Resumen de la conferencia de Miquel Amorós, Luchas urbanas y luchas de clase, en las
II Jornadas de Cultura Libertaria, en Cartagena, 1 de junio de 2011.
“Para cambiar la vida hay que cambiar el espacio”
Henri Lefebvre
No existe espacio natural. Todo espacio es espacio social;
implica, contiene y disimula relaciones sociales. Las relaciones sociales
tienen una existencia espacial; se proyectan en el espacio y se inscriben en él
produciéndolo. Como son capitalistas, el espacio social tiende a ser espacio
del capital, su campo de acción y el soporte de su acción. El capital lo
fagocita, rompiéndolo y reuniendo los pedazos, vaciándolo de sujeto y
poblándolo con un sujeto abstracto, sumiso y domesticado. La sociedad urbana sustituye
y sucede a la sociedad de clases cuando el capital completa la unificación y
colonización del espacio. Ha producido y modelado un espacio propio, abstracto,
instrumental y manipulable, y, al mismo tiempo, ha producido y modelado a sus
habitantes, controlando su tiempo. La diferencia entre éstos y los antiguos
proletarios es abismal. Aquellos poseían su espacio aparte –las barriadas
obreras– donde la vida cotidiana, fuera del mercado, se regía por otro tipo de
valores y reglas.
El nuevo asalariado ha sido emancipado de su clase; no se
orienta en el espacio urbano por más referencias que las de la
mercancía-espectáculo. Su vida cotidiana reproduce fielmente sus indicaciones.
Como siempre, el lugar que ocupa depende únicamente de su salario, pero a diferencia
de antes, ya no habita en un espacio colectivo, autónomo y con historia, sino
en un espacio abstracto, vacío de sentido, que los signos y mensajes del poder
han rellenado.
La conurbación, elemento constitutivo de la sociedad urbana,
es ese espacio, resultado del crecimiento descontrolado de las fuerzas
productivas. En su interior todos los problemas políticos y sociales se agravan
y se anulan al mismo tiempo, pues gracias al bloqueo de la experiencia, la
pérdida de memoria y la incomunicación su percepción es cada vez más
problemática. La conurbación es un espacio enajenado de enclaustración y de
adiestramiento, no hecho para recordar y soñar, sino para olvidar y adormecer.
Como el capitalismo, aquella se edifica sobre crisis: demográficas, energéticas,
financieras, políticas, culturales, laborales, sanitarias, ambientales, etc.;
la crisis es su atmósfera y la amenaza de colapso su estímulo. Por eso es un
espacio policial total, monitorizado, donde se gestionan los movimientos de sus
habitantes. En las conurbaciones puede automatizarse al máximo la vigilancia
preventiva, incluso puede establecerse, lo mismo que con las mercancías, una
trazabilidad de la población que permita su seguimiento permanente. Es una
necesidad a partir de un determinado nivel crítico de complicaciones y
problemas insolubles. El control de un mundo cada vez más complejo y
centralizado no puede obtenerse más que con la conversión de los individuos en
autómatas, dentro de un espacio que el diseño urbanístico y las técnicas de seguridad
vuelven neutro, transparente, homogéneo y esterilizado. Un espacio así oscila
entre el estadio deportivo, el centro comercial y la cárcel.
La domesticación casi mecánica de los individuos en el
espacio urbano viene confirmada por la decadencia de las luchas obreras y
vecinales. La condición de asalariado ya no basta para constituir una identidad
o definir un “mundo”. Ya no existe una ciudad obrera real dentro de una
metrópolis burguesa oficial, coexistiendo y contrastando con ella. Las
conurbaciones no tienen misterio ni “nada que declarar”. En el pasado las
asociaciones de vecinos aspiraban a encajar los barrios periféricos en la urbe
reivindicando servicios y equipamientos elementales. No ponían en duda el
modelo urbano, querían formar parte de él, pero en pie de igualdad con los
distritos céntricos. Sin embargo, ahora la lucha urbana no puede pararse ahí,
acondicionando el escenario de la esclavitud; ha de cuestionar a fondo la
propia conurbación, ha de descapitalizarla. Un principio antidesarrollista
básico dice que una sociedad llena de capital es una sociedad urbana, por lo
que una sociedad vacía de capital ha de ser una sociedad agraria. Por lo tanto,
bajo esa perspectiva, un espacio urbano liberado será fundamentalmente un
espacio desurbanizado. Ello no significa la desaparición de la ciudad, ya
consumada en la conurbación, sino la superación positiva de la oposición
ciudad-campo y el rechazo radical a la degradación de ambas realidades en un
magma indiscernible. La recuperación de la ciudad, eje del proyecto en el que
se han de inscribir las luchas urbanas, es paradójicamente un proceso
ruralizador.
