“La lucha política es también la lucha por la apropiación de
las palabras”
I
En un aforismo de Humano, demasiado humano, titulado “La época de las
construcciones ciclópeas”, Nietzsche afirma lo siguiente:
La democratización de Europa es
imparable: quien se le opone emplea sin embargo para ello precisamente los
medios que sólo el pensamiento democrático ha puesto al alcance de todos, y
hace estos medios más manejables y eficaces; y los por principio opuestos a la
democracia (me refiero a los revolucionarios) no pueden existir más que para,
por el temor que infunden, empujar a los distintos partidos cada vez más
velozmente por la vía democrática (HdH2, “El caminante y la sombra”, 275, 200).
El título del aforismo es bastante diciente, ya que
metafóricamente compara la democracia con aquellos enormes bloques pulidos que
servían como verdaderas murallas defensivas en la Antigüedad. La democracia es
una construcción ciclópea porque anula la posibilidad del afuera: el demócrata
sólo ama al demócrata. Como punto de vista totalizante, la democracia absorbe
toda diferencia dentro de sí. Es por esta razón por la que incluso sus
opositores ejercen su antagonismo por vías democráticas. La democracia se
universaliza hasta tal punto que suprime toda alternativa: no hay nada fuera de
ella, ya que se solidifica como el único sentido posible de la realidad
política. Esta aguda intuición nietzscheana suena extemporánea a los oídos de
nuestra sociedad política, ya que, como lo sostiene Alain Badiou, la democracia
es actualmente un emblema, aquello que se presenta como “lo intocable de un
sistema simbólico” (V.A. 2009, 15). El axioma de este emblema es que “todo el
mundo” es demócrata y no serlo es algo mal visto por “todo el mundo”. En el
fondo la democracia sufre de una endogamia política que manifiesta al mismo
tiempo un rechazo a lo radicalmente ajeno y una voluntad integradora de lo
diferente. Sin embargo, como lo afirma también Badiou, este emblema, que según
Nietzsche se ha vuelto una aeterna veritas, debe ser destituido.
Para empezar a destituir el emblema, hay que reconocer
primero que su sentido es fluido, cambiante, y que, por ende, en el fondo no
hay un carácter inmutable de la democracia, sino una disputa por su
significado. La democracia contemporánea, la que se presenta como un emblema,
es la democracia liberal parlamentaria, aquella forma de gobierno que es
apropiada al capitalismo y que, por tanto, es funcional a la economía de
mercado. Nuestra democracia actual no tiene que ver, entonces, con la política
inmanente al pueblo, con la igualdad material que permite que cualquiera pueda
ocuparse de los asuntos de la comunidad, sino con el reino del individuo
egoísta que sólo quiere garantías para su disfrute y goce privado. Así, nuestra
democracia liberal se encuentra mucho más cercana a la que Platón critica en el
VIII libro de la República que a la democracia directa que tiene sus raíces en la
Revolución Francesa. Platón reconoce que la democracia es cierta forma de
constitución, pero su énfasis no es tanto en la forma sino en el sujeto, es
decir, en el demócrata que quiere “organizar su particular género de vida en la
ciudad del modo que más le agrade” (Platón, VIII, 557b, 484). Este demócrata
busca, entonces, su propio disfrute y por eso considera que, por un lado, todo
está disponible y que, por otro, su meta consiste en comportarse como desee. En
otras palabras, el demócrata persigue su propio bien a su propia manera. La
actitud del demócrata que critica Platón es muy similar al estilo de vida que
defiende hoy todo demócrata liberal; aquel que aborrece la participación
pública y que tacha de totalitario cualquier llamado a lo “común”.
II
Usualmente la anarquía se piensa como lo otro del
despotismo, de la monarquía, pero también de la democracia. La anarquía,
definida como an-arkhé, es justamente la “ausencia de gobierno” y, por tanto,
no es equivalente al gobierno del demos. Sin embargo, la precisión etimológica
del an-arkhé no tiene aquí la última palabra. Un caso paradigmático puede ser
el de Mijail Bakunin, quien, como se verá en detalle más adelante, hace una
demoledora crítica al sistema representativo de la democracia, pero de todos modos
reconoce que si “el término democracia se refiere al gobierno del pueblo, por
el pueblo y para el pueblo […] nosotros sin duda somos todos demócratas”
(Bakunin 1995, I, 277). ¿Qué quiere decir Bakunin con esta afirmación? ¿Acaso
reconoce que hay una especie de puente entre el anarquismo y la democracia?
