1.
Primeros momentos del capitalismo industrial
En un principio la expropiación del tiempo en el
capitalismo industrial estaba referida de forma preferente a los obreros y al
ámbito laboral, porque se trataba de convertir a antiguos campesinos y
artesanos, que tenían su propio manejo del tiempo –algo muy diferente al tiempo
abstracto del capitalismo, regido por el reloj–, con su ritmo lento y pausado,
en el que se mezclaba la actividad productiva, con la fiesta, el calendario
religioso, el carnaval, el descanso, la vida en común. Los trabajadores resistieron
en este primer momento mediante la huida y el abandono de los sitios del trabajo,
proclamando de manera implícita el “derecho a la pereza”, un principio
prioritario en la resistencia a la proletarización.
Cuando el capitalismo logró crear la primera generación
de trabajadores asalariados los disciplinó en concordancia con sus intereses de
valorización y de generación de ganancias y se empezó a regir por la célebre
máxima “el tiempo es oro”. En este segundo momento, los trabajadores habían
sido sometidos y ya no luchaban contra el nuevo ritmo temporal -el del
cronómetro- sino por el acortamiento del tiempo de trabajo, lo que indica que
se había aceptado el nuevo ritmo temporal, abstracto y vertiginoso del capital.
Un componente fundamental de la lucha histórica de los trabajadores de todo el
mundo, cuando ya habían asumido su condición de asalariados, se centró en
plantear la separación entre el tiempo de trabajo en el ámbito fabril, y luego
en todos los sitios de trabajo (oficinas, escuelas, hospitales…) respecto al
resto del tiempo, lo cual se expresó en la lucha por los tres ochos (8 horas de
trabajo, 8 horas de estudio, 8 horas de descanso). Esta lucha generó
importantes movilizaciones y épicas conquistas de la clase obrera, entre las
cuales la más relevante, por el simbolismo que connota, es la del Primero de
Mayo. Con esa celebración se trataba de arrancarle al capital un día al año, en
el cual los trabajadores no estaban sometidos al ritmo infernal del despotismo
del capital, y en ese día podían marchar, gritar y protestar o desarrollar
actividades propias de la cotidianidad de los trabajadores. Fueron estos
espacios externos al escenario de la fábrica, aunque ligados a la misma, en
donde se gestó y se construyó una cultura obrera. Esa cultura disfrutaba su
tiempo libre a su manera: jugando fútbol, tomando trago en la taberna, fundando
bibliotecas populares, impulsando clubes contra el consumo de alcohol,
fomentando la publicación de libros, periódicos y revistas de los trabajadores,
organizando salidas a las afueras de los pueblos y ciudades en compañía de sus
familias…
Durante toda la época del fordismo, los trabajadores
lograron mantener la separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio.
Incluso, en la época del Estado de Bienestar, y sus diversos remedos en todo el
mundo, los trabajadores obtuvieron como una de sus conquistas fundamentales el
derecho a disfrutar de vacaciones durante unas semanas del año. Para hacer
frente a esta realidad, el capitalismo procedió a mercantilizar el tiempo libre
de los trabajadores y convertirlo en tiempo de ocio, mediante el fomento del
consumo individual y familiar y haciendo que ese tiempo estuviera regido por la
lógica del capital, porque, por ejemplo, las vacaciones se disfrutan en
hoteles, balnearios o playas en las cuales se despliega una actividad mercantil
que genera ganancias. Por esa razón, Herbert Marcuse señalaba que a una
sociedad libre corresponde un tiempo libre y a una sociedad represiva un tiempo
de ocio.
2. Generalización de la expropiación del tiempo
En el mundo
contemporáneo, la expropiación del tiempo se ha extendido a todos los ámbitos
de la vida y no se limita, como antes, al terreno laboral. En el capitalismo
actual la expropiación del tiempo de la vida se expresa, de manera paradójica,
en la falta de tiempo. Esto es ocasionado por el culto a la
velocidad, la aceleración de ritmos, la dilatación de los trayectos de las
ciudades, la incorporación de las periferias urbanas mediante la generalización
del automóvil, los embotellamientos por el exceso de vehículos privados, la
conversión del ocio en una mercancía, la omnipresencia esclavizante del
celular, el sometimiento al televisor, frente al cual las personas pasan una
buena parte de su existencia, la ampliación de la jornada de trabajo… Un dicho
africano expresa de manera contundente nuestra falta de tiempo: “Todos los
blancos tienen reloj, pero nunca tienen tiempo” (Chesneaux, 1996).
Esta expropiación del tiempo de la vida está
relacionada con la definición del poder en términos del control del tiempo
ajeno. En concreto, para decirlo en términos de David Anisi:
Todos
partimos de una igualdad básica. Independientemente de nuestras coordenadas
sociales, el día tiene veinticuatro horas para todos. Técnicamente el tiempo es
algo imposible de producir. Sólo el ejercicio del poder, al apropiarnos del
tiempo de los demás, puede acrecentarlo. El poder se mide como la relación
entre el tiempo obtenido de los demás y el tiempo necesario para conseguir esa
movilización (Anisi, 2006).
Hasta ahora, a importantes sectores de la sociedad el
capitalismo no les había podido expropiar su tiempo, si recordamos que “el
tiempo es el único recurso del cual pueden disponer gratuitamente los que viven
en el escalón más bajo de la sociedad” (Sennett, 2006: 14). Esto era aplicable
a gran parte de la población que habitaba en los países periféricos y también
concernía a las personas que se encontraban en los territorios de la antigua
Unión Soviética y de Europa oriental. En el caso de nuestros países, pobres y
periféricos, al capitalismo sólo le interesaban aquellas personas que pudieran
convertirse en trabajadores asalariados –fueran potenciales consumidores de
mercancías materiales o pudieran pagarse unas vacaciones– como manera de
expropiarles el tiempo libre, convertido en tiempo de ocio mercantil,
comercializado en forma de paquetes turísticos.
