Miquel Amorós (18-08-2006)
Durante los últimos quince años la península ha padecido un proceso
brutal de urbanización que no parece tener fin, cuyo origen hay que buscarlo en
los cambios inducidos por la mundialización capitalista. En efecto, los países
que no han podido basar su crecimiento económico en la innovación tecnológica,
en la disponibilidad de fuentes de energía barata o en el precio mínimo de la
mano de obra, han tenido que explotar extensivamente la única cosa que podían,
el territorio.
El urbanismo salvaje ha sido la herramienta con que los dirigentes han
convertido la destrucción del territorio en acumulación de capital. Las
ciudades, ya descoyuntadas y difícilmente habitables, han contagiado la
deshumanización al campo y a la naturaleza, sometiendo completamente el
territorio al exclusivo y trivializante designio de la mercancía.
El mapa de los estados está diseñado cada vez más por las empresas
constructoras. Eso es particularmente cierto en el caso español, donde la
construcción es el principal motor económico. En 2005 el crédito a la
construcción superó al industrial, cuando hace solamente ocho años era tres
veces inferior. La superficie edificada ha aumentado de un 40% entre 1987 y
2005, mucho más que la población en el mismo periodo. En los últimos cinco años
se han construido 2.630.000 viviendas, 800.000 sólo en 2005: existe una casa
por cada dos habitantes. España construye más que cualquier otro país europeo.
Posee el mayor parque inmobiliario de Europa, lo que no significa que sea el
Estado con la vivienda más asequible; más bien lo contrario, el endeudamiento
por este motivo bate récords y las familias dedican el 41% de su renta anual
disponible a la financiación del piso. Buena parte de la población no es dueña
del cubículo donde vive y el acceso a la vivienda es imposible para los jóvenes
y demás asalariados con empleo precario. La construcción de viviendas
protegidas es ridículamente baja, y aun así, no están al alcance de cualquier
bolsillo. En cambio, dos millones de casas permanecen vacías todo el año y el
doble son usadas temporalmente como segunda o tercera residencia. La casa es
hoy en día inversión, simple capital, objeto del mercado global inmobiliario.
En 2003 entre 800.000 y 1.700.000 familias estaban interesadas en adquirir casa
en la península, y es que España es el principal mercado europeo de segunda
residencia. La mitad de las viviendas vendidas en el pasado reciente estaban en
el litoral mediterráneo; entre 1995 y 2005 su precio casi se triplicó. La costa
es el lugar donde más se construye y la llamada administrativamente Comunidad
Valenciana es el caso más paradigmático del poder “constructor”. En total, el
suelo urbanizado creció un 52% en la última década, bastante más que en el
resto del país, mientras que el tejido urbano solamente lo hizo un 11%, lo que
señala una urbanización difusa, destejida, echa a costa de terrenos robados a
la agricultura, a los montes o a los humedales. En muchas poblaciones las
nuevas urbanizaciones superan en número de casas al conjunto urbano y
prácticamente todas las ciudades han entrado en una dinámica similar. El peso
relativo de la “Comunidad” en el conjunto del Estado español ha aumentado en
términos de stocks de capital, empleos y demografía, fundamentándose
principalmente en la actividad turística y constructora, y todo indica que el
futuro descansará sobre las mismas bases. En los quince meses últimos el
Consell de la Generalitat ha dado el visto bueno a mil Programas de Actuación
Integrada (PAI), fruto del sólido acuerdo existente entre constructores y
corporaciones locales. No en vano la construcción genera en los municipios el
42% de los ingresos. Al ser la construcción casi la única fuente de
financiación y de revitalización económica (y la primera causa de la corrupción
política), los municipios han aprobado planes para los próximos años que
implican la construcción de 700.000 viviendas, con las diversas
infraestructuras que las acompañan, carreteras, líneas de alta tensión,
incineradoras, centros comerciales, parques de ocio, puertos deportivos, campos
de golf, etc. De llevarse a cabo la población pasaría en diez años de 6 a 15
millones de personas y el impacto ambiental sería mucho más banalizador y
destructivo que todo lo realizado hasta ahora. La falta absoluta de agua no
parece desanimar a los promotores, puesto que confían obtenerla con la
supresión de huertas y regadíos.
