¿Podemos
hablar de una corriente libertaria, como si un hilo atravesara la historia
contemporánea y fuera posible encontrar suficientes afinidades para que lo que
lo une se imponga sobre las diferencias? Tal corriente, en la medida en que
exista, está efectivamente marcada por un fuerte eclecticismo teórico y
atravesada por orientaciones estratégicas no sólo divergentes, sino a menudo
contradictorias. Sin embargo, convenimos en la hipótesis de que existe
realmente un «tono» o «sensibilidad» libertaria más amplia que el anarquismo en
tanto que posición política específicamente definida. Así, se puede hablar de
un comunismo libertario (ilustrado principalmente por Daniel Guérin), de un
mesianismo libertario (Walter Benjamin), de un marxismo libertario (Michaël
Löwy, Miguel Abensour), incluso de un «leninismo libertario», que hallaría su
origen especialmente en El Estado y la revolución.1 Este «aire de familia» (a menudo roto
y vuelto a recomponer) no basta para establecer una genealogía coherente. Más
bien se pueden señalar «momentos libertarios», que se inscriben en situaciones
muy diferentes y se nutren de referencias teóricas muy distintas. A grandes
rasgos podemos distinguir tres momentos fuertes:
• Un
momento constitutivo (o clásico), ilustrado por la trilogía
Stirner-Proudhon-Bakunin. El único y su propiedad (Stirner) y La
filosofía de la miseria (Proudhon) fueron publicadas a mediados de la
década de 1840. Durante esos mismos años, Bakunin se formó a través de un
periplo que lo llevó de Berlín a Bruselas pasando por París. Se trata del
momento decisivo en el que se acaba el periodo de reacción posrevolucionaria y
en el que se preparan los levantamientos de 1848. El Estado moderno toma forma.
Una nueva conciencia de la individualidad descubre en el dolor romántico las
cadenas de la modernidad. Un movimiento social inédito trabaja las
profundidades de un pueblo que se fractura y se divide bajo el impulso de la
lucha de clases. En esta transición entre el «ya no» y el «todavía no», los
pensamientos libertarios flirtean con las florecientes utopías y con las
ambivalencias románticas. Se perfilaba un doble movimiento de ruptura y de
atracción hacia la tradición liberal. La reivindicación de Daniel Cohn-Bendit
de una orientación «liberal-libertaria» se inscribe en esta ambigüedad
constitutiva.
• Un
momento antiinstitucional o antiburocrático, a caballo de los siglos XIX y XX.
La experiencia del parlamentarismo y del sindicalismo de masas revela en ese
momento los «peligros profesionales del poder» y la burocratización que amenaza
al movimiento obrero. Su diagnóstico lo encontramos tanto en Rosa Luxemburgo como
en el clásico libro de Roberto Michels sobre los partidos políticos (1910),2 en el sindicalismo revolucionario de
Georges Sorel y de Fernand Pelloutier, así como en las fulgurantes críticas de
Gustav Landauer. También encontramos su eco en los Cahiers de la
Quinzaine de Péguy o en el marxismo italiano de alguien como Labriola.
• Un
tercer momento, posestalinista, que responde a las grandes desilusiones del
trágico siglo de los extremos. Emerge una corriente neolibertaria confusamente,
más difusa, pero más influyente que los herederos directos del anarquismo
clásico. Constituye un estado de ánimo, «algo que flota en el ambiente» (a
mood), más que una orientación definida. Conecta con las aspiraciones (y
las debilidades) de los movimientos sociales que resurgen. De tal forma que las
temáticas de autores tales como Toni Negri o John Holloway se inspiran en
Foucault y en Deleuze más que en fuentes históricas del siglo XIX, sobre las que
el propio anarquismo clásico casi no ejerce su derecho de inventario crítico.
Entre
todos estos «momentos» podemos encontrar relevistas (como Walter Benjamin,
Ernst Bloch, Karl Korsch), que inician la transición y la transmisión crítica
de la herencia revolucionaria «a contrapelo» de la glaciación estalinista.
El
resurgimiento y la metamorfosis actuales de las corrientes libertarias se
explican fácilmente:
•
Por la profundidad de las derrotas y de las decepciones sufridas desde los años
treinta y por la toma de conciencia de los peligros que amenazan desde dentro
las políticas de emancipación.
•
Por la profundización del proceso de individualización y la aparición de un
«individualismo sin individualidad», del que anunciaba la llegada la
controversia entre Stirner y Marx.
•
Por la resistencia cada vez mayor a los dispositivos disciplinarios y a los
procedimientos de control biopolítico, interiorizados por sujetos con una
subjetividad mutilada por la reificación mercantil.
En
este contexto, a pesar de los profundos desacuerdos que vamos a explicar, con
mucho gusto reconoceremos a las contribuciones de Negri o de Holloway el mérito
de relanzar un debate estratégico necesario en los movimientos de resistencia a
la mundalización imperial, después de un cuarto de siglo siniestro en el que
este tipo de debate había caído a cero: el rechazo a rendirse a las
(sin)razones del triunfante mercado oscilaba entre una retórica de la
resistencia sin horizonte y la espera fetichista de un acontecimiento
milagroso. Hemos abordado en otro lugar la crítica de Negri y de su evolución.
