GUERRA PREVENTIVA, AMERICANISMO Y
ANTIAMERICANISMO.
1. Mito y realidad del antiamericanismo
de izquierda
La
última guerra en contra de Irak estuvo acompañada por un singular fenómeno
ideológico; se buscó acallar el enorme movimiento de protesta sin precedentes,
que en esa ocasión se desarrolló, lanzando en su contra la acusación de antiamericanismo.
Esto, más que una postura política equivocada, se ha mostrado, y se sigue
mostrando, en previsión de las nuevas guerras que se perfilan en el horizonte,
como un síntoma de inadaptación con respecto a la modernidad y sordera frente a
las razones de la democracia. Esta enfermedad –se afirma– es común a los
antiamericanistas de izquierda y de derecha y caracteriza las peores páginas de
la historia europea; por tanto –se concluye– criticar a Washington y la guerra
preventiva no promete nada bueno. Sería fácil responder llamando la atención sobre
el antieuropeismo que se está acrecentando en la otra parte del Atlántico y que
tiene una larga tradición a cuestas.
Llama
la atención, sobre todo, que en este clima ideológico y político nadie recuerde
ya el terror desencadenado por el KuKlux Klan, a nombre de la defensa del
“americanismo puro” o bien del “americanismo al 100%”, en contra de los negros
y blancos culpables de cuestionar la white
supremacy (en MacLean 1994, 4-5, 14). Está también ausente de la memoria la
cacería de brujas macartista contra los sospechosos de alimentar ideas o
sentimientos un-american. Pero
cuestionémonos sobre el tema principal. ¿Tiene algún fundamento histórico la
tesis de la convergencia, en clave antidemocrática, del antiamericanismo de
izquierda y de derecha? En realidad el joven Marx define a los Estados Unidos
como el “país de la emancipación política consumada”, o también como “el
ejemplo más perfecto del Estado moderno”, el cual asegura el dominio de la
burguesía sin excluir a priori a ninguna clase social del uso de los derechos
políticos (cfr. Losurdo 1993, 21-2). Ya aquí se puede notar una cierta
benevolencia: más que estar ausente, en los Estados Unidos la discriminación
observada asume una forma “racial”.
Todavía
mas desequilibrada, en sentido filo-americano, es la postura de Engels. Luego
de haber distinguido entre “abolición del Estado” en el sentido comunista, en
el sentido feudal o en el sentido burgués, agrega: “en los países burgueses la
abolición del Estado significa la reducción del poder estatal al modo de Norte
América. Aquí los enfrentamientos de clase se desarrollan de manera incompleta;
las luchas de clase se camuflan cada vez más mediante la emigración al oeste de
la sobrepoblación proletaria. La intervención del poder estatal, reducido a un
mínimo en el Este, no existe de hecho, en el Oeste” (Marx, Engels, 1955, vii,
288). Más que de abolición del Estado “aún en sentido burgués”, el oeste parece
ser sinónimo de ampliación de la esfera de la libertad: no existe alusión
alguna sobre la suerte reservada a los pieles rojas, así como tampoco mención
alguna sobre la esclavitud de los negros. Es semejante el tratamiento en el
Origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado: los Estados Unidos
son presentados como el país en el cual, el aparato político y militar separado
de la sociedad, al menos en ciertos periodos de su historia y ciertas partes de
su territorio, tiende a reducirse a cero (Marx, Engels, 1955, xxi, 166).
Estamos en 1884: en este momento, los negros no sólo son privados de los
derechos políticos conquistados inmediatamente después de la guerra de
Secesión, sino forzados a un régimen de Apartheid y sometidos a una violencia
que alcanzó las formas más inhumanas de linchamiento. En el sur de los Estados
Unidos, donde posiblemente era más débil el Estado, era por lo tanto más fuerte
el Ku Klux Klan, expresión sin duda de la sociedad civil, en la que residía el
ejercicio del poder, y de una forma brutal. Precisamente el año anterior a la
publicación del libro de Engels, la Corte Suprema había declarado
inconstitucional una ley federal que pretendía prohibir la segregación de los
negros en los lugares de trabajo o de servicios (los ferrocarriles) manejados por
compañías privadas, substraídas por definición a toda intervención estatal.
Es
muy importante notar que, en el plano de la política internacional, Engels
parece ensalzar la ideología del Manifest Destiny, tal como se deduce de la
celebración de la guerra contra México: gracias al “valor de los voluntarios americanos”,
“la espléndida California les fue arrebatada a los indolentes mexicanos, los
cuales no sabían qué hacer con ella”; aprovechando las nuevas y gigantescas
conquistas, “los vigorosos Yankees” dan un nuevo impulso a la producción y a la
circulación de la riqueza, al “comercio mundial”, a la difusión de la
“civilización” (Zivilisation) (Marx, Engels, 1955, vi, 273-5). Sin embargo, a
Engels se le escapa un hecho denunciado con fuerza, en el mismo periodo de
tiempo, por los círculos abolicionistas estadounidenses: la expansión de los
Estados Unidos significaba la extensión institucionalizada de la esclavitud.
Por
lo que se refiere a la historia del movimiento comunista propiamente dicho, es
notoria la fascinación que el taylorismo y el fordismo ejercen sobre Lenin y
Gramsci. Bujarin va más allá en 1923: “es necesario sumar el americanismo al
marxismo” (en Figes, 2003, 24). Un año después, Stalin muestra tal admiración,
al país que había participado en la intervención contra la Rusia soviética, al
grado de ponerlo como ejemplo a los cuadros bolcheviques: si quieren estar
realmente a la altura de los “principios del leninismo”, deben saber asimilar
“el espíritu práctico americano”. “Americanismo” y “espíritu práctico” significan
no sólo concreción sino también intolerancia por los prejuicios, conduciendo, a
final de cuentas, a la democracia. Como Stalin aclara en 1932: los Estados
Unidos son un país ciertamente capitalista, sin embargo, “las tradiciones en la
industria y en la praxis productiva tienen algo de democrático, cosa que no se
puede decir de los viejos países capitalistas de Europa, donde está vivo
todavía el espíritu señorial de la aristocracia feudal” (cfr. Losurdo, 1997,
81-6)
Desde
su perspectiva, Heidegger tiene razón cuando reprocha a los USA y la Unión
Soviética el representar, desde un punto de vista metafísico, el mismo principio,
consistente en el desencadenamiento de la técnica y en la “masificación del
hombre” (Losurdo, 1991 a, 90). No hay duda de que los bolcheviques se sienten
fuertemente atraídos por la América del melting pot y del self made man. Otros aspectos,
en cambio, les resultan ciertamente repugnantes. En 1924, Correspondance
Internationale (la versión francesa del órgano de la Internacional Comunista)
publica el artículo de un joven indochino establecido en los Estados Unidos, el
cual, así como tiene admiración por la revolución americana, siente horror por
la práctica del linchamiento que sufren los negros en el sur. Uno de estos
espectáculos de masa es descrito de manera despiadada:
“Al
negro se le cuece, se le tuesta y se le quema. Él merece morir no sólo una sino
dos veces. Por ello además se le ahorca, o más exactamente se cuelga lo que
resta de su cadáver… Cuando todos ya están saciados, el cadáver se descuelga.