Dentro de dicha “Comunidad” la provincia de Alicante es la porción de
territorio donde mejor observar el proceso de domesticación paisajística y
social promovido por el nuevo desarrollismo a ultranza de una clase dominante
encabezada por constructores y sostenida por la indiferencia o el
consentimiento de una mayoría de la población, despolitizada, amansada y sin
carácter. Cada ciudad emprende dentro de unas pautas uniformes su particular
camino hacia la masificación y la dispersión, de acuerdo con el interés
estrecho de sus dirigentes y hasta con los tópicos folklóricos al uso; es
curioso cómo “Paquito el Chocolatero”, el “Misteri” o “Les Fogueres” han
elaborado una falsa identidad que aún perdura, contribuyendo a la amnesia local
y legitimando ideológicamente la política bárbara de los jerarcas, los primeros
en disfrazarse de “moro” o de “foguerer”. Las seudo tradiciones son un arma contra
la memoria, y por lo tanto, un factor ideológico de desarraigo. Cuando los
individuos más se adentran en ellas, más se alejan de su historia verdadera y
más indiferentes resultan a su entorno real. Alicante es el enclave desde donde
parten decisiones de consecuencias territoriales más crueles; de las diez
primeras empresas de la provincia, seis tienen su sede allí (cuatro son de la
construcción). Además, ese no lugar ofrece al observador todas las taras de esa
especie asilvestramiento urbano que se apodera de la costa y la transforma en
un continuum de ciudades basura, a destacar con notable en degradación Pego,
Dénia, Benidorm, Altea, Teulada, Calp, Santa Pola, Torrevella, Almoradí,
Guardamar, etc. Así pues, nos vamos a centrar en la historia de la conurbación
alicantina. Llamamos Alicante –Alacant en el idioma de sus anteriores
habitantes– a la aglomeración urbana comprendida entre la autopista A-7 y el
mar, limitada al norte por el pueblo de El Campello y al sur por Santa Pola.
Dicho apelotonamiento de edificios conserva una trama residual que recuerda
vagamente a la ciudad que llevó ese nombre, pero el elemento ordenador
elemental no son las avenidas o las plazas, sino los ejes viarios rápidos que
conectan a los habitantes con sus siete centros comerciales, sus cuatro o cinco
campos de golf y sus diversas zonas de ocio, vigilados por los nuevos edificios
emblemáticos, las imponentes moles de veinte o treinta pisos de altura. Se
calcula un centro por cada setenta mil consumidores potenciales. Alicante está
estructurado en torno a la ronda y a las carreteras de Murcia, Elx, Ibi, Alcoi
y Valencia, segmentándose en función siete centros comerciales, que sin contar
los de la playa de San Juan son: el Corte Inglés, el Boulevard Plaza (en la
estación de ferrocarril), el Gran Vía (en el norte de la ciudad), el Puerta de
Alicante (en el Polígono de Babel), el Panoramis (en el puerto), el parque
Vistahermosa (al este) y el Playa Mar 2/Alcampo, en La Goteta, justo encima del
que fue “Campo de los Almendros”, donde en abril de 1939 se hacinaron sin que
ninguna placa lo recuerde veinte mil presos republicanos. La conurbación
Alacant- Mutxamel- Sant Vicent- Sant Joan- Campello cuenta en la actualidad con
unos 430.000 habitantes, los que sumados a la conurbación cercana de
Elda-Elx-Santa Pola daría un área metropolitana de más de 700.000, todavía
insuficiente para pesar en la red de poder de la globalización, que exige
empaquetamientos de millón y medio de personas para las economías terciarias
viables. En efecto, su peso en la decisión regional todavía es poco. Solamente
ubica 25 de las primeras quinientas empresas valencianas, lo que significa que
su clase dirigente no pinta casi nada. En realidad no es siquiera una clase, no
se trata verdaderamente una elite; son sólo de un puñado de empresarios
depredadores, funcionarios mediocres y políticos arribistas que no parecen
albergar otro proyecto que el de convertir la conurbación en una periferia
dormitorio de Madrid gracias al AVE que no acaba de llegar. No son responsables
más que de seguir la dirección fijada desde hace tiempo, aquella que convertía
a las ciudades en supermercados donde solamente se oía el discurso de la
mercancía. Sus antecesores rediseñaron Alicante e impusieron a sus moradores un