Iniciamos aquí la discusión con John Holloway, cuyo reciente libro lleva por
título un programa y suscita ya vivos debates, tanto en el espacio anglosajón como
en América latina.
El
pecado original del estatismo
En
el principio es el grito. El enfoque de John Holloway parte de un imperativo de
resistencia incondicional: ¡gritamos! No sólo de rabia, sino de esperanza.
Pegamos un grito, un grito contra, un grito negativo, el de los zapatistas de
Chiapas:«¡Ya basta!». Un grito de insumisión y de disidencia. «El propósito de
este libro –anuncia de entrada– es reforzar la negatividad, es fortalecer la
negatividad, tomar partido por la mosca atrapada, hacer el grito más
estridente» (pág. 8). Lo que aglutina a los zapatistas (cuya experiencia
recorre de una punta a otra las palabras de Holloway) «no es una composición de
clase común, sino más bien la comunidad negativa de su lucha contra el
capitalismo» (pág. 164). Se trataría, pues, de una lucha que aspira a negar la
inhumanidad que nos es impuesta, para recobrar una subjetividad inmanente a la
propia negatividad. Sin necesidad de una promesa de final feliz para justificar
nuestro rechazo del mundo tal cual es. Como Foucault, Holloway quiere quedar a
ras del millón de resistencias múltiples, irreductibles a la relación binaria
entre capital y trabajo.
Sin
embargo, esta idea preconcebida del grito no basta. Hay también que dar cuenta
de la gran desilusión del siglo pasado. ¿Por qué todos esos gritos, esos
millones de gritos, millones de veces repetidos, han dejado en pie, más
arrogante que nunca, el orden despótico del capital? Holloway cree tener la
respuesta. El gusano estaba en el fruto, el vicio (teórico) anidaba originalmente
en la virtud emancipadora: el estatismo ha corroído desde su origen el
movimiento obrero en la mayoría de sus variantes: cambiar el mundo a través del
Estado habría constituido, así, el paradigma dominante del pensamiento
revolucionario, sometido desde el siglo XIX a una visión instrumental y
funcional del Estado.
La
ilusión de poder cambiar la sociedad por medio del Estado derivaría de
determinada idea de la soberanía estatal. Pero habríamos acabado por aprender
que «el mundo no puede ser cambiado por medio del Estado», que constituye sólo
«un nudo en la tela de relaciones de poder» (pág. 19). Ese Estado no se
confunde, efectivamente, con el poder. Sólo definiría la división entre
ciudadanos y no ciudadanos (el extranjero, el excluido, el «rechazado por todo
el mundo» –según Gabriel Tarde–, o el paria –según Arendt–). El Estado es,
pues, precisamente lo que sugiere la palabra: «una muralla contra el cambio y
contra el flujo del hacer», o aun «la encarnación de la identidad» (pág. 73).
No es algo de lo que uno se pueda apoderar para volverlo contra los poseedores
de la víspera, sino una forma social, o, mejor, un proceso de formación de las
relaciones sociales: «Un proceso de estatización del conflicto social» (pág.
94). Pretender luchar por medio del Estado llevaría, pues, inevitablemente a
derrotarse a sí mismo. Así pues, la «estrategia estatal» de Stalin no
representaría en absoluto una traición del espíritu revolucionario del
bolchevismo, sino, aunque parezca imposible, su cumplimiento: «El resultado
lógico de una concepción estatista del cambio social» (pág. 96).
El
desafío zapatista consistiría, por el contrario, en salvar a la revolución
tanto del derrumbe de la ilusión estatal como de la del poder. Antes de seguir
más lejos en la lectura de su libro, desde ya se deja ver que Holloway reduce
la fecunda historia del movimiento obrero, de sus experiencias y controversias
a una única marcha del estatismo a través de los siglos, como si no se hubieran
enfrentado permanentemente concepciones teóricas y estratégicas muy diferentes;
de esta manera, presenta a un imaginario zapatismo como algo absolutamente
innovador, ignorando regiamente que el discurso real del zapatismo vehicula,
aunque sea sin saberlo, algunas temáticas antiguas.
El
paradigma dominante del pensamiento revolucionario residiría, según él, en un
estatismo funcional. O sea, con la muy discutible condición de enrolar la
ideología mayoritaria de la socialdemocracia (simbolizada por los Noske y otros
Ebert) y la ortodoxia burocrática estalinista bajo el elástico título de
«pensamiento revolucionario». Es hacer poco caso de una abundante literatura
crítica sobre la cuestión del Estado, que va desde Lenin y Gramsci hasta las
actuales polémicas, pasando por contribuciones insoslayables (se las
suscriba o no), como las de Poulantzas o Altvater.
En
fin, reducir toda la historia del movimiento revolucionario a la genealogía de
una «desviación teórica» permite sobrevolar la historia real bajo el manto de
una ala angelical, a riesgo de respaldar la tesis reaccionarias (de François
Furet hasta Gérard Courtois) de la estricta continuidad –«¡el desenlace!»–
entre la revolución de Octubre y la contrarrevolución estalinista. Por otra
parte, esta última no es objeto de ningún análisis serio. David Rousset, Pierre
Naville, Moshe Lewin, Mikaïl Guefter (sin hablar de Trotski o de Hannah Arendt,
incluso de Lefort o de Castoriadis), son bastante más serios en este tema.
