I
Dos anarquismos
“El anarquismo no es una fábula romántica, sino un duro
despertar” Edward Abbey.
Periódicamente
las dicotomías entre “anarquismos” se suceden. A finales del siglo XIX era
entre colectivistas y comunistas, organizadores y anti organizadores,
individualistas y sindicalistas, sindicalistas puros y anarcosindicalistas,
etc. Actualmente esta reyerta teórica, que parece desarrollarse de forma
cíclica, se ha establecido entre insurreccionalismo y anarquismo social.
En tiempos
decimonónicos algunos anarquistas quisieron desatar el nudo gordiano hablando
de “anarquismo sin adjetivos”, y ya avanzando el siglo XX de “síntesis”. Hoy día apremia evolucionar.
Las disputas, si
no se enconan y enquistan, son positivas; el debate teórico es sano; lo que es
insalubre y suicida es que el debate sustituya a la militancia. Ciertos
anarquistas no tienen más problemas militantes que el propio anarquismo: o
vigilar sus esencias o ponerlo al día, pero la disputa sigue fijándose en un
marco erróneo, igual que en el XIX.
Sí, la disputa
entre colectivistas y comunistas nos ayudó a vislumbrar cómo una parte del
anarquismo de la época seguía ligado a cierta concepción de propiedad privada y
salario y cómo otra quería transcender de eso y ser generosa; también cómo una
parte trataba de ser realista y práctica y cómo otra podía pecar de optimismo
exacerbado. Era una cuestión de fondo que dibujaba maneras y actitudes. Pero
también era una disputa por algo que aún no se había producido: una revolución
social que pusiera la economía en manos de los trabajadores.
El debate quizás
pudo ayudar a perfilar mejor lo que sucedería en situaciones revolu- cionarias
como la del 36, pero el debate por el debate, sin transcender del plano
teórico, puede dibujar el mejor de los futuros, pero no deja de ser una
especulación, un discurrir sobre la nada, cuando falta crearlo todo. Puede también
que el debate sobre las distintas concepciones sindicalistas tuviera una dimensión más práctica, pero seguía basándose en una premisa errónea: transformar la
praxis ajena. Sólo nos es dado cambiar nuestra propia actividad; si algo no te
gusta trabaja en sentido contrario y que la práctica demuestre si andas errado
o acertado. En consecuencia, el debate no debe fijarse más –no desde luego prioritariamente–
en el terreno ideológico; la validez de una idea debe medirse en el terreno
práctico, en el terreno de los hechos.
No se puede
discutir cual o tal teoría es mejor sobre el papel, cuál satisfará mejor
nuestras necesidades sin transcender de la hipótesis; debe comprobarse
empíricamente y que los resultados hablen. ¿Pero qué requiere esto? Trabajo de campo,
duro trabajo de campo. Y es eso, y no otra cosa, lo que divide a los
anarquismos en liza. Basta ya de supuestas divergencias en base a acuerdos,
congresos, pensadores y modelos imaginarios.
Desde mi punto de
vista sólo hay dos anarquismos: el contemplativo y el combativo. Ya pueden
recibir el nombre de insurreccionalismo o anarquismo social, cualquiera de los
dos puede representar a alguna de las dos tendencias en algún momento.
El anarquismo
contemplativo vive a través de vidas ajenas, su terreno es el debate
centrípeto. Se sienta a analizar y a discursar, a anatemizar enzarzado en
eternas luchas internas. Su campo es el de la teoría y el quietismo, sea de
comité, de asamblea, de manifestación, de red social o de quema de contenedor
(un teórico del molotov no es menos contemplativo que un teórico de despacho). El
inmovilismo como modus vivendi; la pontificación como modus operandi. Charlas y
difusión de ideas es su terreno natural, el ambiente donde se siente cómodo;
incapaz de transcender de ese hábitat y saborear los adoquines o el bancal. El
propio anarquismo en su campo de batalla, su objeto de disección, el sujeto de
su militancia. El anarquismo contemplativo es la etapa infantil e inmadura de
la ideología anarquista; por muy seria, respetable y vetusta que parezca.
El anarquismo
combativo, el que defendemos y practicamos desde la FAGC, es el anarquismo que
se faja, el que está a pie de calle, el que lucha. Sea tensionando en una
manifestación para evitar que la gente quede impasible ante una carga policial,
sea forzando las circunstancias para que un conflicto laboral no acabe en
armisticio. Es el anarquismo que se moja, el que se arremanga y se mancha las
manos. El que lucha en la fábrica, en la asamblea de barrio, en la calle.
Gamonal y Can Vies son ejemplos de esto, la Comunidad “La Esperanza” también.
Es el que ha sobrepasado los límites de las tertulias y la militancia oral. Ya
no cree que verbalizando algo se consiga cambiarlo. Su actividad es centrífuga,
no va dirigida a complacer a los “iniciados”, a convencer a los “convencidos”;
el circuito de los compañeros se le queda estrecho. El discurso de consumo
interno se le antoja cacofonía. No milita para los anarquistas; milita para
llevar la anarquía al suelo, para llevar la anarquía al pueblo. Diseña sus
tácticas y su estrategia, su hoja de ruta, definiendo bien qué quiere y cuándo
lo dará por conseguido, para poder avanzar a la siguiente etapa. Su hábitat es
el barrio, la chabola, el parque, el tajo, el terreno abandonado, la casa expropiada.
Es el anarquismo entendido como ideología adulta, por osada y audaz que sea su
actitud, por nuevos que parezcan sus planteamientos.
En mi experiencia
en estos últimos cuatro años en la FAGC, y especialmente en los dos últimos en
la Comunidad “La Esperanza”, he llegado a concebir el anarquismo en esos términos,
como una ideología adulta. El idealismo es necesario, pero no basado en
irrealidades ni quimeras, sino en la capacidad real de aplicar las ideas
pertinentes para transformar el entorno. Hay que descifrar los límites de los
propios mitos, sean ideológicos, teóricos o de cualquier clase; descubrir la
falsabilidad de los pensadores de referencia y tratar de aplicar las propias
ideas teniendo en cuenta que por muchos antecedentes que tenga lo que te
propones, y por más jugo que le saques a experiencias pasadas (la historia debe
entenderse como pista, no como remanencia), la realidad es que esta
experiencia, esta concreta, nadie la ha intentado antes; sólo tú y los que te
acompañan. El discurso exclusivamente autorreferencial se diluye y queda la
dura realidad. Es dura, pero es tuya.