uso determinado del tiempo y del espacio, organizando su existencia en el
aislamiento y la desposesión, a la que ellos han añadido el consumismo. Pues la
ambientación urbana actual no permite otro uso social de lo que impropiamente
llamamos ciudad que el trabajo embrutecedor, el consumo desaforado, el ocio
industrial y la movilidad motorizada. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cuáles
fueron los polvos que trajeron este lodo? Remontémonos al pasado franquista
alicantino para observar después la evolución de la ciudad durante la transición
del desarrollismo nacional al presente de la globalización.
En tiempos de la República el Alicante obrero constituía un área
compacta muy concreta: la comprendida por el casco antiguo y las barriadas de
San Antón, Las Carolinas, el Pla y el Raval Roig. De allí salieron la columna
“España Libre” y el batallón “Alicante Rojo” para defender Madrid, y, sobre
todo, de allí salió Maroto con sus centurias proletarias a liberar Granada. El
grado de sindicación era alto; Alicante constituía la federación local de
sindicatos únicos más numerosa de la “regional levantina” después de la de
Valencia, y por delante de otras con tradición como las de Alcoy y Elda. Todo
acabó aquel fatídico 1 de abril de 1939, cuando todo Alicante se transformó en
cárcel.
Maroto, que había representado a los trabajadores alicantinos en el
Congreso de Zaragoza, al final de la guerra civil fue preso en una de las casas
del Pla del Bon Repós. Poco a poco el orden franquista reinó en la ciudad y a
la burguesía republicana sucedió una clase compuesta por oligarcas católicos y
funcionarios fascistas encargada de disipar los humos del viejo proletariado
vencido e impedir la amalgama con el nuevo. Alicante mantuvo un crecimiento
sostenido durante los años cuarenta y cincuenta, lo que determinó una constante
llegada de campesinos del sudeste en busca de la subsistencia que no hallaban
en sus pueblos. Quienes dirigían la ciudad dieron luz verde a una serie de
proyectos caracterizados por una ausencia total de ordenación y planeamiento,
destinados más que a la acogida, al confinamiento de población obrera. Los
nuevos bloques de minúsculos y deprimentes pisos hechos con material pésimo,
eran levantados sin conexión unos con otros, lejos de la ciudad, ajenos a la
trama urbana, sin servicios de transporte ni de recogida de basuras, a menudo
sin alcantarillado y casi sin agua (Alicante tuvo serios problemas de escasez
en la década de los cincuenta). Así nacieron para albergar la miseria y
disimularla más de veinte “entidades singulares de población”, como Ciudad de
Asís, núcleo de San Gabriel, grupo José Antonio en Benalúa, Los Ángeles, San
Agustín, las mil viviendas del patronato Francisco Franco, grupo La Paz,
Tómbola, Divina Pastora y Rabasa. Mención especial merece La Cooperativa de
Casas Baratas que construyó en 1960 la “Ciudad Jardín”, denominación harto
impropia, pues no tenía nada que ver con las ideas de Ebenezer Howard, aquel
gran soñador anarquista, sino con las prosaicas realizaciones republicanas de
vivienda social. Las ínfimas condiciones de entonces impedían a los
trabajadores el menor ahorro y, por lo tanto, el pago de las cuotas de
cualquier cooperativa, por lo que Ciudad Jardín devino un islote periférico de
la incipiente clase media. A finales de los cincuenta, las autoridades franquistas,
presionadas por un intenso movimiento migratorio, continuaron con la tónica
constructiva precedente. Aunque en 1958 fue aprobado un Plan General de
Ordenación Urbana, el primero con ese nombre, las ordenanzas municipales de
edificación por las que se desarrollaban las normas del plan no lo fueron hasta
1967, momento en que éste era revisado para asegurar la continuidad de la
anarquía urbanizadora que había gobernado hasta entonces. Alicante era un coto
privado de los constructores y tan escandaloso resultó su proceder que en 1964
provocó un contencioso con el Colegio de Arquitectos de Valencia; la corrupción
se institucionalizó, pero hubo que esperar a 1969 para que alguien de dentro
denunciara el primer caso conocido, la entrega de 750.000 pts a un concejal.