El
círculo vicioso del fetichismo o cómo escapar de él
La
otra fuente de extravíos estratégicos del movimiento revolucionario se debería
al abandono (o al olvido) de la crítica del fetichismo, introducida por Marx en
el primer libro del Capital. A este respecto, Holloway hace un
llamamiento útil, aunque a veces impreciso. El capital no es más que la
actividad pasada (el trabajo muerto), congelada en la propiedad. Sin embargo,
pensar en términos de propiedad tendría como resultado el pensar otra vez la
propiedad como una cosa, en los propios términos del fetichismo, y sería
aceptar en realidad los términos de la dominación. El problema no residiría en
el hecho de que los medios de producción fueran propiedad de los
capitalistas: «Nuestra lucha no busca –insiste Holloway– adueñarnos de la
propiedad de los medios de producción, sino disolver a la vez la propiedad y
los medios de producción para reencontrar o, mejor aun, para crear la
sociabilidad consciente y confiada del flujo del hacer» (pág. 4).
Pero
¿cómo romper el círculo vicioso del fetichismo? El concepto, dice Holloway,
trata del «insoportable horror» que constituye la autonegación del hacer. El Capital desarrollaría
ante todo la crítica de esta autonegación. El concepto de fetichismo concentra
la crítica de la sociedad burguesa (de su «mundo encantado») y de la teoría
burguesa (la economía política), a la vez que expone las razones de su relativa
estabilidad: el infernal torniquete por el que los objetos (dinero, máquinas,
mercancías) se convierten en sujetos, mientras que los sujetos se vuelven
objetos. Este fetichismo se insinúa por todos los poros de la sociedad, hasta
el punto de que, cuanto más urgente y necesario aparece el cambio
revolucionario, más imposible parece. Lo que Holloway resume, con una fórmula
deliberadamente inquietante, como «la urgencia imposible de la revolución».
Esta presentación del fetichismo se nutre de varias fuentes: de la reificación
de Lukács, de la racionalidad instrumental de Horkheimer, del círculo de la
identidad de Adorno, de la humanidad unidimensional de Marcuse. El concepto de fetichismo expresaría,
según él, el poder del capital al explotar en lo más profundo de nosotros
mismos como un misil que liberara mil cohetes de colores. Por eso el problema
de la revolución no sería el problema de «ellos» -el enemigo, el adversario con
mil rostros-, sino ante todo nuestro problema, el problema que «nos» plantea a
nosotros mismos ese «nosotros fragmentado» por el fetichismo. La «ilusión
real», el fetiche, efectivamente nos aprisiona en sus redes y nos subyuga.
El
propio carácter de la crítica se vuelve problemático: si las relaciones
sociales están fetichizadas, ¿cómo criticarlas? ¿Y quiénes son los críticos?
¿Seres superiores y privilegiados? En suma, ¿es posible incluso la propia
crítica? Para Holloway, la noción de «vanguardia», la conciencia de clase
«otorgada» (¿por quién?) o la espera del acontecimiento redentor (la crisis
revolucionaria) pretendían responder a estas preguntas. Estas soluciones llevan
ineluctablemente a una problemática de un sujeto sano o de un justiciero en
lucha contra una sociedad enferma: un caballero del bien susceptible de
encarnarse en el «working class hero» o en el partido de vanguardia. Una concepción
«dura» del fetichismo nos llevaría a un doble dilema sin salida: «¿Es
concebible la revolución?, ¿es posible aun la crítica?». ¿Cómo escapar a esta
«fetichización del fetichismo»? ¿«Quiénes somos nosotros», pues, para ejercer
el poder corrosivo de la crítica? «No somos dios, no somos trascendentes.»
¿Cómo evitar el callejón sin salida de una crítica subalterna, que permanece
bajo la influencia del fetichismo que pretende derribar, en la medida en que la
negación implica la subordinación a lo que se niega? Holloway evoca varias
soluciones:
• La
respuesta reformista, que considera que el mundo no puede ser transformado
radicalmente: habría que conformarse con retocarlo y corregir las aristas. Hoy
en día, la retórica posmoderna acompaña con su musiquilla de cámara esta
resignación.
• La
respuesta revolucionaria tradicional consistiría en ignorar las sutilidades y
los prodigios del fetichismo para limitarse al útil y viejo antagonismo binario
entre capital y trabajo y contentarse con un cambio de propietario en el mando
del Estado: el Estado burgués se convierte simplemente en proletario.
•
Una tercera vía consistiría, por el contrario, en buscar la esperanza en la
naturaleza misma del capitalismo y en su «poder ubicuo» (o multiforme), al que
respondería una «resistencia ubicua» (o multiforme) (pág. 76).
Holloway
cree escapar de esta manera a la circularidad del sistema y a la trampa mortal
al adoptar una versión suave (soft) del fetichismo,
comprendido no como un estado, sino como un proceso dinámico y contradictorio
de fetichización. Este proceso portaría efectivamente su contrario: «la
antifetichización» de las resistencias inmanentes al propio fetichismo. No
seríamos solamente víctimas objetivadas del capital, sino sujetos antagónicos
efectivos o potenciales: «Nuestra experiencia-contra-el-capital» sería, así,
«la negación constante e inevitable de nuestra existencia-en-el-capital» (pág.
