El colonialismo no cede sino con el
cuchillo al cuello. Frantz Fanon.
En
los últimos años se han ensayado diversos enfoques sobre el extractivismo, que
abarcan desde el énfasis en sus impactos sobre el medio ambiente y los
perjuicios a las poblaciones, hasta la re-primarización de la matriz
productiva. Contamos con un amplio conjunto de trabajos que incluyen, también,
las resistencias al modelo de minería a cielo abierto y a los monocultivos para
la exportación, así como propuestas alternativas asentadas, buena parte de
ellas, en el Buen Vivir/ Vivir Bien. Los análisis críticos tienden a compartir
la tesis de que el modelo extractivo debe ser considerado como parte del
proceso de acumulación por desposesión, característico del periodo de dominio
del capital financiero (Harvey, 2004).
En
paralelo, se comienza a considerar al extractivismo como una actualización del
hecho colonial, particularmente en el área de la minería, colocando el inicio
de la explotación del Cerro Rico de Potosí (donde fueron sacrificados ocho
millones de indios) en 1545, como el punto de comienzo de la modernidad, del
capitalismo y de la relación centro/periferia en la que se asientan (Machado,
2014).
Considerando
estos análisis como referencias ineludibles, pretendo explorar someramente las
formas de acción que están llevando adelante los movimientos para
neutralizar/desbordar el modelo extractivo, bloquear la acumulación por
despojo, revertir la militarización de los territorios, poner fin a la
persistente degradación ambiental y a la destrucción de los seres humanos.
Entiendo que no se limitan, ni pueden hacerlo, a repetir los repertorios
tradicionales del movimiento sindical, ya que se mueven en espacios donde las
reglas del juego son diferentes.
El
punto de partida de mi argumentación es que hoy los pueblos son obstáculos para
la acumulación por despojo/desposesión. Harvey sostiene que el “principal
instrumento” de la acumulación por desposesión son las privatizaciones de
empresas públicas y que el poder estatal es su agente más destacado (Harvey,
2004). En su argumentación emplea el ejemplo de Argentina en la década de 1990,
que hoy podría aplicarse a buena parte de América Latina y a unos cuantos
países europeos, como Grecia y España, entre otros.
A mi
modo de ver, el argumento de Harvey es enteramente válido para la porción de la
humanidad que se encuentra en la “zona del ser”, pero, para aquella otra parte
que vive en la “zona del no-ser” (Grosfoguel, 2012), el principal instrumento
de la acumulación por desposesión es la violencia, y sus agentes son,
indistintamente, poderes estatales, paraestatales y privados, que en muchos
casos trabajan juntos pues comparten los mismos objetivos.
Ésa
es la situación que en nuestro continente viven las poblaciones cercanas a las
minas y los monocultivos. “Prácticamente no existe poblador vecino de un
proyecto minero que no tenga algún proceso judicial abierto” (Machado, 2014:
224).
La
violencia y la militarización de los territorios son la regla, forman parte
inseparable del modelo; los muertos, los heridos y golpeados no son fruto de
desbordes accidentales de mandos policiales o militares. Éste es el modo
“normal” en que opera el extractivismo en la zona del no-ser. El
terrorismo de Estado practicado por las dictaduras militares destruyó sujetos
en rebeldía y pavimentó las condiciones para el aterrizaje de la minería a
cielo abierto y de los monocultivos transgénicos. Posteriormente, las
democracias –conservadoras y/o progresistas– aprovecharon las condiciones creadas
por los regímenes autoritarios para profundizar la acumulación por despojo:
Poblaciones
enteras son perseguidas, amenazadas, criminalizadas y judicializadas; vigiladas
y castigadas en nombre de la ley y el orden. Líderes y referentes de
organizaciones y movimientos emergentes –mujeres y varones, jóvenes, adultos y
ancianos por igual– son acusados de ser los nuevos terroristas, los enemigos
públicos de una sociedad de la que es necesario expulsarlos (Machado, 2014:
21).