Esta afirmación de Bakunin surge en un contexto muy
particular, ya que su objetivo, en el pasaje del cual se extrae la anterior
cita, es mostrar que el Estado democrático es una contradicción terminológica.
¿Cómo se puede calificar al Estado de democrático si éste está basado en la
fuerza, la autoridad, el predominio y la desigualdad y la democracia es el
gobierno de todos donde precisamente no hay gobernados? (Bakunin 1995, I, 277).
El punto de Bakunin parece ser que en una verdadera democracia, donde de facto
gobiernen todos, debe prescindirse del Estado. De este modo, lo que Bakunin
rechaza de la democracia no es el gobierno del demos –que él entiende realmente
como el autogobierno de la masa de ciudadanos y ciudadanas–, sino su vínculo
contradictorio con el Estado. ¿No hay aquí un intento por pensar la política de
otro modo? Es decir, además de la clásica crítica anarquista al Estado, ¿no hay
en estas afirmaciones de Bakunin un intento por señalar que una comunidad
política sólo puede autogobernarse democráticamente si rechaza la explotación,
la desigualdad, la autoridad y el predominio que le son inherentes al Estado?
Los conocedores de la tradición anarquista pueden responder inmediatamente que
hablar de política en el anarquismo es ya una contradicción, dado que para
Bakunin, y para el resto de la tradición ácrata del siglo XIX y principios del
XX, la política fue equivalente al Estado y, por ende, nunca se buscó una
revolución política, sino siempre una revolución social. Sin embargo, al
disociar la democracia del Estado, ¿no se sugiere que lo que está en juego en
la revolución social es precisamente otra forma de pensar la comunidad
política?
En esta comunicación quisiera defender justamente que en
Bakunin hay una interrogación por la política misma, por el ser de la política,
y específicamente por la política democrática. Sin embargo, esto no quiere
decir, en ningún sentido, que Bakunin se inscriba en la tradición de la
democracia liberal. Por el contrario, el autor rechaza la tendencia liberal
clásica y, en su lugar, reivindica la vida activa y la libertad pública del
pueblo. Por eso, Bakunin puede ser inscrito dentro del llamado “momento
maquiaveliano”. Esta expresión, originalmente acuñada por John G. A. Pocock ,
ha sido recientemente utilizada por Miguel Abensour para mostrar que Maquiavelo
es el fundador de una filosofía política moderna que rehabilita la naturaleza
política del ser humano en el marco de un paradigma cívico, humanista y republicano.
Este paradigma es la “cara oculta” de la usual manera de abordar la política
desde el modelo jurídico-liberal, ya que asigna como objetivo de la política
“no ya la defensa de los derechos sino la puesta en práctica de la
‘politicidad’ primera, bajo la forma de una activa participación ciudadana en
la cosa pública” (Abensour 1998, 18).
Abensour define el “momento
maquiaveliano” a partir de tres elementos. El primero de ellos se basa en la
reactivación, durante la temprana modernidad occidental, del bios politikos antiguo, es decir, del reconocimiento del
ser humano como un animal político que dedica su vida a la acción pública y que
sólo alcanza su excelencia en tanto ciudadano. Esta rehabilitación de la vida
activa, que reconoce la naturaleza lingüística del ser humano y se orienta a la
toma de decisiones en común, impulsa un humanismo cívico que se ubica en las
antípodas de la vida contemplativa del ser humano medieval. El segundo elemento
sostiene que esta reivindicación del animal político sólo se satisface en la
forma-república donde prima el vivere civile y se
descubre una historicidad secular. Finalmente, el tercer elemento argumenta que
esta forma-república inaugura un tipo de temporalidad que rechaza la eternidad
del Imperio o la Monarquía universal. La forma-república asume la finitud
temporal y por eso crea un orden mundano que no evade la contingencia propia
del acontecimiento.
Esta participación activa en
los asuntos comunes de la ciudad, que caracteriza al “momento maquiaveliano”,
tiene escasa importancia en la concepción del Estado liberal, en la cual lo
central es la protección de derechos considerados como innatos e inalienables.