90). Deberíamos comprender el capitalismo sobre todo como separación del sujeto
y del objeto, y la modernidad, como la conciencia aciaga de este divorcio.
Conforme a la problemática del fetichismo, el sujeto del capitalismo no es el
propio capitalista, sino el valor que se valoriza y se vuelve autónomo. Los
capitalistas no son sino los agentes leales del capital y de su despotismo
impersonal.
Ahora
bien, para un marxista funcionalista el capitalismo parecería un sistema
cerrado y coherente, sin salida, salvo que surgiera el deus ex machina,
el momento milagroso de la conmoción revolucionaria. Para Holloway, por el
contrario, su falla residiría en el hecho de que «el capital depende del
trabajo, mientras que el trabajo no depende del capital»: «Así pues, la
insubordinación del trabajo es el eje alrededor del que gira la constitución
del capital en tanto que capital». En la relación de dependencia recíproca,
pero asimétrica, entre el capital y el trabajo, éste podría liberarse de su
contrario, pero no el capital (pág. 182). De esta forma, Holloway se inspira en
las tesis obreristas anticipadas hace poco por Mario Tronti, quien invertía los
términos del dilema al presentar el papel del capital como puramente reactivo a
la iniciativa creadora del trabajo. Desde esta perspectiva, el trabajo, en
tanto que elemento activo del capital, determina siempre, a través de la lucha
de clases, el desarrollo capitalista. Tronti presentaba su enfoque como «una
revolución copernicana del marxismo». Seducido por esta idea, Holloway mantiene
sus reservas hacia una teoría de la autonomía que tendería a renunciar al
quehacer de lo negativo (y, en Negri, a toda dialéctica en provecho de la
ontología), para hacer de la clase obrera industrial un sujeto positivo y
mítico (tal como, últimamente, la multitud en Negri). Una inversión radical no
debería conformarse –dice– con transferir la subjetividad del capital hacia el
trabajo, sino que debería entender la subjetividad como negación y no como
afirmación positiva.
Para
concluir –provisionalmente– con este punto, reconozcamos el mérito de Halloway
en volver a poner la cuestión del fetichismo y de la reificación en el centro
del enigma estratégico. Sin embargo, conviene atemperar el alcance innovador de
su planteamiento. Si bien la crítica del fetichismo fue rechazada por el
«marxismo ortodoxo» del periodo estalinista (incluso por Althusser), sin
embargo el hilo conductor no se rompió: partiendo de Lukács, seguimos su trazo
en autores que responden a lo que Ernst Bloch caracterizaba como «la corriente
caliente del marxismo»: Roman Rosdolsky, Jakubowski, Ernest Mandel, Henri
Lefebvre (con su Critique de la vie quotidienne 3), Lucien Goldmann, Jean-Marie Vincent
(¡cuyo Fétichisme et société 4 data de 1973!), o, más recientemente,
Stavros Tombazos o Alain Bihr. Al insistir sobre el íntimo lazo entre el
proceso de fetichización y de antifetichización, Holloway, después de muchos
rodeos, encuentra la contradicción de la relación social que se manifiesta en
la lucha de clases. Al estilo del presidente Mao, puntualiza, sin embargo, que
en los términos de la contradicción, al no ser simétrica, el polo del trabajo
constituye el elemento dinámico determinante. Es un poco como la historia del
muchacho que pasa su brazo por detrás de su cabeza para agarrar la nariz. Se
observará, sin embargo, que el acento puesto en el proceso de «desfetichización»,
en el curso de la propia fetichización, permite relativizar (¿«desfetichizar»?)
la cuestión de la propiedad, a la que se decreta como solucionable, sin más
precisiones, en «el flujo del hacer».
Al
interrogarse sobre el carácter de la crítica, Holloway no escapa a la paradoja
del escéptico, que duda de todo salvo de su duda. Así pues, la legitimidad de
su propia crítica queda suspendida de la pregunta de saber «en nombre de quién»
y desde «qué punto de vista» (¿partidista?) se enuncia esta duda dogmática
(resaltada irónicamente en el libro con el rechazo a poner un punto final). En
suma, «¿quiénes somos nosotros, los que ejercemos la crítica?» ¿Marginales
privilegiados, intelectuales excéntricos, desertores del sistema?
«Implícitamente una elite intelectual, una especie de vanguardia», admite
Holloway. Porque, al querer dar de baja o relativizar la lucha de clases, el
papel indeciso del intelectual sale paradójicamente reforzado. No se tardó nada
en recaer en la idea kautskiana –más que leninista– de una ciencia aportada
«desde el exterior de la lucha de clases por la intelligentsia»
(por los poseedores del saber científico); y no como en Lenin, de una
«conciencia política de clase» (no de una ciencia) aportada desde «el exterior
de la lucha económica» por un partido (y no por la intelligentsia científica).
Desde luego, sea la que sea la palabra para decirlo, cuando uno se toma en
serio el fetichismo, no se deshace con más facilidad de la vieja cuestión de la
vanguardia. Después de todo, ¿no es el zapatismo una forma de vanguardia (y
Holloway su profeta)?