Esta realidad lo
es porque se asienta en algo tangible. En los siglos XIX-XX existía un
anarquismo de fábrica, y esa fue su gran fuerza. Existió también en ese periodo
fini/primisecular un anarquismo cultural que dotó de soporte teórico y
literario la obra muscular. Nosotros proponemos un anarquismo de calle, un
anarquismo callejero, de barrio, de exclusión social. El obrero salido del
siglo XX y que despierta al siglo XXI se da cuenta, después de haber
sobrevivido a la coartada capitalista de la crisis, que de obrero cualificado
que fabricaba casas para otros ha pasado a ser un sin techo. Personas abocadas
a la marginalidad porque sin apenas transición han sufrido un cambio: obreros ayer;
indigentes hoy. Algunos no han mutado; de forma endémica han nacido
condicionados socialmente para ser carne de asfalto. El discurso anarquista les
complace en su utilidad: les es natural la hostilidad a la policía y el rechazo
a la sacralidad de la propiedad privada; les es imprescindible sobrevivir a
través de ciertas formas de apoyo mutuo, por lo menos en determinados estadios.
Si este discurso se convierte en la práctica en un modelo eficiente de
necesidades básicas plenamente satisfechas entonces la anarquía funciona, es
útil para ellos, y con eso, sin necesidad de hacerse anarquistas, les basta.
No hace falta que
se nos encuadre en el insurreccionalismo por nuestra radicalidad o en el
anarquismo social por nuestra labor. Somos anarquismo de combate y las
etiquetas de ese tipo se nos quedan estrechas. Hemos recibido un baño de
realismo y hemos descubierto que la anarquía llevada a la práctica funciona,
que puede gestionarse una microsociedad de 250 personas de manera eficaz siguiendo
ese modelo. Pero también sabemos que ayudar a alguien no cambia necesariamente
su mentalidad, y esto ya lo expondré en un futuro artículo.
Lo que importa
ahora es saber que un anarquismo de barrio, sumergido en la marginación social,
trabajando en el ghetto, es imprescindible; un anarquismo implicado en los
problemas reales de la gente. Es imprescindible no porque suponga por sí mismo
la “conversión de la gente”, sino porque es la mejor, si no la única, forma de
llegar a ella. Para llegar a la gente no queda otra que tocar sus intereses y
necesidades.
Pero si para esto
no funciona la provocación vacua, que al menos remueve el avispero, menos
funciona el discurso de reformar instituciones. En un momento en el que la
gente está más desapegada de la política que nunca, nuestra misión es forzar la
ruptura, no invitar a la conciliación con nuevas maneras dentro de las mismas
estructuras. La situación es proclive para relanzar la organización popular
desde abajo, para movilizar a la gente (movilizarnos con la gente) en base a
sus necesidades y exigencias primarias, para estructurar el subsuelo, para
dotar de cuerpo y músculo a los que no tienen (tenemos) nada. Enredarlos en
promesas electorales, en aspiraciones de políticas locales, en la creación de
instituciones, es un suicidio: primero, porque nunca se han sentido tan
distantes de ellas; segundo, porque por fin son capaces de hacer otras cosas. A
un enemigo herido que tiene que reestructurarse a toda prisa no se le refuerza,
se le remata. Las instituciones deben ser vistas como el adversario al que se
le arrebatan cosas por la fuerza, a través de la presión y el desgaste; el
contrincante al que se mina hasta que se le pierda el temor y el respeto. No
como el arma que es buena o mala en función de quién tenga la empuñadura. Más
allá del maquiavelismo y el oportunismo de la hipótesis, tengo una cosa clara:
también los ratones antes de ser devorados imaginan estar jugando con el gato. Eso
es jugar a la política: creer que le estás dando cuartelillo al que está apunto
de fagocitarte.
Yo no juego a
juegos donde las reglas las imponen otros. Y hay un anarquismo que tampoco. Ese
anarquismo sabe dónde está su lugar natural para incidir en la vida social, se
aleja de las peleas de capilla y se une a las aspiraciones del pueblo para
punzarlas, hostigarlas, y ver si pueden ir más lejos. Este anarquismo no se
establece en unos parámetros de superioridad moral (y lamento si mi retórica lo
da a entender, pero no es mi intención repartir sopas con honda), no lo
propongo porque sea “la última palabra” en revolución social; lo planteo por
una simple cuestión de supervivencia. O nos abocamos a la endogamia de “la
anarquía para los anarquistas” (cuando la anarquía debe ser para la gente de a
pie) o nos dejamos matar metiéndonos en estructuras de poder que nos comerán y
excretaran antes de darnos cuenta. Hasta ahora esas parecían ser las únicas
opciones: o cerrarse en banda o entregarse con armas y municiones. No puede ni
debe ser así, nuestra supervivencia y la de nuestro mensaje está en el combate,
está en la calle, está en las necesidades más instintivas del pueblo. Es
necesario detectar qué necesita, ver si nuestra praxis puede proporcionárselo,
adaptar nuestras herramientas al momento, elaborar un programa que dé soporte
teórico a nuestras conquistas y, una vez alumbrado el camino, compartir dichas
herramientas y colectivizarlas (sabiendo cuándo hacerse a un lado).
No me importan
las caricaturas; lo de “anarquismo barriobajero” o “anarco-lumpen” no es la
primera vez que lo oigo. Me importan los resultados. El anarquismo callejero ha
proporcionado la mejor carta de presentación de nuestra práctica en años. La
mayor ocupación de inmuebles del Estado español no la ha conseguido un partido,
una coalición electoral ni una organización pro-sistema; la ha iniciado una
organización anarquista a través de herramientas anarquistas y haciendo
funcionar un modelo anarquista sin necesidad de que los implicados lo fueran. Ese
anarquismo de barrio ha dado 71 viviendas a 71 familias que equivalen a más de
250 personas. No habla la teoría; hablan los números, hablan los hechos, habla
la tozuda realidad.
II
¿Lucha social?
“Mañana para los jóvenes estallarán como bombas los
poetas; mañana las caminatas por el lago, las semanas de perfecta comunión;
mañana los paseos en bicicleta en las tardes de verano. Pero hoy la lucha” (W.H. Auden,
España, 1937).
Vaya por delante
que quien les habla de lucha social se tiene por individualista. Soy
individualista porque soy celoso de mi independencia y criterio personal, pero
también por razones pragmáticas. Para implicarse en la lucha social es
imprescindible conservar grandes dosis de individualismo: para no corromperse,
para no dejarse arrastrar por impulsos gregarios y apetitos mayoritarios, para
saber por qué haces lo que haces.