Aunque hay muchas clases de liberalismos, la mayoría de éstos comparte, desde
Locke, que la sociedad política se origina precisamente para asegurar estos
derechos inviolables del individuo. Dichos derechos son límites que ni otros
individuos ni los poderes públicos pueden sobrepasar. Por eso, el liberalismo
político sostiene que “el Estado tiene poderes y funciones limitadas” (Bobbio
1993, 7). En este caso, el soberano no es legibus solutus, no
está por encima de las leyes, sino que está inexorablemente sometido a ellas.
Así pues, el supuesto de derechos naturales e imprescriptibles determina que
hay una parte de la existencia humana sobre la cual la soberanía no puede
incidir y que, incluso, debe limitarse a proteger. De este modo, el Estado no
debe imponer un ideal o concepción sustantiva de vida buena, sino establecer
las condiciones para que los diversos ciudadanos tengan la libertad de buscar
sus propios ideales de vida. En pocas palabras, el poder soberano no puede
determinar los intereses, los gustos y las preferencias de los individuos, sino
salvaguardar la pluralidad de modos de vida evitando que haya conflictos entre
ellos. En este planteamiento se pone de manifiesto el tipo de libertad que
defiende el liberalismo: la llamada libertad de o libertad negativa, esto es, la libertad de que el Estado no
interfiera en la vida privada de los individuos. Esta libertad negativa puede
ser equiparada a lo que Benjamin Constant denomina la “libertad de los
modernos”. Afirma Constant:
El fin de los modernos es la
seguridad en los goces privados: ellos llaman libertad a las garantías
acordadas por las instituciones para estos goces (Citado en Bobbio 1993, 8).
Como es evidente, este tipo de libertad liberal es
pre-política, ya que se reduce a los disfrutes privados. La pluralidad de
intereses sólo se vive en el fuero íntimo del individuo y, por eso, el Estado
debe garantizar un ámbito neutral donde se preserve la seguridad, el acuerdo y
la paz de los ciudadanos. De ahí que Constant señale que nuestra libertad, como
modernos, “debe estar constituida por el gozo pacífico de la independencia
privada” (Citado en Bobbio 1993, 9). Así pues, el Estado liberal posibilita la
existencia de una esfera de vida en la cual el individuo puede hacer lo que le
parezca, siempre y cuando no atente contra la libertad de los otros.
Lo anterior pone de manifiesto que la relación entre liberalismo
y democracia no es evidente. Aunque estamos acostumbrados y acostumbradas a
hablar de la existencia actual de la democracia liberal, esta forma de Estado y
de gobierno parece en principio contradictoria. ¿Cómo conciliar la soberanía
popular con la defensa de los derechos inalienables? Por ejemplo, para
Constant, la distribución del poder político entre todos los ciudadanos puede
terminar sometiendo al individuo a la autoridad del cuerpo colectivo. Por eso,
la unión entre liberalismo político y democracia sólo puede ser lograda
aceptando una soberanía limitada y relativa y poniendo al individuo en el
centro de este sistema de Estado y gobierno. La democracia liberal es,
entonces, un equilibrio, un punto medio que a través de los mecanismos de
representación, decisión por mayoría, división e independencia de los poderes
intenta conjugar la soberanía popular con la defensa de los derechos
individuales.
Ahora bien, como se señalaba más arriba, esta primacía y
centralidad de los intereses individuales y de los goces privados está
estrechamente conectada con la economía de mercado. La libertad de esta
democracia liberal no es una libertad pública, de participación colectiva, sino
una libertad de elección, ya sea de determinados productos o servicios en el mercado,
o de disfrutes privados. La democracia liberal debe garantizar los derechos de
opinión, de prensa, de asociación, pero también de empresa y de propiedad. Así,
este tipo de democracia “exige como condición reguladora la autonomía del
capital, los propietarios, el mercado” (Badiou 2006, 44). Pero, además,
funciona únicamente bajo la fórmula de la representación parlamentaria y, por
lo tanto, sólo puede pensar la política a través de la forma-Estado. En otras
palabras, la democracia liberal es al mismo tiempo una forma de gobierno que es
subordinada al lugar estatal y funcional a la acumulación capitalista. Alain
Badiou denomina este tipo de democracia, especialmente en su forma actual,
“capital-parlamentarismo”. En sus palabras, este régimen es “el modo
tendencialmente único de la política, el único que combina la eficacia
económica (y, en consecuencia, el lucro de los propietarios) con el consenso
popular” (Badiou 2006, 44)
III
La consecuencia teórica de la limitación que el liberalismo
político ejerce sobre la soberanía es, sin duda, la postulación del Estado
mínimo. La libertad individual se defiende en la medida en que se controla la
injerencia del poder público en los asuntos privados de los ciudadanos. Esta
adversidad del liberalismo frente al Estado ha llevado a muchos teóricos, entre
ellos por ejemplo a Noam Chomsky y Rudolf Rocker, a postular una relación
directa entre el liberalismo y el anarquismo. En esta versión, el anarquismo,
al propugnar por la abolición del Estado, sería una radicalización del
liberalismo político que buscaría reducir a un mínimo el poder estatal. Sin
embargo, aunque ambas corrientes son hijas de la Ilustración y de la Revolución
francesa, sus puntos de partida son completamente diferentes.