El antidesarrollismo es hoy por hoy el único
anticapitalismo. Parte de la nocividad intrínseca de la producción capitalista,
lo que lleva a rechazar su reapropiación, punto esencial de todos los programas
socialistas. Sin embargo, la degradación del antiguo proletariado obstaculiza
una toma de conciencia en ese sentido e impide la clarificación de nuevas
estrategias. Si aquél abdicó de su misión histórica, o sea, renunció a
apoderarse de los medios de producción y distribución, con mayor razón se
opondrá a su desmantelamiento, seguramente por lo que supondría de “pérdida de
puestos de trabajo”. La lucha por el salario y el empleo a menudo se coloca en
el bando de la dominación, debido a que tras la evaporación de los intereses de
clase no prevalecen más que los intereses particulares y corporativos,
contrarios al “desarme industrial” que exige una sociedad liberada (p.e. la
defensa del trabajo a ultranza en las plantas petroquímicas, en las fábricas de
automóviles, en las centrales nucleares, en la seguridad privada, en la
construcción, etc.). El trabajador conformista e hipotecado nunca cuestiona la
naturaleza de su trabajo, que considera “como cualquier otro”, y prefiere
ignorar la incompatibilidad total entre la producción actual y una sociedad
libre. Además, el trabajo asalariado y el endeudamiento son la forma habitual
de subsistencia en la sociedad urbana y siguen el ritmo expansivo de las conurbaciones.
Van asociados al crecimiento económico, y por consiguiente, a la destrucción
del territorio. El conflicto territorial tiene objetivamente a los asalariados
junto a la patronal y el Estado (p. e. en la construcción del TAV, de
autopistas, de pantanos y trasvases, de centrales térmicas, de adosados, de
campos de golf y puertos deportivos, de líneas MAT, etc.). Sus intereses
inmediatos son más próximos y no tienen otros.
La lucha urbana toma el relevo de la lucha obrera pasada,
porque, dado que el capital integra perfectamente cualquier reivindicación del
trabajo, la cuestión social no puede plantearse como cuestión laboral, pero sí
como cuestión urbana. Las contradicciones del régimen capitalista, cada vez
menos evidentes en los lugares de trabajo, se despliegan y hacen visibles en la
vida cotidiana, que alimenta el conflicto urbano. El espacio abstracto del
capital es una fábrica del vivir en serie. La vida cotidiana es un sector
colonizado, invadido por la técnica, el consumismo y el espectáculo. Es vida
privada, incomunicada, aprisionada; prolonga el trabajo, equivale a trabajo.
Por eso la lucha urbana tiene las características de una lucha de fábrica; sin
embargo no reivindica una privacidad mejor equipada, con el tiempo bien
repartido en las respectivas zonas funcionales, sino una vida al margen del
capital, descolonizada, con su espacio propio, disponiendo de un uso libre del
tiempo. Es una lucha por el espacio, al que hay que reconquistar y dotar de
contenido.