Pero me repugna
el aristocratismo; soy individualista porque quiero, para todos y cada uno, una
personalidad única y fuerte, y que cada uno desarrolle su “yo” sin límites ni
cortapisas ambientales. Pero, ¿cómo domar el ambiente para que sean los
individuos los que le den forma a este y no este el que de forma a los
individuos? Implicándose en la lucha social, no hay otra. Nuestro desprecio por
la sociedad actual puede llevarnos a la resignación. Tanto a un nihilismo
satisfecho (“nada se puede cambiar y es mejor vegetar y vomitar esporádicamente
a través de las redes sociales o un artículo bien escrito”) como a la actitud
del náufrago (“aunque no queramos este es nuestro hábitat, adaptémonos y
salvemos los pocos muebles que llegan a la orilla”). Pedir que todo arda sin
mover un dedo o enzarzarse en pedir reformas electorales o iniciativas
legislativas populares son muestras de ambas actitudes. Resignación más o menos
activa, pero renuncia al fin.
Resignarse es
rendirse, y eso es morirse por dentro. Hay que implicarse en la lucha social
porque sólo así conseguiremos cambiar algo, aunque sólo sea una parte de la
porción de mundo que nos ha tocado en suerte. Pero hay que implicarse con
grandes dosis de realismo; tanto realismo que duele a veces.
Hay que saber
antes que nada que puedes implicarte, tener éxito, conseguir cambiar la vida de
la gente, sin que en nada hayan cambiado sus mentes. Una persona mezquina
hambrienta no es diferente de una persona mezquina satisfecha salvo en su
capacidad material para hacer daño. Tendrá más o menos posibilidades, distintas
prioridades, pero en lo sustancial es igual. Idealizar a las “clases sociales”
(categoría que si no se limita a fijar la línea entre oprimidos y opresores
sirve de poco) es absurdo. Ni el obrero es el personaje de los carteles
soviéticos ni la obrera es la de los carteles americanos de la II Guerra
Mundial. Los excluidos y los marginados, los “sin-clase”, entre los que me encuentro
por nacimiento y vocación, no responden tampoco a una visión romántica
prefijada de nómadas y espíritus libres. Somos seres de carne y hueso que no
pueden ser observados desde fuera, sino vividos desde dentro.
Poner defectos o
cualidades donde no los hay de forma ingénita es una fuente de injusticias o
expectativas frustradas. Los que trabajamos por la revolución tenemos que tener
una cosa clara: ésta no se hará con superhombres nietzscheanos; se hará con
personas con prejuicios, cargadas de tabúes, lastradas por ideas machistas,
racistas y xenófobas. Ese es el material humano de las revoluciones porque la
gente no cambia de un día para otro por mucho que se intenten cambiar los
acontecimientos. El entusiasmo inicial tamiza esas actitudes, pero sin una
pedagogía previa no podemos pretender que las personas tiren su equipaje mental
de forma instantánea.
¿Seguro que
cambiando las condiciones materiales no conseguimos cambiar las condiciones
mentales? No necesariamente. Kropotkin es uno de mis pensadores de referencia,
y después de haberlo estudiado y tratar de llevar a la práctica algunas de sus
propuestas –las que me parecían más urgentemente realistas– puedo confirmar que
al menos en algunos presupuestos de La Conquista del Pan (1892) (1) se
equivocaba. O más bien, para ser justos con Kropotkin, el error no consiste en
la tesis principal de esta obra (capital, por otro lado), según la cual la
primera cuestión a solucionar de la revolución es la del pan; los que nos
equivocamos somos nosotros si creemos que por ser la primera debe ser la única.
La primera misión del fenómeno revolucionario debe ser, ciertamente, saciar las
necesidades básicas, pero seremos muy ingenuos si creemos que este sólo hecho
derrumbará toda forma de jerarquía. Si como ya nos recordaba Tolstói no se le
puede hablar de cosas no comestibles a alguien con el estómago vacío (2),
tampoco podemos esperar que llenando ese estómago obtengamos un cambio
conductual en esa persona. Podemos dar abrigo, techo y pan como nos recomienda
Kropotkin, pero si las estructuras mentales capitalistas no se han tambaleado,
las mejoras de las condiciones materiales no habrán modificado en lo sustancial
la naturaleza ni las aspiraciones de los afectados. Podemos crear una sociedad
de necesidades satisfechas e igualitarismo económico que no por ello, si no se
hace un trabajo de fondo, quedará erradicado el poder y la sumisión. Kropotkin
decía que si la gente tenía los medios de producción ya no necesitaría
arrastrarse ante un Rothschild; no se arrastraran por pan, pero pueden
someterse igualmente por el influjo de la fuerza bruta, el miedo o el engaño.
La igualdad económica no erradica el autoritarismo ni los vicios jerárquicos,
ni borra de un plumazo los tics capitalistas.
Esto puede
comprobarse con el ejemplo de las comunas y comunidades de resistencia. Una
microsociedad que se organice con un modelo anarquista, y en la que este modelo
se demuestre eficiente y eficaz, puede ser una muestra de que la anarquía
funciona “demasiado bien”, porque consigue mejorar las condijo- nes de vida de
los afectados, saciar sus necesidades, pero con muy poco esfuerzo por parte de
estos. No se puede crear un oasis de anarquía rodeado de un desierto de
capitalismo, porque tarde o temprano la arena te entra por la puerta (3).
La mayoría de
comunidades libertarias de finales del siglo XIX y principio del XX, y aún las
comunas hippies de la segunda mitad del pasado siglo, fracasaban por una
cuestión muy clara: se constituían en comunidades cerradas, aisladas, sin ser
conscien- tes de que la gente no deja su “vieja mentalidad” en la entrada. Esto
ya lo explicaba Reclus en su texto Las
Colonias Anarquistas (4) (1902). La sociedad no tiene vida propia ajena a
la de sus miembros, sin embargo la existencia de cierta psicología colectiva,
de grupo, la hace comportarse como un organismo vivo. Como tal, muere si
permanece encerrado y sin aire, y vive cuando se ventila, cuando respira y se
nutre del exterior.
Esas cualidades
centrífugas y centrípetas de las que hablaba en el artículo anterior, no son
sólo aplicables a distintos tipos de anarquismo, sino también de comunidad y de
militancia. En mi experiencia comunitaria he podido comprobar que los periodos
de aislamiento y endogamia forzada mueven a la depresión y la desmovilización,
pero cuando se interactúa con el entorno en el que se está inserto y se reciben
estímulos del exterior el orga- nismo que es la comunidad se renueva y se revitaliza.