La soga se corta en pequeños pedazos y se venden entre tres y cinco dólares
cada uno”.
Aun
así, el desprecio por el régimen de la white
supremacy no desemboca en realidad en una condena indiscriminada de los Estados
Unidos: sí, el Ku Klux Klan revela toda “la brutalidad del fascismo”, pero éste
terminará por ser eliminado, más que por los negros, hebreos y católicos (las
víctimas en diferentes niveles de esta brutalidad), por “todos los americanos
decentes” (en Wade, 1997, 203-4). Sin duda no estamos ante la presencia de un antiamericanismo
indiferenciado.
2. Un “espléndido Estado del futuro”
Sí, el
joven indochino identifica al Ku Klux Klan con el fascismo. Sin embargo, las
semejanzas entre los dos movimientos tampoco escapan a los testimonios
americanos de la época. No pocas veces, con juicios de valor positivos o
negativos, éstos comparan a los hombres de uniforme blanco del sur de los
Estados Unidos con las “camisas negras” italianas o con las “camisas pardas”
alemanas. Después de haber llamado la atención sobre los rasgos comunes al Ku
Klux Klan y al movimiento nazi, una estudiosa estadounidense de nuestros días
considera haber llegado a esta conclusión: “Si la gran depresión no hubiera
abatido a Alemania con toda la fuerza con la que lo hizo, el nacionalsocialismo
podría ser tratado tal y como a veces se considera al Ku Klux Klan: como una
curiosidad histórica, cuyo destino estaba ya marcado” (MacLean, 1994, 184). Esto
significa que, para explicar el fracaso del Imperio Invisible en los Estados
Unidos y la llegada del Tercer Reich en Alemania, más que la distinta historia
ideológica y política, lo sería el contexto económico diverso. Puede ser que
esta afirmación sea exagerada. Sin embargo, cuando, para silenciar las críticas
en contra de la política de Washington, se recuerda la contribución esencial
que los Estados Unidos, junto con otros países (comenzando por la Unión Soviética)
dieron a la lucha en contra de la Alemania Hitleriana y sus aliados, se dice
solo una parte de la verdad; la otra parte la constituye el notable papel que
los movimientos reaccionarios y racistas americanos desarrollaron al inspirar y
alimentar en Alemania la agitación que al final desembocó en el triunfo de
Hitler.
Ya
en los años 20, entre el Ku Klux Klan y los círculos alemanes de extrema
derecha se establecieron relaciones de intercambio y colaboración con la
consigna del racismo en contra de los negros y en contra de los judíos. Todavía
en 1937, Rosenberg ensalza a Estados Unidos como un “espléndido país del
futuro”: ellos han tenido el mérito de formular la feliz “nueva idea de un
Estado racial”, idea que en la actualidad se trata de poner en práctica “con fuerza
joven”, mediante la expulsión y la deportación de “negros y amarillos”
(Rosenberg, 1937, 673). Basta dar una mirada a la legislación presentada
inmediatamente después del advenimiento del Tercer Reich, para darse cuenta de
las analogías con la situación existente en el Sur de los Estados Unidos:
obviamente, en Alemania, los alemanes de origen judío son los primeros en
ocupar el lugar de los afroamericanos. Hitler se preocupa en distinguir claramente,
incluso en el plano jurídico, la posición de los arios con respecto a la de los
judíos y los pocos mulatos radicados en Alemania (al concluir la primera guerra
mundial, tropas de color, pertenecientes al ejército francés, habían
participado en la ocupación del país). El problema de los negros –escribe el
mismo Rosenberg– en los usa está en el vértice de los temas decisivos; y una
vez que el absurdo principio de igualdad sea abolido para los negros, no se ve
por qué no deban darse “las consecuencias necesarias también para los amarillos
y los judíos” (Rosenberg, 1937, 668-9)
Nada
de esto debe sorprender. El elemento central del programa nazi es la
construcción de un Estado racista. Y bien, ¿cuáles eran en aquel momento los
modelos posibles? Ciertamente, Rosenberg se refiere también a Sudáfrica: está bien
que permanezca firmemente “en manos nórdicas” y blancas (gracias a las
oportunas “leyes”) a resguardo, no sólo de los “indios”, sino también de “los
negros, mulatos y judíos”, y que constituya un “sólido bastión” en contra del
peligro que representa el “despertar negro” (Rosenberg, 1937, 666). Pero el ideólogo
nazi sabe muy bien que la legislación segregacionista de Sudáfrica estuvo
fuertemente inspirada en el régimen de la white
supremacy, aplicada en el sur de los Estados Unidos al final de la Reconstrucción
(Noer, 1978, 106-7, 115, 125). Y, por lo tanto, dirige su mirada en primer
lugar a esta realidad.
Por
otra parte, existe otra razón por la cual la nación del otro lado de Atlántico
constituye un motivo de inspiración para el Tercer Reich. Hitler no aspira
solamente a un expansionismo colonial amplio, sino más bien a la construcción
de un Imperio continental, mediante la anexión y la germanización de los territorios
orientales inmediatamente contiguos al Reich. Alemania está llamada a
expandirse en Europa oriental como una especie de Far West, tratando a “los
indígenas” a semejanza de los pieles rojas (Losurdo, 1996, 212-6) y sin jamás
perder de vista el modelo americano, del cual el Führer alaba “la inaudita
fuerza interior” (Hitler, 1939, 153-4). Inmediatamente después de haber
invadido a Polonia, Hitler procede a su desmembramiento: una parte la incorpora
directamente al Gran Reich (y de ella son expulsados los polacos); el resto
conforma el “Directorio general” en cuyo espacio –declara el gobernador general
Hans Frank– los polacos viven como en “una especie de reservación”: son
“sometidos a la jurisdicción alemana” sin ser “ciudadanos alemanes” (en Ruge- Schumann,
1977, 36). El modelo americano ha sido aplicado aquí de manera muy metódica: es
imposible no pensar en la situación de los pieles rojas.
3. El Estado racista entre Estados
Unidos y Alemania
Es
un modelo que deja huellas profundas tanto a nivel categorial como lingüístico.
El término Untermensch, que juega un
papel tan central como nefasto en la teoría y en la práctica del Tercer Reich,
no es otro que la traducción de Under Man [sub-hombre]. Lo reconoce Rosenberg, quien expresa su admiración por el autor estadounidense
Lothrop Stoddard: a él corresponde el mérito de haber acuñado por primera vez
el término en cuestión, que resalta como subtítulo (The Menace of the Under
Man) [La amenaza del sub-hombre] de un libro publicado en New York en 1922 y de su versión alemana (Die Drohung
des Untermenschen) aparecida tres años después. En cuanto a su significado,
Stoddard aclara que éste sirve para mostrar al conjunto de “salvajes y
bárbaros”, “esencialmente negados a la civilización, sus enemigos
incorregibles”, con quienes es necesario proceder a un radical ajuste de
cuentas, si se quiere evitar el peligro que amenaza destruir la civilización.