La lucha urbana debe alumbrar un nuevo sujeto, un nuevo
proletariado que se no se niegue afirmándose, sino que se afirme negándose; que
no pretenda universalizar la condición obrera, sino que la rechace de plano. Si
no se pone en tela de juicio el trabajo mismo, no se puede cuestionar el capital:
el anticapitalismo verdadero es antiobrerista. Para que un sujeto colectivo o
lo que viene a ser lo mismo, una clase, pueda constituirse, ha de crear su
espacio específico desde donde reunir fuerzas contra la clase adversaria. El
espacio del capital, poblado de asalariados, automovilistas y consumidores, no
es el adecuado. Ha de transformarse, y para hacerlo primero ha de ser
arrebatado al mercado. Ha de dejar de ser un espacio de trabajo, de consumo, de
circulación, de ocio, etc. En el nuevo espacio liberado sus habitantes han de
lograr un grado de autonomía suficiente (en alimentación, ropa, calzado,
educación, transporte, sanidad, autodefensa, información, etc.). La autonomía
es la condición para que la negación del capitalismo, la clase anticapitalista,
pueda darse. El desarrollo de una logística independiente garantizaría la
autonomía de una colectividad segregada, administrando su tiempo y dominando su
espacio. ¿Es ello posible sin liberar a su vez porciones de territorio? En las
conurbaciones y sistemas urbanos puede darse, por ejemplo, una relativa
autonomía sanitaria o informativa, pero para que exista una abastecimiento
autónomo donde nadie puede producir directamente sus alimentos, hace falta
relacionarse con los productores. La soberanía alimentaria sería pues el primer
eslabón entre las luchas urbanas y la defensa del territorio. No obstante el
éxito de los primeros pasos, el problema no ha hecho más que empezar. La
sociedad urbana tiende a encarecer la habitación, suprimir los huertos periurbanos,
anular los espacios de uso común y acosar a los disidentes, es decir, tiende a
complicar enormemente los esfuerzos de automarginación y a reducir los espacios
liberados a guetos minúsculos ¿Es posible en esas condiciones un grado
suficiente de segregación y autoexclusión? Depende del momento. El mercado
mundial segrega y excluye por sí mismo, generando en la conurbación y mucho más
en el medio rural un espacio de economía informal desmonetarizada que las
crisis contribuyen a desarrollar. Por otra parte se generalizan formas
discretas de sabotaje del trabajo como el absentismo ¿Pero puede darse en ese
marco un nivel suficiente de autonomía cultural y política? ¿Puede realmente
formarse en su seno un sujeto revolucionario? El sujeto se recompone como comunidad
en la lucha, pero nunca de golpe. Durante un tiempo es una comunidad sólo en
potencia, porque aunque las luchas urbanas pueden hacerlo emerger, no tienen
envergadura suficiente para consolidarlo. La lucha urbana es durante ese
periodo una lucha de clases en germen; una clase en proceso de formación se
enfrenta a otra ya formada. Para afirmarse por completo el sujeto ha de
segregarse y construir su autonomía y ésta ha de reflejarse en
contra-instituciones. Imposible que lo haga sin extenderse por el territorio.
La segregación laboral y cultural ha de confluir con una segregación
territorial. La negación del trabajo asalariado y del espectáculo no puede
arrancar con efectividad sin la salida del mercado de amplias porciones de
territorio. Para empezar la libertad se erige sobre bases agrícolas.
Una lucha urbana que quisiera ser auténtica y no liberara su
propio espacio, permanecería en la abstracción. La lucha que no produce su
espacio no va hasta el fin, fracasa a la hora de crear y acaba en gueto. No
cambia la vida, sólo la ideología. No crea nuevas instituciones, ni proyecta
una nueva arquitectura o concibe un urbanismo liberador. Se manifestará en
escaramuzas contra el mobing,
expropiaciones, derribos, expulsiones, corrupción urbanística, planes parciales,
videovigilancia, ordenanzas, etc., pero no sacará conclusiones, cuestionando la
sociedad urbana en su conjunto y pugnando por otro modelo social distinto. No
forjará un sujeto colectivo, pues solamente las luchas conscientes son capaces
de hacerlo. Una lucha urbana es efectiva sólo si es capaz de aglutinar a una
comunidad de individuos que consiga sustraer su vida cotidiana a los
imperativos capitalistas. El mercado recupera pronto el terreno perdido, por lo
que la lucha ha de prolongarse encadenando conflictos, lo que no es demasiado
difícil, dados los planes de “regeneración urbana” y museificación de los
municipios (recosidos, esponjados, equipamiento, rehabilitación,
reconstrucción, modernización) y los proyectos constantes de “cinturones” viarios
(rondas, túneles, patas, variantes, accesos, desdoblamientos, ampliaciones o
soterramientos). La lucha urbana es una resistencia a la valorización del suelo
y a la acumulación de beneficios inmobiliarios, una barrera a la remodelación
discriminadora, a la arquitectura fálica, pretenciosa y exhibicionista, al
autoritarismo administrativo... en fin, un frente contra el espacio o mundo de
la mercancía. Ha de forjar un plan y mostrar un modelo alternativo a la
sociedad urbana, descentralizador y comunitario, aprovechando las oportunidades
de la economía informal y desarrollando una crítica a la arquitectura y al
urbanismo capitalistas, pero para ello necesita fuerzas que no tiene. A fin de
superar su fragilidad teórico-práctica ha de encontrar aliados en otros
frentes, objetivo que la encamina hacia la defensa del territorio. La
liberación del espacio urbano requiere un territorio libre.