Lo mismo pasa con la militancia. La actividad centrada en el propio grupo, en
el propio movimiento, que no se abre y se expande ni quiere relacionarse con el
exterior, es inútil y tiende a la esclerosis. Es imprescindible moverse hacia
afuera, irradiar. La sangre que no circula se tromba y produce gangrena; el
movimiento es la base de la vida, la base del cambio.
Pero se me
preguntará: ¿por qué enredarse en la lucha social si el cambio material no
tiene las repercusiones inmediatas que se pretende? Y en caso de que fuera
deseable, ¿qué estrategia seguir?
La gran
aspiración anarquista revolucionaria, y la de mayoría de movimientos sociales,
es llegar a la gente. Puede que a través de la lucha social, de ayudarles y
promover vías de auto- gestión, su mentalidad no cambie, pero es esa la única
forma real de llegar a ellos, de entablar contacto. Entiendo las buenas
intenciones, pero a una familia que busca alimentos en la basura, que está
discriminando entre lo podrido y lo descompuesto, no se le puede hablar de las virtudes
del veganismo o de los malos efectos de los transgénicos; suena a insulto, a
broma macabra. Esas cosas, que realmente son una muestra de consciencia,
interesan cuando uno tiene sus necesidades básicas satisfechas y un estatus
estable; al desnutrido lo que le interesa es no morirse de hambre. Cuando se
hablan de cosas ajenas a la realidad inmediata de la gente y tratamos de arrastrarlos
a nuestro terreno, en vez de evaluar que tiene nuestra forma de concebir el
mundo que ofrecerles a ellos, estamos estableciendo una línea entre la gente
sin ideología y el anarquista que, mentalmente, no dista mucho de la que hay
entre el desposeído y el propietario: intereses distintos cuando no
contrapuestos.
Hay que analizar
qué interés legítimo y coincidente con nuestras ideas y praxis tiene la gente y
tratar de meterle mano. La FAGC se dio cuenta en 2011 de la alarmante necesidad
de vivienda que había en la Isla de Gran Canaria: entre 25 y 30 desahucios
diarios con 143.000 casas vacías en el archipiélago. La gente necesitaba techo;
pues eso había que ofrecerles, porque nuestras herramientas son ideales para
ello y porque históricamente, desde la Comuna de París al Movimiento Okupa, ha
sido parte de nuestro acervo.
Ya he dicho que
con la política del pan, siendo lo prioritario, no basta. Hay que usar grandes
dosis de pedagogía (alejándose radicalmente del adoctrinamiento y el
proselitismo), socializar herramientas formativas, fortalecer la independencia
de la gente y crear círculos de compromiso dispuestos a no perder las conquistas
conseguidas. Sí, el pan no lo es todo; pero es la única forma de que esa
entelequia informe e indefinible a la que llamamos “pueblo” te tenga en cuenta
y te distinga de los vendedores de humo. Sí, la propaganda por el hecho tiene
sus límites, y mostrar el camino correcto y recorrerlo no es suficiente para
que otros lo hagan; pero es la forma más honesta y coherente de difundir una
idea y de intentar que la gente la adopte. La vía vivencial, de hacer lo que se
predica, es lo único que te legitima a poner una propuesta encima de la mesa.
Si no lo has vivido antes no me lo vendas. Darle a las necesidades básicas la
prioridad que les corresponde, y no ofrecerle poesía, liturgia o escolástica al
que necesita proteínas es la única forma de empezar a hablar en serio, la única
forma de no demostrarse enajenado de la realidad.
Ciertamente los
pruritos capitalistas y los raptos de burguesismo pueden permanecer en la mente
del que gracias a tu ayuda ha dejado de ser un paria. Alejado de la miseria
quizás se incremente más esa mentalidad consumista. Pero si se ha conseguido
cambiar su situación vital a través de procedimientos libertarios, con tácticas
de acción directa al margen de la legalidad, aunque esto no altere la psique
del afectado, la realidad es que el hecho, el ejemplo, queda y subsiste, y es
lo que sirve de referente para demostrar que si el material humano falla, las
ideas y las prácticas no. De todas maneras, basta con que en uno de cada diez
individuos germine la semilla de tu ejemplo de apoyo mutuo o autogestión para
que la lucha social iniciada haya valido la pena.
Wilde nos hablaba
en su El Alma del Hombre bajo el
Socialismo (1890) (5) de lo aburridos que eran los “pobres virtuosos”.
Exigir que los pobres sean virtuosos, además de pobres, no es una cuestión de
“aburrimiento”, sino de brutal e injusta insensibilidad. En la lucha social podrás
descubrir personas que llevan años sin socializarse con nadie, que han sido
excluidas de las más mínimas comodidades, que llevan décadas viviendo en estado
de guerra permanente, que sienten que cuánto les rodea es hostil. Lo raro no es
que desconfíen o incluso traten de aprovecharse de quien le tienda una mano; lo
raro es que no se le tiren a la yugular. En vez de eso, muchas personas que han
sido tratados como fieras peligrosas desde la infancia, constantemente hostigadas
por su entorno, se embeben de una solidaridad dada a cambio de nada, salvo de
compromiso, y de una forma de actuar que no acepta liderazgos ni servilismos.
Se embeben tanto que la reproducen. Aprenden a ayudar a los demás, abren casas
para familias sin hogar tal y como se les abrió a ellos; llegan a darse cuenta
de que el siguiente paso está en defenderse por sí mismos, en la autonomía; la
ilegalidad a la que antes recurrían por necesidad ahora tiene una finalidad más
profunda. Puede que empiecen a interesarse por las ideas que les han llevado
hasta ahí y empiecen a hablar de anarquismo; y si no, al menos ya no desconocen
ese término ni lo temen. Se produce en ellos un cambio de paradigma.
Sin embargo,
deberíamos de tener una cosa muy clara: el modelo anarquista que proponemos no
necesita convertir a la gente en anarquistas para funcionar; sería aberrante.
El anarquismo destinado a los anarquistas es chovinismo. El anarquismo es útil
cuando se dirige a los que no son ni serán anarquistas. Es ahí cuando se
demuestra que un proyecto y un modelo funcionan.