En Dios y el Estado,
Bakunin reconoce que los doctrinarios liberales, partiendo de la libertad
individual, se muestran como adversarios del Estado: “son ellos los primeros
que dijeron que el gobierno –es decir, el cuerpo de funcionarios organizados de
una manera o de otra, y encargado especialmente de ejercer la acción, el
Estado– es un mal necesario, y que toda la civilización consistió en esto, en
disminuir cada vez más sus atributos y sus derechos” (Bakunin 2000, 15). Sin
embargo, para Bakunin, este adversidad es engañosa, ya que esconde el culto
incondicional que los liberales doctrinarios profesan al Estado. Este culto
tiene un componente práctico y uno teórico. El primero depende de los intereses
de clase. La mayoría de doctrinarios liberales pertenecen a la burguesía y bajo
el lema del laissez faire et laissez passer
defienden una economía de mercado que sólo los beneficia a ellos y que en
última instancia requiere del Estado para someter a la masa e impedir cualquier
tipo de insurrección. El segundo tiene que ver con el punto de partida del
liberalismo. Los liberales parten de la libertad individual y “debe llegar, por
una fatal consecuencia, al reconocimiento del derecho absoluto del Estado”
(Bakunin 2000, 16). Bakunin se refiere aquí, en particular, al contractualismo
moderno que intenta construir la legitimidad del orden estatal a partir del
supuesto de una libertad individual prepolítica.
Así pues, en términos teóricos, el anarquismo se distancia
del liberalismo, porque sus supuestos no son los mismos. Mientras que los
liberales afirman que los individuos no son un producto histórico de la
sociedad y, por ende, son realmente libres fuera del orden social, Bakunin
sostiene que el punto de partida de toda civilización humana es la sociedad, ya
que es “el único ambiente en el que puede nacer realmente y desarrollarse la
personalidad y la libertad de los hombres” (Bakunin 2000, 17). Con esto Bakunin
reafirma que no hay libertad en abstracto, sino que ésta sólo es concebible
junto a la libertad de los demás. El liberalismo parte de una libertad absoluta
en el estado natural y después renuncia a ella con la creación del Estado. Esto
no quiere decir que en el Estado no haya libertad, sino que la libertad
original se reduce a una libertad negativa. El punto que resalta Bakunin es que
el liberalismo se contradice a sí mismo bajo sus propios supuestos. Partir de
una libertad individual asocial lo conduce, a través del contrato, a la
enajenación de esta libertad en un tercero, esto es, en el Estado. Ahora bien,
con esta crítica al liberalismo Bakunin no busca, por consecuencia, la defensa
de una libertad natural absoluta, ya que el anarquista ruso no está diciendo
que el problema del liberalismo sea la alienación de la libertad asocial, sino
que esta libertad es inexistente. En otras palabras, la crítica de Bakunin
apunta a la raíz del asunto, es decir, al supuesto liberal de una libertad
individual previa a los vínculos sociales. Frente a esto sostiene que la
libertad anarquista sólo es posible “gracias al trabajo y al poder colectivo de
la sociedad” y que el ser humano “no realiza su libertad individual o bien su
personalidad más que completándose con todos los individuos que lo rodean”
(Bakunin 2000, 24).
Como es notorio, esta crítica a los supuestos del
liberalismo está estrechamente conectada con la crítica de Bakunin al Estado.