Las personas más pobres, que no podían, ni pueden,
convertirse en trabajadores asalariados, que no cuentan con dinero para
consumir a vasta escala y que tampoco tienen ingresos para ir de vacaciones,
ahora soportan la expropiación de su tiempo, por medio, principalmente, del
teléfono celular, convertido en un verdadero objeto de consumo masivo, tan
omnipresente hoy en día como los relojes de mano. Todas las clases sociales
usan celulares, aunque de diferente precio y calidad, pero con la misma
finalidad de consumir tiempo en una comunicación perpetua, y en la mayor parte
de los casos innecesaria. Eso lo hacen también los pobres, sin empleo y en
condiciones indignas de vida (sin escuelas, sin salud, sin ingresos económicos,
sin ninguna perspectiva vital, aprisionados en tugurios, sin agua potable…),
que invierten lo poco que tienen en la compra de un celular y en adquirir
tarjetas para hablar. En ese sentido, puede decirse que hoy ni siquiera los
pobres pueden disponer gratuitamente de su tiempo, pues se les ha expropiado y
se les ha obligado a usarlo de forma permanente en parlotear en el celular o en
ver televisión basura, con lo cual no sólo pierden su tiempo sino que producen
fabulosas ganancias a los emporios multinacionales que controlan y manejan la
economía de los teléfonos celulares.
En el caso de la antigua URSS y los
países de Europa oriental, la gente constata la magnitud de los cambios
experimentados en los últimos veinte años en el “tiempo perdido”. Las personas
que hablan de la época anterior a 1989-1991 coinciden en que antes les sobraba
tiempo para tener amigos, visitarlos, hablar con ellos, conversar y compartir.
Ahora, nada de eso existe, porque el capitalismo ha impuesto un ritmo frenético
y veloz, en el que ya no les queda tiempo para nada, ni para los amigos, ni
para disfrutar de alguna actividad cultural o de goce personal (leer, ver una
película, ir a un concierto o a una obra de teatro), algo que no sólo era
gratuito hace un cuarto de siglo sino que convocaba a importantes sectores de
la población. Hoy predomina el tiempo cuantitativo, vacío, homogéneo y
abstracto, que se expresa, entre otras muchas cosas, en la generalización de la
televisión basura al más puro estilo estadounidense. Las bibliotecas están
vacías, se ha reducido dramáticamente la lectura y la compra de libros. A
cambio, la mayor parte de la gente malvive en el rebusque diario para conseguir
su sustento y un ritmo vertiginoso caracteriza sus existencias pauperizadas.[1]
En síntesis, con la universalización del capitalismo
lo que hoy se está viviendo es la plena “subsunción de la vida al capital”, que
implica que se han mercantilizado y sometido a la férula del tiempo abstracto
todos los aspectos de la vida. En concordancia con este presupuesto, el capital
ha rotó la distancia que separaba el tiempo de trabajo y el tiempo libre, o el
tiempo de la vida. Eso se ha logrado con la utilización de múltiples
estrategias, entre las que sobresalen la flexibilización laboral, que no es
otra cosa sino el alargamiento de la jornada de trabajo y el regreso a formas
de explotación donde impera la plusvalía absoluta, la deslocalización de
empresas a otros países y continentes, en los que se puede someter a vastos
contingentes de trabajadores a ritmos infernales y prolongados de explotación
diaria (jornadas de 15 o más horas de trabajo) y, sobre todo, el empleo de la
tecnología electrónica y digital. Este aspecto es tan crucial, que merece ser
tratado con algún detalle.
Un primer dato, indicativo del fenómeno
que comentamos, está referido a un hecho que contraviene los anuncios de
algunos teóricos del trabajo, como André Gorz, quienes habían previsto la
reducción del tiempo de trabajo y el correlativo incremento del tiempo libre y
de ocio. No obstante, se ha presentado una situación completamente opuesta a lo
anunciado: un incremento inesperado del tiempo de trabajo en el mundo. Una
persona nacida en 1935 llegó a trabajar 95 mil horas; a una persona que nació
en 1972 se le preveía una vida laboral de 40 mil horas; y las personas recién
empleadas en la primera década del siglo XXI van a tener que trabajar 100 mil
horas[2]. ¡Toda una
vida de trabajo!, en el sentido literal del término. Si a eso le agregamos que
un habitante promedio de los Estados Unidos, el país en donde el trabajo es una
enfermedad, gasta 1.500 horas al año metido en su automóvil (lo que en unos 30
años representa 45.000 horas), podemos comprender el predominio del tiempo no
libre en el capitalismo de hoy.
De la misma manera, la introducción de aparatos
microelectrónicos en el ámbito laboral, especialmente el teléfono celular, ha
roto la separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre, o, más exactamente,
el tiempo de trabajo ha absorbido el tiempo libre. En este caso, “el teléfono
celular tomó el lugar de la cadena de montaje en la organización del trabajo
cognitivo: el infotrabajador debe ser ubicado ininterrumpidamente y su
condición es constantemente precaria” (Berardi Biffo, 2010).
Aunque no exista otro momento en la historia del
capitalismo, como el de las dos últimas décadas, en que tanto se hayan exaltado
las libertades individuales, en la práctica tenemos que el tiempo laboral se ha
celularizado y cada día se parece más al trabajo de los esclavos, porque:
ya
nadie puede disponer de su propio tiempo. El tiempo no pertenece a los seres
humanos concretos (y formalmente libres) sino al ciclo integrado de trabajo.
Sólo los desertores escolares, los vagabundos, los fracasados, los ociosos
desocupados pueden disponer libremente de su tiempo (íd).
