Miquel
Amorós / 9-11-2006.
Cuando durante la Revolución Francesa se
trató de instituir la democracia como poder del "pueblo" o de la
nación –entendido como el poder del "tercer estado"–, surgieron
inmediatamente graves problemas entre la mayoría de dicho "pueblo" y
el Gobierno nombrado por sus "representantes" electos.
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al artículo: http://www.lahaine.org/index.php?p=18412
La democracia popular basada en clubes, secciones y asambleas
entraba en contradicción con la democracia parlamentaria jacobina. El Gobierno,
la Convención, las instituciones nacionales, las leyes y el sufragio, no
garantizaban la libertad y la igualdad más que a las clases poseedoras. Un
sector radical de los "descamisados" de París (el pueblo parisino),
los "Enragés", en el manifiesto que presentó en la cámara de diputados
al día siguiente de haberse votado la Constitución, el 25 de junio de 1793,
afirmaría que: "La libertad no es
más que un fantasma vano cuando una clase de gente puede matar de hambre a la
otra impunemente. La igualdad no es más que un fantasma vano cuando el rico,
gracias al monopolio, dispone del derecho a la vida y a la muerte sobre sus
semejantes."
El experimento constitucional y parlamentario fracasaría debido a
la fuerte oposición entre los intereses de las clases poseedoras y los de las
clases populares. El "pueblo" no era más que una entelequia. En el
parlamento no se manifestaba ninguna "voluntad popular" sino los
intereses de la clase dominante. No podía haber libertad real sin igualdad
económica y la fuente de tal desigualdad radicaba en la propiedad. "¿Qué es la propiedad? La propiedad es
el robo", respondería Proudhon. Y seguía: "la libertad es igualdad, porque la libertad no existe sino en el
estado social." La cuestión de la propiedad dividió a los demócratas
revolucionarios y alcanzó su mayor amplitud cuando entró en escena el
proletariado y los "demócratas sociales" –Marx, Proudhon y Bakunin se
llamaron así– identificaron sus intereses con los de todos los oprimidos. La
tan traída voluntad popular no sería otra cosa que el interés "de la
inmensa mayoría", a saber, los obreros. La "democracia social"
equivaldría a un régimen cuyo protagonista principal sería la clase obrera.
Para unos ese régimen sería comunista. El joven Marx creía que "el comunismo era la solución al enigma de la historia."
Proudhon, en cambio, rechazaba las formulaciones autoritarias de los primeros
comunistas y se inclinaba por "la organización de las fuerzas económicas
bajo la ley suprema del contrato", o sea, por la propiedad cooperativa
o colectiva de los medios de producción de "las asociaciones obreras
organizadas democráticamente" y libremente federadas. A menudo se le ha
tenido poco en cuenta y le han colocado al lado de los "utópicos",
cuando no le han tachado de representante del "socialismo burgués",
tal como le calificara injustamente Marx en el Manifiesto. Sin embargo,
Proudhon fue el primero que formuló una crítica social específicamente
proletaria y a él corresponde la crítica política del sistema parlamentario
burgués más incisiva, la que dio impulso al ideario obrero anarquista.
Para Proudhon
la autoridad, llámese Gobierno o Estado, existente por encima de la
"voluntad popular", representaba el mismo despotismo de los reyes
pues "lo que hace a la realeza no es el rey, no es la herencia; es el
cúmulo de los poderes; es la concentración jerárquica de todas las facultades
políticas y sociales en una sola e indivisible función, que es el gobierno,
esté representado por un príncipe hereditario, o bien por uno o varios
mandatarios amovibles y elegidos." El fallo del sistema representativo
estaba en la delegación de poderes, causa de la separación entre gobernantes y
gobernados: "Hoy mismo tenemos
ejemplos vivos de que la democracia más perfecta no asegura la libertad. Y no
es eso todo: el pueblo rey no puede ejercer la soberanía por sí mismo; está
obligado a delegarla en los encargados del poder. Que estos funcionarios sean
cinco, diez, cien, mil, ¿qué importa el número ni el nombre? Siempre será el
gobierno del hombre, el imperio de la voluntad y del favoritismo." Si
ningún individuo reconociera más autoridad que él mismo, si el
"pueblo" entero quisiera realmente gobernar, no habría gobernados. La
imposibilidad de plasmarse la voluntad del pueblo en una autoridad delegada,
exterior a él, es lo que forzaba a Proudhon a declararse anarquista, partidario
de la abolición de cualquier forma de autoridad y llamar "anarquía"
al régimen de los hombres libres e iguales: "anarquía, ausencia de amo,
de soberano, tal es la forma de gobierno a la que cada día nos acercamos."