El problema del liberalismo político es que puede terminar siendo igual de
absolutista que la monarquía, ya que en el fondo también organiza la sociedad
en beneficio de las clases poseedoras privilegiadas. Así, tanto el liberalismo
como la monarquía, pero incluso la democracia, se fundamentan en la existencia
del Estado, que no es más que una “máquina para gobernar a las masas desde
arriba” (Bakunin 1995, I, 261). Por eso, Bakunin considera que “el Estado,
cualquier Estado –aunque esté vestido del modo más liberal y democrático– se
basa forzosamente sobre la dominación y la violencia, es decir, sobre un
despotismo que no por ser oculto resulta menos peligroso” (Bakunin 1995, I,
261). De este modo, el anarquista ruso se propone ir a la raíz del poder
político y considera que la dominación no depende de las diferentes formas de
gobierno, sino del principio mismo del Estado, un principio, que aunque pueda
disfrazarse de formas democráticas, es siempre despótico. Este despotismo se
ejerce porque el poder del Estado sólo es compatible con la libertad de las
clases a las que representa en la medida en que “no tiene otra misión que la de
proteger la explotación del trabajo popular por parte de las clases
económicamente privilegiadas” (Bakunin 1995, I, 274). En un sentido bastante
marxista, Bakunin considera que el Estado es el garante último de la
explotación del trabajo humano y, por ende, se opone a la libertad del pueblo.
En él no se representa el bienestar colectivo ni la libertad de todos, sino
sólo los intereses de la clase explotadora.
Para Bakunin, la forma de gobierno que mejor ejerce esta
dominación es precisamente la democracia liberal, ya que oculta su poder
despótico bajo el manto de la voluntad popular y los derechos políticos. En el
capitalismo, esta voluntad del pueblo es siempre una ficción, ya que no se
ejerce bajos condiciones de igualdad, justicia y libertad. De hecho, la
voluntad popular sólo funciona en el marco de un sistema representativo que
siempre pone los intereses de los gobernantes por encima de las aspiraciones
populares. En palabras de Bakunin:
La producción capitalista y la
especulación bancaria se llevan muy bien con la llamada democracia
representativa; porque esta forma moderna de Estado, basada sobre una supuesta
voluntad legislativa del pueblo, supuestamente expresada por los representantes
populares en asambleas supuestamente populares, unifica en sí las dos
condiciones necesarias para la prosperidad de la economía capitalista: centralización
estatal y sometimiento efectivo del Soberano –el pueblo– a la minoría que
teóricamente lo representa, pero que prácticamente le gobierna en lo
intelectual e invariablemente le explota (Bakunin 1995, I, 259).
Como se evidencia en la cita, el sistema representativo es,
para Bakunin, una ilusión. En la democracia representativa, donde prospera la
producción capitalista y la especulación bancaria, el pueblo no posee las
condiciones materiales para ocuparse de los asuntos de gobierno. No tiene el
tiempo ni tampoco la experiencia o la educación necesaria. Por eso las
funciones del gobierno quedan en manos de las clases privilegiadas, esto es, de
la burguesía, que dice representar los intereses del conjunto de la sociedad.
Sin embargo, como lo señala constantemente Bakunin, la burguesía está guiada
por sus propios intereses y sólo representa a su propia clase. Dado que la
democracia representativa se fundamenta en la desigualdad económica, no hay
forma de que el pueblo pueda ejercer su voluntad. Por eso, victorias
democráticas tan importantes como el sufragio universal, son sólo logros
parciales, ya que mientras el pueblo esté dominado por una minoría que controla
los medios de producción, los resultados de las elecciones bajo el sufragio
universal serán siempre antidemocráticos y “se revelarán absolutamente opuestos
a las necesidades, a los instintos y a la verdadera voluntad de la población”
(Bakunin 1995, 264).
De esta forma, la crítica de Bakunin a la democracia liberal
se basa en su rechazo al Estado. Pero, además, dado que todo poder político es
despótico y todo derecho político implica privilegio, la única política válida
para Bakunin sería aquella que busque acabar con la política. Es decir, la
única política provechosa, a los ojos del anarquista ruso, es una política
negativa que tiene como objetivo la demolición de las instituciones, del
gobierno en general y del Estado.