Nuestro objetivo
es llegar a los que nada tienen, no para hacerlos anarquistas conscientes, sino
porque sólo ellos, los que más sufren y padecen, tienen motivos objetivos para
querer cambiar de vida y la razón para romper convulsamente con todo. El
mensaje anarquista de libertad y autonomía acoge a toda la humanidad; el de
tres comidas diarias y un techo sobre la cabeza sólo puede ir destinado a los
que carecen de ello. La anarquía para los satisfechos, para los aburridos
intelectualmente, es un artefacto inútil. Los principios libertarios son
asumibles por todos, pueden cambiar la vida interior de quién los asuma, sin
importar su ascendencia; pero su programa económico y social va dirigido a
cambiar la vida de los que hoy comen barro. Por eso es imprescindible intervenir
en esa lucha; no hay otra forma de cambiar lo que nos rodea.
¿Cómo hacerlo?
Desde dentro, sin paternalismos ni dirigismos. La táctica del “paracaidista”
que salta sobre un conflicto, venido de quién sabe dónde, para arrojar luz, es
la táctica del fracaso. Sólo cuando se te ha visto mancharte, sudar y sangrar
estás legitimado para intervenir, y ni siquiera eso vence todos los recelos. Se
debe crear un proyecto en el que las diferencias entre los anarquistas que lo
inician y las personas generalmente no ideologizadas que lo vayan integrando se
difuminen, sin rangos, ni vanguardismos ni primacías.
Participando en
las inquietudes reales del pueblo, en las que se han generado en ellos, y no en
la que nosotros queremos introducirles desde fuera. Una vez hemos tomado parte
de sus intereses, de su lucha, de su reivindicación, nuestra misión como
anarquistas es tratar de llevarlos un poco más lejos, un pasito más allá. Malatesta lo entendió con
lucidez:
“Hagamos comprender
a todos aquellos que mueren de hambre y de frío, que todas las mercancías que
llenan los almacenes les pertenecen a ellos, porque ellos fueron los únicos
constructores, e incitémosles y ayudémosles para que las tomen. Cuando suceda
alguna rebelión espontánea, como varias veces ha acontecido, corramos a
mezclarnos y busquemos de hacer consistente el movimiento exponiéndonos a los
peligros y luchando juntos con el pueblo. Luego, en la práctica, surgen las
ideas, se presentan las ocasiones. Organicemos, por ejemplo, un movimiento para
no pagar los alquileres; persuadamos a los trabajadores del campo de que se
lleven las cosechas para sus casas, y si podemos, ayudémoslos a llevárselas y a
luchar contra dueños y guardias que no quieran permitirlo. Organicemos
movimientos para obligar a los municipios a que hagan aquellas cosas grandes o
chicas que el pueblo desee urgentemente, como, por ejemplo, quitar los
impuestos que gravan todos los artículos de primera necesidad. Quedémonos
siempre en medio de la masa popular y acostumbrémosla a tomarse aquellas
libertades que con las buenas formas legales nunca le serían concedidas. En
resumen: cada cual haga lo que pueda según el lugar y el ambiente en que se
encuentra, tomando como punto de partida los deseos prácticos del pueblo, y
excitándole siempre nuevos deseos”. (6)
Lo que intentó la
FAGC con el Grupo de Respuesta Inmediata contra los desahucios y la Asamblea de
Inquilinos y Desahuciados fue intervenir en una aspiración real de la población
(la vivienda) y lejos de las propuestas moderadas y legalistas de las
plataformas y colectivos locales, llevar la lucha por el derecho al techo a
otros presupuestos, más profundos y más radicales. Esa es la primera etapa de
nuestra lucha. Parando desahucios de forma combativa y realojando familias sin
techo en casas unifamiliares expropiadas a los bancos, iniciamos el contacto
con la gente y demostramos que se podía actuar de otro modo, más comprometido y
más eficiente.
Inmersos en las
aspiraciones habitacionales populares iniciamos la etapa de la Comunidad “La
Esperanza”, porque hacía falta una demostración de fuerza, un proyecto lo
suficientemente grande y llamativo cómo para que no pudiera ser ocultado a la
opinión pública por mucho que se quisiera. Ante el victimismo de que hagamos lo
que hagamos se nos silencia, hemos intentado mostrar que a despecho de las
manipulaciones y tergiversaciones mediáticas, si se hace algo de gran magnitud
es imposible que pueda quedar solapado y barrerse bajo la alfombra (a esto
obviamente hay que sumarle una gran capacidad de trabajo y saber diseñar una
buena “guerra de tinta”). Llega después una tercera etapa que ya explicaré en
el último artículo de esta serie.
Lo hecho en esta segunda
etapa tiene su importancia y significado, no sólo evidentemente por su
dimensión social, por dar techo a un número tan ingente de adultos y menores,
sino también en otros aspectos. En nuestro movimiento parece que ciertos think
tank se disputan una ridícula hegemonía. Invalidan lo que dice su competidor
con palabras, siempre con palabras. Si una propuesta se les antoja muy radical
o muy reformista no tratan de contraponerle un ejemplo práctico que la
desbarate; le contraponen otra idea. Cuando se criticaba por ejemplo la ILP de
la PAH por inservible y legalista, la crítica podía ser muy certera (de hecho
lo es), pero si no se le contrapone otra alternativa a la gente no le quedará
más remedio que aferrarse a la única alternativa que hay puesta sobre la mesa.
Nosotros criticábamos la ILP y como aval a nuestra crítica dimos vida, por
ejemplo, a “La Esperanza”. Lo que hace falta es un action tank, grupos de
acción que realicen actos que secunden nuestras teorías, un respaldo activista con
resultados reales y cuantificables. Eso es lo que válida tu propuesta; lo demás
es retórica, verborrea y papel, y eso tiene el mismo peso que un puñetazo sobre
la mesa de un bar.