Las
privatizaciones afectaron básicamente a las clases medias urbanas y a las
franjas de trabajadores vinculadas al Estado del Bienestar, sobre todo en el
caso argentino.(1) En el caso de los sectores sociales para los que nunca operó
la inclusión ni se beneficiaron con el “bienestar”, las privatizaciones constituyen
apenas la primera etapa del despojo. Indígenas, negros y mestizos, campesinos
sin tierra, mujeres pobres, desocupados, trabajadores informales y niños de las
periferias urbanas, están sufriendo lo que el ezln ha definido como la Cuarta Guerra Mundial. Como en todas las
guerras, se trata de conquistar territorios, de destruir enemigos y de
administrar los espacios conquistados subordinándolos al capital:
La
Cuarta Guerra Mundial está destruyendo a la humanidad en la medida en que la
globalización es una universalización del mercado, y todo lo humano que se
oponga a la lógica del mercado es un enemigo y debe ser destruido. En este
sentido todos somos el enemigo a vencer: indígenas, no indígenas, observadores de
los derechos humanos, maestros, intelectuales, artistas. (Subcomandante Marcos,
1999).
La
novedad de esta nueva guerra es que los enemigos no son los ejércitos de otros
Estados, ni siquiera otros Estados, sino la propia población, en particular,
aquella parte de la humanidad que vive en la zona del no-ser. En suma, se trata
de: acabar con los pueblos que sobran, desertizar territorios y luego
re-conectarlos al mercado mundial. Los modos de eliminar a los pueblos no
implican necesariamente la muerte física, aunque ésta va sucediendo lentamente
mediante la expansión de la desnutrición crónica y las viejas/nuevas
enfermedades, como el cáncer, que afecta a millones de quienes están expuestos
a los químicos de los monocultivos y de la minería.
Los
modos más habituales son la eliminación de los pobres a través de su exclusión:
confinamiento en espacios cercados de policías y guardias privados en las
periferias urbanas. El caso más extremo es el de la Franja de Gaza, y los más
comunes se pueden encontrar en las barriadas de todas las grandes ciudades
latinoamericanas. Muchas comunidades rurales cercanas a los emprendimientos
extractivos han sido aisladas y rodeadas por dispositivos militares-económicos
que actúan como cercos materiales y simbólicos, como les sucede a las
comunidades mapuche en la Patagonia, a los pueblos indios y afros en el Cauca
colombiano, así como a los pueblos atravesados por el “tren del hierro” de la
minera Vale en el estado de Maranhão y a cientos de comunidades en las regiones
andinas.
Estamos
ante dos genealogías diferentes. La que afecta a los pueblos del sur no cabe en
el concepto de “acumulación originaria”, delineado por Marx en El Capital para reflexionar sobre la
experiencia europea. La expropiación violenta de los productores, lo que define
como el “proceso histórico de escisión entre producción y medios de
producción”, es el acta de nacimiento del capital pero también de los
“proletarios totalmente libres” que serán empleados por la nueva industria
(Marx, 1975: 893). Ese proceso de escisión a partir del cual se crea una nueva
relación social, capital-trabajo, fue tan real para Inglaterra como irreal para
las colonias.
En
América Latina los indios no fueron separados de sus medios de producción sino
forzados a trabajar gratuitamente en las minas, mientras los negros fueron
arrancados por la fuerza de su continente. En ambos casos se cometió un
genocidio que determinó que la población originaria fuera casi exterminada.
Nació un capitalismo sin proletarios, en el sentido europeo que le da Marx
cuando señala que la expropiación de los productores fue “la disolución de la
propiedad privada fundada en el trabajo propio” (Marx, 1075: 951). Los indios
no tenían un concepto de propiedad privada como los campesinos ingleses, sino
de comunidad, y consideraban la tierra como un bien común sagrado. La
acumulación “originaria” no fue el “pecado original” del modo de producción
capitalista, sino la forma constante de acumulación durante cinco siglos,
basada en la esclavitud, la servidumbre, el trabajo informal y la pequeña
producción familiar/mercantil que, aun actualmente, son las formas dominantes
de trabajo, siendo el empleo asalariado uno más entre los muchos modos de trabajo
existentes (Quijano, 2000a).
En
segundo lugar, históricamente en la América Latina india/negra/mestiza los
principales modos de disciplinamiento no fueron el panóptico ni los satanic mil,(2) sino la masacre o la
amenaza de masacre (léase exterminio), tanto durante la colonia como durante el
período republicano, en dictaduras o en democracias, hasta el día de hoy: desde
los 3 600 ametrallados en Santa María de Iquique en 1907, hasta las decenas de
muertos en Bagua en junio de 2009. Ambas masacres sucedieron bajo regímenes de
democracia electoral, lo que indica el carácter de este sistema en la región.