Elogiado, mucho antes que por Rosenberg, por dos presidentes estadounidenses (Harding
y Hoover), el autor americano es posteriormente recibido con todos los honores
en Berlín, donde encuentra a los exponentes más ilustres de la eugenésica nazi,
además de los más altos jerarcas del régimen, incluido Adolf Hitler(1) que estaba
empeñado ya en su campaña de aniquilación y esclavitud de los Untermenschen, es decir de los “indios”
de Europa oriental.
En
los Estados Unidos de la white supremacy, como en la Alemania en la que se
afianza cada vez más el movimiento que desembocará en el nazismo, el programa
de restablecimiento de las jerarquías raciales se consolida con el proyecto
eugenésico. Se trata en primer lugar de incentivar la procreación de los
mejores, a modo de evitar el peligro de “suicido racial” (Rasseselbstmord) que
amenaza a los blancos: fue Oswald Spengler quien dio la alarma, en 1918,
refiriéndose, a tal propósito, a las enseñanzas de Teodoro Roosvelt (Spengler,
1980, 683). Se encuentra, en efecto, en el estadista americano, la evocación al
espectro del “suicidio racial” (race
suicide) es decir, de la “humillación racista” a la par con la denuncia de
la “disminución de los nacimientos entre las razas superiores” esto es, “en el
círculo del tronco original de los nativos americanos”: obviamente, la
referencia no es a los “salvajes pieles roja sino a los Wasp” (cfr. Roosevelt,
1951, i, 487 nota 4, 647, 1113; Roosevelt, 1951, ii, 1053). Se trata,
igualmente, de cavar un abismo insuperable entre la raza de los siervos y la
raza de los señores, depurando esta última de los elementos desechables y
colocándola en posición de afrontar y truncar la revuelta de la servidumbre
que, bajo la sombra de la revolución bolchevique, se está incubando a nivel
planetario. También en este caso, una investigación histórica sin prejuicios
conduce a resultados sorprendentes. Erbgesundheitslehre
o bien Russenhygiene otra palabra
clave de la ideología nazi, no es finalmente más que la traducción alemana de eugenics, la nueva ciencia inventada en
Inglaterra en la segunda mitad del siglo xix por Francis Galton y que, no por
casualidad, logra sus mayores éxitos en los Estados Unidos: aquí es más que
agudo el problema de la relación entre las “tres razas” y entre los “nativos”
por un lado y la masa creciente de inmigrantes pobres por el otro. Mucho antes
de la llegada de Hitler al poder, en la víspera del estallido de la primera
guerra mundial, aparece en Munich un libro que, desde el título, señala a los
Estados Unidos como modelo de “higiene racial”. El autor, vicecónsul del
Imperio Austro-húngaro en Chicago, alaba a los Estados Unidos por la “lucidez”
y la “pura razón práctica” que demuestran afrontando, con la debida energía, un
problema tan importante y a la vez frecuentemente olvidado: violar las leyes
que prohíben las relaciones sexuales y matrimoniales interraciales puede
castigarse hasta con 10 años de cárcel y ser condenados, no sólo los
protagonistas, sino también los cómplices (Hoffmann, 1913, ix, 67-8). Diez años
después, en 1923, un médico alemán, Fritz Lenz, se lamenta del hecho de que,
con relación a la “higiene racial”, Alemania esté bastante atrasada respecto a
los USA (Lifton, 1986, 29). Aún después de haber conquistado el poder el nazismo,
los ideólogos y “científicos” de la raza continúan protestando: “Alemania tiene
mucho que aprender de las medidas emprendidas por los norteamericanos: ellos
saben lo suyo” (Günther, 1934, 465).
Las
medidas eugenésicas proclamadas inmediatamente después de la Machtergreifung apuntan a eliminar el
peligro de la Volkstod (Lifton, 1986, 30), de la “muerte del pueblo” o de la raza.
Y de nuevo somos llevados al tema del “suicidio racial”. Para desaparecer el
peligro del suicido de la raza blanca, lo que representaría el suicidio de la
civilización, no se debe dudar en cuanto a las medidas más enérgicas, a las
soluciones más radicales, en contra de las “razas inferiores” (inferior races): si una de ellas –truena
Teodoro Roosevelt– debiese agredir la raza “superior” ésta reaccionaría con
“una guerra de exterminio” (a War of
exterminación), avocada “a eliminar a hombres, mujeres y niños, exactamente
como si se tratara de una Cruzada” (Roosevelt, 1951, ii, 377).
Significativamente un libro publicado en Boston en 1913 menciona, de paso, una
“última solución” al problema de los negros (Fredrickson, 1987, 258 nota); más
tarde, en cambio, los nazis teorizarán y tratarán de poner en práctica la
”solución final” (Endlösung) al
problema judío.
4. El nazismo como proyecto de la white supremacy a nivel planetario
Durante
el curso de toda su Historia, los Estados Unidos han tenido que afrontar
directamente los problemas derivados del encuentro con “razas” diferentes y con
el conjunto de inmigrantes provenientes de todos los rincones del mundo. Por
otra parte, el furibundo movimiento racista que se desarrolla al final del siglo
XIX, es la respuesta a la gran revolución representada por la guerra de
Secesión y por el periodo de Reconstrucción radical. Mientras los ex propietarios
esclavistas son momentáneamente privados de los derechos políticos por
rebeldes, los negros pasan de la condición de esclavitud a la plena ciudadanía
política; pasan, en no pocas ocasiones, a ser parte de los organismos representativos,
convirtiéndose de algún modo en legisladores y dirigentes de sus ex patrones.
Demos
ahora una mirada a las experiencias y las emociones que están detrás de la
agitación que desembocó posteriormente en el nazismo. Si el Ku Klux Klan y los
teóricos de la white supremacy, entre el siglo diecinueve y el veinte, señalan
a los Estados Unidos, surgidos de la abolición de la esclavitud y de la gran
oleada de inmigrantes provenientes ahora también del Oriente o de países
colindantes con Europa, como una ”civilización bastarda” (McLean, 1994, 133) o
como una “cloaca gentium” (Grant, 1917, 81), la Austria, en la cual se forma el
futuro líder nazi, le parece, en el Mein Kampf, como un caótico “conglomerado
de pueblos”, como una “Babilonia de pueblos” o más bien como un “reino babilónico”,
lacerado por un “conflicto racial” (Hitler, 1939, 74, 79, 39, 80), que parece
debería terminar en una catástrofe: Avanza el proceso de “eslavización” y de
“eliminación del elemento alemán” (Entdeutschung), con el ocaso por lo tanto de
la raza superior que había colonizado el Oriente y les había llevado la
civilización (Hitler, 1939, 82). La Alemania, a donde posteriormente llega Hitler,
conoce, inmediatamente después de la derrota de la primera guerra mundial,
trastornos sin precedente, comparables en cierta manera a aquellos que se
registraron en el sur de los Estados Unidos después de la guerra de Secesión:
más allá de la pérdida de sus colonias, los alemanes son obligados a soportar
la ocupación militar de las tropas de color al servicio de las potencias vencedoras.