«La
urgente imposibilidad de la revolución»
Holloway
propone volver sobre el concepto de revolución «como pregunta,
no como respuesta» (pág. 139). Lo que se juega el cambio revolucionario no
sería ya la «toma del poder», sino su propia existencia: «El problema con el
concepto tradicional de revolución tal vez sea que no apunta
demasiado alto, sino demasiado bajo» (pág. 20). Ahora bien, «la única manera en
que se puede pensar la revolución a partir de ahora no es la conquista del
poder, sino su disolución». Citados frecuentemente como referencia [¿los
zapatistas?], no dirían otra cosa cuando afirman querer crear un mundo de
humanidad y de dignidad «pero sin tomar el poder». Holloway admite que este enfoque
parece poco realista. Las experiencias en las que se inspira, si bien no
apuntaron a la toma del poder, no han logrado, hasta nuevo aviso, cambiar el
mundo. Holloway afirma simplemente (¿dogmáticamente?) que no hay otra
alternativa. Esta certeza, por más perentoria que sea, no nos hace avanzar
mucho. ¿Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder? «Al final del libro, como al
principio -nos confía el autor-, no lo sabemos. Los leninistas lo saben o lo
sabían. Nosotros no. El cambio revolucionario es más urgente que nunca, pero ya
no sabemos lo que puede significar una revolución. […] Nuestro no saber es el
saber de los que comprenden que no saber forma parte del proceso
revolucionario. Hemos perdido nuestras certezas, pero la apertura a lo incierto
es decisiva para la revolución. Caminamos preguntando, dicen los zapatistas.
Nos interrogamos, no sólo porque no conocemos el camino, sino también porque
buscar el camino forma parte del proceso revolucionario mismo» (pág. 215).
Henos
aquí en el corazón del debate. En el umbral del nuevo milenio, ya no sabemos lo
que serán las futuras revoluciones. Pero sabemos que el capitalismo no es
eterno y que urge librarse de él antes de que nos aplaste. Es el primer sentido
de la idea de revolución. Expresa la aspiración recurrente de los oprimidos a
su liberación. También sabemos, después de las revoluciones políticas de las
que surgieron los Estados-nación modernos, después de las adversidades de 1848,
de la Comuna, de las revoluciones vencidas del siglo XX, que la revolución será
social o no será. Es el segundo sentido que ha tomado, desde el Manifiesto
comunista, la palabra «revolución». Después de un ciclo de experiencias, la
mayor parte de las veces agrias, confrontados con las metamorfosis del capital,
nos cuesta en cambio imaginar la forma estratégica de las revoluciones por
llegar. Es este tercer sentido de la palabra el que se nos escapa. No es tan
nuevo: nadie había programado la Comuna de París, ni el poder de los soviets, o
el Comité de Milicias de Cataluña. Estas formas «por fin encontradas» del poder
revolucionario nacieron de la propia lucha y de la memoria subterránea de las
experiencias pasadas.
Después
de la revolución rusa, ¿han desaparecido en el camino muchas creencias y
certezas? Admitámoslo (aunque no esté seguro de la realidad de certezas
generalmente atribuidas a los crédulos revolucionarios de antaño). Lo que no
sería una razón para olvidar las lecciones –a menudo duras– de las derrotas y
la contraprueba de los fracasos. Los que creyeron poder ignorar el poder y su
conquista han sido, a menudo, atrapados por él: no querían tomar el poder, y el
poder los tomó. Y los que creyeron que lo podían esquivar, evitar, contornear,
rodear, o circunvalar sin tomarlo, fueron molidos con demasiada frecuencia por
él. La fuerza procedimental de la «desfetichización» no bastó para salvarlos.
Incluso los «leninistas» (¿cuáles?), dice Holloway, ya no saben (cómo cambiar
el mundo). Pero, comenzando por el propio Lenin, ¿pretendieron alguna vez
saberlo, con ese saber doctrinario que Holloway les atribuye? La historia es
más complicada.
En
política, sólo podemos tener un saber estratégico: un saber condicional,
hipotético, «una hipótesis estratégica» extraída de las experiencias pasadas y
que sirve de guía, sin la cual la acción se dispersa sin fin. Esta hipótesis
necesaria no impide en modo alguno saber que la experiencias por venir tendrán
su parte inédita e inesperada, que obligará a corregirla sin cesar. Así pues,
renunciar al saber dogmático no es razón suficiente para hacer tabla rasa del
pasado, con la condición de proteger la tradición del conformismo que siempre
la amenaza. En la espera de nuevas experiencias fundadoras, sería efectivamente
imprudente olvidar con frivolidad lo que nos han inculcado dolorosamente dos
siglos de luchas, desde junio de 1848 hasta la contrarrevolución chilena o
indonesia, pasando por la revolución rusa, la tragedia alemana o la guerra
civil española. Hasta hoy, no hay ejemplo en el que las relaciones de
dominación no se hayan desgarrado ante la prueba de las crisis revolucionarias:
el tiempo de la estrategia no es el liso de la aguja del reloj sobre su esfera,
sino un tiempo roto, con ritmo de aceleraciones bruscas y repentinos frenazos.
En esos momentos críticos siempre han surgido formas de dualidad de poder que
plantean la cuestión de saber «quién ganará». En fin, desde el punto de los
oprimidos, la crisis nunca se ha resuelto positivamente sin la intervención
resuelta de una fuerza política (llámese partido o movimiento)
portadora de un proyecto y capaz de tomar decisiones e iniciativas
determinantes.