Con el embalse del Taibilla cubriendo el crónico déficit de agua se siguieron
aprobando proyectos particulares de urbanizaciones y nuevos barrios de aluvión
se superpusieron a los anteriores, como Juan XXIII, Virgen del Remedio y
colonia Requena, consolidando un gueto exterior al norte de la ciudad. Al este,
se construyeron viviendas sociales en el Fondo de Reones (el “Barrio Obrero”) y
en La Sangueta.
Los obreros con empleo estable podían quedarse en el Altozano,
en las sucesivas extensiones de El Pla, o en alguno de los barrios
reformados.Durante los 60 Alicante pasó de tener 120 a 190.000 habitantes y de
34 a 79.000 viviendas, aunque las construidas fueron muchas más que lo que
podría deducirse de restar ambas cantidades puesto que la destrucción del viejo
caserío fue considerable.
A los desmanes constructores se añadió la
verticalidad, con el beneplácito de las autoridades franquistas. En 1960 se
remodeló la rambla Méndez Núñez con edificios altos presididos por la Torre
Provincial de catorce pisos, y al año siguiente fue levantado el horrible hotel
Gran Sol, falo prismático de cien metros de altura, que marcó la pauta para el
Alicante desarrollista. La mole de Los Representantes, a la que la gente del
Pla llamó en seguida “la colmena”, fue la culminación. Alicante se pobló de
rascacielos, hasta el punto de superar a Valencia en número.
En 1980 solamente
en el casco urbano había seis edificios de más de 20 plantas y más de cien de
doce, a los que había que añadir otros tantos en las playas. El frenesí
constructor fue estimulado mucho más que por la continua llegada de emigrantes,
por la demanda de las clases medias forjadas bajo el desarrollismo, que
abandonaban el centro y se instalaban preferentemente al oeste de la ciudad
cada vez más desfigurada, originando la aparición de impersonales barrios como
Florida, Portazgo, San Blas, Polígono de San Blas, Polígono de Babel, etc, y
forzando el uso del coche para sus desplazamientos.
La emigración interior no
quedó limitada allí. También se dirigió hacia el este (Vistahermosa, Nou
Alacant) y hacia las playas, en primer lugar, a la de San Juan. Por otra parte,
viejos barrios obreros céntricos fueron objeto de la codicia de los
especuladores, que se aprestaron a destruirlos para en su lugar colocar enormes
edificios de mal gusto, símbolos del poder de la nueva burguesía alicantina.
Así fueron transformados parte de Benalúa, el Raval Roig, Santa Cruz o el Pla.