Ahora bien, según el juicio del propio Mein Kampf, la misma Alemania se
transformó en una “mezcla racial” (Hitler, 1939, 439). Posteriormente la
Revolución de Octubre contribuyó a avivar la sensación de peligro de un
definitivo colapso de la civilización, cuando al hacer el llamado a los pueblos
colonizados a rebelarse, pareció condenar ideológicamente el “horror” de la ocupación
militar negra; más aún ésta estalla y alcanza al poder en un área habitada por
pueblos tradicionalmente considerados como marginados de la civilización. Así
como en el sur de los Estados Unidos los abolicionistas son señalados como
renegados de su propia raza, es decir como negro-lovers, así también a los ojos
de Hitler son considerados traidores de la raza alemana y occidental, en primer
lugar los socialdemócratas y luego con mayor razón los comunistas. En fin de
cuentas, el Tercer Reich se presenta como el intento, realizado en condiciones
de guerra total y de guerra civil internacional, de reacción contra el peligro
del ocaso y del suicido racial de Occidente y de la raza superior, realizando
un régimen de white supremacy a
escala planetaria y bajo la hegemonía alemana.
5. ¿Antisemitismo y antiamericanismo?
Spengler y Ford
La
campaña actual en contra de quienes se atreven a criticar la política de guerra
preventiva de Washington gusta asociar el antiamericanismo al antisemitismo. Y
de nuevo nos sorprende la pérdida de la memoria histórica. ¿Quién recuerda
ahora la celebración del “genuino americanismo de Henry Ford” realizada por el
Ku Klux Klan? (en McLean, 1994, 90). El objeto de admiración lo fue el magnate
de la industria automovilística, empeñado en denunciar la revolución
bolchevique como resultado, en primer lugar, del complot judío, fundando con
esta finalidad una revista de gran tiraje, el Dear Born Independent: los
artículos que aquí se publicaron fueron recogidos en noviembre de 1920 en un
volumen, El Judío Internacional, que inmediatamente se convierte en un punto de
referencia del antisemitismo internacional, al grado de ser considerado el
libro que más que ningún otro ha contribuido a la celebridad de los famosos
Protocolos de los Sabios de Sión. Ciertamente, después de algún tiempo Ford se
vio obligado a renunciar a su campaña, pero mientras tanto fue traducido en
Alemania donde encontró gran aceptación. Más tarde jerarcas nazis de primer
nivel como Von Schirack y el mismo Himmler dirán que se inspiraron en él o
haber tomado de él sus orientaciones. Este último, en particular, cuenta que
comprendió “la peligrosidad del judaísmo” sólo a partir de la lectura del libro
de Ford: “para los nacionalsocialistas fue una revelación”. Siguió luego con la
lectura de los Protocolos de los Sabios de Sión: “Estos dos libros nos
indicaron el camino por recorrer para liberar a la humanidad atormentada por el
más grande enemigo de todos los tiempos, el judío internacional”. Queda claro,
Himmler usa una fórmula que recuerda el título del libro de Henry Ford. Podría tratarse
de testimonios en parte interesados e instrumentales. Un dato sobresaliente en
las conversaciones de Hitler con Dietrich Eckart, la personalidad que ha tenido
mayor influencia sobre él, lo es el Henry Ford antisemita quien se encuentra
entre los autores más frecuente y positivamente citados. Y, por otra parte,
según Himmler, el libro de Ford junto con los Protocolos, desarrollaron un
papel “decisivo” (ausschlaggebend) no sólo en su formación, sino también en la
del Führer(2).
Aun
en este caso, parece obvia la superficialidad de la contraposición esquemática
entre Europa y Estados Unidos, como si la trágica empresa del antisemitismo no
hubiese implicado a ambos. En 1933 Spengler siente la necesidad de hacer esta precisión:
la judío-fobia profesada abiertamente por él no se debe confundir con el
racismo “materialista” preferido por los “antisemitas en Europa y en América”
(Spengler, 1933, 157). El antisemitismo biológico que sopla impetuoso también
más allá del Atlántico es considerado excesivo hasta por un autor empeñado en
una campaña en contra de la cultura y de la historia judía en todos sus
aspectos. Es precisamente por esto por lo que Spengler aparece tímido e
inconsecuente ante los ojos de los nazis. Sus admiraciones se dirigen más allá:
El Judío Internacional se continúa publicando con gran aceptación en el Tercer
Reich, con prólogos que subrayan el decisivo mérito histórico del autor e
industrial americano (al haber esclarecido el “tema judío”) y resaltan cierta línea
de continuidad de Henry Ford a Adolf Hitler. (cfr. Losurdo, 1991 b, 84-5).
La
polémica en curso sobre el antiamericanismo y el antieuropeismo peca de
ingenuidad: parece ignorar los intercambios culturales y las influencias
recíprocas entre América y Europa. En el primer año de la posguerra Croce no
tuvo dificultad en subrayar la influencia que Teodoro Roosevelt había ejercido
sobre Enrico Corradini, el jefe nacionalista unido después al partido fascista
(Croce, 1967, 251). Al inicio del siglo XX, el estadista americano realizó un
viaje triunfal en Europa durante el cual recibió el doctorado Honoris Causa en
Berlín, y conquistó –anota Pareto– numerosos “aduladores” (Pareto, 1988, 1241-2,
& 1436). La imagen según la cual los Estados Unidos constituirían una
especie de lugar sagrado, inmune a los contagios y a los horrores de Europa, es
un producto sobre todo de la guerra fría. Es necesario no perder de vista el
intercambio de pensamiento entre las dos orillas del Atlántico: sí, el
americano Stoddard inventa la categoría clave del discurso nazi (Untermensch), pero al hacerlo tiene a
sus espaldas un periodo de estudios en Alemania y la lectura de la teoría
preferida de Nietzsche, la del superhombre (Losurdo, 2002, 886-7). Por otra
parte, mientras ve con admiración al mundo de la white supremacy, la reacción alemana manifiesta desprecio y
repugnancia con relación al melting pot. Rosenberg manifiesta indignado que en
Chicago una “gran catedral católica pertenece a los nigger”. Existe hasta un “obispo negro” que celebra la misa: es el
“cultivo” de los “fenómenos bastardos” (Rosenberg, 1937, 471). A su vez, Hitler
condena y denuncia que “sangre judía” corre por las venas de Franklin Delano
Roosevelt, cuya esposa tiene además un “aspecto negroide” (Hitler 1952, 54, ii,
182, conversación del 1 de julio de 1942).
6. Los Estados Unidos, el Occidente y la
Herrenvolk democracy
Hasta
aquí, la tesis de la convergencia entre el antiamericanismo de derecha y de
izquierda se revela claramente ideológica o mitológica. En realidad, son
precisamente aspectos condenados por la tradición, que del abolicionismo llega
hasta el movimiento comunista, los que despiertan simpatía y entusiasmo en la vertiente
opuesta. Lo que es amado por unos, es odiado por otros y viceversa. Pero los
unos y los otros se encuentran frente a la paradoja que caracteriza la historia
de los Estados Unidos desde su fundación y que fue formulada, en el siglo
XVIII, por el escritor inglés Samuel Johnson: “¿Cómo explicar que quienes
aclaman más calurosamente la libertad son quienes también se han empeñado en la
caza de los negros?” (en Forner, 1998, 32).