Lo que resulta más significativo con respecto a la
mezcla del tiempo de trabajo y el tiempo libre radica en que, por lo común, las
nuevas generaciones de trabajadores lo aceptan como algo normal, especialmente
los llamados trabajadores cognitivos, porque conciben el trabajo como la parte
más importante de su vida y ellos mismos tienden a prolongar de manera
voluntaria su jornada laboral. Un cambio antropológico y social tan
importante se explica por múltiples razones: la pérdida de vínculos humanos en
las grandes ciudades en donde los nexos entre las personas se han convertido en
un envoltorio muerto y sin placer; la mercantilización y el culto al consumo
como la razón de ser de la existencia humana y de los trabajadores, lo cual se
complementa con la crisis de los proyectos emancipatorios; el culto a los
artefactos tecnológicos como sustitutos de las relaciones con otros seres
humanos; el éxito del capital en imponer su ideología individualista en la que
se atenúa y se reducen, y en algunos sectores, desaparecen, las luchas
colectivas y se enfatiza la cuestión del triunfo individual, que en forma supuesta
se alcanzaría subordinándose por completo a los intereses del capital. En
resumen:
el
efecto que se produjo en la vida cotidiana durante las últimas décadas es el de
una des-solidarización generalizada. El imperativo de la competencia se volvió
dominante en el trabajo, en la comunicación, en la cultura, a través de una
sistemática transformación del otro en un competidor e incluso en un enemigo.
Una máquina de guerra se esconde en todo nicho de la vida cotidiana (ibíd).
Como se ha impuesto la lógica de la
mercantilización absoluta y del consumo como sinónimo de felicidad humana, se
concibe que se debe trabajar y endeudarse, es decir, dedicar mayor tiempo al
trabajo, con la expectativa ingenua de obtener más dinero para comprar más
mercancías, que permitirán el disfrute del tiempo libre, el cual cada vez es
más lejano, precisamente porque la vida no alcanza para trabajar tanto y
conseguir dinero para pagar las deudas que se han adquirido en la perspectiva
de tener algún día tiempo libre. Así:
Cuanto
más tiempo dedicamos a la adquisición de medios para poder consumir, tanto
menos nos queda para poder disfrutar el mundo disponible. Cuanto más invirtamos
nuestras energías nerviosas en la adquisición de dinero, tanto menos podemos
invertir en el goce […] Para tener más poder económico (más dinero, más
crédito) es necesario prestar más tiempo al trabajo socialmente homologado.
Pero esto supone reducir el tiempo de goce, de experimentación, de vida.La
riqueza entendida como goce disminuye proporcionalmente al aumento de la
riqueza como valor económico, por la simple razón de que el tiempo mental está
destinado a acumular más que a gozar (íd).
La utilización de los artefactos
microelectrónicos y digitales en el trabajo además de hacer que desaparezca el
tiempo libre, fragmentan y precarizan aún más la actividad laboral. Esa
precarización no es solamente una cuestión jurídica, en la cual los individuos
no tienen derechos, sino que además supone “la disolución de la persona como
agente de la acción productiva y la fragmentación del tiempo vivido” (ibíd.:
91). Esto quiere decir que en el plano de la organización del trabajo se
generaliza la individualización de las tareas, hasta el punto que el colectivo
trabajador puede ser disuelto, como ocurre en el llamado trabajo en red, donde
ciertos individuos se conectan durante un tiempo para realizar un determinado
proyecto, luego se desconectan y se vuelven a conectar en el momento en que
tienen un nuevo proyecto. De esta forma, se pone en marcha la “dinámica de la descolectivización”,
un logro muy importante para el capitalismo de nuestra época, porque:
el trabajo se organiza en
pequeñas unidades que auto administran su producción, las empresas apelan más
ampliamente a los temporarios y a los contratados, y practican la
terciarización en una gran escala. Los antiguos colectivos no funcionan y los
trabajadores compiten unos con otros, con efectos profundamente
desestructurantes sobre las solidaridades obreras (Castel, 2010).
Por ello, el capital reclama su derecho de
moverse libremente por el mundo para “encontrar el fragmento de tiempo humano
en disposición de ser explotado por el salario más miserable” y luego de usarlo
lo tira a la basura. Esto es posible porque el tiempo de trabajo ha sido
fractalizado, es decir, se ha reducido a fragmentos mínimos que luego se pueden
recomponer y por eso el capital busca el lugar donde impera el salario más
miserable. Aunque la persona que trabaja es jurídicamente libre, el control de
su tiempo por un poder extraño, el del capital, lo hace esclavo; sencillamente,
“su tiempo no le pertenece, porque está a disposición del ciberespacio
productivo recombinante” (Berardi Bifo, 2010).
A esta nueva forma se le
puede denominar el esclavismo celular, lo cual se evidencia de manera contundente
en el BlackBerry, un aparato que reproduce el nombre de un instrumento usado en
la época de la esclavitud en los Estados Unidos, que se ataba en los tobillos
de los esclavos para que no huyeran, para que su tiempo siguiera perteneciendo,
por la fuerza bruta, a los esclavistas. Algo similar sucede hoy, cuando el
BlackBerry mantiene a la gente esclava de otros, principalmente de los patronos
y empresarios, siempre atados de manos y cerebro a ese aparatejo insoportable.
El tiempo laboral de los trabajadores cognitivos se ha
celularizado porque se divide en fragmentos, en células, que de manera
despersonalizada el capital hace circular por la red, y se mantiene una
conectividad perpetúa, a través del teléfono celular, que obliga a que los
trabajadores precarizados estén disponibles como esclavos posmodernos, cuando
el capital los requiera. Esto es posible porque ahora “la persona no es más que
el residuo irrelevante, intercambiable, precario del proceso de producción de
valor. En consecuencia, no puede reivindicar derecho alguno ni puede
identificarse como singularidad”, por ende es un esclavo celular y del celular
(íd). El trabajador se convierte así en un código de barras, que no importa
como ser humano, por su subjetividad, sino sólo porque es una pieza más de un
engranaje conectado en red, a través de la computadora, Internet y, en la forma
más íntima, a través del teléfono celular.