Y de igual manera un “edificio singular” como el hotel Meliá levantó una
barrera entre la playa de El Postiguet y el puerto. Otra mole singularmente
aberrante hizo lo propio entre la Explanada y el Portal de Elche. El Alicante
modernizado ya no era una ciudad pegada al puerto y contenida por la estación
de ferrocarril, el castillo de San Fernando y el monte Benacantil. Ponía fin a
su estructura radial para ser un aglomerado paralelo al mar dividido en tres
pedazos: uno, atravesado por las carreteras de Santa Pola y Elx, con salida
hacia Murcia o Madrid, era la zona de las naves industriales y de los almacenes;
otro, estaba constituido por la ciudad propiamente dicha y su periferia; el
tercero era la zona de las playas. Alicante fue en sus inicios una ciudad
diseñada por una burguesía liberal ligada al campo y al comercio portuario,
apenas molestada por los carruajes. El crecimiento salvaje que padeció durante
el franquismo rompió no sólo el equilibrio interno entre los barrios, sino el
que mantenía con su entorno rural. Lo peor fueron los coches. La administración
desarrollista trató de adaptarla a la circulación de vehículos estructurándola
alrededor de un eje viario principal, la avenida de Alfonso X el Sabio y un
centro distribuidor, la plaza de los Luceros, pero la motorización de las
clases medias hizo imposible cualquier solución racional a la cuestión del
tráfico, y la continua expansión urbana no hizo más que empeorar las cosas. A
partir de 1967 el automóvil vino a ser, junto con la verticalización y los
suburbios, el tercer factor de destrucción de la ciudad, la herramienta más
eficaz de la barbarie urbanística. En la década de los 70 todavía la población
aumentó en 60.000 personas. La edificación en los nuevos barrios prosiguió
amparada en planes parciales. La finca Adoc, engendro vertical a orillas del
mar, inauguró la desfiguración de la Albufereta, mientras en la playa de San
Juan seguían construyéndose sin ton ni son enormes bloques de apartamentos. A
diferencia de Benidorm, donde la verticalidad obedecía inicialmente a un plan
de preservación de la costa, aquí era puro negocio, aunque simbolizaba de
alguna forma el totalitarismo de la nueva sociedad, toda vez que los símbolos
de una verdadera vida política y social habían sido borrados.
En Alicante, el
edificio Riscal alcanzaba las treinta plantas. La ciudad fragmentada devenía un
espacio socialmente neutro, sin referencias, y por consiguiente sin memoria,
incluso sin lengua: el valenciano era testimonial. Se había vuelto un lugar
descohesionado y vulgar, escenario de negocios rápidos, idóneo para un modo de
vida masificado, privatizado y consumista. Oficialmente la conurbación
alicantina nació en 1973 con la creación de la Mancomunidad entre Alicante y
los municipios cercanos, lo que significaba que el tráfico, la destrucción del
paisaje, la desaparición de la huerta y la generación incontable de basura no
eran problemas específicamente alicantinos. Toda la costa de la provincia se
contagió de la misma enfermedad, particularmente en el sur, donde el agua del
trasvase Tajo-Segura permitió la construcción de innumerables urbanizaciones.
Cualquier aventurero podía montar una inmobiliaria en una de las ciudades
costeras y enriquecerse en poco tiempo. En diez años las pequeñas promotoras y
constructoras se habían convertido en poderosas compañías aliadas a los bancos,
con gran influencia en la administración local. Los constructores eran la punta
de lanza de la nueva burguesía. Al proletariado combativo de los años
republicanos había sucedido otro mucho más numeroso y también mucho más dócil.