Es
un hecho: en los círculos de la comunidad blanca la democracia se desarrolló
simultáneamente al fenómeno de la esclavitud de los negros y de la deportación
de los indios. Durante los 32 de los primeros 36 años de vida de los USA,
fueron propietarios de esclavos quienes detentaron la presidencia, y fueron también
propietarios de esclavos los que redactaron la Declaración de Independencia y
la Constitución. Sin la esclavitud (y la consecuente segregación racial) no se
puede entender la “libertad americana”: ambas crecen juntas, una sosteniendo a
la otra (Morgan, 1975). Si la “peculiar institución” (la esclavitud) asegura el
férreo control de las clases “peligrosas” en sus mismos sitios de producción,
la indefinida frontera y la progresiva expansión hacia el oeste desarticula el
conflicto social transformando un potencial proletariado en una clase de
propietarios terratenientes, a costa de poblaciones condenadas a ser despojadas
o a ser arrasadas.
Después del bautismo de la guerra de independencia, la democracia americana conoce un desarrollo ulterior, en los años 30 del siglo XIX, durante la presidencia de Jackson: la cancelación, en gran parte, de las discriminaciones censatarias al interior de la comunidad blanca va a la par con el vigoroso impulso dado a la deportación de los indios y con el aumento de un clima de resentimiento y de violencia en contra de los negros. Una consideración análoga se puede hacer igualmente a la llamada “edad progresista” que, a partir del final del siglo XIX, abarca los primeros tres lustros del siglo XX: ésta se caracteriza ciertamente por numerosas reformas democráticas (que aseguran la elección directa del senado, el voto secreto, la introducción de las elecciones primarias y la institucionalización del referéndum, etc.), pero constituye al mismo tiempo un periodo particularmente trágico para los negros (blancos del terror castrense del Ku Klux Klan) y para los indios (despojados de las tierras abandonadas y sometidos a un proceso de homologación despiadada que pretende privarlos hasta de su identidad cultural).
Sobre
esta paradoja que caracteriza la historia del país, notables estudiosos
estadounidenses han hablado de la Herrenvolk democracy, es decir de la
democracia que es útil sólo para el “pueblo de los señores” –para usar el
lenguaje hitleriano– (Berghe, 1967; Fredrickson 1987). La línea clara de
demarcación, entre blancos por una parte, y negros y pieles rojas por la otra, favorece
el desarrollo de las relaciones de igualdad dentro de la comunidad blanca. Los
miembros de una clase aristocrática o de color tienden a considerarse como
“iguales”; la clara desigualdad impuesta a los excluidos es la otra cara de las
relaciones de igualdad que se establece entre aquellos que gozan del poder para
excluir a los “inferiores”.
¿Debemos
por lo tanto oponer positivamente a Europa con los Estados Unidos? Sería una
conclusión precipitada y errada. En realidad, la categoría de Herrenvolk
democracy puede ser útil también para explicar la historia del Occidente en su
conjunto. Durante el final del siglo XIX e inicio del XX, la conquista del voto
en Europa avanza paralelamente al proceso de colonización y a la imposición de
relaciones de trabajo esclavizantes o casi esclavizantes para con las
poblaciones sometidas; el control de la ley en la metrópoli se entreteje
estrechamente con la violencia y la justicia burocrática y policíaca y con el
estado de sitio en las colonias. Se da a final de cuentas el mismo fenómeno que
se observa en la historia de los Estados Unidos, solo que en el caso de Europa
resulta menos evidente por el hecho de que las poblaciones coloniales, en vez
de residir en la metrópoli están separadas de ésta por el océano.
7. Misión imperial y fundamentalismo
cristiano en la historia de los Estados Unidos
Es
en otro nivel donde podemos captar las diferencias reales del desarrollo
político e ideológico entre las dos orillas del Atlántico. Después de haber
sido profundamente marcada por el intenso periodo del iluminismo, al final del
siglo xix Europa experimenta un proceso aun más radical de secularización:
tanto los seguidores de Marx como los seguidores de Nietzsche proclaman la
“muerte de Dios” como inevitable. Muy diferente es el cuadro que presentan los
Estados Unidos. En 1989, la revista Christian Oracle explica así la decisión de
cambiar su nombre por Christian Century: “Creemos
que el próximo siglo será testigo, para la cristiandad, de los más grandes
triunfos de todos los tiempos y que será el más auténticamente cristiano de
todos (en Olasky, 1992, 135).
En
este momento está en pie la guerra contra España, acusada por los dirigentes de
los usa de privar injustamente a Cuba de su derecho a la libertad y a la
independencia, recurriendo por lo demás, en una isla “tan cercana a nuestras
fronteras”, a medidas que ofenden el “sentimiento moral del pueblo de los
Estados Unidos” y que representan una “desgracia para la civilización
cristiana” (en Commager, 1963, ii, 5). Alusión indirecta a la doctrina Monroe y
llamado, a su vez, a la cruzada en nombre de la democracia, de la moral y de la
religión se enlazan estrechamente para excomulgar, por así decir, a un país catoliquísimo
y otorgar el carácter de guerra santa a un conflicto que habría de consagrar el
rol de gran potencia imperial de los usa. Más tarde, el presidente McKinley
explica la decisión de anexar las Filipinas como una iluminación de “Dios
omnipotente” que, después de largas oraciones de rodillas, finalmente, en una noche
hasta ese momento particularmente angustiosa, lo libera de toda duda e
indecisión. No era conveniente dejar la colonia en manos de España o cederla a
“Francia o a Alemania, nuestros rivales comerciales en el Oriente”; y tampoco
era oportuno confiarla a los propios filipinos que, “incapaces de autogobierno”
habrían hecho caer a su país en una condición de “Anarquía y mal gobierno” aún
peor a las existentes bajo el dominio español: "No
nos quedaba otra que mantener las Filipinas, que educar a los filipinos,
impulsándolos, civilizándolos y cristianizándolos y, con la ayuda de Dios,
hacer lo mejor para ellos, como nuestros hermanos, por quienes Cristo también
murió. Y entonces fui a la cama, me relajé y dormí profundamente" (en Millis,
1989, 384).
|
El 5 de marzo de 1906 fuerzas del ejército estadounidense al mando del general Leonard Wood atacaron una aldea poblada por musulmanes que vivían en condiciones primitivas y que no tenían nada para defenderse (todo lo más tenían hondas...). Los musulmanes se habían refugiado en la cavidad del crater del volcán Bud Dajo, a unos 730 metros sobre el nivel del mar, con la esperanza de no ser atacados allí. Sin embargo los soldados americanos ascendieron la montaña equipados con piezas de artillería y demás armamento moderno, y una vez llegados al borde del crater abrieron fuego y mataron a todos los que allí se encontraban, ni uno solo quedó vivo. Murieron más de 600 personas, hombres, mujeres y niños. |
Hoy
conocemos los horrores que produjo la represión del movimiento independentista
en las Filipinas: la guerrilla desencadenada por ésta fue reprimida, con la
destrucción sistemática de las cosechas y del ganado, recluyendo a la población
en campos de concentración donde era mermada por el hambre y las enfermedades,
y recurriendo en algunos casos al asesinato de todos los varones mayores de
diez años (McAllister Linn, 1989, 27,23).