Y, entre paréntesis, si el objetivo es convertir a los
seres humanos que trabajan en un simple código de barras, como el de cualquier
objeto mercantil que se vende en un supermercado, también se transforma la
escuela y la universidad para hacerlas funcionales a este propósito. No otra
cosa es lo que está sucediendo en nuestros días con las transformaciones
educativas cuya finalidad es producir terminales humanos que sean compatibles
con un circuito productivo, porque ya el objetivo explícito del capital es
transformar a los seres humanos en engranajes de la producción de valor en el
capitalismo y para lograrlo, o sea, convertirlos en códigos de barras, hay que
eliminar las diferencias culturales e históricas en los procesos de enseñanza.
Eso se expresa, por ejemplo, en la nueva lengua de la escuela, con sus
estándares universales de créditos, competencias, movilidad internacional,
saberes comunes y homogéneos, acreditación externa, todo lo cual no es sino la
legalización administrativa y pretendidamente pedagógica de nuestra conversión
en códigos de barras. Y esto tiene que ver con los saberes de forma directa.
En efecto:
La
producción del espacio productivo del saber se articula en estrecha relación
con la construcción de la tecnosfera digital de red. La dinámica de la red
muestra una fundamental duplicidad: por un lado, su expansión requiere un
potenciamiento de los agentes sociales del saber. Pero, por otro lado, y al
mismo tiempo, somete la transmisión de saber a automatismos tecno-linguisticos
modelados según el paradigma de la competencia económica.Todo
agente de sentido, si quiere volverse productivo, operativo, debe ser
compatible con el formato que regula los intercambios y vuelve posible la
interoperabilidad generalizada en el sistema (ibíd).
En tales circunstancias, la potencia del
Internet no es otra cosa que una potencia de despersonalización a vasta escala,
de liquidación de la singularidad y de la individualidad. Se han creado “las
condiciones para la reproducción ampliada de un saber sin pensamiento, de un
saber permanente funcional, operacional, desprovisto de cualquier dispositivo
de auto-dirección” (ibíd).
Por supuesto, esto genera patologías entre la
población en general y entre los trabajadores en particular, porque la
comunicación obligatoria se ha convertido en una epidemia. Su lógica es simple
pero destructiva de la psiquis individual: si quieres sobrevivir en el
capitalismo actual tienes que ser competitivo y para serlo requieres estar
conectado todo el tiempo, recibir y enviar información sin pausa, manejar una
masa creciente de datos, suministrar tu tiempo, siempre, a quien lo requiera. Ya
no eres dueño de tu tiempo nunca, ni de día, ni de noche, ni los fines de
semana, siempre debes estar dispuesto a dar tu tiempo a quien te lo compre a
bajo precio. Esto genera un estrés permanente, porque debe estarse atento a la
información que recibes y la que se te solicita, a la par que tu tiempo
disponible para la afectividad y las relaciones personales prácticamente se
reduce a cero. Con estas dos tendencias se devasta el psiquismo individual. En
estas condiciones, se presenta un cambio trascendental:
Mientras
el capital necesitó extraer energías físicas de sus explotados y esclavos, la
enfermedad mental podía ser relativamente marginalizada. Poco le importaba al
capital tu sufrimiento psíquico mientras pudieras apretar tuercas y manejar un
torno. Aunque estuvieras tan triste como una mosca sola en una botella, tu
productividad se resentía poco, porque tus músculos funcionaban. Hoy el
capitalismo necesita energías mentales, energías psíquicas. Y son precisamente
ésas las que se están destruyendo. Por eso las enfermedades mentales están
estallando en el centro de la escena social (ibíd).
Todo esto lo ha hecho posible el capital, porque
desde el momento en que surge la medición del tiempo, en horas, minutos y
segundos, se puede comprar y vender, es decir, el tiempo se convierte en una
mercancía. Hasta no hace mucho tiempo esto aparecía como algo etéreo, pero hoy
se hace evidente de una manera gráfica. En Colombia, y suponemos que eso se
reproduce en otros países del mundo, las personas que alquilan celulares tienen
unas avisos en papel en los que se puede leer: “Se venden minutos”, lema
comercial que también agitan a viva voz, diciendo “minutos a 100 pesos”.
Incluso, las empresas comercializadoras de los teléfonos celulares no les
importa tanto, o por lo menos de manera exclusiva, que la gente tenga un Móvil,
sino que lo use sin pausa, que hable no ya minutos sino horas o días, lo que han logrado plenamente. Por eso, esas empresas ofrecen tarjetas que cada vez tienen
más minutos. Así, se venden tarjetas con las que se puede hablar durante 2.000
o 3.000 o 5.000 minutos. La gente las compra y se ve obligada a consumirlas en
un tiempo determinado. Es decir, que de manera forzada tiene que hablar durante
50 o más horas en un corto lapso de tiempo, unos dos o tres meses. Esto, aparte
de generar una verdadera neurosis individual y colectiva y un chismorroteo
insustancial para comunicarse cosas triviales que no requieren de ninguna
conexión telefónica, es un espectacular negocio para las empresas de telefonía
celular, a costa del tiempo de la gente.
Todo lo señalado constituye una verdadera expropiación
del tiempo personal y produce una neurosis colectiva, que todos los días
soportamos en el bus, en la universidad, en los teatros, en donde sea, porque
tarde o temprano el insoportable sonido del celular interrumpe cualquier
actividad, por sublime que fuese, como el hacer el amor. Al respecto, en España
se dice que un 40 por ciento de las personas interrumpen relaciones sexuales
para contestar el celular. Aparte de la expropiación del tiempo personal hay
otra expropiación igualmente grave, la de la dignidad individual, la de la
autoestima, porque hasta se ha perdido la pena y la vergüenza: antes una
conversación telefónica era algo privado, de la que no tenía por qué enterarse
nadie que estuviera cerca. Hoy, eso es cosa del pasado, ya que la gente habla y
cuenta sus cosas personales delante de cualquiera. Esta expropiación de la
dignidad es como un esnobismo público permanente, como se evidencia con las mal
llamadas redes sociales (Facebook y similares), en las que se socializan por la
red, y en forma visual, hasta las relaciones íntimas.