Sólo en Chile, en las siete décadas que transcurrieron desde 1903 hasta el
golpe de Estado de 1973, el historiador Gabriel Salazar enumera quince masacres
(“ametrallaron a los rotos”),(3) a razón de una cada tres años en promedio,
considerando que la última abarcó todos los rincones del país y cobró diez mil
vidas (Salazar, 2009: 214). La organización Maes de Maio, creada por las madres
de los 500 asesinados por los aparatos represivos en São Paulo en mayo de 2006,
señala que entre 1990 y 2012 se produjeron 25 masacres contra habitantes de favelas, o sea, contra jóvenes/negros/pobres (Maes de Maio, 2014)(4)
En
tercer lugar, el Estado-nación latinoamericano tiene una genealogía diferente a
la europea, como nos recuerda Aníbal Quijano. Aquí no se registró “la
homogeneización de la población en términos de experiencias históricas
comunes”, ni una democratización de la sociedad que pudiera expresarse en un
Estado democrático; las relaciones sociales se fijaron de acuerdo a la
colonialidad del poder establecida sobre la idea de raza, convertida en el
factor básico de la construcción del Estado-nación. “La estructura de poder fue
y aún sigue estando organizada sobre y alrededor del eje colonial. La
construcción de la nación y sobre todo del Estadonación han sido
conceptualizadas y trabajadas en contra de la mayoría de la nación, en este
caso de los indios, negros y mestizos” (Quijano, 2000b: 237).
Los
tres ejes mencionados explican la continuidad de la dominación y la exclusión
de las mayorías, inferiorizadas racialmente, con independencia del régimen
político y de las fuerzas que administren un Estado colonial. Con el neoliberalismo
y la hegemonía de la acumulación por despojo, se produce además la
“expropiación de la política”, que en los casos más extremos (México, Colombia
y Guatemala) pasa por la articulación entre paramilitarismo, empresas
extractivas y corrupción estatal, en lo que bien puede considerarse como una
re-colonización de la política (Machado, 2014).
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La considerada tragedia ambiental más grave de Brasil fue causada por la ruptura de los diques de contención de dos depósitos de agua y residuos minerales de una mina de Samarco, empresa controlada por la brasileña Vale y la anglo-australiana BHP, dos de las tres mayores mineras del mundo.Tras anegar siete poblados y contaminar por completo el río Doce, uno de los más importantes del sudeste de Brasil, los cerca de 62 millones de metros cúbicos de vertido llegaron finalmente al océano Atlántico.
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1.
El extractivismo contra los pueblos
Quiero
destacar siete aspectos del extractivismo actual en el continente, que muestran
de forma nítida sus modos neocoloniales de someter a los pueblos, permitiendo
establecer que la acumulación por desposesión en el sur del mundo no puede
implementarse sin antes instaurar un estado de excepción permanente.
El
primero es la masiva ocupación de
territorios por la minería a cielo abierto y los monocultivos, seguida de
la expulsión de comunidades enteras, del estrechamiento de sus posibilidades de
mantenerse en el territorio debido a la presencia militar de actores armados.
En varios países andinos, entre 25 y 30% del territorio ha sido concesionado a
multinacionales de la minería, mientras los monocultivos ocupan las mejores
tierras y presionan sobre los pequeños productores rurales.
En
segundo lugar, se establecen relaciones
asimétricas entre las empresas transnacionales, los Estados y las poblaciones.
Desde un punto de vista estructural, el principal efecto del extractivismo ha sido
“reinstalar un nuevo patrón de asimetrías económicas y geopolíticas a través de
la creación de territorios especializados en la provisión de bienes naturales, intervenidos
y operados bajo el control de grandes empresas transnacionales” (Colectivo
Voces en Alerta, 2011:12).
En
tercer lugar, ha generado economías de
enclave, como expresión extrema de espacios socio-productivos
estructuralmente dependientes (Colectivo Voces de Alerta, 2011: 15). Los
enclaves representaban una de las principales formas de ocupación del espacio
en la colonia; se caracterizan por no tener relaciones con el entorno y por sus
economías “verticales”, que no se articulan con las economías de las
poblaciones. Extraen, se llevan, pero no interactúan; empobrecen la tierra, el
tejido social y aíslan a las personas.