Hemos
perdido nuestras certezas, repite Holloway a semejanza del héroe representado
por Ives Montand en una mala película (Los caminos del sur,5 a partir de un guión de Jorge
Semprún). Sin duda debemos aprender a prescindir de ellas. Pero allí donde hay
lucha (cuyo desenlace es incierto por definición), se enfrentan voluntades y convicciones,
que no son certezas sino guías para la acción, expuestas a los siempre posibles
desmentidos de la práctica. ¡Sí a «la apertura a lo incierto» reclamada por
Holloway; no al salto en el vacío estratégico! En este vacío abisal, el único
desenlace de la crisis es el propio evento, pero un evento sin actores, un puro
evento mítico, desarraigado de sus condiciones históricas, que escapa al
control de la lucha política para recaer en el de la teología. Esto es lo que
evoca Holloway cuando invita al lector a «pensar en términos de antipolítica
del evento, más que en términos de política de organización». Para él, el paso
de una política de la organización a una antipolítica del evento ya está
teniendo lugar, se abriría paso a través de las experiencias de Mayo del 68, de
la rebelión zapatista o de la ola de manifestaciones contra la mundialización
capitalista: «Todos estos eventos son destellos contra el fetichismo,
festivales de los no subordinados, carnavales de los oprimidos» (pág. 215). ¿El
carnaval como la forma por fin encontrada de la revolución posmoderna?
A la
búsqueda del sujeto perdido
Una
revolución, ¿un carnaval sin actores?
Holloway
reprocha a las «políticas identitarias […] petrificar las identidades»: el
llamamiento a lo que se supone que es el «ser» implicaría siempre una
cristalización de la identidad, cuando no hay razones para distinguir entre
buenas y malas identidades. Las identidades sólo cobran sentido en determinada
situación y de forma transitoria: declararse judío no tiene el mismo
significado en la Alemania nazi que hoy en Israel. Haciendo referencia a un
hermoso texto en el que el subcomandante Marcos reivindica la multiplicidad de
las identidades que se cruzan y combinan bajo el anonimato del famoso
pasamontañas, Holloway llega a presentar el zapatismo como un movimiento
«explícitamente antiidentitario» (pág. 64). Por el contrario, la
cristalización identitaria sería la antítesis del reconocimiento recíproco, de
la comunidad, de la amistad y del amor: una forma de solipsismo egoísta.
Mientras que la identificación y la definición clasificatoria ayudan a los
dispositivos disciplinarios del poder, la dialéctica expresaría el sentido
profundo de la no identidad: «Nosotros, los no idénticos, peleamos contra esta
identificación. La lucha contra el capital es la lucha contra la
identificación. No es la lucha por una identidad alternativa» (pág. 100).
Identificar equivale a pensar a partir del ser. Pensar a partir del hacer y del
actuar es, en un único y mismo movimiento, identificar y negar la
identificación (pág. 102).
Así
pues, la crítica de Holloway se presenta como «un asalto contra la identidad»,
como el rechazo a dejarse definir, clasificar, identificar: no somos lo que
creemos, y el mundo no es lo que pretendemos. ¿Entonces qué sentido tiene decir
todavía «nosotros»? ¿Qué puede realmente esconder ese «nosotros» mayestático?
No podría designar a un gran sujeto trascendental (la Humanidad, la Mujer o el
Proletariado). Definir a la clase obrera sería reducirla a la condición de
objeto del capital y despojarla de su subjetividad. Habría que renunciar, pues,
a la búsqueda de un sujeto positivo: «Como el Estado, como el dinero, como el
capital, la clase debe ser comprendida como un proceso y el capitalismo, como
la formación siempre renovada de las clases» (pág. 142). El enfoque no es nuevo
(para nosotros, que nunca hemos buscado tras el concepto de lucha de clase una
sustancia, sino una relación). Este proceso de «formación», siempre reanudado y
nunca finalizado, es el que estudió magistralmente Edward Thompson en su libro
sobre la clase obrera inglesa.6 Pero Holloway va más lejos. Aunque la
clase obrera puede constituir una noción sociológica, no existe, según él,
clase revolucionaria. «La nuestra no es la lucha por establecer una nueva
identidad, sino por intensificar una antiidentidad» (pág. 212): libera una
pluralidad de resistencias y una multiplicidad de gritos. Esta multiplicidad no
puede subordinarse a la unidad a priori de un Proletariado mítico. Porque,
desde el punto de vista del hacer y del actuar, somos esto y aquello, y aún más
cosas, a medida que cambian las situaciones y las coyunturas. Por más fluidas y
variables que sean, ¿todas las identificaciones juegan un papel equivalente a
la hora de fijar los términos y los retos de la lucha? Holloway no (se) plantea
la cuestión. Al desmarcarse del fetichismo de la multitud al modo de ver de
Negri, sólo expresa un temor o penetra en el enigma estratégico irresuelto:
«Insistir en la multiplicidad olvidando la unidad subyacente de las relaciones
de poder lleva a una pérdida de perspectiva política», hasta el punto de que la
emancipación se vuelve «inconcebible». Y para que así conste…
El
espectro del antipoder
Para
conjurar este callejón sin salida y resolver el enigma estratégico propuesto
por la esfinge del capital, la última palabra de Holloway es la del antipoder:
«Este libro es la exploración del absurdo y sombrío mundo del anti-poder» (pág.