La generalización de la conectividad perpetua tiene
como consecuencia que la gente sienta la necesidad imperiosa de estar comunicándose todo el tiempo, enviando mensajes, averiguando o que le averigüen
dónde está y qué está haciendo. Si no se puede comunicar o no le contestan
cunde el pánico, se siente abandonado. Lo paradójico radica en que la gente se
comunica todo el tiempo, pero eso no es un resultado del enriquecimiento de las
relaciones sociales, sino todo lo contrario, de la muerte de cualquier relación
social. Esto indica que estamos viviendo una catástrofe temporal, porque en la
comunicación virtual y digital:
...la
presencia del cuerpo del otro se vuelve superflua, cuando no incomoda y
molesta. No queda tiempo para ocuparse de la presencia del otro. Desde el punto
de vista económico, el otro debe aparecer como información, como virtualidad y,
por tanto, debe ser elaborado con rapidez y evacuado en su materialidad (ibíd.)
En conclusión:
Acabamos
por amar lo lejano y por odiar lo cercano porque este último está presente,
porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a diferencia de lo lejano que
se puede hacer desaparecer con el zapping… Estar más cerca de quien está lejos
que de quien está a nuestro lado es un fenómeno de disolución política de la
especie humana. La pérdida del propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de
los demás en beneficio de una especie de espectralidad de lo lejano
(Virilio/Petit, 1996).
En consonancia con el tiempo virtual,
instantáneo e inmediato, se impone la velocidad, esa cierta forma de fascismo
que tanto denunció en su momento Pierre Paolo Pasolini, al señalar el impacto
de la tecnología en la vida de la gente en su Italia de las décadas de 1960 y
1970. Y el culto a la velocidad está en la base de las diversas formas de
expropiación del tiempo en el mundo contemporáneo, las cuales ameritan un breve
análisis.
a) Expropiación del tiempo en el centro comercial y en los
supermercados
Un espacio que rompe brutalmente el tiempo son
los centros comerciales y los hipermercados, que establecen una jornada
interrumpida de quince o más horas y todos los días de la semana. Los dueños de
estos supermercados determinan que no se cierre al mediodía, pauta que siguen
otros almacenes y establecimientos. Así se fractura el horario de la siesta y
se quiebra a los pequeños comerciantes y artesanos. Esto tiene también
consecuencias sobre el tiempo libre y el tiempo urbano, porque “cualquier
instante de nuestro tiempo libre se rellena por algún tipo de conexión
comercial, convirtiendo así al tiempo en el más escaso de todos los recursos”
(cit. en Angulo/Unzueta). Entre esos efectos se encuentran que la gente que
trabaja durante un horario prolongado y/o los fines de semana descuida a sus
hijos y familiares, se incrementa el uso del automóvil privado y, por ende, los
embotellamientos y la contaminación.
En algunos supermercados de los Estados
Unidos se registra una de las más aberrantes formas de expropiación del tiempo
de los trabajadores, cuando de manera casi inverosímil, ni siquiera se les
permite que vayan al sanitario, en razón de lo cual esos trabajadores se ven
obligados a usar pañales en el sitio de trabajo, dada la amplitud de la jornada
laboral[3] (cit.
en Carr, 2011).
Debe agregarse a tan degradante expropiación del
tiempo de la gente y de expropiación de su dignidad personal, la generalización
del control y la vigilancia sobre los trabajadores, situación que justifican
los empresarios con el argumento que deben protegerse contra el robo de tiempo
por parte de los empleados. Se ha vuelto algo normal, y no lo es de ningún
modo, que los empresarios vigilen a sus trabajadores de día y de noche, en el
puesto de trabajo y fuera de él, que husmeen en sus correos electrónicos si
usan Internet, graben y registren sus movimientos, controlen sus actividades
personales mediante el celular y los mantengan en contacto permanente, incluso
en los instantes en que los trabajadores están en sus casas o en sus “momentos
de ocio”.
En el centro comercial el logos cartesiano ha
desaparecido para dar paso a la implacable lógica mercantil, que se resume en
la frase “Consumo, luego existo” y ese es, desde luego, no sólo un consumo de
mercancías sino de tiempo, medido cuantitativamente en dinero, que expresa una
auténtica colonización del tiempo personal. El supermercado y el centro
comercial expropian tiempo a la gente de múltiples maneras, porque se
convierten en el principal lugar de “sociabilidad”, ante la clausura de los
espacios públicos (parques, bibliotecas, teatros), y la sensación de
inseguridad que se pregona por doquier, pero de una sociabilidad reducida al
puro ámbito del consumo mercantil, del desfile de modas, del mundo sin
contradicciones, en donde todo es limpio e iluminado, y no hay ni pobres ni
ricos, porque están unificados por el deseo hedonista de consumir.
b) Expropiación del tiempo de la comida
La expropiación del tiempo de la gente barre
todas aquellas costumbres y tradiciones, inscritas en un tiempo lento, de la
modorra, de la quietud, todas las cuales son despreciadas por el capitalismo
como expresión de atraso, de pereza, de falta de competitividad, de
ineficiencia, de improductividad y de mil calificativos por el estilo. Tal cosa
sucede con el acortamiento, desaparición o transformación de cosas tan humanas
como comer con tranquilidad o hacer la siesta.
Fast Food no sólo
es un tipo de comida sino un estilo de vida, con una temporalidad acelerada, en
la que se pierden los nexos sociales que históricamente se han creado alrededor
de la mesa. No vamos a referirnos a sus consecuencias sobre la salud de la
gente, sino a los efectos que tiene en términos de expropiación del tiempo. La
comida es una de las formas culturales más importantes para cualquier sociedad,
porque en torno a ella se tejen relaciones humanas, en la medida en que se
preparan, se consumen y se degustan los alimentos, los cuales a lo largo del
tiempo gestan tradiciones y costumbres que dan identidad a los pueblos, porque
“comer no es una mera actividad biológica sino también una actividad
vibrantemente cultural” (Mintz, 2003). El comer en términos culturales se
ha basado hasta no hace muchos años en el sentido de la lentitud, uno de los
lujos más preciosos que existen, porque una buena comida requiere y necesita
tiempo, en su preparación y en su degustación.