Sin tradición y sin pasado, había llegado a Alicante sin penetrar realmente en
ella, quedándose aislado en los enclaves periféricos, verdaderos depósitos de
mano de obra sin cualificar. No tenía medios para producir su propia identidad
colectiva en las barriadas, y por lo tanto, no podían constituir una comunidad
de intereses, es decir, establecer vínculos de clase. Tampoco podía ejercer
como clase en los lugares de trabajo. En Alicante apenas había industrias,
relacionándose la mayoría de empleos con los servicios, la construcción y la
administración. Una economía terciaria no necesita especiales infraestructuras
ni capacitación particular como la industrial; los trabajos no requieren el
menor aprendizaje: se trata de peones de almacén, peones de obra, camareros,
dependientes de comercio, empleados, mozos de limpieza, pinches, domésticos,
etc. La dimensión de las empresas del sector terciario no suele ser grande, por
lo que los trabajadores se hallan dispersos y aislados compitiendo entre sí,
muchos con contratos temporales, otros trabajando en la economía sumergida. A la
precariedad podíamos añadir el desarraigo; miles de obreros llegaban –y todavía
lo hacen—justo para trabajar el verano y después irse, y la mitad al menos de
los que se quedaban eran recién llegados, nacidos en otra parte. En tales
circunstancias, el aporte proletario exterior sólo sirvió para acelerar la
descomposición de la clase obrera autóctona. A pesar de que la masa asalariada
constituía más de las cuatro quintas partes de la población, nunca adquirirá la
clase obrera en Alicante el protagonismo logrado en otras ciudades próximas
como Elx, Alcoi o Elda. El cambio político no alteró el panorama económico. La
administración socialista no trató de librarse de la herencia franquista sino
que se limitó a racionalizar el desarrollismo, a pulir su brutalidad,
preparándolo para posteriores desafíos. Gracias a que la población se
estabilizó en los ochenta, pudieron efectuarse zurcidos en los barrios y
mejoras en sus infraestructuras, así como completarse la ronda de
circunvalación (la Gran Vía) y confeccionarse un nuevo PGOU que aportó gran
cantidad de suelo urbanizable a la voracidad de los promotores. A partir de
1986 las nuevas clases medias de la ciudad iniciaron un éxodo desde sus
tradicionales barrios céntricos hacia la periferia este (El Garbinet, Vistahermosa)
y las playas, relanzando la demanda de pisos, aparcamientos y vías de acceso.
Eso significó el fin de parajes relativamente preservados como el Cabo de las
Huertas o La Condomina.
El precio de las viviendas se elevó enormemente y animó
la construcción, otra vez motor de la economía local. Por otra parte, la
apertura de El Corte Inglés arrastró toda la actividad comercial a la avenida
Maisonnave, provocando la muerte del Centro --el histórico arrabal de San
Francisco-- que hasta entonces desempeñaba esa función, y que comenzó a
degradarse en espera de su museificación. La nueva centralidad fue provisional
pues en la década siguiente su peso se repartiría entre las demás
“centralidades” emergentes. La vocación turística de Alicante que los
socialistas reafirmaron no dejaba de ser un tópico, puesto que si bien El Altet
ha llegado a ser el cuarto aeropuerto peninsular en volumen de viajeros durante
el verano, no por ello aquél era el destino elegido por los cinco millones de
turistas de sol y playa depositados en tierra. Los turistas nunca se quedaban.
Alicante desde los sesenta era un lugar de paso incluso para quienes trabajaban
allí. En realidad la principal actividad de la conurbación era la construcción
de segundas residencias, en primer lugar para los mismísimos alicantinos,
después, para los madrileños. El gobierno socialista del país se encontró con
una contradicción irresoluble. Su base electoral, la clase media, había
contribuido lo suyo a la destrucción de la ciudad y no iba a apoyar políticas no
desarrollistas, por lo que lejos de oponerse a fuerzas contra las que poco
podía, trató de aliarse con ellas derribando el último obstáculo al mercado
nacional de suelo, a saber, el pequeño propietario. La ley del Suelo de 1990
puso serias trabas al derecho de propiedad y proporcionó a los gobiernos
autonómicos el instrumento más eficaz para suprimir las protestas contra los
abusos urbanizadores. Efectivamente, la Generalitat valenciana, en manos de los
socialistas, promulgó en 1994 una Ley de Regulación de la Actividad Urbanística
que entregó a los intereses constructores los ayuntamientos. Mediante la figura
del “agente urbanizador”, alter ego de los promotores inmobiliarios, los
pequeños propietarios de terrenos o casas serían expropiados sin apelación y obligados
a pagar los gastos de urbanización de su antigua propiedad, con tal de que el
consistorio aprobara un Plan de Actuación Integral presentado por dicho agente.
Los excesos fueron proporcionales a los intereses económicos en juego, o sea,
numerosísimos, y caracterizaron el periodo siguiente.
Cuando el Partido Popular se hizo cargo de la Generalitat valenciana
quienes realmente subieron al poder fueron los constructores. Con la crisis
industrial golpeando las tres provincias y la agricultura en proceso de
extinción, la clase dominante continuaba apostando por el ladrillo; en el caso
de Alicante, no afectado por la deslocalización, se trataba de “la millor
terreta del món” para especular. La clave de la especulación no residía en la
resistencia de los propietarios a los promotores, sino en el régimen de
valoración del suelo. La simple recalificación de terrenos multiplicaba
automáticamente por 25 su precio, por lo que el negocio inmobiliario empezaba
con la compra a precio irrisorio de suelo rústico, industrial, para
equipamientos, ocio, zona verde, etc., y su transformación en urbanizable. La
conversión posterior en suelo urbano seguía multiplicando elevando tanto los
costes que habían de compensarse con la verticalidad. La Reforma de 1998 de la
Ley del Suelo y Valoraciones hecha por el PP ofreció la posibilidad de
convertir en urbanizable cualquier parcela de territorio, con lo que liberó
suelo para el mercado en un momento en que la vivienda se convertía en simple
inversión. En cierta forma institucionalizó la especulación. Al bajar los tipos
de interés y caer la Bolsa, la constante subida de precios hizo muy rentable la
compra de pisos (entre 1996 y 2005 el coste de una vivienda en la costa se
triplicó). La prueba es que en 2001 el 16% de las casas en la provincia estaban
vacías; tan sólo en Alicante había 22.000. Lo primero que hizo la
administración “popular” fue autorizar las obras paralizadas por una serie de
ilegalidades, a destacar el edificio Alicante, verdadero mastodonte
arquitectónico situado en la zona comercial, y elevar la altura permitida de
los futuros edificios a quince plantas. Las normas fijadas por el PGOU anterior
se volvían trabas para los constructores, que presionaron para la confección de
un nuevo PGOU más permisivo. Éste comenzó a confeccionarse en el 2000 y en 2002
fue publicado un avance. El boom inmobiliario fue prolongado por un fuerte
desarrollo del crédito y por la llegada de capitales extranjeros, fruto de la
internacionalización del mercado hipotecario y del mercado de segundas
residencias. Ahora el negocio inmobiliario pasa por atraer a la clase dirigente
europea, adaptando la oferta al modo de vida confinado de los ejecutivos en
vías de jubilación: buenas comunicaciones, videovigilancia, piscinas, garajes,
campos de golf y puertos deportivos. La política de las conurbaciones costeras
se rige directamente por el negocio de la construcción. Tanto el parloteo sobre
crecimiento “sostenible” como la nueva normativa (la Ley Urbanística Valenciana
y la Ley de Ordenación del Territorio) no hacen más que anunciar que en lo
sucesivo el abuso será disimulado y regulado. El segundo sector en influencia
es el de la distribución (en Alicante el 44% de las empresas son comercios, y
la mitad de la superficie dedicada al comercio corresponde a centros e
hipermercados). Los centros comerciales no son lugares de aprovisionamiento
sino verdaderos instrumentos urbanizadores. Son los actuales referentes
urbanos, los auténticos puntos de orientación; definen los nuevos distritos
funcionales de la conurbación y tienden a concentrar en ellos toda la actividad
comercial, cultural o de ocio. Difícilmente hallaremos una librería o un cine
en Alicante --y eso que uno de los proyectos temáticos de la corporación es una
“ciudad del cine”-- fuera de uno de esos centros. En ellos la vida cotidiana de
las gentes se vuelve susceptible de tratamiento industrial. La globalización
económica, ocurrida entre 1995 y 2005, ha producido cambios de alcance mayor
que los precedentes en cuanto al trabajo, al modo de vida y al tipo de
sociedad. En el periodo globalizador el alicantino medio simplifica
radicalmente su modo de vida. Recluido en su piso, sólo sale de él para ir en
coche a los espacios privilegiados de encuentro con la mercancía, los centros
lúdicos y comerciales. De ahí la demanda incesante de parkings. Alicante forma
parte del mercado mundial y quien mejor podía ilustrarlo es la población
emigrante que llega de países empobrecidos por el capitalismo para desempeñar
los trabajos más volátiles y se hospeda en los huecos de los barrios degradados
que abandonan los trabajadores con mejores perspectivas, como por ejemplo
Virgen del Remedio, Virgen del Carmen, Juan XXIII, San Antón o San Gabriel.