La voluntad popular solamente podía manifestarse sin mediaciones, de modo
directo. El Gobierno del pueblo era una falacia; si había gobierno no había
pueblo, y viceversa, si realmente un pueblo llegaba a constituirse, ejerciendo
el poder directamente, sin mediaciones, el gobierno no existiría. Anarquía era
el gobierno de todos, y por lo tanto, el de nadie: "La fórmula revolucionaria no puede ser ni legislación directa, ni
gobierno directo, ni gobierno simplificado; la fórmula es nada de
gobierno." Bakunin aportó bien poco al análisis proudhoniano.
Partiendo de la premisa de que el gobierno tenía opción de ser verdaderamente
popular y representativo sólo si estaba controlado por el pueblo, como dicho
control era ficticio y en ningún país ha existido nunca, concluía que la
libertad bajo tal régimen era irreal: "Todo
el sistema del gobierno representativo es un inmenso fraude que se apoya en
esta ficción: que los cuerpos legislativos y ejecutivo, elegidos en sufragio
universal por el pueblo, deben o hasta pueden representar la voluntad del
pueblo." Esos poderes promovían únicamente los poderes de la
burguesía. El sufragio universal, dadas la desigualdad y la opresión en que se
encontraba el pueblo trabajador, era una burla; votando, cada uno elegía a su
patrón. Debido a su miseria, a su falta de formación, a la poca disponibilidad
de tiempo, a la ausencia de información, a la inexistencia de espacios de
discusión, etc., el pueblo no podía formular una opinión general y, por
consiguiente no podía utilizar el sufragio universal "para la conquista de la igualdad económica. Siempre será de forma
necesaria un instrumento hostil al pueblo, que de hecho apoya la dictadura de
facto de la burguesía." Malatesta llegó a decir que "el derecho electoral es el derecho de
renuncia a los propios derechos." El mismo razonamiento circular hay
en Bakunin y Malatesta que en Proudhon: el gobierno no podía ser representativo
porque la voluntad popular no podía formularse a través de él; si lo hiciera,
sería representativo, pero ya no sería gobierno. La identidad entre gobernantes
y gobernados, esencia verdadera de la democracia, no podía realizarse mediante
un gobierno parlamentario sino mediante su abolición. Las ideas proudhonianas
de autonomía obrera inspiraron a los internacionalistas durante la Comuna de
París (1871). Tanto Bakunin como el mismo Marx vieron en la Comuna la
democracia proletaria y la negación del Estado.
En España, país
poco afectado por la revolución industrial, y por lo tanto, con un proletariado
poco desarrollado, las ideas igualitarias y "socialistas" (contrarias
a la propiedad privada) fueron filtradas por los movimientos radicales de la
burguesía. La palabra "demócrata", en sus inicios, designaba en lo
político algo parecido a anarquista. En el "Diccionario de los
Políticos" (1855), del monárquico Juan Rico y Amat, se decía que "el
demócrata puro es enemigo acérrimo de todo lo que se roce con el gobierno";
el demócrata confiaba en la insurrección como método para alcanzar su objetivo,
la igualdad política: "Si pertenece
a la medianía, nunca usa el don; siempre se nombra fulano de tal a secas: tiene
gusto en tutear y dar la mano a los de la clase baja, y en los
pronunciamientos, llama ciudadanos a los hombres y ciudadanas a las mujeres."
Una fracción de los demócratas, los republicanos federales, trataron de
conciliar el problema de la mediación entre pueblo y Estado recurriendo a la descentralización
administrativa.
En palabras de
Pi y Margall, traductor de Proudhon: "En la actual organización, el
Estado lo administra todo; en la federación, el Estado, la Provincia y el
Municipio son tres entidades igualmente autónomas, enlazadas por pactos
sinalagmáticos y concretos. Tiene cada una determinada su esfera de acción por
la misma índole que los intereses que representa y pueden todos moverse
libremente sin que se entrechoquen." La República Federal, gobierno
del pueblo soberano, no sería más que la suma federada de esos pactos. Pero
para constituirse el pueblo primero tenía que romperse el Estado monárquico, de
forma que sus fragmentos autónomos decidieran libremente confederarse. El
partido federal, al propugnar la desmembración del Estado, se situaba contra
todos los demás partidos, pero mantenía distancias con el proletariado. Creía
en la armonía de las clases, respetaba la propiedad y era enemigo las huelgas y
demás manifestaciones de la lucha social, por lo que apenas surgida la Asociación
Internacional de Trabajadores en España perdió el apoyo de los militantes
obreros. Su oportunidad histórica se esfumó con el fracaso de la Primera
República, la de 1873; no obstante, la idea del municipio como célula de la
sociedad libre caló tan hondo como el pensamiento de Bakunin, transmitido a los
trabajadores españoles por los internacionalistas.
La distancia
entre Las Cortes españolas y la realidad social fue tan enorme durante el siglo
XIX que las masas populares, normalmente ajenas a la política, recibieron las
ideas anarquistas con agrado. El sistema político de la Restauración basado en
la alternancia de dos partidos monárquicos artificiales no hizo sino contribuir
a la identificación entre política, corrupción y caciquismo. No obstante, un sector
del movimiento obrero, el partido socialista, aceptó las reglas del juego y
ejerció de oposición junto con las minorías republicanas, mientras al margen se
desarrollaba un potente sindicalismo revolucionario. Entre 1916 y 1923 la CNT
fue capaz de desarrollar una democracia obrera ajena completamente a la
política y cimentada por la solidaridad de clase, a base de asambleas
sindicales, plenos, conferencias y congresos, lo que alarmó tanto a las clases
poseedoras que éstas procedieron a sustituir su democracia caciquil por la
dictadura militar del general Primo de Rivera. La clandestinidad arruinó las
posibilidades del sindicalismo revolucionario y arrastró a sus dirigentes al
terreno de las conspiraciones políticas y del posibilismo. La CNT entró en ella
dividida entre moderados y revolucionarios, para no aspirar más que carne de
cañón en una coalición de partidos y personalidades opuestas a la dictadura y a
la monarquía, que abandonadas por sus aliados, cayeron sin estrépito. La
Segunda República no trató bien a los trabajadores. La posición respecto a la
República y a su sistema parlamentario escindió a los anarcosindicalistas entre
partidarios de una línea insurreccional y partidarios de la permanencia dentro
de la legalidad republicana. Para los segundos, el abstencionismo, las alianzas
políticas o incluso la participación institucional eran cuestiones tácticas, no
principios. Mientras tanto, el avance del proletariado había escindido a la
burguesía en dos mitades enfrentadas: una, reformista, representada por los
partidos republicanos, y otra, militarista y clerical, representada por el
partido radical y las derechas. Cuando la alianza derechista subió al poder –gracias
a unas elecciones en las que las mujeres votaban por primera vez– hubo de
enfrentarse a dos tentativas de insurrección, que terminaron llenando las
cárceles de obreros. Los anarquistas tuvieron que plantearse nuevamente las
relaciones con sus enemigos de ayer, la burguesía republicana, para apartar del
poder a otros mucho peores, la burguesía filofascista. Entonces renunciaron a
su tradicional abstencionismo, y, aunque no llamaron a votar en febrero de
1936, tampoco llamaron a abstenerse. Entre los anarquistas se imponía una
tendencia revolucionaria que consideraba la participación electoral como una
táctica destinada a contrarrestar al "fascismo". Durruti lo expresó
claramente con la siguiente consigna: "Estamos ante la revolución o la
guerra civil. El obrero que vote y se quede tranquilamente en su casa, será un
contrarrevolucionario. El obrero que no vote y se quede también en su casa,
será otro contrarrevolucionario."
La cuestión
principal no era el temido triunfo de las derechas, sino el fracaso electoral
que las empujaría al golpe de estado. Para Durruti, el triunfo electoral de los
socialistas y republicanos permitía ganar tiempo, pero solamente un movimiento
revolucionario podía detenerlas de verdad: "O fascismo, o Revolución Social",
tal era su conclusión. Como tanto la sublevación militar como la revolución
social triunfaron a medias y se desencadenó una guerra civil quedando el
proletariado aislado internacionalmente, el "antifascismo" dejó de
ser una táctica antiburguesa para devenir colaboracionismo de clases. El
Estado, el Gobierno, la Nación, las instituciones democráticas, las leyes, los
partidos, la burguesía misma, fueron valorados de diferente manera a como
habitualmente lo habían sido. El anarquismo salió profundamente alterado de la
guerra civil y nunca se ha repuesto desde entonces.
El sistema parlamentario
volvió a España en 1977 como prolongación de la dictadura franquista. La voluntad
popular sólo podía formularse en torno a la democracia proletaria de las
asambleas. Técnicamente el proletariado constituido políticamente como clase en
coordinadoras o consejos obreros podía encarnar el interés de la inmensa
mayoría. Pero quien realmente se constituyó como nación, como
"pueblo", fue la burguesía franquista. Lejos de disolver las
instituciones fascistas pactó la desactivación del movimiento obrero a cambio
de un espacio político para la oposición. El exilio pudo regresar sin
compensaciones, siquiera morales: la oposición había firmado también un pacto
de silencio: el olvido del genocidio de la posguerra civil y de los años de
persecuciones y sufrimientos. El franquismo amnistiado legalizó a los partidos
y sindicatos y convocó elecciones, desembarazándose de cadáveres como Las
Cortes, la CNS o el Movimiento Nacional, pero guardó íntegro su aparato, que se
convirtió en el aparato de la nueva "democracia". La policía, la
Justicia, la Monarquía, la guardia civil, el Ejército, las diputaciones, los gobiernos
civiles y militares, las capitanías, la diplomacia, la administración, los
servicios secretos...; todo, absolutamente todo, permaneció intocable. Ni las
elecciones ni el proceso constituyente nacido de ellas afectaron a la
burocracia estatal o a la burguesía. Un partido nacido del franquismo, la UCD,
capitaneó el proceso de "transición" –o pactó la "reforma"–,
en suma, el devenir democrático de la dictadura, auxiliado por la oposición:
ese fue el "contrato social" de la democracia española. El
advenimiento de la "democracia" –las elecciones municipales, las dos
cámaras, el sindicalismo de concertación, los Pactos de la Moncloa, la
constitución, los estatutos de autonomía– fue una siniestra comedia que tuvo
como precio la liquidación de la democracia socialista esbozada por los
trabajadores. Se representó cuando el sistema parlamentario en el mundo no
subsistía más que como caricatura. El parlamentarismo español tuvo todas las miserias
de los demás y ninguna de sus glorias. Todos los partidos eran partidos del
orden burgués. Votar significó en su primer momento enfermar voluntariamente de
amnesia y colaborar en la farsa, legitimarla, ensuciarse con la sangre de los
muertos que hasta el final acompañaron al franquismo. El anarquismo necesitaba
una revisión a fondo de su experiencia si quería jugar un papel en aquellas
fechas cruciales. Al no hacerlo, no pudo renovar su crítica, ni concretar una
táctica, y no influyó en los acontecimientos. Acabó sin enterarse de nada,
convertido en una ideología autista y contemplativa, apoyada en un relato sin
contradicciones de un pasado histórico mutilado. Los efectos fueron
paralizadores.