Esto queda hecho añicos con la imposición de la comida
rápida, cuyo símbolo principal esta constituido por los restaurantes
McDonald’s, los cuales constituyen un modelo a pequeña escala de lo que es el
capitalismo realmente existente. Primero, en términos laborales, la fuerza de
trabajo empleada en esos restaurantes es una de las peores expresiones de la
flexibilización y la precarización laboral, tanto por los bajos salarios, como
por las mismas condiciones de trabajo en la que no existe la posibilidad de
protestar y de organizarse sindicalmente. Aunque a primera vista parezca que el
trabajador de McDonald’s es polivalente, porque realiza una serie de faenas en
la venta de hamburguesas, en realidad esa labor es profundamente monótona y
rutinaria, típica del fordismo, en la que se le prohíbe que tome cualquier
iniciativa y no puede ni hablar con los clientes. Segundo, en términos de los
consumidores, el objetivo de los McDonald’s es llenar de comida a los
comensales para que estos devoren rápido y sin pestañear. Que coman lo más
posible en el menor tiempo, y desocupen el restaurante, el cual es diseñado sin
ningún atractivo interesante y obliga a la gente a comer e irse de inmediato.
Como de lo que se trata es de promover la rapidez, los platos que ofrecen los
restaurantes de Fast Food son pocos, estandarizados y
producidos en serie. De esta forma, no sólo se come rápido sino siempre lo
mismo, con el pretexto de que así se gana tiempo.
El argumento dominante para justificar la
generalización del McDonald’s es que el capitalismo actual es profundamente
vertiginoso y la forma de comer también lo debe ser. Se supone que así se está
beneficiando al consumidor, lo que en el caso de la comida chatarra es
completamente falso, y no sólo por los problemas nutricionales y de salud que
origina, sino porque altera aspectos fundamentales de las relaciones sociales
de las personas que, cuando comen, cada vez son más solitarios y acelerados,
porque necesitan tiempo para el trabajo, al cual se le deben dedicar la mayor
parte de las energías individuales. El Fast Food no deja
tiempo ni para la compañía, ni la solidaridad, ni la hospitalidad.
Habría que preguntarse, además, cuál es el costo
humano y ambiental de la comida rápida, es decir, en que medida la temporalidad
acelerada de los McDonald’s destruye la temporalidad pausada de la naturaleza y
de las sociedades campesinas. ¿En cuantos días o semanas se destruyen los
bosques del mundo, resultado de lentos procesos de evolución natural, en los
cuales se va a producir el pasto que alimenta a las vacas, que van a ser
factorías de carne de las que sale la materia prima de las hamburguesas?
En este caso, la rapidez que se le imprime al comer
suprime la importancia de los saberes locales, sacrificados a nombre de un
universal superior, la hamburguesa made in USA, y donde se aplican
unas mismas formulas química y recetas que uniformizan y degradan el gusto y
empobrecen los saberes del mundo. En contraposición, debe reivindicarse la
alimentación lenta, en la cual se respeten las tradiciones alimenticias
locales, y la alimentación refleje valores humanos de buen vivir y compartir,
más allá de la eficiencia y la predictibilidad de lo que se va a consumir, que
recupere los saberes artesanales que se transmiten de generación en generación
y respete lo autóctono y lo natural de un territorio determinado y se constituya
en un espacio para compartir con familiares y amigos. No por azar, los
partidarios de la Slow food (comida lenta) tienen como símbolo al caracol, tal
como lo explica Carlo Petrini: “Emblema de la lentitud, este animal cosmopolita
y prudente es un amuleto contra la velocidad, la exasperación, la distracción
del hombre demasiado impaciente para sentir y gustar, ávido para recordar lo
que recién ha terminado de devorar” (Petrini, 2006).
c) Expropiación de la siesta
En cuanto a la siesta se refiere,
se ha hecho dominante su desprecio por considerarla como el mejor ejemplo de lo
que genera el atraso y el subdesarrollo, porque quienes practican y reivindican
la siesta son vistos como perezosos e improductivos. La siesta en esa
perspectiva es una tradición de holgazanes, que pierden el tiempo y no les
gusta trabajar y quien la hace derrocha el dinero y el tiempo de otros, porque
mientras duerme plácidamente los demás trabajan como bestias, como quien dice
la persona que hace la siesta es vista como un parásito. En contra de tan
discutibles opiniones, propias del tiempo capitalista que sólo mide la
importancia de las cosas y de las prácticas humanas por su carácter
mercantilista y productor de ganancia, la siesta puede considerarse como un
derecho humano fundamental, porque desde el punto de vista biológico el
organismo necesita descansar no sólo durante la noche sino una vez al día,
además que ese breve lapso de tiempo después del almuerzo en que se puede
dormir resulta trascendental para desarrollar todas las actividades
individuales. La siesta ayuda en el rendimiento individual, incrementa la
capacidad de atender y concentrarse en determinada labor, contribuye a mejorar
la vida sexual, la memoria y el genio, retrasa el envejecimiento, reduce el
estrés y la ansiedad. Según Sara C. Mednick, psicóloga y experta en el sueño
humano, la siesta es tan importante que “hace que el cerebro opere con la
máxima eficiencia, que el cuerpo sea más ágil y sano y, por encima de todo, no
tiene efectos colaterales”[4].
Si todo esto es cierto, la expropiación de la siesta
se constituye en un atentado contra la salud de los seres humanos y por eso hoy
adquiere mucho sentido plantearse una revolución de la siesta, que la
reivindique como un derecho humano fundamental, en estos tiempos vertiginosos
en que no queda tiempo para aquello que no esté regido por la lógica de la
ganancia y de la acumulación.
d) La expropiación del tiempo de la noche
Hasta no hace muchas décadas la noche estaba
consagrada al descanso y al reposo, salvo en las fábricas donde desde finales
del siglo XIX, tras la invención de la luz eléctrica, el capitalismo había
implantado la jornada perpetua de 24 horas de trabajo, en unidades productivas
que nunca cerraban y en las cuales las máquinas no se detenían jamás. A ese
ritmo febril se tuvieron que acoplar a la fuerza los obreros, que debieron
repartirse los turnos y laborar en la noche. Esa fue la primera expropiación
del tiempo nocturno, un momento en el cual nuestro reloj biológico, por
disposición genética, nos dice que debemos dedicarnos a descansar, porque
nuestro organismo está adecuado para eso y no para estar despierto y menos
trabajando.
