Miquel Amorós
Vivimos inmersos en un proceso de globalización del espacio,
es decir, de completo sometimiento del espacio a las leyes de la economía
global, por lo que a menudo, en las ciudades y pueblos marginados por la
corriente económica actual no faltan voces que clamen por nadar en ella cuanto
antes.
La panacea del mal económico resulta ser casi siempre una
macro infraestructura: una autopista, un mega puerto, una parada del tren de
alta velocidad, un complejo turístico... A las voces de la oligarquía local, se
unen a veces las de la masa asalariada, convencida de las bondades
desarrollistas. Dicen que “el progreso” es necesario, que así se saldrá del
“atraso”, que habrá “trabajo”, y, por lo tanto, “dinero”. Los intereses
dominantes, los de la clase dominante, se manifiestan siempre como intereses
generales, y cuanto mayor sea el dominio sobre la población, mayor será su
identificación con ellos. En la actualidad, cuando la penetración del capital
alcanza todos los ámbitos de la actividad humana, los individuos piensan lo que
el capital quiere: no son ellos los que existen, a no ser como abstracción,
porque no piensan realmente; su pensamiento ha sido programado. Cuando hablan,
escuchamos a la mercancía promocionando su mundo. Para usar conceptos como
progreso, atraso, trabajo o dinero, sin caer en los tópicos del lenguaje de los
dirigentes, hay que comprender su verdadero significado, y para poder hacerlo
hay que situarse fuera de los hábitos de pensar de la dominación. Pensar, o
ser, equivale a cuestionar.
En primer lugar hay que preguntarse por el significado real
de la construcción de una infraestructura de grandes dimensiones, pues desde
luego, generará una importante demanda de trabajo, aunque temporal y de mala
calidad, y conseguirá en las coyunturas favorables una elevación del nivel de
consumo entre los asalariados, una mayor mercantilización de su vida, o lo que
viene a ser lo mismo, un crecimiento de “la clase media”. Aumentará tanto la
población como la circulación, se producirán desarrollos urbanísticos, se
construirán centros comerciales y hoteles, se venderán más coches y se abrirán
nuevas sucursales bancarias. Se impondrá un nuevo estilo de vida, más
motorizado y consumista, con prótesis tecnológicas cada vez más
imprescindibles, etc., cuyas secuelas en forma de accidentes de tráfico,
infartos y suicidios quedarán reflejadas en las estadísticas. Y hay que contar
con que dicha infraestructura también causará un impacto negativo en el entorno
y aportará una mayor artificialización del medio ambiente. Aumentarán asimismo
las desigualdades sociales y la anomia, o sea, el grado de descomposición
social, con todas sus consecuencias necesarias: corrupción, masificación,
atomización, exclusión, agresividad, neurosis, miedo, control, racismo...
Crecerá la producción de basuras y la contaminación, el
ruido, las detenciones de indocumentados, ladronzuelos y traficantes, la
especulación inmobiliaria y otras formas expeditivas de enriquecimiento, la
corrupción política, la degradación de la sanidad, la enseñanza y la asistencia
públicas, etc. Son males inherentes al desarrollo capitalista, que de todas
formas van a ocurrir; las infraestructuras solamente acelerarán su llegada y
contribuirán a su intensificación. Las grandes infraestructuras son una
exigencia de la mundialización capitalista, de la nueva división internacional
del trabajo, donde predominan la circulación y los “lujos” sobre la producción
y los lugares. Ayudan a colocar “en el mapa” a las antiguas metrópolis
convirtiéndolas en nudos de la red internacional mercantil. El capital, dueño
del espacio, lo reestructura adaptándolo a las necesidades del momento. Bajo el
capitalismo global, se vuelven obsoletas tanto las instituciones independientes
o las administraciones autónomas, como los mercados locales. Las antiguas
ciudades se transforman en aglomeraciones urbanas impersonales en expansión
permanente, lugares de entretenimiento y consumo a gran escala, verdaderos
agujeros negros que absorben energías, mercancías y vidas, asentamientos sin
espacio público, sin tiempo, sin historia ni cultura específica, transparentes,
tematizados, simplificados. Es el resultado de una victoria; la del capital.
El final de una etapa basada en la economía industrial
ligada a mercados nacionales bajo protección estatal y apoyo sindicalista ha
desorganizado el espacio, reduciéndolo a fragmentos desconectados, sin función
alguna. Mientras las antiguas metrópolis luchan por un lugar en la economía
globalizada, domiciliando sedes y acaparando tareas de gestión y dirección, los
pedazos del sistema urbano y territorial que las envolvía han de gravitar de
nuevo a su alrededor buscando rozarse con los “flujos” internacionales, es decir,
integrarse en la conurbación metropolitana ofreciendo espacio y demás
facilidades para la globalización de su economía. Las ciudades pequeñas y el
campo, en decadencia y “atraso” por padecer las consecuencias del cese o la
deslocalización de actividades productivas, han de sobrevivir –han de acumular
capital– en la proximidad de los nudos de la red mundial. Por lo que no tienen
otra salida que reclamar su parte, su infraestructura, para encajar en algún
anillo suburbano. En la periferia de las conurbaciones se libra una batalla
aparente por la economía globalizada, a la que se exige un incremento en el
ritmo, un grado mayor de destrucción territorial. Parece que la salvación venga
de manos de la horca. Desmontar el discurso “progresista” y desenmascarar los
intereses que se ocultan tras él es ya una tarea inexcusable. La libertad y la
felicidad humanas serán la obra de quienes hayan sabido evitar aquello que los
dirigentes llaman “desarrollo”, “progreso” y “trabajo”. Cuando es fruto de una
resistencia consciente, el “atraso” es revolucionario.
Agosto 2009. Publicado en “Al
Margen”, nº 71, otoño 2009.
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