En
cuarto lugar, se registran intervenciones
políticas potentes que consiguen modificar las legislaciones, al punto de
que fuerzan a los Estados a otorgar importantes beneficios fiscales a las
empresas, a garantizar la estabilidad de las ganancias, a eximirlas del pago de
impuestos, de derechos de importación y de otras obligaciones que rigen para
los ciudadanos, colocando a los países en una situación de dependencia que
implica el fin de las soberanías. En Argentina, el Código de Minería declara
expresamente que el Estado no puede explotar ni disponer de las minas y, por
eso concede a los “particulares la facultad de buscar minas, de aprovecharlas y
disponer de ellas como dueños...” (Colectivo Voces deAlerta, 2011:37).
En quinto
lugar, se registra un ataque a la
agricultura familiar y a la soberanía alimentaria. La minería y los
monocultivos desconocen a las poblaciones y al medio ambiente local, generan un
grave problema de agua, ya sea por escasez o contaminación, y rompen los ciclos
biológicos; se evidencia una tendencia hacia la desterritorialización y la
desintegración sociales; así, las comunidades pierden acceso a ciertas zonas de
producción, la presencia extractiva fomenta la migración campo-ciudad y la
redefinición de los territorios como consecuencia de la intervención vertical
de las empresas y de la desintegración comunal, generando espacios locales transnacionalizados
(Giarraca y Hadad, 2009: 239-240).
La militarización es
el sexto aspecto a destacar. Según el Observatorio de Conflictos Mineros de
América Latina, hay más de 206 conflictos activos como consecuencia de la
megaminería en la región, que afectan a 311 comunidades (olca, 2014). En Perú,
la conflictividad hizo caer dos gabinetes del gobierno de Ollanta Humala y
condujo a la militarización de varias provincias. Entre 2006 y 2011, los
conflictos socioambientales provocaron la muerte de 195 activistas en el país
andino.
Por
último, el extractivismo es un “actor
social total”. Interviene en la comunidad donde se instala, genera
conflictos sociales y provoca divisiones. Pero también busca generar adhesiones
a través de “contratos directos y dádivas u ofertas a individuos y comunidades
particulares, bajo la forma de acción social empresarial, apuntan a dividir a la
población, a fin de lograr una espuria “licencia social” o acallar a los
sectores que se oponen” (Colectivo Voces de Alerta, 2011: 73). Las empresas
desarrollan vínculos estrechos con universidades e instituciones, hacen
donaciones a escuelas y clubes deportivos. Se convierten en “un actor social
total” (Svampa y Antonelli, 2011: 47). Tienden a reorientar la actividad
económica y se convierten en agentes de socialización directa con acciones
sociales, educativas y comunitarias. Pretenden ser “agente socializador” para
conseguir “un control general de la producción y reproducción de la vida de las
poblaciones” (Svampa y Antonelli, 2009: 47).
El
extractivismo está promoviendo una completa reestructuración de las sociedades
y de los Estados de América Latina. No estamos ante “reformas” sino ante
cambios que ponen en cuestión algunas realidades de las sociedades, como el
proceso regresivo en la distribución de la tierra (Bebbington, 2007: 286). La
democracia se debilita y en los espacios del extractivismo deja de existir; los
Estados se subordinan a las grandes empresas al punto de que los pueblos no
pueden contar con las instituciones para protegerse de las multinacionales.
2.
Movimientos sociales bajo el estado de excepción, o luchar con el “cuchillo al
cuello”
La
resistencia de las comunidades y pueblos contra la minería se ha visto forzada
a innovar, siguiendo otros caminos respecto a lo que venían haciendo los
movimientos sociales. La recolonización coloca en la agenda de los movimientos
nuevos temas, en particular, cómo trabajar en áreas donde no son reconocidos
los derechos humanos/ ciudadanos/ civiles/laborales de las personas, en las que
su humanidad está siendo negada (Fanon, 2011).