Después, cuando la luz salió de las fábricas y se
extendió por las ciudades, en el siglo XX, se alargó el tiempo cotidiano de la
gente, que podía salir y deambular en la noche. En el último medio siglo en
casi todo el mundo se presentó otro cambio drástico que se proyecta hasta el
día de hoy, consistente en que la televisión se fue convirtiendo en un
instrumento permanente en los hogares y cada vez se fue ampliando más el tiempo
de transmisión televisiva, hasta durar hoy las 24 horas del día. En este caso,
se asiste a la expropiación del tiempo personal de las familias que empezaron a
dedicarle una parte sustancial de sus vidas a ver televisión, que en algunos
casos, como en los Estados Unidos, supone que cada persona vea en promedio
siete horas diarias de televisión, en razón de lo cual ese aparato se ha
convertido en uno de los principales medios de educación de nuestra época.
Esta expropiación de la noche que acompaña la
desbocada urbanización en el mundo produce cambios significativos en el
comportamiento de los seres humanos y una modificación brusca del entorno
natural y de los ecosistemas, así como de las costumbres y hábitos temporales
de las personas, que pierden todo vínculo evidente y directo con la naturaleza
y sólo se relacionan con el medio artificial, principalmente con la luz
eléctrica. Ya lo decía Pasolini en uno de sus últimos escritos que se habían
acabado las luciérnagas en la Italia de comienzos de la década de 1960 y que
las nuevas generaciones no tenían ni idea que aquéllas habían existido y, por
lo tanto, no podían quejarse por su desaparición. En donde habían luciérnagas
ahora aparecían centros comerciales, propiedad de capital transnacional, y en
contra de esa presunta modernización en la que se adora el cemento, la luz de
neón y el fulgor y sonido de los artefactos electrónicos, Pasolini declara:
“Yo, por más multinacional que sea, daría toda la Montedison (un centro
comercial) por una luciérnaga” (Passolini, 1983).
Así como han desaparecido las luciérnagas, también han
desaparecido las estrellas en la noche, o mejor, nunca las vemos porque no
tenemos ni tiempo ni espacio para mirar hacia arriba. La luz artificial nos
ciega o estamos resguardados, los que podemos, en nuestras cuatro paredes ante
la luz espectral del televisor.
e) La expropiación de la memoria y del pasado
Haremos mención al aspecto crucial de la
expropiación de la memoria y del pasado de las sociedades, las culturas y los
seres humanos. Para comenzar, un punto de partida crítico está referido a la
manera como el abuso de los artefactos electrónicos, de manera principal
Internet y el Celular, están alterando el funcionamiento del cerebro en general
y de la memoria en particular. Al respecto valga señalar que las denominadas
tecnologías intelectuales tienen un impacto directo sobre el funcionamiento del
cerebro, hasta tal punto que, según estudios neurológicos, lo que se está
alterando es nuestro propio cerebro y no solamente la forma en que nos
comunicamos. Esto lo han confirmado estudios en los que se señala el impacto
contundente sobre la memoria a largo plazo, la más importante que tenemos, y la
memoria a corto plazo. La primera memoria guarda recuerdos que duran mucho
tiempo, incluso de por vida. La segunda aloja recuerdos que duran muy poco, en
muchos casos sólo unos cuantos segundos. La memoria a largo plazo es la sede
del entendimiento, porque no sólo almacena datos y hechos sino, lo más
importante, conceptos y esquemas, los cuales permiten organizar datos
dispersos. Como lo dice John Swellwr, un estudioso del asunto:
“Nuestra
capacidad intelectual proviene en gran medida de los esquemas que hemos
adquirido durante largos períodos de tiempo. Entendemos conceptos de nuestras
áreas de pericia porque tenemos esquemas asociados a dichos conceptos” (cit. en
Carr, 2011)
Ahora resulta que con la sobrecarga de información a
que estamos expuestos todos los días por los sistemas microelectrónicos nos
saturamos de datos que asume la memoria de corto plazo, sin poderla conectar
con la información almacenada en la memoria de largo plazo. En tal caso, no
estamos en capacidad de distinguir lo relevante de lo irrelevante, o en otras
palabras, estamos perdiendo la memoria y “nos convertimos en descerebrados
consumidores de datos” (ibíd.)
Lo que resulta sintomático de la presión a que está
siendo sometido nuestro cerebro y nuestra memoria de largo plazo se muestra con
el hecho que, en gran medida, los cultores de la inteligencia artificial están
adecuando la memoria de corto plazo a la lógica de funcionamiento de los
ordenadores, lo que quiere decir que “entrenamos nuestros cerebros para que
presten atención a tonterías”, algo que tiene funestas consecuencias sobre
nuestra vida intelectual. En resumen:
Las
funciones mentales que están perdiendo la “batalla neuronal por la
supervivencia de las más ocupadas” son aquellas que fomentan el pensamiento
tranquilo, lineal, las que utilizamos al atravesar una narración extensa o un
argumento elaborado, aquellas a las que recurrimos cuando reflexionamos sobre
nuestras experiencias o contemplamos un fenómeno externo o interno. Las
ganadoras son aquellas funciones que nos ayudan a localizar, clasificar y evaluar
rápidamente fragmentos de información dispares en forma y contenido, los que
nos permiten mantener nuestra orientación mental mientras nos bombardean los
estímulos. Estas funciones son, no por casualidad, muy similares a las
realizadas por los ordenadores, que están programados para la transferencia a
alta velocidad de datos dentro y fuera de la memoria. Una vez más, parece que
estamos adoptando en nosotros mismos las características de una tecnología
intelectual novedosa y popular (cf. ibíd)
Para los apologistas de las Nuevas Tecnologías
de la Información esto significa que el cerebro se reduce a un instrumento que
procesa datos y, en tal caso, la inteligencia humana ya no se diferencia de la
llamada inteligencia artificial. Esta concepción taylorista aplicada al
cerebro, la reproduce muy bien Google, cuyos gestores conciben a la
inteligencia como un proceso mecánico, constituido por una serie de pasos que
se pueden aislar, medir y optimizar, como el taylorismo ha hecho con la
división de tiempos y tareas para producir tornillos o automóviles.