38). Retoma la distinción desarrollada por Negri entre el «poder-de» (potentia) y
el «poder-sobre» (potestas). El objetivo sería a partir de ahora
liberar el poder-de del poder-sobre, el hacer del trabajo, la subjetividad de
su objetivación. Si el poder-sobre a veces se encuentra «en el cañón del
fusil», ese no sería el caso del poder-de. Incluso la propia noción de
contrapoder formaría parte del poder-sobre. Ahora bien, «la lucha por liberar
el poder-de no trata de construir un contrapoder, sino más bien un antipoder,
algo radicalmente diferente del poder-sobre. Las perspectivas de revolución
centradas en la toma del poder se caracterizan por su insistencia en el
contrapoder»; así, el movimiento revolucionario se construiría demasiado a
menudo «como una imagen especular del poder, ejército contra ejército, partido
contra partido». El antipoder se definiría, por el contrario, como «la
disolución del poder-sobre» en provecho de «la emancipación del poder-de» (pág.
37).
Conclusión
estratégica (¿o antiestratégica?, si es cierto que la estrategia está
estrechamente ligada al poder-sobre): «Debería resultar claro entonces que no
se puede tomar el poder, que no es algo que persona alguna o institución en
particular posean», sino que «reside más bien en la fragmentación de las
relaciones sociales» (pág. 72). Alcanzado este punto sublime, Holloway
contempla con satisfacción la cantidad de agua sucia de la bañera que se
achica, pero ¿se preocupa por saber con cuántos bebés de paso? (pág. 72). La
perspectiva de un poder de los oprimidos se reemplaza efectivamente por un
antipoder indefinible e imperceptible, del que solamente sabremos que está en
todas partes y en ninguna, como el centro de la circunferencia pascaliana. ¿El
espectro del antipoder asediaría entonces al mundo hechizado de la
mundialización capitalista? Nos tememos, sin embargo, que la multiplicación de
los «anti» (el antipoder de una antirrevolución y de una antiestrategia) no sea
en definitiva más que una pobre estretagema retórica, que acabaría desarmando
(teórica y prácticamente) a los oprimidos, sin romper por ello el círculo de
hierro del capital y de su dominación.
Un
zapatismo imaginario
Filosóficamente,
Holloway descubre en Deleuze y Foucault una representación del poder como
«multiplicidad de relaciones de fuerza» y no como relación binaria. Este poder
ramificado se distingue del Estado regaliano y de sus aparatos de dominación.
El enfoque no es nuevo. Desde los años setenta, Surveiller et punir y La
volonté de savoir7 influyeron sobre ciertas relecturas
críticas de Marx. La problemática de Holloway, a menudo cercana a la de Negri,
se distingue de la de éste, sin embargo, cuando le reprocha que se amolde a una
teoría democrática radical fundada sobre la oposición entre poder constituyente
y poder constituido. Es la lógica, una vez más binaria, de un choque de titanes
entre la potencia monolítica del capital (el Imperio mayúsculo) y la potencia
monolítica de la Multitud mayúscula.
La
referencia principal de Holloway es la experiencia zapatista, de la que se
convierte en portavoz teórico. Su zapatismo, sin embargo, se revela imaginario
en la medida en que no toma en cuenta las contradicciones reales de la
situación política, las dificultades y los obstáculos reales con los que se
topan los zapatistas desde el levantamiento del 1 de enero de 1994. Se atiene
al discurso y no busca ni siquiera las razones del fracaso de su implantación
urbana. El carácter innovador del mensaje y del pensamiento zapatista es
innegable. En un bello libro, L’étincelle zapatiste,8 Jérôme Bachet analiza sus
aportaciones con sensibilidad y sutilidad, sin negar las incertidumbres y
contradicciones. Holloway, por su parte, tiene tendencia a tomar la retórica al
pie de la letra. Ciñéndonos a la cuestión del poder y del contrapoder, de la
sociedad civil y de la vanguardia, apenas hay duda de que el levantamiento
chiapaneco del 1 de enero de 1994 («momento de nueva puesta en marcha de las
fuerzas críticas», dice Baschet) se incribe en el rebrote de resistencias a la
mundialización liberal, confirmado desde entonces desde Seattle a Génova,
pasando por Porto Alegre. Ese momento es también el «ground zéro»9 de la estrategia, un momento de
reflexión crítica, de inventario, de nuevo cuestionamiento al término del
«corto siglo XX» y de la guerra fría (presentada por Marcos como una especie de
tercera guerra mundial). En esta particular situación de transición, los
portavoces zapatistas insisten en que «el zapatismo no existe» (Marcos) y en
que no tiene «ni línea ni recetas». Afirman no querer apoderarse del Estado, ni
tampoco del poder, sino aspirar a «algo apenas más difícil: un mundo nuevo».
«De lo que hay que apoderarse es de nosotros mismos», interpreta Holloway. Los
zapatistas reafirman, sin embargo, la necesidad de una «nueva revolución»: no
hay cambio sin ruptura.