La
forma como se viven las opresiones en la zona del ser y en la zona del no-ser
son cualitativamente distintas (Grosfoguel, 2012). Los modos como se regulan
los conflictos en cada zona son también distintos: en la primera, existen
espacios de negociación, se reconocen los derechos civiles, laborales y humanos
de las personas, funcionan los discursos sobre la libertad, la autonomía y la
igualdad, y los conflictos se gestionan mediante métodos no violentos, o por lo
menos, la violencia es la excepción. En la zona del no-ser, a la que también se
define como la línea debajo de lo humano, los conflictos son regulados mediante
la violencia y sólo de forma excepcional se usan métodos no violentos
(Grosfoguel, 2012).
Por
eso Grosfoguel sostiene que la teoría crítica que se produce en la zona del ser
a partir de los conflictos que involucran a los oprimidos de esa zona, con sus
derechos y su historia, no puede tener pretensión de universalidad. “La
imposición de esta teoría crítica desde la zona del ser hacia la zona del
no-ser constituye una colonialidad del saber por la izquierda” (Grosfoguel,
2012: 98). Del mismo modo, los sujetos colectivos de la zona del no-ser, no
deberían adoptar de forma acrítica la teoría social creada a partir de las
luchas de los oprimidos en la zona del ser, ni las mismas formas de lucha,
estrategias y estilos de organización nacidos en los conflictos que tienen
lugar en la zona del ser.
En
las zonas de hegemonía del extractivismo, donde no se reconoce la humanidad de
las personas (negros, indios, mestizos), las personas están sometidas a lo que
Benjamin consideraba “un estado de excepción permanente”. No pueden ejercer los
derechos que tiene la parte blanca/clase media de la sociedad. Los favelados de Rio de Janeiro y São Paulo no
pueden ejercer libremente el derecho de manifestación, porque son sistemáticamente
atacados por la Policía Militar con balas de plomo.
En
Perú, buena parte de las disposiciones legales para la explotación extractiva
de la Amazonía, incluyendo la reversión de la propiedad comunal, se impusieron
mediante más de cien Decretos Legislativos, que otorgan al Ejecutivo la
posibilidad de emitir decretos con rango de ley (Pinto, 2009). Con el fin de
imponer el proyecto aurífero Conga, en varias oportunidades el gobierno de
Ollanta Humala decretó el “estado de emergencia” para garantizar el orden interno,
movilizando a las fuerzas armadas hasta las provincias afectadas (La
República.pe, 2012). Ambas figuras apelan a medidas provisorias y excepcionales
que implican una ampliación de los poderes del Ejecutivo, borrándose las
fronteras entre la emergencia militar y la emergencia económica, instalando la
seguridad como paradigma de gobierno y desvaneciendo las diferencias entre paz
y guerra (Agamben, 2004).
Un
Estado Policía formalmente legal, pero dedicado a generar excepciones como
criterio de gobierno y a mantener a raya a las “clases peligrosas” mediante una
vasta gama de intervenciones, que incluyen desde las políticas de
responsabilidad social empresarial –que avalan la evasión impositiva– hasta la
intervención policial/ militar discrecional, dirigidas a establecer el control
territorial armado, a partir del cual el cuerpo policial es encargado de
administrar y gestionar cosas y cuerpos de modo exclusivo y excluyente (Ferrero
y Job, 2011).
¿Cómo
se hace política, qué tipo de organización se construye, qué formas de acción
se implementan, en territorios administrados bajo un estado de excepción
permanente? Una constatación previa es que no se puede salir del extractivismo
gradualmente, por etapas o a través de negociaciones. Menos aún por la llegada
al gobierno de fuerzas políticas que prometan instalar otro modelo, porque ese
modelo alternativo no existe más que en los territorios en resistencia de las
comunidades indias, negras, campesinas y de las periferias urbanas.
Las
experiencias históricas de las luchas de clase nos remiten en dos direcciones
temporales. La primera corresponde al modo en que los obreros fabriles
desmontaron el fordismo-taylorismo en la década de 1960. Fue una lucha en el
taller, cara a cara, palmo a palmo, disputando cada minuto de trabajo al
control de los capataces, desarticulando la organización del trabajo (Arrighi y
Silver, 2001; Gorz, 1998), tanto en los países desarrollados como en las
periferias (Brennan, 1996). No fue una lucha de aparatos; en el desmontaje del
fordismo los aparatos sindicales y de la izquierda no jugaron el menor papel.