Y
sin embargo, a pesar de la magnitud de los “daños colaterales”, la marcha de la
ideología de la guerra imperialreligiosa alcanza una nueva etapa con el primer
conflicto mundial. Inmediatamente después de la intervención, en una carta al
coronel House, así se expresa Wilson sobre sus aliados: “Cuando
acabe la guerra, los podremos someter a nuestro modo de pensar por el hecho de
que ellos, entre otras cosas, estarán financieramente en nuestras manos”, (en
Kissinger, 1994, 224).
Independientemente
de lo anterior, no existen dudas sobre el hecho de que “actuaba un fuerte
elemento de Realpolitik” (Heckscher, 1991,298) en la postura adoptada por Wilson
tanto en las relaciones con América Latina como con el resto del mundo. Esto no
le impidió conducir la guerra como una Cruzada en el sentido estrictamente
literal del término: los soldados americanos son “cruzados” protagonistas de
una “hazaña trascendente” (Wilson, 1997, II, 45, 414), de una “Guerra Santa, la
más santa de todas las guerras” (en Rochester 1977, 58), destinada a hacer
triunfar en el mundo la causa de la paz, de la democracia y de los valores
cristianos. Nuevamente, intereses materiales y geopolíticos, ambiciones
hegemónicas e imperiales, y una buena consciencia misionera y democrática, se funden
en una unidad indisoluble e irresistible.
Con
esta idéntica plataforma ideológica los Estados Unidos enfrentan los
posteriores conflictos del Siglo XX. Particularmente significativo es el caso
de la guerra fría. Uno de sus protagonistas, Foster Dulles, es, según la
definición de Churchill, “un puritano riguroso”. Él se siente orgulloso por el
hecho de que “en el departamento de Estado, nadie conoce la Biblia mejor que
yo”. El fervor religioso no es un asunto privado: “Estoy convencido de que
tenemos obligación de hacer que nuestros pensamientos y prácticas políticas
reflejen de la manera más fiel la fe religiosa conforme a la cual el hombre
tiene su principio y su fin en Dios (en Kissinger, 1994, 534-5). Junto con la
fe, otras categorías fundamentales de la teología irrumpen en la lucha política
a nivel internacional: los países neutrales que se niegan a tomar parte en la
Cruzada en contra de la Unión Soviética, cometen “pecado”, mientras que los
Estados Unidos, que se colocan a la cabeza de dicha cruzada, son el “pueblo
moral” por excelencia (en Freiberger, 1942, 42-3). Para conducir a este pueblo
que se distingue de todos los otros por su moralidad y su cercanía a Dios está,
en 1983, Ronald Reagan. Éste impulsa la fase culminante de la Guerra Fría
destinada a sancionar la derrota del enemigo ateo, con un lenguaje explícita y
ostentosamente teológico: “en el mundo existe el pecado y el mal, y según las
Escrituras y Jesús Nuestro Señor estamos obligados a oponernos a ellos con
todas nuestras fuerzas” (en Draper, 1994, 33).
Vengamos
finalmente a nuestros días. En el discurso con el que inauguró su primer
mandato presidencial, Clinton no estuvo religiosamente menos inspirado que sus
antecesores y su sucesor: “Hoy celebramos el misterio de la renovación
americana”. Después de haber recordado el pacto establecido entre “nuestros
padres fundadores” y el “Omnipotente”, Clinton subraya: “nuestra misión es sin
tiempo” (Lott, 1994, 336). Adhiriéndose a esta tradición y radicalizándola
posteriormente, George W. Bush realizó su campaña electoral proclamando un
verdadero y propio dogma: “Nuestra
nación ha sido elegida por Dios y tiene el mandato de la historia de ser un
modelo para el mundo” (Cohen, 2000).
Como
se observa, en la historia de los Estados Unidos la religión está llamada a desarrollar
a nivel internacional una función política de primer plano. Estamos en
presencia de una tradición política americana que se expresa con un lenguaje explícitamente
teológico. Más que a las declaraciones emitidas por los jefes de Estado
europeos, las “doctrinas” enunciadas cada vez por los presidentes
estadounidenses recuerdan a las encíclicas y a los dogmas difundidos o
proclamados por los pontífices de la Iglesia Católica. Los discursos
inaugurales de los presidentes son verdaderas ceremonias sagradas. Me limito a
dar dos ejemplos. En 1953, después de haber invitado a sus oyentes a inclinar
la cabeza delante de “Dios Omnipotente”, dirigiéndose directamente a Él,
Eisenhower expresa este deseo: “que
todo pueda desarrollarse por el bien de nuestro amado país y por Tu gloria.
Amen.” (Lott, 1994, 302).
En
este caso salta a la vista con particular evidencia la identidad que existe
entre Dios y América. A casi medio siglo de distancia el panorama no cambia.
Hemos visto como se inicia el discurso inaugural de Clinton. Veamos ahora como
concluye. Después de haber citado la sagrada Escritura el neo-Presidente
termina de esta manera: “Desde
esta altura de la celebración hemos oído un llamado a servir al destino, hemos
escuchado las trompetas, hicimos el cambio de guardia. Ahora cada uno de
nosotros a su modo y con la ayuda de Dios, debe responder al llamado. Gracias y
que Dios los bendiga a todos” (Lott, 1994, 369).
Y
nuevamente, los Estados Unidos son enaltecidos como la ciudad excelsa, la
ciudad bendecida por Dios. En el discurso pronunciado después de su reelección,
Clinton siente la necesidad de agradecer a Dios por haberlo hecho nacer
americano. Frente a esta ideología, o más bien teología de la misión, Europa
siempre se ha sentido incómoda. Es conocida por todos la ironía de Clemenceau a
propósito de los catorce puntos de Wilson: ¡El buen Dios había tenido la
modestia de limitarse a diez mandamientos! En 1919 en una carta privada, John
Maynard Keynes define a Wilson “el más grande impostor de la Tierra.” (en
Skidelsky, 1989 p. 444).
En
términos quizás todavía más ásperos se expresa Freud, a propósito de la
inclinación del estadista americano a considerarse investido de una misión
divina: estamos en presencia de “una agudísima insinceridad, una ambigüedad y propensión
a condenar la verdad”; por otra parte, ya Guillermo II pretendía ser “un hombre
predilecto de la Providencia” (Freud, 1995, 35-6). Sin embargo aquí Freud se
equivoca; se atreve a equiparar dos tradiciones ideológicas muy diferentes. Es verdad,
que el emperador alemán no menosprecia adornar con motivos
religiosos sus ambiciones expansionistas: dirigiéndose a las tropas que parten
hacia China, invoca la “bendición de Dios” para una empresa destinada a ahogar
en sangre la revuelta de los Boxers y a difundir el “cristianismo” (Röhl, 2001,
1157); es proclive a considerar a los alemanes como “el pueblo elegido por
Dios” (Röhl, 1993, 412). El mismo Hitler declara sentirse llamado a realizar
“la obra del Señor” y de querer obedecer la voluntad del “Omnipotente” (Hitler,
1939, 70, 439), sobre todo porque los alemanes son “el pueblo de Dios” (en
Rauschning, 1940, 227). Por lo demás es conocido el célebre dicho Gott mit uns (Dios con nosotros).