Supongamos,
pues, la hipótesis de una revolución sin toma del poder desarrollada por
Holloway. Mirando más de cerca, estas formulaciones son más complejas, y más
ambiguas de lo que parecen a primer vistaa. Se podría ver primero una forma de
autocrítica de los movimientos armados de los años sesenta y setenta, del
verticalismo militar, de la relación de mando hacia las organizaciones
sociales, de las deformaciones caudillistas. En este nivel, los textos de
Marcos y los comunicados del EZLN marcan un giro saludable que restablece la
tradición del «socialismo por abajo» y de la autoemancipación popular: no se
trata de tomar el poder para sí (partido, ejército o vanguardia), sino de
contribuir a devolverlo al pueblo, recalcando la diferencia entre los aparatos de
Estado propiamente dichos y las relaciones de poder inscritas con mayor
profundidad en las relaciones sociales (empezando por la división social del
trabajo entre los individuos, los sexos, los trabajadores intelectuales y los
manuales, etc.). En un segundo nivel, táctico, el discurso zapatista sobre el
poder responde a una estrategia discursiva: conscientes de que las condiciones
para derrocar el poder central y la clase dominante están lejos de darse a
escala de un país que cuenta con tres mil kilómetros de frontera común con el
gigante norteamericano, los zapatistas dicen no querer lo que de todas formas
no pueden conseguir. Hacen de la necesidad virtud, para instalarse en una
guerra de desgaste y en una dualidad duradera de poder, al menos a escala regional.
En un tercer nivel, estratégico, el discurso zapatista consistiría en negar la
importancia de la cuestión del poder, para reivindicar simplemente la
organización de la sociedad civil. Esta posición teórica reproduciría la
dicotomía entre sociedad civil (los movimientos sociales) e institución
política (especialmente electoral). La primera se dedicaría a jugar un papel de
presión (grupo de presión) sobre las instituciones a las que se resigna a no
poder cambiar. El discurso zapatista, inscrito en una relación de fuerzas
nacional, regional e internacional poco propicia, juega con estos diferentes
registros y en su práctica navega hábilmente entre diferentes escollos. Es
absolutamente legítimo. Con la condición de no tomar por dinero contante y
sonante enunciados que forman parte del cálculo estratégico del que se
pretenden ajenos: los propios zapatistas saben que están ganando tiempo; pueden
relativizar en sus comunicados la cuestión del poder, pero saben perfectamente
que el poder realmente existente de la burguesía y del ejército mexicano, o
incluso el del «coloso del norte», no perdería, si se presenta, la ocasión de
aplastar tanto la insurrección indígena de Chiapas como las guerrillas
colombianas.
Al
dar una imagen angelical del zapatismo, al precio de apartarse de toda historia
y política concretas, Holloway alimenta ilusiones peligrosas. No sólo la
contrarrevolución estalinista no juega papel alguno en su balance del siglo XX,
sino que toda la historia procede, tanto para él como para François Furet, de
las ideas justas o falsas. Así, se permite un balance de saldo de cuenta: ni
reforma, ni revolución, ya que «las dos experiencias fracasaron, tanto la
reformista como la revolucionaria». El veredicto es, cuando menos, expeditivo,
grueso (y grosero), como si no existieran más que dos experiencias simétricas,
dos vías competidoras y fallidas; y como si el régimen estalinista (y sus
copias) fuera imputable a «la experiencia revolucionaria» y no a la
contrarrevolución termidoriana. Según esta extraña lógica histórica, también se
podría proclamar que la vía de la revolución francesa fracasó, así como la
americana, etc. Será preciso atreverse a ir más allá de la ideología,
sumergirse en las profundidades de la experiencia histórica, para reanudar los
hilos de un debate estratégico enterrado bajo el peso de las derrotas
acumuladas. En el umbral de un mundo en parte inédito, en el que lo nuevo
cabalgo sobre lo viejo, más vale reconocer lo que se ignora, y abrirse a las
experiencias venideras mejor que teorizar la impotencia, minimizando los
obstáculos a franquear.
1 Libro escrito
por Lenin en agosto-septiembre de 1917 y publicado en mayo de 1918 [N. del T.].
2 Roberto
Michels: Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las
tendencias oligárquicas de la democracia moderna [1911, 1913], Buenos
Aires: Amorrortu, 1969, 2 vols. [N. del T.].
3 Henri Lefebvre: Critique
de la vie quotidienne, París: L’Arche, 1958-1961 [N. del T.].
4 Jean-Marie
Vincent: Fétichisme et société, París: Anthropos, 1973 [N. del
T.].
5 Título
original: Roads to the South, del director de cine Joseph
Losey, 1978 [N. del T.].
6 Obra editada en
la década de 1860. Existe una edición en español de la obra completa de Edward
Thompson: La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona:
Crítica, 1999 [N. del T.].
7 Se hace
referencia a sendas obras de Michel Foucault: Surveiller et punir,
1975; La volonté de savoir, 1976 [N. del T.].
8 Jérôme Bachet: L’étincelle zapatiste,
Éditions Denoël, 2002 [N. del T.].
9 Ground Zero, o
Punto Cero, así se ha empezado a llamar la gran zona vacía que ha quedado tras
retirar los escombros de las torres gemelas del Word Trade Center de Nueva
York, después del atentado del 11 de septiembre de 2001 [N. del T.].