En esta perspectiva, no resulta sorprendente que se
confundan la memoria de los seres humanos con los espacios en que se almacena
información de los computadores y a eso se le llame memoria, sin rubor alguno.
La confusión resulta crítica porque de allí se desprende que el computador
puede remplazar a nuestra memoria biológica. No por azar, ciertos apologistas
de la tecnología lo dicen sin titubear: “Con un clic en Google, memorizar
largos pasajes o hechos históricos” ya es algo obsoleto y en tal caso memorizar
se considera una “pérdida de tiempo” (Don Tapscotott, cit. en Carr, 2011).
Desde luego, si reducimos la memoria humana a una simple caja que almacena
información de corto plazo, eso puede ser asumido por los computadores, pero si
concebimos a la memoria como una característica exclusivamente humana y que no
se reduce a recordar información desechable sino que es esencial para nuestra
vida, porque no sólo nos permite recordar sino sentir, pensar y sobrevivir,
tener emociones y empatía, las cosas cambian sustancialmente porque la memoria
está viva, y la que se llama memoria informática no.
Las transformaciones que están generando las Nuevas
Tecnologías de la Información sobre nuestro cerebro y memoria se relacionan con
la lógica del capitalismo actual de inscribir a los seres humanos en el corto
plazo, o más exactamente, en el carácter instantáneo del tiempo comercial, un
perpetuo presente, sin pasado ni futuro. El ritmo vertiginoso y acelerado del capitalismo
sólo deja tiempo para consumir y tirar a la basura, con lo cual se anulan las
diferencias temporales. Ahora,
“...el proceso productivo se presenta objetivamente
como un gran flujo informático que atraviesa los espacios tradicionales
destruyéndolas y que anula las distancias temporales con una inaudita
aceleración del tiempo (casi hasta la desaparición de las temporalidades
tradicionales: noche, día, laborable, festivo, etcétera)” (Barcellona, 1992).
De esta forma se nos ha robado el tiempo y el espacio, y por tanto no hay
lugar para la memoria, salvo que esta se puede convertir también en una
mercancía, en un bien de consumo, lo cual la transforma y la aplasta, porque
deja de ser un patrimonio crítico del individuo y de la sociedad y deviene en un
artefacto insustancial que se reduce a la memoria informática, como indicamos
más arriba.
En esas condiciones desaparece el ser humano como un
sujeto histórico, con vínculos profundos con su pasado personal y social, para
quedar reducido a un mero consumidor, que vive en un presente eterno, sin antes
ni después. De ahí que, entre otras cosas, en las reformas educativas
implementados en los últimos años en diversos países del mundo se proponga de
manera clara el abandono a las nociones temporales, para que los estudiantes se
doten de competencias laborales y empresariales, atadas a la producción y al
consumo inmediatos, como cosas que son presentadas como las únicas útiles que
existen. Esto no es otra cosa sino hundirnos en la barbarie, que, según Philip
Rieff, es “la ausencia de memoria histórica. Y esto es precisamente lo que
caracteriza la mentalidad mecanicista del tecnólogo” (cit. en Riechmann, 2006).
Desde otro punto de vista, la expropiación de la
memoria fortalece al capitalismo, si la ubicamos en la perspectiva que su
expansión mundial aniquila otros espacios y otras temporalidades. En ese
sentido:
El
tiempo real corre el riego de hacernos perder el pasado y el futuro a favor de
una “presentificación” que supone una amputación del volumen del tiempo. El
tiempo es volumen. No es sólo un espacio tiempo en el sentido de la
relatividad. El volumen y profundidad del sentido, y el advenimiento de un
tiempo mundial único que liquide la multiplicidad de tiempos locales es una
perdida considerable de la geografía y de la historia (Virilio/Petit, 1996).
Debe enfatizarse que existe otro elemento
adicional, la expropiación de la memoria de las luchas de los oprimidos, cuyas
gestas y logros, que se han materializado en importantes rebeliones y
revoluciones a lo largo de los últimos siglos, han desaparecido del imaginario
de las generaciones contemporáneas que han sido “educadas” en la lógica
capitalista y neoliberal del fin de la historia y en la ideología TINA (There
is no alternative) que los obliga a pensar que este es el único mundo
posible, y tolerable y, además de todo, es insuperable.
Por todo ello, y para terminar, un proceso
revolucionario en el mundo de hoy debe recuperar otra visión del tiempo, en el
que se reivindique la lentitud, la quietud, el goce por disfrutar cosas
fundamentales de la vida que necesitan de tiempo, la recuperación de la memoria
de los vencidos y de sus luchas, para iluminar el tenebroso presente
capitalista, porque, como decía Oscar Wilde, el socialismo necesita muchas
tardes libres. O, para decirlo con Pier Paolo Passolini, hay que reivindicar
los tiempos lentos del ser.
Bibliografía
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du pire. Textuel: París, 1996.
Notas
[1] Cf. Riechmann, 2006: 199ss. y Lewin,
2006: 478ss.
[2] Cf.
Berardi Bifo, 2007: 160.
[3] Cf.
Altvater/Mahnkopf, 2008, p. 112, nota 1.
[4] La siesta tiene ventajas como el mejoramiento de
la vida sexual y el retraso del envejecimiento, en: