Canarias Semanal.org – 12/12/2021
Hemos señalado en alguna otra ocasión que cuanto más avanza la desigualdad social en los países del centro capitalista, más se preocupan las elites dirigentes en reforzar la política de las identidades, que implica una supuesta defensa de los derechos de mujeres, homosexuales, poblaciones indígenas, minorías raciales, personas transexuales, discapacitadas, grupos religiosos, etc., obviando que dentro de cada uno de estos grupos hay diferencias de clase (económicas, educativas, residenciales, entre otras).
Aunque es lamentablemente cierto que existe la discriminación por sexo, edad, nacionalidad, orientación sexual, etc., el hecho de convertirlas en identidades y poner el acento en ellas tiene por finalidad obscurecer la estructura clasista en la que se sustenta el sistema capitalista. Y son precisamente los partidos llamados progresistas, de influencia posmoderna, que pasan por ser la “izquierda” del espectro político institucional, los abanderados de esta tendencia (en otros lugares llamada woke).
Una tendencia que está llevando a excesos tanto de censura descarada como de manipulación mediática y simplificación de temas que son complejos y tienen, por tanto, distintos niveles de análisis. Así, censurar actos, charlas, libros, cuentas en redes sociales, etc., se está convirtiendo en un deporte nacional –llamado “cultura de la cancelación”– en países como Reino Unido, Estados Unidos o Canadá, y que se extiende como mancha de aceite al resto del mundo.
Se trata de una “cultura de la cancelación” que incluye la quema de libros, por si pensábamos que los tiempos de la Inquisición habían pasado a la historia. En algunas escuelas católicas de Canadá se llegaron a quemar, en 2019, varios miles de ellos, incluidos tebeos de Astérix y Tintín, por considerarse que propagaban estereotipos sobre las poblaciones indígenas. Esto en un país cuyos grupos indígenas sufren todavía una notable discriminación.
La racha de los índices expurgatorios ha llegado también a Cataluña, donde bibliotecas de colegios han depurado cuentos tradicionales como Caperucita Roja, por sexistas, mientras el colmo del sexismo, la pornografía, sigue libre llegando a los móviles de niños y adolescentes. En Reino Unido, grupos de “transactivistas” quemaron los libros de Harry Potter, porque su autora fue acusada de “tránsfoba” por decir públicamente que el sexo (varón-mujer) existe.
Canadá volvió a reabrir el debate sobre los excesos de esta “cultura de la cancelación”, cuando en noviembre pasado el Consejo Escolar de Toronto suspendió el acto en el que la Premio Nobel de la Paz de 2018, Nadia Murad, iba a presentar su libro titulado “Yo seré la última: Historia de mi cautiverio y mi lucha contra el Estado Islámico”. El motivo alegado fue que podía ofender a los alumnos musulmanes.
La presentación del libro de Murad pudo enseñar a esos alumnos musulmanes los horrores a los que pueden conducir ciertas interpretaciones de los “textos sagrados”. Sin embargo, se dio más prioridad a no “ofender” a musulmanes que a la exposición y denuncia de las ofensas a las que Nadia Murat fue sometida por ser mujer y yazidí. La censura de su charla añadió una ofensa más, pero esta vez en nombre del “progresismo” y la “inclusividad” ¿Cabe mayor irracionalidad?
Porque, vamos a ser serios: en todas las religiones hay grupos fundamentalistas, pero no todas las personas que las profesan lo son y, es más, pueden llegar a ser firmes opositoras de esos fundamentalismos. Esto parece ignorarse. Es como si una conferencia sobre el Opus Dei o los Legionarios de Cristo se cancelara con la excusa de que podría ofender a los cristianos, u otra sobre los judíos ortodoxos (donde la situación de las mujeres no es mejor que en ambientes islamistas) sobre la base de que podría ofender a todos los judíos.
Sin embargo, ahora resulta que cualquier crítica a los excesos del fundamentalismo islámico, como el que hoy gobierna en Afganistán, es fomentar la “islamofobia”. Así lo consideraba hace poco un artículo de El País, en el que se trataba de justificar el uso del burka y veía sospechosas motivaciones “ideológicas” en la difusión de las fotografías que muestran cómo vestían muchas mujeres en Kabul en la década de 1970, cuando no había códigos de vestimenta obligatorios como en la actualidad.
Es la misma postura que contempla como “empoderante” el uso del hiyab aun cuando vemos que muchas jóvenes de familias musulmanas lo llevan no por convicción sino por presión familiar y comunitaria. Pero no critique o no opine usted sobre este tipo de coacciones, que sufren solo las mujeres, porque los y las “progres” la tacharán de “islamófoba” y de hablar desde el “privilegio” de ser “mujer blanca”, aunque recién la hayan desahuciado o no tenga suficiente para alimentar a sus hijos.
Y es la misma lógica -si se puede llamar así- que censura o silencia cualquier postura crítica con las leyes de la “identidad de género” (o leyes trans) estampando el sello de “transfobia”; la que obliga a dejar sin subvenciones a refugios para mujeres maltratadas o víctimas de violencia sexual porque en ellos no se admite a “mujeres con pene” -como ha ocurrido en algunos países-; la que impide que se publiquen leyes prohibiendo la ablación del clítoris porque también "ofende" al colectivo trans. Las ofensas a las mujeres más vulnerables no cuentan.
Por no “ofender” a las personas trans, "no binarias", "dos-espíritus", "poliamorosas" y todas las demás identidades de nuevo cuño, inventadas para dar de comer a ciertas industrias, ya no se puede hablar de varones y mujeres, sino de “personas gestantes”, “personas inseminantes” y otros neologismos similares, que, si no los aceptas, serás una “tránsfoba”.
Las asociaciones que componen el lobby trans han llegado al extremo de pedir a los biólogos que cambien el nombre a las llamadas células-madre (ofende también). Y en el museo de Ciencias Naturales de Londres han logrado que sus directivos prometan cambiar el módulo sobre la reproducción humana –titulado “¿Niño o Niña?”–, porque no es una “narrativa inclusiva”.
Que todo esto es un despropósito lo saben muchas personas de todas las orientaciones políticas; pero lo peor es que el reconocerlo abiertamente se está dejando a los medios de la derecha y ultraderecha; porque el resto cierra la puerta a cualquier cuestionamiento, debate o disentimiento con la postura “oficial” del progresismo woke, al que se adhiere, que ve fobias (miedos irracionales) donde sólo hay razonamientos.
Así le resulta muy fácil a ese progresismo woke (licuado posmo-socioliberal en que se ha convertido la “izquierda”) asimilar las posturas críticas con el islamismo o el transgenerismo con la ultraderecha, del mismo modo que hace con quienes cuestionan al actual gobierno, “el más progresista de la historia”, a imitación de lo que ocurre en EE.UU, donde las élites demócratas gobernantes tachan de “pro-Trump” a todo quisque que ose poner en cuestión sus políticas.
Las y los anticapitalistas, quienes luchamos por una auténtica transformación social, debemos denunciar alto y claro este tipo de manipulaciones, preguntarnos quiénes se están beneficiando de esta llamada “cultura de la cancelación”, a dónde nos dirige, a qué intereses está sirviendo realmente, cuando vemos que la voz de la sensatez se está arrinconando en un terreno muy peligroso, que es el del fascismo.
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