Sin
embargo, no es necesario sobrevaluar el peso de estas declaraciones y de estas
expresiones ideológicas. En Alemania (la patria de Marx y Nietzsche) el proceso
de secularización está muy avanzado. La invocación a la “Bendición de Dios” por
parte de Guillermo II no es tomada en serio ni siquiera en los círculos
chovinistas: por lo menos a los ojos de sus exponentes más avezados (Maximilian
Harden) aparecen ridículos el regreso a los “días de las Cruzadas” y la
pretensión de “conquistar el mundo para el Evangelio”; “así deambulan en torno
al Señor los iluminados y los especuladores ociosos” (en Röhl, 2001, 1157). Sí,
mucho antes de ascender al trono, el futuro emperador llama a los alemanes “el
pueblo elegido de Dios”, sin embargo la primera en burlarse de él ha sido la
madre, hija de la reina Victoria e interesada, sin duda, en reivindicar la
supremacía de Inglaterra (Röhl, 1993, 412).
Es
conveniente que reflexionemos, finalmente, sobre este último punto. En Europa
los mitos genealógicos imperiales se han, en cierta medida, neutralizado
mutuamente; todas las familias reales estaban emparentadas entre ellas, de
manera tal que, en el círculo de cada una de éstas, se confrontaban ideas de
misión y de mitos genealógicos imperiales diferentes y contrastantes entre sí.
Posteriormente la experiencia catastrófica de dos guerras mundiales, entre
otras, ha contribuido al descrédito de estas ideas y estas genealogías; por
otra parte, no obstante su derrota final, alguna huella dejó en la conciencia europea
la decenal agitación comunista realizada en nombre de la lucha contra el
imperialismo y en pro de la igualdad de las naciones. El resultado de todo esto
queda claro: en Europa está desacreditada cualquier idea de misión imperial y
de elección divina enarbolada por la nación que sea; no hay cabida ya para la ideología
imperial-religiosa que ocupa un lugar tan importante en los Estados Unidos.
Por
lo que se refiere en particular a Alemania, la historia que va del Segundo al
Tercer Reich presenta una oscilación entre la nostalgia de un paganismo
belicoso y concentrado en torno al culto a Wotan y el deseo de transformar al
cristianismo en una religión nacional, destinada a legitimar la misión imperial
del pueblo alemán. Este segundo propósito encuentra su expresión más acabada en
el movimiento de los Deutsche Christen, los “cristianos alemanes”. Poco creíble
dado el proceso de secularización que, más allá de la sociedad en su conjunto,
había impregnado a la misma teología protestante (piénsese en Kart Barth y en Dietrich
Bonhoeffer) y poco creíble también por las simpatías paganizantes de los
dirigentes del Tercer Reich, este intento no podía tener sino escasos
resultados. La historia de los Estados Unidos está, por el contrario,
profundamente convertida por las tendenciosas transformaciones de la tradición
judeocristiana, en cuanto a tal, en una especie de religión nacional que
consagra el exceptionalism del pueblo
americano y la misión salvadora que se le ha encomendado. Pero ¿esta
interrelación de religión y política no es sinónimo de fundamentalismo? No es
casualidad que el término fundamentalismo aparezca por primera vez en la
sociedad estadounidense y protestante, como auto designación positiva y orgullosa
de sí misma.
Podemos
ahora comprender los límites de la aproximación entre Freud y Keynes:
obviamente, en las administraciones americanas que se van sucediendo no faltan
los hipócritas, los calculadores, los cínicos, pero no existe motivo alguno
para dudar de la sinceridad ayer de Wilson, hoy de Bush Jr. No hay que perder
de vista el hecho de que estamos en presencia de una sociedad escasamente
secularizada, dentro de la cual el 70 por ciento de los habitantes cree en el
diablo y más de un tercio de los adultos piensa que Dios les habla directamente
(Gray, 1998, 126; Schlesinger Jr., 1997). Pero esto es un elemento de fuerza, más
que de debilidad. La certeza de representar una causa santa y divina facilita
no sólo la movilización voluntaria en los momentos de crisis, sino también la
remoción o la minimización de las páginas más negras de la historia de los
Estados Unidos. Sí, durante la Guerra Fría Washington protagonizó en América Latina
sangrientos golpes de Estado e impuso feroces dictaduras militares, y en
Indonesia, en 1965, promovió la masacre de varios centenares de miles de
comunistas o de filo-comunistas, pero por desagradables que puedan ser, estos
detalles no bastan para opacar la santidad de la causa encarnada por el
“Imperio del Bien”.
Está
más cercano a la verdad Weber cuando, durante el transcurso de la Primera
Guerra Mundial, denuncia el “cant” americano
(Weber, 1971, 144). El “cant” no es
la mentira y ni siquiera, propiamente, la hipocresía conciente; es la
hipocresía de quien se miente a sí mismo; es en cierta manera la falsa consciencia
de la que habla Engels. Tanto en Keynes como en Freud se manifiestan al mismo
tiempo la fuerza y la debilidad del iluminismo. Completamente inmunizada contra
la ideología imperial-religiosa que corrompe más allá del Atlántico, Europa se
manifiesta aún incapaz de comprender adecuadamente esta interrelación entre el
fervor moral y religioso por un lado y la conciente y descarada persecución de
la hegemonía política, económica y militar a nivel mundial. Pero es esta
interrelación, o más bien esta mezcla explosiva, y este peculiar
fundamentalismo lo que constituye hoy el peligro principal para la paz mundial.
El fundamentalismo islámico, más que a una nación determinada, se refiere a una
comunidad de pueblos, los cuales, no sin razón, se consideran el blanco de una
política de agresión y de ocupación militar. El fundamentalismo estadounidense,
en cambio, transfigura y embriaga a un país muy en especial que, seguro de su
consagración divina, considera irrelevante el ordenamiento internacional
vigente, las leyes completamente humanas. Y es en este contexto donde se ubica
la deslegitimación de la ONU, la sustancial eliminación de la Convención de
Ginebra, las amenazas dirigidas no sólo contra los enemigos sino también contra
los aliados de la OTAN.
