Inditex: la empresa que entendió que el negocio está en vender ropa y no
en producirla
La deslocalización y
tercerización de la producción de Inditex tiene dos ventajas: se abaratan
costes y la responsabilidad se diluye
El grupo Inditex
facturó 20.900 millones de euros en 2016 a través de una red de tiendas que
llega ya a 93 países. Cada año se disputa con la sueca H&M y la
estadounidense GAP el primer puesto mundial del sector. A su fundador, el
gallego Amancio Ortega, lo describe la prensa económica como empresario
modélico y hombre hecho a sí mismo. Y lo cierto es que supo revolucionar el
sector de la indumentaria, dándole un giro de 180 grados a la concepción de la
distribución y la logística.
El éxito de Zara se
resume en una fórmula: diseños baratos que rotan rápidamente en las tiendas —la
llamada fast fashion— y beneficios
económicos basados en la reducción de costos, gracias a la innovación
logística, pero también a la degradación de la mano de obra que cose las prendas
que luego lucirán en los escaparates de tiendas ubicadas en las avenidas más
caras de ciudades de más de medio mundo.
En la globalización,
las grandes empresas conservan para sí las actividades más rentables de cada
sector y externalizan todo lo demás a través de densas redes de subcontratas.
El textil es un caso paradigmático: muchas grandes firmas no tienen un solo
taller de confección. Inditex promovió un proceso de deslocalización de su
producción a finales de los 90, desde los talleres de costura gallega a los
países del Sur.
Se configura así un
mercado global en que un puñado de corporaciones acaparan el valor gracias a
los bajísimos costos de producción que ofrece una diáspora de maquilas, es
decir, fábricas ubicadas en los países con los salarios más bajos del mundo,
como Bangladesh, o en talleres clandestinos de São Paulo o Buenos Aires.
Según los cálculos de
la Campaña Ropa Limpia de Setem, si partimos de una hipotética prenda vendida
por 29 euros, la venta al por menor se lleva el mayor margen: 17 euros, es
decir, un 59%. Le sigue el beneficio de la marca (3,6 euros), los gastos de los
materiales (3,40 euros), los gastos de transporte (2,19 euros) y los
intermediarios (1,2 euros). Los beneficios de la fábrica proveedora en algún
país del Sudeste asiático suponen 1,15 euros (el 4%) y, para los salarios de
los trabajadores, quedan apenas 18 céntimos: un 0,6% de los 29 euros que
figuran en la etiqueta de la camiseta que se vende en un vistoso escaparate de,
pongamos por caso, la Gran Vía madrileña.
Mientras Amancio Ortega
es encumbrado a los primeros puestos de la lista Forbes de los hombres más
ricos del mundo, con una fortuna de 66.000 millones de euros, las empleadas de
Bangladesh que cosen las prendas que comercializa Zara cobran salarios de 50
euros mensuales por jornadas de sol a sol. ¿Alguien se acuerda de lo que era la
plusvalía?
VIDAS QUE NO IMPORTAN
El derrumbe del
edificio Rana Plaza, en Bangladesh, el 24 de abril de 2013, le mostró al mundo
el rostro más perverso de este modelo. Murieron 1.129 personas, debido a las
precarias condiciones de seguridad e higiene en las que trabajaban, y que
siguen siendo la norma y provocando accidentes en medio mundo. Muchas veces,
estas trabajadoras —porque son mayoritariamente mujeres— trabajan hacinadas e
incluso encerradas, en condiciones análogas a la esclavitud.
La deslocalización y
tercerización de la producción tiene otro ángulo perverso: la responsabilidad
se diluye. Las grandes marcas, como Inditex, argumentan que no pueden
fiscalizar a todos sus proveedores, aunque sí se benefician de sus bajísimos
costos de producción. Además, el problema es estructural: si las trabajadoras
del Sudeste asiático o Marruecos logran mejoras salariales, la producción
tenderá a trasladarse a países donde las legislaciones laborales y ambientales
sean más laxas, como de hecho ya están migrando a países africanos, como
Etiopía y Sudáfrica. Como las grandes marcas no poseen talleres, sino que
subcontratan a empresarios locales, pueden trasladar su producción de un país a
otro con gran facilidad, siempre a la búsqueda de costes laborales más
competitivos.
Esa expresión, “costes
competitivos”, oculta tras su retórica economicista las vidas encadenadas y
muertes evitables que hay detrás de los salarios que se pagan. Mientras, los
países del Sur se ven obligados a entrar en esa competición por los sueldos más
bajos, que no les permiten salir de la miseria pero que siempre serán, se dice,
mejor que el desempleo. De un lado, una multiplicidad de talleres
semiclandestinos y trabajadores sobreexplotados; al otro extremo de la cadena,
los consumidores. En medio, un grupo cada vez más reducido de grandes grupos
transnacionales que controlan la distribución y comercialización de la ropa,
expulsando del mercado y de las principales calles de tiendas a aquellas
cadenas más pequeñas y destruyendo el pequeño comercio por no poder competir
con estos gigantes. Es lo que se ha venido a llamar la teoría del embudo, que
da el poder de imponer sus reglas a los distribuidores.
La expresión “costes competitivos” oculta las vidas encadenadas y
muertes evitables que hay detrás de los salarios que se pagan.
La ropa es mucho más
que un elemento para satisfacer la necesidad de abrigo. En una sociedad de
consumo, donde tanto tienes, tanto vales, la indumentaria aporta, en gran
medida, nuestra identidad. Los vaivenes de la moda incitan al consumismo, a la
compra de nuevas prendas, porque las de la temporada pasada no sirven, aunque
estén como nuevas: es lo que se ha venido en llamar obsolescencia percibida,
que se combina con la obsolescencia programada, es decir, la fabricación de
prendas cada vez menos duraderas.
Además, las empresas
del fast fashion, como el holding
gallego, han sido abanderadas de un modelo de belleza inalcanzable y
frustrante. Por la omnipresencia de las marcas de moda en los medios de
comunicación y en las calles, las empresas del sector están determinando, en
gran medida, los contenidos simbólicos que recibimos, y que impactan de forma
muy particular sobre las mujeres. Motivos no faltan para buscar alternativas
más justas y sostenibles al emporio de Amancio Ortega.