En
Alicante ya hay unos treinta mil, y a ellos corresponde el último incremento de
la población. No se trata de una subclase, de un nuevo lumpen. Son trabajadores
arrancados por la mundialización capitalista de sus pueblos y ciudades y
lanzados al mercado del trabajo internacionalizado en las peores condiciones
posibles. Son la avanzada de un movimiento similar que llevó a las ciudades
a millones de campesinos entre 1940 y 1980, y los efectos que producirán en las
zonas avanzadas del capitalismo serán considerables. La cuestión social no
podrá plantearse de nuevo sin contar con ellos. La lógica capitalista empuja la
conurbación alicantina a continuar creciendo indefinidamente, destruyendo más
territorio y concentrando más población. Las 15.000 viviendas inútiles del Plan
Rabasa serían el ejemplo más inmediato, pero no el peor, pues la oferta de
suelo no para de crecer al descomponerse las economías pequeño industriales de
los municipios del interior y convertirse éstos en satélites de la economía
depredadora del litoral. Evidentemente si se quiere defender el territorio de la
avalancha de planes que pugnan por realizarse habrá que detener el proceso
urbanizador enfrentándose a los poderosos intereses inmobiliarios. Hará falta
un movimiento de masas con un programa de lucha bien claro, que separe los
bandos. Para empezar habría que desechar todas las reivindicaciones que
impliquen desarrollismo, como por ejemplo las que propugnan los socialistas en
la oposición, las plataformas de la izquierda “verde” o los ecologistas: compra
estatal de terrenos y edificios, turismo verde, construcción de vivienda de
renta “baja”, valoración del suelo rústico, etc. Otras pueden servir para
preparar la reapropiación colectiva del espacio si se sitúan en la perspectiva
de la desurbanización y la ruralización: moratoria de proyectos, gravamen de casas
no habitadas, agricultura biológica, huertos urbanos, rehabilitación de
casas... a las que añadiríamos la ocupación, el rechazo del transporte privado,
el boicot a las grandes superficies, la intervención del precio de la vivienda
y el bloqueo de las cuentas de las empresas constructoras. Para hacer habitable
Alicante habrá que desandar el largo proceso urbanizador que hemos descrito y
demoler las dos terceras partes de sus edificaciones. La lucha social será
fundamentalmente antidesarrollista y desurbanizadora, o no será. No obstante,
ni la supresión del mercado de la vivienda, ni la reconstrucción del campo
serían suficientes sin la compañía de un estilo de vida ajeno al consumismo,
sin la abolición del trabajo asalariado, sin la recuperación de saberes
perdidos o de costumbres desusadas, sin los intercambios comunitarios, sin el
establecimiento de formas de convivencia humanas, libres e igualitarias
partiendo de lo local, y sin los demás aspectos de la autogestión territorial
generalizada.
Escrito a partir de la charla en el Ateneo Libertario
L’Escletxa de Alicante, el 6 de julio de 2006.