8. De la campaña contra la “drapetomanía”
a la campaña contra el antiamericanismo
Más
que para combatir el mal y para difundir los valores cristianos y americanos,
la guerra contra Irak, y las otras que se perfilan en el horizonte, tienen la
tarea de expandir la democracia en el mundo. ¿Qué credibilidad tiene esta
última pretensión? Volvamos al joven Indochino que vimos denunciar, en 1924, el
horror de los linchamientos en contra de los negros. Diez años más tarde éste
regresa a su tierra de origen para tomar el nombre, que posteriormente se
volvió célebre en todo el mundo: Ho Chi Minh. ¿En el momento de los feroces bombardeos
desencadenados por Washington habrá pensado el dirigente vietnamita en el
horror de la violencia anti-negra desatada por los campeones de la white supremacy? En otras palabras, ¿la
emancipación de los afroamericanos y la conquista de sus derechos civiles y
políticos significó realmente un cambio o simplemente los Estados Unidos
continúan siendo, en esencia, una Herrenvolk
democracy, aunque ahora a los excluidos no hay que buscarlos en el
territorio metropolitano sino fuera de él, como, por otra parte, ampliamente se
ha comprobado en el contexto de la historia de la “democracia” europea?
Podemos
examinar el problema desde una perspectiva distinta, a partir de una reflexión
de Kant: “¿Qué es un monarca absoluto? Es aquel que cuando manda –la guerra
debe hacerse– continúa la guerra”. Quien aquí está en la mira no son los
Estados del Antiguo régimen, sino la Inglaterra que tenía ya a cuestas un siglo
de desarrollo liberal (Kant, 1900, 90 nota). Desde el punto de vista del gran
filósofo, el presidente de los Estados Unidos debería ser considerado
doblemente déspota. En primer lugar, debido al surgimiento en las últimas
décadas de una imperial presidency
que, al emprender acciones militares, pone con frecuencia al Congreso frente a
un hecho consumado. Sobre este poder, nos interesa principalmente el segundo
aspecto: la Casa Blanca decide de manera soberana cuándo las resoluciones de la
ONU son obligatorias y cuándo no; decide de manera soberana quiénes son los rogue States, en contra de quiénes les
es lícito imponer un embargo, causando hambre a un pueblo entero, o bien,
cuándo les es lícito desencadenar el infierno de fuego, incluidos los
proyectiles de uranio empobrecido y las clusters
bombs sobre la población civil aun mucho después de finalizar el conflicto.
Siempre de manera soberana, la Casa Blanca decide la ocupación militar de estos
países por todo el tiempo que considera necesario, condenando a prisión o
encarcelando a sus dirigentes y a sus “cómplices”. En contra de ellos y en
contra de los “terroristas” le es lícito recurrir al targeted killing, o más bien a un killing en vez de targeted,
por ejemplo el bombardeo sobre un restaurante normal donde se supone puede
encontrarse Saddam Hussein… Está claro que las garantías jurídicas no valen
para los “bárbaros”. Más aún, es de tener en cuenta, como demuestra el Patriot Act, que la rule of Law no se aplica ni siquiera para aquellos que, sin ser
“bárbaros” en el sentido estricto de la palabra, son sospechosos de seguirles
el juego.
Es
interesante examinar la historia que tiene a cuestas la expresión rogue States. Desde el siglo XVII y
XVIII, en Virginia los semiesclavos, los esclavos por tiempo de piel blanca, cuando
eran capturados después de los intentos de fuga a los que frecuentemente
recurrían, eran marcados a fuego con la letra R (que significaba Rogue): quedando así inmediatamente reconocibles,
no podían ya escaparse. Más tarde, el problema de identificación fue resuelto
definitivamente sustituyendo a los semiesclavos blancos por esclavos negros: el
color de la piel hacía innecesario marcarlos con fuego. El negro era ya de por
sí sinónimo de Rogue. Ahora son
Estados completos los marcados como Rogue.
La Herrenvolk democracy [etnocracia] es dura de
matar…
Pero
ésta es una vieja historia, nueva en cambio es la intolerancia creciente que
Washington muestra en las relaciones con los “aliados”. Ellos también son
obligados a inclinarse, sin demasiadas confusiones, a la voluntad de la nación
elegida por Dios. Se comprenden bien la perplejidad y las reacciones negativas
que provocan la actitud del presidente de los Estados Unidos al considerarse el
soberano planetario no vinculado y no limitado por ningún organismo
internacional. Claro está que los ideólogos de la guerra arman un escándalo
ante la expansión de este virus terrible que, como sabemos, es el antiamericanismo.
Por singular que parezca dicha reacción no carece de analogías históricas.
Hasta mediados del siglo xix, en el sur de los Estados Unidos el régimen
esclavista estaba activo y dinámico. Se manifestaban, sin embargo, ya las
primeras dudas y las primeras inquietudes: aumenta el número de esclavos fugitivos.
Este fenómeno no sólo alarma sino que sorprende a los ideólogos de la
esclavitud y de la white supremacy:
¿cómo es posible que personas “normales” se evadan de una sociedad tan ordenada
y de la jerarquía de la naturaleza? Debe sin duda tratarse de una enfermedad,
de una alteración psíquica. Pero ¿de qué se trata verdaderamente? En 1851,
Samuel Cartwright, cirujano y psicólogo de Louisiana afirma haber llegado finalmente
a una explicación que comunica a sus lectores de la columna de una prestigiada
revista científica, el New Orleans Medical
and Surgical Journal. Basándose en el hecho de que en el griego clásico δραπετησ significa esclavo fugitivo, el
científico concluye triunfalmente que el trastorno psíquico, la enfermedad que
impulsa a los esclavos negros a la fuga es precisamente la “drapetomanía” (en
Eakin, 2000). ¡La campaña en curso en nuestros días en contra del
antiamericanismo tiene muchos puntos en común con la campaña desencadenada hace
más de siglo y medio en contra de la drapetomanía!
____________________________________________________
Notas
1
Sobre la eugenésica entre Estados
Unidos y Alemania, cfr. Kühl 1994, 61; el lisonjero juicio
del
Presidente Harding es mencionado en la presentación de la versión francesa de
Stoddard
1925
(Le flot montant des peuples de
couleur contre le suprematie mondiale des Blancs, tr.
fr,
de Abel Doysié, Paris, Payot)
2
Véase el testimonio de Félix Kersten,
el masajista Finlandés de Himmler, en el Centre
de
Documentation Juive Contemporaine de París (Das Buch von Henry Ford, 22 de diciembre,
1940,
n. CCX-31); sobre esto, cfr. Poliakov, 1977, 278, y Losurdo, 1991 b, 83-85.
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International Herald Tribune del 8 de septiembre,
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7 (en el artículo se habla erroneamente de Lieberman, pero el
día
después, en la página 6, del mismo iht
aparece la correción).
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Versiones originales y traducciones
Guerra preventiva, americanismo e antiamericanismo, en Giuseppe
Prestipino
(a cargo de), Guerra e pace, Istituto Italiano per gli Studi
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La Città del Sole, Napoli, 2004, pp. 137-169; publicado
también
en «Critica marxista», mayo-agosto 2003, pp. 31-44 y,
con
diferente título, «Giano. Pace ambiente problemi globali» (pp.
186-203),
con el título de Missione imperiale e
antimericanismo; tr.
fr.
«Actuel Marx» n. 35 (primer semestre 2004), pp. 91-114; tr. al
inglés,
en «Metaphilosophy», abril 2004, pp. 365-385.
Traducción:
Roberto
Hernández Oramas
Lucero del Socorro Cáceres Moncada (cele, buap).