Empero, hay que
ser realistas: si la línea vivencial debe quedar borrada entre los anarquistas
y los realojados (pues esta es la única manera no sólo de evitar vanguardismos sino
de propiciar la autoemancipación y sumar a los afectados a la lucha por su
propia causa), hemos de saber detectar las diferencias y semejanzas de nuestras
aspiraciones; ahí se hallan lo límites de la lucha social. Personalmente, como
anarquista, y en relación a la Comunidad “La Esperanza”, podría preferir una
ocupación sine die, un desafío constante al Estado y las entidades financieras,
sobreviviendo en situación constante de emergencia. Pero precisamente como
anarquista no me gusta disparar con pólvora ajena. No puedo lanzar a la gente,
cargados de hijos menores, a luchar con molinos de viento espoleados por mis
ideas. Debo conocer y comprender cuáles son sus aspiraciones reales y hasta dónde
están dispuestos a llegar y si ya han llegado lo más lejos que les era posible
no tratar de forzarles a iniciar formas de lucha que aún no han nacido en
ellos. La necesidad crea al órgano, y esas formas se darán de forma natural
cuando sea el momento. Hay que entender que si para mí la ilegalidad es una
opción y un recurso a defender, para ellos es una obligación nacida de la
necesidad. Después de la guerra la gente quiere paz y eso no es criticable. En
base a eso redacto documentos legales que me repugnan porque la comunidad de la
que formo parte los necesita y confía en mi capacidad para darles cuerpo. “La
Esperanza” ha decidido regularizar su situación, lanzar un órdago: si sale mal
seguirá al margen de la legalidad y no abandonará las viviendas; si sale bien
habrá conseguido vencer en su desafío al Sistema y haberle arrancado sus
demandas.
¿Conseguir esas
exigencias será el final de todo? Como Comunidad puede que sí, pero a nivel de
estrategia global de la FAGC evidentemente no. Conseguir esta victoria sería un
ejemplo de lo que se puede lograr mediante la ocupación, sometiendo a los bancos
y los poderes públicos a una política de hechos consumados. Debe y puede
reproducirse en más sitios. Pero si a esta estrategia no se le da una vuelta de
tuerca final su resultado práctico, de tener éxito y propagarse de forma viral,
será llenar el Estado de viviendas de protección oficial y aumentar el parque
de vivienda pública, y ese no es nuestro objetivo. Nuestro objetivo es darle
techo a las familias, pero cambiando completamente el paradigma social.
Cuando se interviene
por ejemplo en la lucha sindical y se intenta una mejora en los horarios o en
los salarios, lo que conseguimos, si triunfamos, es una victoria parcial y una
demostración de fuerza. Esa necesidad de práctica, de hacer músculo, es lo
importante. Pero si nos quedamos en la disminución de horarios o en el aumento
de salario en sí, no haremos más que reforzar el modelo capitalista laboral. Si
decimos que nuestras aspiraciones son otras, habrá que demostrarlo con hechos y
no sólo con una declaración de intenciones. Lo mismo ocurre con el tema de la
vivienda. La idea es que nadie se muera en la calle, esa es la prioridad; pero
entendiendo que lo que propicia que eso pase es el modelo actual, y que por
tanto no sólo hay que poner remedio a sus consecuencias sino también a sus
causas. Dando techo y consiguiendo que no se eche al realojado de su casa
demostramos fuerza y respondemos a una atrocidad, atajándola; pero si detrás de
eso no hay un tercer movimiento esa demostración se quedará ahí, como un fin en
sí misma.
La lucha no es un
automatismo (luchar por luchar). Se lucha para destrozar barreras y alcanzar
objetivos. ¿Cuándo sabes que la lucha es importante? Cuando alcanzado ese
objetivo tienes la sensación de que aún no has hecho más que empezar. ¡Venga
entonces el tercer movimiento!
III
El tercer movimiento
“¡A ellos, a
ellos mientras el fuego arda![…]. ¡A ellos, mientras haya luz del día!” (Carta
de Thomas Müntzer a sus seguidores, 1525).
En los dos
artículos anteriores hablé de los dos tipos de anarquismos que identificaba y
también del potencial y los límites de la lucha social; ahora voy a hablar de
la necesidad de que el anarquismo combativo, comprometido en esa lucha social,
transcienda de su punto de partida y llegue hasta un objetivo revolucionario
superior gracias a una estrategia sólida y bien diseñada.
Analizando la
situación del activismo, los movimientos sociales, incluido el anarquista,
llevan años a la defensiva. Sólo salimos a la calle y nos movilizamos para no perder terreno; nunca
para ganarlo. No sabemos atacar. Lo único que queremos es no perder conquistas
pasadas, pero no realizar conquistas nuevas. Luchas como la sindical, la de la
vivienda, la de la educación o la sanidad, se articulan hoy en esa clave. Son
respetables movimientos de autodefensa, no estructuras de ataque. Sinceramente
creo que ya es hora de pasar a la ofensiva.
Hay que superar
esta eterna condición de fajadores y hay que aprender a contra atacar, a
devolver los golpes, a hacer daño. Este último lustro de luchas, y
especialmente la experiencia en vivienda, me ha enseñado que cuando uno
concentra su militancia en la gestión de un “pequeño asunto”, en la
preservación de lo que tiene, se arriesga a perder la ambición de ir más lejos
y puede acabar haciendo de una simple etapa, de un mero medio, un todo y un
fin.
Sé que hablo de
no limitarse en un mal momento. Vivimos una situación de repliegue de las
luchas, como anarquistas y como activistas sociales. Unos pocos, resignados
pero prácticos, intentan salvar los muebles del naufragio, y tratan de
articular algo de cara al futuro. Una mayoría sigue impermeable a la
oportunidad perdida y absorta en su liturgia de banderas e himnos no quieren
darse cuenta de que hasta los colectivos más reformistas y pro sistema los han
adelantado por la izquierda, gracias principalmente a su actividad. Otra parte
no menos considerable abandona el barco, y seducidos por los cantos de sirena
del establishment coquetea con el electoralismo, los partidos de nuevo cuño y
la aporía: votar es la novedad transformadora; abstenerse, rebelarse y crear al
margen, es la ortodoxia.
Nosotros
levantamos la voz desde el barro, en el corazón mismo de la pobreza. No pienso
hablaros con la cara limpia, ni sacudirme el polvo en vuestra presencia ni
ofreceros una mano lavada; aquí abajo, a pie de obra, no huele bien, no hay
debates estériles ni sirve la retórica. Trabajando en la miseria, buscamos la
manera de organizarla. ¡Empecemos!
No nos interesan
las guerras de siglas, las trifulcas de banderines, las peleas familiares
internas, de sectas, de tendencias, de clanes. Es como ver a dos insectos
famélicos peleándose por un despojo. Todo lo que trate de arrastrarnos a eso
nos sobra. No queremos tampoco oír a intelectuales balbuceando o peleándose
entre ellos, hablándonos de un pasado que no se puede repetir o invitándonos a
avanzar mientras ellos mismos no mueven el culo del escritorio. Hay un
anarquismo nuevo, activo, práctico, que quiere hacerse adulto pero no
envejecer, y no está dispuesto a enredarse en las batallas ideológicas de sus
mayores. Nuestra propuesta es hacer un llamamiento a todas y todos los
anarquistas combativos para trabajar juntos. Ese verbo es la clave: trabajar.