IV
No obstante, para pensar con Bakunin más allá de Bakunin,
después de la demoledora crítica al Estado lo único restante no debe ser una
política negativa. Cuando Bakunin se expresa contra la democracia
representativa no lo hace contra toda forma de democracia, sino contra la
democracia liberal que sólo funciona bajo el marco estatal. Es precisamente por
esto que, como lo mencionábamos al comienzo de esta ponencia, el “Estado
democrático” es, para él, una contradicción terminológica. Así, en el
anarquismo de Bakunin la acracia es el poder del demos que se erige contra el
Estado:
El Estado o derecho político denota
fuerza, autoridad, predominio; supone de hecho la desigualdad. Donde todos
gobiernan, ya no hay gobernados, y ya no hay Estado. Donde todos disfrutan del
mismo modo de los mismos derechos humanos, todo derecho político pierde su
razón de ser. El derecho político implica privilegio, y donde todos tienen los
mismos privilegios, allí se desvanece el privilegio y junto a él el derecho
político. Por consiguiente, los términos “Estado democrático” e “igualdad de
derechos políticos” implican nada menos que la destrucción del Estado y la
abolición del derecho político (Bakunin 1995, 277).
Es aquí donde irrumpe el
acontecimiento maquiaveliano y Bakunin, en vez de negar la política, la
rehabilita como vita activa que se
ocupa enérgicamente de la cosa pública. El ser humano ejerce su libertad, que
siempre es colectiva, a través de la acción en un ámbito común basado “en la
más estrecha igualdad y solidaridad de cada uno con todos” (Bakunin 2000, 30).
En este ámbito “todos gobiernan” y todos tienen los mismos privilegios. Lo que
se traduce, según Bakunin, en que en este espacio compartido no haya diferencia
entre gobernantes y gobernados y tampoco haya privilegios. Por tanto, es aquí
donde el ser humano ejerce verdaderamente la democracia y se produce la
abolición tanto del Estado como del derecho político. Por eso puede concluir
Bakunin:
El término “democracia” se refiere
al gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y la palabra pueblo se
refiere a toda la masa de ciudadanos –actualmente es preciso añadir: y de
ciudadanas– que forman una nación. En este sentido, nosotros sin duda somos
todos demócratas (Bakunin 1995, 277).
Sólo de esta forma Bakunin favorece el poder del demos. Aquí
el anarquismo es sólo sinónimo de ausencia de gobierno en tanto que se refiere
al autogobierno, ya que es únicamente cuando el pueblo se ocupa de sus propios
asuntos que se elimina la distinción entre gobernantes y gobernados. Además, en
este caso la libertad no es individual ni negativa (no se define como límite
constitucional al poder del Estado), sino eminentemente pública. La libertad es
un producto social basado en el reconocimiento recíproco entre los seres
humanos, puesto que “la libertad de otro, lejos de ser un límite o la negación
de mi libertad, es al contrario su condición necesaria y su confirmación”
(Bakunin 2000, 29).
Esta libertad pública, digna del momento maquiaveliano, se
desarrolla como verdadera democracia directa de continua participación y
autogestión de lo público. Es una democracia que se establece contra el Estado
porque anula el poder de la representación y reemplaza este mecanismo por una
libre organización de los intereses del pueblo “de abajo arriba, sin
interferencia, tutela o violencia de los estratos superiores” (Bakunin 1995,
260). Pero es, adicionalmente, una democracia contra el Estado porque se basa
en el supuesto de que la libertad no puede existir sin la igualdad y que, por
tanto, todo organismo que busque preservar la explotación de una clase sobre
otra debe ser abolido. En otras palabras, la democracia defendida por Bakunin
sólo tiene sentido en el marco de una sociedad donde la explotación del trabajo
sea imposible y cada persona pueda gozar de la riqueza social que es producida
por el trabajo colectivo. La democracia anarquista es, entonces,
anticapitalista y, más precisamente, socialista. Esto nos podría llevar a
pensar que lo que está en juego en esta democracia no es una rehabilitación de
la política, sino una absorción de lo político en lo social. Pero este no es
exactamente el caso. Lo que se observa en las anteriores afirmaciones de
Bakunin es que la política, entendida como la acción y discusión sobre lo común
en un marco de igualdad y libertad, sólo tiene lugar en su estrecha relación
con lo social.
Inscribir a Bakunin en el momento maquiaveliano y tratar de
pensar la democracia a partir de su crítica al Estado no es un mero ejercicio
académico, sino una inmersión directa en un conflicto político que comienza con
la lucha por la apropiación de las palabras. En nuestro tiempo, la democracia,
entendida como el poder del demos, sólo puede existir como la negación de la
democracia liberal, parlamentaria y capitalista.
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