cosmos.
El sometimiento de los seres humanos a un destino escrito en
las estrellas tenía su correlato en la ciudad construida bajo mandato divino.
Como nos lo cuenta Lewis Mumford en La megamáquina la gente podía sentirse
orgullosa de participar en la empresa constructora:
“Predominaron en las nuevas ciudades de Mesopotamia estos
grandes edificios, cuya superficie de ladrillo cocido estaban revestidas con
vidrios de colores y aún con láminas de oro, incrustadas a veces con piedras
semipreciosas. También las embellecían, a intervalos, monumentales esculturas
de leones o toros. Análogas construcciones, de diferentes formas y materiales aparecieron
por doquier. Tales edificaciones enardecían, naturalmente, el orgullo de la
comunidad que las había levantado y, subsidiariamente, hasta el más
insignificante de los peones que participaba del nuevo ceremonial de aquellos
grandes centros y ciudades se sentía autor parcial de tales hazañas de poderío
y de las maravillas artísticas que testimoniaban diariamente una vida que
estaba más allá del alcance de os humildes campesinos o pastores de las
localidades distantes”.
Igual de orgullosos se sentirían los canteros que levantaron
las catedrales en las ciudades de la Europa cristiana, o los alicatadores que
llenaron de hermosos azulejos los jardines y fuentes de la Alhambra. Mucho más
cercano en el tiempo, el modesto voluntario barcelonés al pasear por la fachada
marítima de la ciudad recordará, que él formó parte de una empresa común
llamada Olimpiadas'92.
Con la entrada en la Modernidad los valores cívicos, la
urbanidad del habitante de la ciudad serán escogidos como modelo para la
empresa común consistente en acabar con el feudalismo. Desde la ciudad
renacentista a las actuales, los derechos y deberes de ciudadanía fundamentarán
las Constituciones modernas. En la ciudad industrial el consenso social se
fragua en torno a la idea de Progreso. Si hay un proyecto común en el siglo XIX
y buena parte del XX, es el de progresar. Si el campo es un “atraso” la ciudad
es progreso. Las construcciones que se realizan en las ciudades para celebrar
las Exposiciones Universales son la mejor representación del Progreso, la
Industria y la Tecnología.
La ciudad de París se convierte en la anfitriona ideal de
las Exposiciones Universales. Son lugares de peregrinación al fetiche de la
mercancía nos dice Benjamin:
“A estas exposiciones
le preceden la de la industria nacional, de las cuales, la primera tiene lugar
en el Campo de Marte en 1798. Ésta parte del deseo de 'divertir a la clase
obrera, para la cual será una fiesta de la emancipación'. En primer plano
están, pues, los obreros como clientes. Aún no está formado el cuadro de la
industria de la diversión” (...) En la Exposición de 1867, celebrada en París,
la fantasmagoría de la cultura del capitalismo industrial alcanza su despliegue
más luminoso”.
Ciento veinticinco años después, en 1992, La Exposición
Universal de Sevilla se celebra bajo el lema de la Era de los descubrimientos:
500 años de Progreso y Ciencia para crear un cosmos tecnológico que domina la
vida humana. La Expo'92 trae bajo el brazo rondas de circunvalación, autovías,
un recinto edificado por arquitectos prestigiosos cableado por la fibra óptica,
y el primer AVE de la península que une a la ciudad con la capital del Estado.
Son los regalos de la máquina urbanizadora. Poco hizo falta para que Sevilla y
su gente, narcisista como ninguna, amante de las tradiciones, los entierros y
las ferias, se apuntaran fervorosamente a la fiesta del progreso tecnológico y
el consenso que fue la Expo. “To er mundo es güeno” es la frase-resumen de
quien esto escribe, un sevillano.
La ciudad de los emprendedores es una ciudad que avanza y
une a la ciudadanía por proyectos: Expo'92, Olimpiadas de Barcelona,
Forum'2004, Almería-2005, etc. Imprimen a sus voluntarios las cualidades del
esfuerzo individual, del trabajo en equipo, de la competitividad que ven
reflejadas en la difusión mediática del deporte. Porque la ciudad-empresa
compite con otras y se ofrece en la sociedad-red como lugar privilegiado para
la logística, el turismo o la instalación de parques tecnológicos. Para
alcanzar estas metas están los planes estratégicos de las ciudades que recetan
infraestructuras, nuevos equipamientos, reformar espacios, rehabilitar
edificios y zonas; en definitiva “más madera” para la máquina urbanizadora. Se
demanda a la gente esfuerzo individual y cooperación social. La ciudad-empresa
habita en la metrópolis y es algo más que una forma de dominación; su función
se amplía a dispositivo capturador del saber social, que paradójicamente,
muestra al capital al desnudo, como dominio.
La ciudad-empresa siempre está en obras, no hay que olvidar
los grandes beneficios que aportan a las empresas constructoras, y tiende redes
para capturar el saber general mediante la cooperación social y el consenso.
Mar Trafull en Por una política nocturna
refiriéndose a Barcelona nos explica el por qué del ritmo frenético de los
martillos neumáticos en las calles, un tempo-máquina:
“Cuando el alcalde
Clos lleva un tiempo advirtiéndonos que deberíamos irnos acostumbrando a que un
significativo tanto por ciento de la ciudad esté permanentemente en obras, no
está haciendo más que explicitar hasta que punto el proceso de valorización
debe someterse en la actualidad a este tempo. El tema deja de ser que calles,
plazas o edificios necesitan una determinada intervención para aumentar o
restablecer su valor de uso y pasa a dónde, cuándo y en función de que
circunstancias se interviene para cumplir con la ecuación que vincula
mantenimiento, mejora o degradación del espacio urbano con un determinado
volumen de negocio a alcanzar por el territorio metropolitano en su conjunto”
(...) “La ciudad-empresa se convierte así en un dispositivo de captura del
saber general y en acelerador y modulador de este saber en forma de partículas
adecuadas a los ritmos impuestos en el proceso de valorización: adecuadas
finalmente al tempo-máquina: pura sucesión de corcheas en clave neutra y
alternativamente acentuadas, formando secuencias idénticas e interminables en
dos tiempos: proyección-materialización / proyección-materialización / proyección-materialización
/ chum-ba / chum-ba / chumba: bacalao”.
No es casualidad, sino más bien causalidad, que sea la
música tecno la que más guste a los
oídos adiestrados.
La máquina urbanizadora destrozó la proximidad mediante el
crecimiento urbano, imponiendo la movilidad motorizada y la interconexión en
las infraestructuras de transportes, trasvases o redes, dio soporte físico al
urbanismo carcelario y a la ciudad del orden y el consenso. Con todo ello ha
ido mermando la autonomía y libertad de las personas, contribuido a romper
vínculos sociales que posibilitan el vivir en comunidad y somete a la mayor
parte de la población mundial a residir en un entramado urbano muy vulnerable.
Una propuesta subversiva parte de desestructurar, desmontar, deconstruir la
metrópoli y la megalópolis, volver a recuperar la proximidad y desconectarse de
lo que nos hace más dependientes, ya sean infraestructuras, tecnologías o
movilizaciones articuladas por el poder. Nos hace falta una alianza contra la
dominación tecnológica, de la gente que lucha y resiste contra el avance de la
máquina urbanizadora.
(1) El Policloruro de
bifenilo (PCB) está considerado según el Programa de las Naciones Unidas para
el Medio Ambiente como uno de los doce contaminantes más nocivos fabricados por
el ser humano.
Granada, 5 de abril de 2004