Coordinar esfuerzos en base a propuestas prácticas de trabajo, dejando a un
lado cuestiones sesudas sobre el futuro de una sociedad que aún no tenemos
fuerza para prefigurar. Tardamos horas en discutir qué tipo de combustibles
usará la sociedad post-revolucionaria, cómo se gestionarán los medios de producción,
qué recursos usará y cuáles no, etc., y aún no hemos hecho la revolución que
nos permita tener ese problema encima de la mesa. Sin capacidad alguna, por
incompetencia, de decidir sobre nuestro presente, tratamos de decidir sobre
algo que, sin incidencia real, pertenece al futuro y se escapa de nuestras
manos. Trabajemos para que algún día podamos dilucidar esos problemas en una
asamblea de vecinos o de trabajadores, pero hasta entonces no perdamos el
tiempo.
Una vez
aglutinados, dispuestos a trabajar juntos pero no a pensar lo mismo, a sumar
esfuerzos pero no necesariamente sensibilidades, podemos seleccionar el
objetivo. La FAGC eligió la vivienda y ya los interesados conocen los
resultados. Sí, somos responsables de la okupación más grande del Estado, pero
ya dije en mi anterior artículo que eso no lo es todo, que hace falta un tercer
movimiento. Lo hecho ha aliviado la situación de mucha gente, ha permitido
prolongar la vida de algunos en los casos más urgentes, y eso de por sí ya es
más que importante. También hemos medido nuestra propia capacidad, sondeado los
márgenes de la militancia, la naturaleza de la miseria y la opresión. Pero no
basta con quedarse ahí. Sería como organizar un ejército y negarse a declarar
batalla. Todo lo vivido, bueno y malo, debe servir para sacar conclusiones,
reflexionar, y llevar la lucha a un nuevo estadio.
¿Y esa alargada y
fantasmagórica sombra del asistencialismo? Hemos aprendido la lección y dado
con la forma de conculcarla. La lucha social, ofreciendo soluciones reales a problemas
reales, nos permite entablar contacto con el pueblo, pero para que la relación
avance es imprescindible que el afectado deje de ser receptor/observador y pase
a ser actor. Y eso se consigue estableciendo como condición sine qua non que el
realojado tome parte protagónica de su propio realojo. ¿Quieres recibir ayuda? Aquí
nos tienes, pero demuestra primero que eres capaz de ayudarte a ti mismo y
también a otros. ¿Te niegas? Muy bien, no daremos más solidaridad de la que se
nos ofrece, he ahí todo. Quien necesite de verdad una vivienda se verá obligado
a cuestionar lo aprendido, lo enseñado por el Sistema, su misma forma de
comportarse con los demás, antes de tomar una decisión. Puede que no se
produzca ningún cambio, pero lo habremos enfrentado, directamente, cara a cara,
contra una dura contradicción. Y lo dicho en realojos es aplicable al resto. En
nuestras últimas ocupaciones estamos aplicando ese principio y ha arrojado resultados
muy positivos. Participamos ciertamente en menos realojos, pero las
experiencias son mejores y los intervinientes más necesitados, más
comprometidos y más activos. También hemos aprendido que detrás de la crítica
de “asistencialismo” se encuentran muchas veces voces poco autorizadas que,
contrarías a abandonar sus torres de marfil y mezclarse con la sucia y cruda
realidad, muestran su alergia a la actividad buscando pretextos en vez de
ofreciendo alternativas. Los riesgos del asistencialismo no se despejan desde
la inmaculada distancia de un club de convencidos.
Una vez
organizados, fijado un protocolo que evite convertirse en una ONG o en una
inmobiliaria, falta esa vuelta de tuerca que mencionaba en “Anarquía a pie de
calle II”, ese tercer movimiento: la vía del conflicto.
El tercer
movimiento es el que marca la diferencia entre una okupación convencional (un
acto que cierra su ciclo sobre sí mismo, revolucionariamente inocuo) y una
expropiación programada de viviendas abandonadas por los bancos, con el fin de
establecer una gestión comunitaria de un bien colectivo (un acto que supone un
desafío político, social y económico directo).
No basta con
ocupar casas; lo cual no suele repercutir más que en un número limitado de
personas. No basta siquiera con ponerlas a disposición pública y usarlas para
realojo; al final podemos acabar reforzando el Sistema subsanando uno de sus
déficits e inhibir a la gente de la protesta ayudándolas a volver a subirse al
tren capitalista. Hay que ocupar y realojar, pero como parte de una estrategia
política de socialización masiva que aspire a que sean los propios vecinos
quienes gestionen de forma asamblearia los bienes de consumo, tal y como
esperamos que hagan los obreros con los medios de producción.
La estrategia es
simple: uníos a esos otros anarquistas combativos, convocad una asamblea
popular sobre el tema más urgente que acucie a vuestro barrio (pongo como
ejemplo la vivienda porque es nuestro terreno más trabajado), ofreced
herramientas útiles a los vecinos y entablad contacto con ellos.
¿Cuántas casas
vacías en manos de los bancos hay en el barrio? Pues ocupadlas todas y
estableced por la vía de los hechos consumados que sean los propios vecinos
quienes gestionen directamente el bien público de la vivienda. Hay que dar el
paso, cruzar la frontera, y conseguir que la okupación se convierta en
expropiación colectiva.
¿Cuántos de
vuestros vecinos pagan alquileres a la misma inmobiliaria, banco, gestora
privada de vivienda o directamente a un fondo buitre? ¿Cuántos ya no pueden
pagar o están a punto de encontrarse en esa situación? Nuevamente, convocad una
asamblea de vecinos y dadle a ese fatalismo una dimensión consciente. En breve
van a perder su casa por impago, pues dotad al impago de un carácter
reivindicativo: proponed declarar una huelga de alquileres. Que nadie pague,
bien hasta que haya una rebaja generalizada del alquiler (si los ánimos no
invitan a la osadía); bien porque reclamáis, vosotros y los vecinos, que la
gestión de los inmuebles pasen sin intermediarios a vuestras manos.
¿Militáis en un
sindicato libertario? Proponed entonces implementar la lucha laboral con la
lucha social (la cual no pasa por tener buenas intenciones, redactar
comunicados y secundar campañas de apoyo, sino por iniciar una vía de
intervención y confrontación propia, directamente revolucionaria). Competir con
los sindicatos amarillos con sus armas es o perder el tiempo o un suicidio. La
naturaleza del sindicalismo libertario siempre fue poliédrica, y extendía sus
ramas más allá del plano netamente laboral. Por pura supervivencia, el
anarcosindicalismo debe estar dispuesto a dotarse de integralidad y a ofrecer
herramientas que no se limiten a las fábricas, o incluso a las cooperativas de
consumo, sino que entren directamente en la problemática de los barrios más
deprimidos. Recuperad los sindicatos de inquilinos que el anarcosindicalismo
impulsaba en los años 30 y llevad las demandas vecinales a otro plano.
¿Y las
plataformas que ya trabajan en el tema de la vivienda? Primero, hay que
distinguir entre las que realizan una labor comprometida y desinteresada, con
raíz revolucionaria, y entre las que son ineficaces, están absorbidas por
partidos políticos y se mueven por intereses espurios. Segundo, nadie tiene el
monopolio de la lucha social. Si crees que una lucha tiene carencias, que está
siendo usada como trampolín para estrategias electorales, y piensas que eres
capaz de ofrecer y estructurar cosas mejores, más resolutivas, más radicales,
no hay ningún motivo por el que cederle el terreno a nadie, ninguno que nos
haga considerar que debe haber exclusividades e intrusismos en el frente de la
vivienda. Tercero, hemos de ser conscientes, como anarquistas, de la necesidad
de articular nuestras propias respuestas, nuestros propios programas, nuestras
propias estrategias. Sí, las luchas deben ser necesariamente populares y
colectivas, abiertas a todas y a todos; las alianzas tácticas son igualmente
deseables, mientras se limiten al trabajo y no exijan claudicaciones; pero
nosotras y nosotros hemos de ser capaces de estructurar una hoja de ruta
diferenciada con nuestros propios objetivos, hemos de transmitirle al pueblo
que ofrecemos soluciones solventes a los problemas sociales, y saber proyectar,
en definitiva, que tenemos nuestra propia revolución en marcha.
La situación,
gracias a las llamadas “candidaturas ciudadanas”, puede ser más propicia de lo
que parece. Desarrollad esta estrategia en todos lados, pero aprovechad para
incidir allá donde los “abanderados de la vivienda y las políticas sociales”
haya tocado poder. Ocupad a discreción, con el apoyo de los vecinos, y empezad
a establecer las bases, el soporte teórico, para mostrar las contradicciones de
estos “partidos ciudadanos”, bien porque su insensibilidad e incompetencia es
la que os obliga a ocupar, bien porque desaten o consientan una reacción
represiva.
Esta propuesta
general, la de intervenir en una lucha que tiene como fondo un bien (o un medio
de producción o un servicio), para radicalizarla, llevarla hasta sus últimas
consecuencias, y conseguir que el órgano popular (la asamblea de barrio, de
vecinos, de inquilinos) que inicia y entabla dicha batalla sea simultáneamente
el que consigue gestionar dicho bien, es una forma simplificada de iniciar una
revolución. Los consejos o soviets no eran otra cosa en sus orígenes. En esto
consiste el tercer movimiento.
Nos encontramos
en un momento de inflexión. Absorbidos por la fiebre electoralista,
desmovilizados por el partidismo de nueva generación, nos olvidamos que a los
de abajo la mierda nos sigue llegando al cuello. Las enfermas y las
hambrientas, las indigentes y las inmigrantes no pueden soportar más vuestro
recuento de votos ni vuestras insufribles teorías. Podemos rehuir nuestra
responsabilidad todo lo que queramos, pero no hay dónde escondernos. Yo mismo
traté de abordar el asunto creando una comunidad idílica de realojados,
creyendo que la respuesta revolucionaria vendría más tarde. Preocupado por
garantizar la estabilidad de los vecinos, y sobre todo de sus hijos, tardé dos
años en comprender que la vía del conflicto debe ir de la mano de la labor
creadora. Puede que haga la vida más incierta, pero si la construcción de lo
nuevo no se simultanea con la destrucción de lo viejo (como nos recomendaron
los clásicos desde Proudhon a Bakunin), crearás una bonita ciudad amurallada,
pero dejarás intacto lo que hay más allá de sus muros; y al final el exterior
penetrará en la fortaleza y hará lo mismo que hace la humedad con la piedra.
En este punto el
anarquismo, los movimientos sociales al completo, se encuentran en una
encrucijada. Hay un nudo gordiano que parece irresoluble, y tanto los teóricos
puros como los institucionalizados pretenden cortarlo con un cortaplumas; desde
la FAGC afirmamos que es hora de meterle cizalla. Meteos en los barrios, no
tengáis miedo a la hostilidad, la desconfianza, las rencillas y las bajas
pasiones que os aseguro vais a encontrar. Aprovechad antes de que la
virtualidad de la recuperación penetre hasta en los que tienen el estómago
vacío. Buscad al que no tiene casa, ni salario, ni sanidad, ni ayudas, ni
esperanza. Convocad a un barrio entero y enfrentadlo a la idea de que está en
sus propias manos cambiar su situación. Id creciendo poco a poco, con asambleas
eficaces y libres de discursos pomposos. Ofreced realidad, desnuda y áspera
realidad. Y empezad a tomar, tomar, y tomar, hasta que no quede nada que no
gestionéis por vosotros mismos. Puede asustar, pero es el vértigo ante una
revolución que comienza. Sólo falta que te sumes. ¿Qué no lo consigues? Al
menos, maldita sea, lo habrás intentado.
Lo he repetido
alguna vez, pero no quiero dejar de decirlo: si ellos explotan la miseria, a
nosotros nos toca organizarla.
Notas:
(2) “Antes de proporcionarle al pueblo sacerdotes,
soldados, jueces, doctores y maestros, deberíamos averiguar si por ventura no
se está muriendo de hambre” (El trabajo y
la teoría de Bondarev, 1888).
(3) Aunque en honor a la verdad, a no ser que se produzca
una dificultosa revolución global, cualquier forma de anarquía se dará siempre
inicialmente rodeada de capitalismo, se dé en un pequeño pueblo, en una gran
ciudad o en toda una región. Cambian los recursos, las competencias y la
escala, pero en su imperfección es una manifestación de anarquía. Por eso tal
vez yo pueda decir que he vivido en anarquía, y que es hermosa y es dura.
(6) En Tiempo de Elecciones, 1890.