La transformación de la
clase obrera en masa desclasada acabó con la posibilidad de que ella misma pudiera
alzarse como representante del interés general y encarnar la voluntad popular
en las formas de la democracia directa que había conseguido poner en pie en las
fábricas y en los barrios. El reino indiscutible del capital transformó en poco
tiempo la sociedad gracias a un desarrollo acelerado de la tecnología. Las características
propias de las masas, como la atomización, la movilidad frenética, el
consumismo y el confinamiento en la vida privada, se acentuaron en la sociedad
tecnológica, eliminando los restos de sociabilidad y potenciando el control
social totalitario. Al ganar preponderancia el mercado mundial sobre los
Estados, los parlamentos perdieron el escaso poder que conservaban. Ni siquiera
servían para formular el interés específico de la clase dominante; este se
formaba directamente en las instituciones mundiales del mercado capitalista. La
mayoría parlamentaria de tal o cual partido podía introducir cambios en el espectáculo
político pero en absoluto esos cambios afectaban al poder real. Los aspectos
técnicos del parlamentarismo –la campaña, el recuento de papeletas, los debates
televisivos, las votaciones en las cámaras, las mociones, las comisiones, etc.–
habían sido conservados, pero lo que progresaba era el monólogo de la
dominación, la tecno-vigilancia, la erosión del derecho, la criminalización de
la disidencia y la población carcelaria. En ese momento se cerraba un ciclo:
los partidos dejaban de representar opciones distintas del mismo orden para no
representar más que intereses particulares y de particulares, lo que bastaría
para explicar la extensión del fenómeno de la corrupción política. Por su
parte, el sistema parlamentario dejaba de diferenciarse de la dictadura
fascista. Fascismo todo lo suave que se quiera, fascismo tecnológico, pero
fascismo. En la etapa globalizadora las libertades aparentes poco a poco se ahogan
en un estado de excepción y el Estado tecno-democrático se dirige hacia el
Estado penal. La política del año 2000 es la del "panóptico" de
Bentham o la del "Big brother", el Gran Hermano del que hablaba Orwell.
En estas circunstancias la abstención es mero reflejo de la dignidad de los
oprimidos. Las razones tácticas del tipo "para que no gane la
derecha" no retrasan la marcha del totalitarismo, o como siempre se ha dicho,
del "fascismo", sino que contribuyen a ella. Tal como estamos ahora,
cuando dicen "ciudadano" hay que entender "fascista", pues
quien cree en las instituciones, confía en el nuevo totalitarismo. La
ciudadanía satisfecha es la base del fascismo moderno. No hay derecha ni
izquierda porque no hay política. Los asuntos del poder se dirimen en otra
parte, son extraparlamentarios. La lucha social también ha de serlo.
Aquellos
núcleos de discusión que sobreviven o se organizan tienen sobre sus espaldas la
misión de reconstruir retazos de vida pública y de democracia directa dentro de
una sociedad masificada que no sean efímeros experimentos. Y a partir de ellos
forjar opiniones, discutir, informar, instruir, en fin, enlazar con la memoria
olvidada y las tradiciones perdidas de lucha. Es el bagaje con el que se habrán
de enfrentar a la clase dominante y a su totalitarismo tecnófilo. Han de saber
interpretar las cuestiones tecnológicas como problemas políticos y sociales de
la mayor magnitud, pues luchan contra un régimen totalitario fascista con ropaje
liberal y en los sistemas de esa clase las verdaderas cuestiones salen a escena
como si fueran problemas técnicos. "La tecnología es el futuro",
dicen los siervos. El
anarquismo, si sabe escapar a las trampas de la ideología, será el instrumento
teórico más adecuado para forjar una crítica radical de la sociedad, porque es
el único ideario que ha insistido en la democracia directa como fórmula
emancipatoria. Mientras
que las teorías comunistas han puesto en acento en la igualdad como condición
necesaria de la libertad humana, sin que la travesía por fases autoritarias las
afectara, en cambio, el anarquismo ha proclamado que sin libertad no puede
haber igualdad, y por consiguiente, el camino de la emancipación ha de estar
fecundado por ella.