Fue una lucha de la clase, directa, sin intermediarios ni representantes. Fue,
y esto no es fácil de admitir, una lucha sin programa, sin proyecto, sin
objetivos precisos, porque se trataba de resistir, de pelear, de colocarle el
cuchillo al cuello al control patronal de los tiempos de trabajo.
La
segunda genealogía histórica es precisamente la de quienes están resistiendo al
extractivismo y tiene una de sus referencias principales en la revuelta de
Bagua (junio 2009) y en la lucha contra la minera Conga, ambas en Perú, pero
también en la lucha contra Monsanto en Córdoba, en el barrio de Ituzaingó y en
la ciudad de Malvinas Argentinas. Se trata de procesos a partir de los cuales
las comunidades luchan palmo a palmo por el territorio, organizándose para no
dejar ingresar a las multinacionales o para expulsarlas, convierten los
territorios en barricadas y los cuerpos en trincheras, a falta de leyes, de
Estados y autoridades que los amparen. Es el modo como siempre han luchado los
de más abajo: poniendo el cuerpo, arriesgando la vida, las familias, los hijos.
No tienen otro camino, porque viven en la zona del no-ser, en la que su
humanidad no es reconocida.
Parece
necesario sistematizar las principales formas de acción empleadas en la
resistencia al extractivismo, con una mirada amplia que abarque toda la región
latinoamericana en las últimas décadas. De este análisis surgen nítidamente las
diferencias con el tipo de acciones llevadas adelante por el movimiento obrero.
▶ Autodefensa comunitaria con
base en formas comunitarias territoriales de poder popular. Quizá el caso más
importante sea el de las rondas campesinas del norte de Perú, nacidas en la
década de 1970 para combatir el abigeato(5) y devenidas en órganos comunes/
comunitarios capaces de ordenar la vida interna, de administrar justicia, de
construir obras de interés comunitario y, más recientemente, de organizar la
resistencia al avance de la minería. En este proceso las rondas han devenido en
Guardianes de las Lagunas, enfrentando directamente a las compañías mineras
y al Estado policial peruano. En el sur de Colombia, la Guardia Indígena de los
cabildos nasa y misak juega un papel similar de defensa comunitaria y como
principio de orden interno. En ambos casos, se pone en juego la capacidad de un
sector social (campesino o indígena) para poner en movimiento sus mecanismos de
contra-poder.
▶ Acción directa
contra las multinacionales, paralizar las obras, obstaculizar que las empresas
trabajen, destruir las maquinarias, impedir incluso la realización de estudios
de impacto ambiental como hicieron los pescadores mapuche (OLCA, 2006),
proteger las lagunas y otras zonas con campamentos permanentes como sucede en
Cajamarca, Perú (Hoetmer, 2014), realizar mingas
para tapar los socavones de las minas, como lo hacen los nasa en el Cauca (ACIN,
2014). Este tipo de acciones son posibles porque las deciden y sostienen
comunidades enteras, con sus propias autoridades implicadas en ellas. En las
ciudades han sido posibles otro tipo de acciones, como las que mantuvieron las
Madres de Ituzaingó y la Asamblea de Malvinas Argentinas –contra las
fumigaciones aéreas de los monocultivos de soja transgénica y la instalación de
una planta de acondicionamiento de semillas de Monsanto en su territorio
mediante acciones legales y bloqueos directos a la empresa–, pero siempre sobre
la base del involucramiento directo de las personas, de la persistencia de la acción
a pesar del aislamiento y del acoso de una amplia gama de actores: Estado, policías,
justicia, sindicatos...
▶ Marchas de sacrificio
hasta localidades vecinas o incluso hasta la capital, recorriendo a veces miles
de kilómetros para difundir la realidad que viven, pero también para ganar
aliados, en sitios a los que habitualmente no tienen acceso. Este tipo de
acciones eran realizadas por el movimiento sindical en momentos de crisis
agudas, con similares características. En este caso pesa un factor
determinante: la necesidad de romper el cerco material y simbólico, policial y
mediático, tendido sobre las comunidades que resisten para aislarlas y
someterlas, lejos de la visibilidad de sus potenciales aliados urbanos.
▶ Cortes de rutas y acampadas,
como forma de impedir la circulación de mercancías, de bloquear el ingreso de
las multinacionales al territorio en resistencia o para defenderlo de otros
actores externos. No hay lucha contra el extractivismo que no haya utilizado
este tipo de acciones. Al igual que las marchas, se busca la visibilidad, pero
además se procura impedir que las empresas sigan adelante con sus proyectos
extractivos. Los campamentos, por su parte, juegan un papel central a la hora
de abrir espacios para la interconexión de los de abajo, en tanto se trata de
sectores que no tienen espacios propios en la sociedad, como son los sindicatos
para los trabajadores formales, sino que deben construirlos como pre-condición para
tejer alianzas, para encontrar lenguajes y códigos comunes con los semejantes,
y desde allí lanzar desafíos al modelo hegemónico.
▶ Coordinaciones y
otras formas flexibles de articulación. Los movimientos contra el extractivismo
no se han dotado de estructuras jerárquicas formales, como lo han hecho los
movimientos sindicales y las organizaciones sociales rurales y urbanas. En su
lugar, han creado articulaciones más o menos permanentes para coordinar
acciones, y también para procesar reflexiones y planes de lucha, con delegados
rotativos mandatados, como forma de rehuir de la figura del representante. En
algunos países, las coordinaciones se establecen de forma puntual para realizar
acciones de envergadura, como las marchas hacia las ciudades.
▶ Consultas a la población a
través de referendos. Es un modo de utilizar
un mecanismo de la democracia electoral para afianzar a los movimientos.
En
general se han utilizado a escala local, en pequeñas ciudades o regiones, como
forma de hacer visible la existencia de un consenso comunitario contra el
extractivismo. En el mismo sentido, han conseguido que muchos municipios se
pronuncien contra la minería a cielo abierto y las fumigaciones.
▶ Levantamientos, insurrecciones,
rebeliones. Desde el Caracazo de 1989, en la región se han
producido diecinueve levantamientos populares en áreas rurales y en ciudades,
los cuales derrocaron gobiernos, deslegitimaron al modelo neoliberal y a las
privatizaciones, instalaron nuevos temas y actores en las agendas y modificaron
la relación de fuerzas en el continente.
Estos
repertorios de acción están anclados en el territorio y las comunidades son sus
bases de sustento social y político. Los actores que los practican son casi
siempre los “sin”, los que no tienen derechos, los que viven en la zona del
no-ser. Su objetivo inmediato no consiste en negociar condiciones de trabajo ni
salarios, sino en crear una situación de
hecho que haga imposible la continuidad del extractivismo, en bloquear la
acumulación por desposesión. Es una pulsión de vida para frenar un modelo de muerte.
Los
oprimidos de América Latina pueden hacer acuerdo con el aserto de Agamben, de
que el paradigma político de Occidente no es la ciudad sino el campo de concentración (Agamben, 1998).
La negociación para la inclusión no tiene sentido allí, del mismo modo que no
es posible negociar bajo el Estado
Policía, otra cosa que no sean los modos de subordinación. Propongo
interpretar este conjunto de formas de acción de los de abajo, como las
herramientas necesarias para desbordar/neutralizar el extractivismo/estado de
excepción permanente. En estas acciones, se pone en juego aquella tradición de
los oprimidos que Benjamin (2010), en la XII Tesis sobre la Historia, consideraba “el nervio de su mejor
fuerza”, que los progresismos de todos los tiempos quieren que olviden: el odio
y la voluntad de sacrificio; “pues ambos se nutren de la imagen de los antepasados
esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados”.
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Notas:
1. Una parte de los asalariados de empresas estatales fueron despojados de sus
empleos estables y empujados violentamente hacia la pobreza y la informalidad,
mientras que otra parte pudo relocalizarse de diversos modos en las clases
medias.
2. Fábricas del diablo, en las que se vieron forzados a trabajar los campesinos
cuyas tierras comunales fueron cercadas/expropiadas (Polanyi, 1989).
3. Su
lista de masacres incluye: 1903 Valparaíso, 1905 Santiago, 1906 Antofagasta,
1907 Iquique, 1919 Patagonia, 1924 La Coruña, 1931 Copiapó, 1934 Ranquil, 1938
Santiago, 1946, 1957 y 1962 Santiago, 1967 Salvador, 1969 Puerto Montt y 1973
todo el país.
4. Se
trata de la represión que siguió a las acciones de la organización criminal
Primer Comando de la Capital.
5. Robo de ganado o animales domésticos. [Nota de las editoras]
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