La lucha por el territorio tiene por escenario la
conurbación y sus satélites, puesto que el territorio ha sido despoblado y su
repoblación depende de aquella, pero ya no es una lucha urbana strictu sensu,
porque se despliega en medio rural. Hoy se concreta en una resistencia a la
urbanización, a la nuclearización, a la agricultura industrial y a las
infraestructuras, bien sea logísticas, hidráulicas, energéticas o de
transporte. Es una ofensiva contra la planificación y al ordenamiento que
determinan sus usos y lo transforman en capital. La defensa del territorio, la
lucha por su autonomía, es antidesarrollista. Es una verdadera lucha de clases
que se traduce más que nunca en el espacio. Impide que el espacio abstracto
progrese, que se vuelva medio de acumulación, tratando de establecer en los
territorios liberados de relaciones comunitarias en conflicto con el mercado.
La defensa del territorio constituye el eje de la cuestión urbana, porque el
territorio sometido al capital ya no es una simple reserva de espacio, sino la
fuente principal de beneficios particulares y un “yacimiento” de puestos de
trabajo. La nueva acumulación capitalista parte del encarecimiento de las
materias primas, de la construcción de infraestructuras gigantescas, de las
energías renovables, del reciclaje de desperdicios, del acondicionamiento
paisajístico, del turismo rural, etc., es decir, parte del territorio. En esta
nueva fase el Estado recupera la importancia perdida, puesto que no se trata ya
de desmantelar una asistencia social cada vez más costosa y desregular un
mercado laboral con una intermediación excesivamente poderosa, sino de
financiar una “economía sostenible”, o sea, de endosar a la población la
factura de los costes de una reconversión “verde”. Este nuevo ecologismo de
mercado no llega para modificar las bases económicas de la dominación, sino
para reforzarlas. Por lo tanto no se propone acabar con la agresión al
territorio, con el despilfarro o con el consumismo, sino al contrario, pretende
apuntalar su continuidad. Lo “sostenible” es más de lo mismo, pero pintado de
otro color.
Una vez que la penuria estricta ha sido dejada atrás, el conflicto
social no se manifiesta plenamente dentro de la actividad económica, sino en la
oposición entre la economía y todo lo que se le resiste. El antagonismo
principal no se produce en la esfera de la producción o en la de los servicios,
sino fuera de ellas y contra ellas. En la vida cotidiana, en el territorio,
fuera del trabajo y contra el trabajo. Por eso el absentismo y las prácticas de
autoexclusión y cooperación cobran una importancia crucial. El cambio de
paradigma teórico –fin del proletariado, segregación, antidesarrollismo– de
ningún modo implica una renuncia a la lucha radical o el abandono de cualquier
perspectiva revolucionaria, puesto que los antagonismos no han desaparecido; ni
siquiera han disminuido. Sencillamente se han mudado de lugar, aumentando en
intensidad. Se impone una reflexión crítica sin concesiones ideológicas y una
reorientación práctica basada en la disidencia y la vuelta al territorio. Pero
mientras los procesos de deserción y reinstalación no sean significativos el
conflicto social navegará en la ambigüedad, pues la crítica auténticamente
subversiva no progresará lo suficiente y los antagonismos permanecerán en la
penumbra. La oscuridad teórica apenas favorece a la ideología obrerista,
verdaderamente marciana, pero en cambio permite peligrosamente el avance del
ciudadanismo, cuyas propuestas –que se quieren pragmáticas y reformistas porque
están en la vanguardia de la acumulación– sirven para empantanar el combate.
Los seudomovimientos ciudadanistas no afrontan las contradicciones del sistema
capitalista sino que las disimulan, afirmando la neutralidad del Estado y la
posibilidad de otro capitalismo (de otro desarrollo, de otra globalización, de
otra política, incluso de otro sindicalismo). Su auge aparente bajo diversos
disfraces –ecologismo, alterglobalización, decrecimiento, municipalismo,
sindicalismo alternativo— obliga a que la lucha urbana y la defensa del
territorio se libren por encima de todo en el terreno de las ideas. La práctica
necesaria no podría avanzar sin ellas. La ceremonia de la confusión ha de
disiparse cuanto antes y los farsantes han de quedar desenmascarados, pues el
sujeto revolucionario nunca podrá surgir en connivencia con el sistema, como
alegre ciudadanía participativa, sino desde fuera y en su contra, como furioso
proletariado desertor.