“Lo que nos habíamos propuesto
era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un
estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie.”
(M.
Horkheimer, T. Adorno, Dialéctica de la Ilustración)
Hoy en día resulta trivial entre la clase dirigente y sus
complacientes servidores referirse al progreso para justificar cada agresión
social resultante de una operación económica o político económica. En la medida
en que favorece los cada vez más agresivos intereses de la economía autónoma,
la sociedad es para ella hija de ese progreso; pero en la medida en que se
dejan notar intereses opuestos a la mencionada agresión, la sociedad, o al
menos la parte representada por dichos intereses, va contra el progreso,
cometiendo el mayor de los dislates, pues todo el mundo sabe que al progreso no
se le pueden poner barreras. Se produce la paradoja de que perseguir objetivos
antaño asociados a la idea de progreso como por ejemplo la autonomía individual
o la humanización de la Naturaleza resulten según cómo antiprogresistas. Al
decir de los dirigentes, los aumentos en la destrucción del entorno, la
dependencia y el control social propios de cada etapa del progreso, es decir,
de cada ampliación cualitativa de los intereses dominantes, son el precio que
ha de pagar la sociedad por los supuestos beneficios que ello le acarrea.
Entonces, el progreso, tal y como se le nombra en la actualidad, no significa
más que el avance de los procesos de concentración de poder de la clase que
decide sobre la economía, la abundancia de medios científicos, tecnológicos y
económicos que lo incrementan, la generalización de las actividades sociales
que como la política profesional, el trabajo asalariado y el ocio industrial
que extienden y profundizan el conformismo y la sumisión de los individuos a
los dictados del mercado.
Al revés de lo que pensaba Voltaire, los mortales más
instruidos no se han mostrado menos inhumanos. Más bien la civilización se ha
revelado como un estado de brutalidad racionalizada. El bienestar material no
favorece la elevación moral, ni el conocimiento instrumental la convivencia en
libertad. El eterno presente no conduce a mentalidades saludables; cualquier
psiquiatra podría confirmar que la pérdida de la experiencia y la memoria
producen trastornos de identidad. Por más que se diga que el mañana de la
adaptación será mejor que el incontrolado ayer, que el antes oscurantista es
inferior al racional después, a la vista de los resultados puede decirse que
este tipo de progreso no instruye, sino que domestica; no moraliza, sino que
atrofia el sentimiento; no sana, sino que se adapta a la enfermedad. No hay
relación directa entre civilización y realización personal. Es más, progresan
los condicionantes, retrocede la conciencia, crece la atomización. La ciencia
se descubre como una superstición, la confianza en las invenciones
tecnológicas, como una ingenuidad, la enseñanza pública como una
institucionalización de la ignorancia. Todas ellas son instrumentos al servicio
de lo existente. La sociedad en lugar de ascender hacia una mayor humanización
se hunde en una barbarie de nuevo tipo a la que siguen llamando progreso;
involuciona hacia un ideal tecnoeconómico de dominio. El crecimiento de la economía,
el verdadero progreso, manda sobre cualquier otra consideración, elevándose su
poder conforme desaparecen las libertades y se embotan todas las facultades
humanas. Progreso no es otra cosa que desarrollismo, sometimiento de la
sociedad entera a las leyes de la mercancía, a las exigencias de la tecnología,
al ordenamiento urbanístico; progreso es destrucción del territorio, fetichismo
científico, degradación cultural, crecimiento ilimitado de la burocracia
administrativa y política, dominio de las corporaciones económicas y
financieras. La palabra progreso en el sentido que se le confiere actualmente
pasa por encima de la división entre dirigentes y dirigidos, entre opresores y
oprimidos, entre jefes y subordinados, entre protagonistas y espectadores, que
corresponde a la relación social imperante, para ocultar el hecho de que su
dirección, proclamada beneficiosa para todos, no lo es sino para los miembros
de la clase usurpadora. El lenguaje de la ciencia y de la técnica –el del
progreso-- es el lenguaje del orden. Lo que éste define como modernización,
bienestar y libertad, no es más que artificialización, consumismo y
partitocracia. El progreso es eso y muchas cosas más. Es ese carro al que hay
que subirse dondequiera que nos lleve. Es una coartada del orden injusto, un
santo y seña que vale para todo, una consigna de los ejecutivos y políticos, un
mito de la ideología dominante obtenido por degradación de un concepto clave de
la burguesía del periodo revolucionario contra los argumentos religiosos y tradicionalistas
del Antiguo Régimen. Es un axioma del statu quo, un elemento fundamental de la
doctrina mistificadora del poder.
“La salida del hombre del paraíso que su razón le presenta como la
primera estación de la especie no significa otra cosa que el tránsito de la
rudeza de una pura criatura animal a la humanidad, el abandono del carromato
del instinto por la guía de la razón, en una palabra: de la tutela de la
Naturaleza al estado de libertad”
(Kant,
Idea de una historia universal)
Remontándose al origen, la idea moderna de progreso procede
de la secularización de una concepción cristiana de la historia, la de San
Agustín y Paulo Orosio. En efecto, el ecumenismo, la idea de tiempo lineal y
divisible, el concepto de necesidad histórica del avance y su culminación de
acuerdo con un plan establecido en un estado final de beatitud, son el armazón
teórico de la idea de progreso. En el lenguaje emancipado de la religión la
Razón ha sustituido a la providencia divina y la felicidad terrenal ocupa el
lugar de la salvación de las almas. La historia ya no es el escenario del
enfrentamiento del Bien contra el Mal, sino el de la lucha entre la Razón y la
Sinrazón. Como quiera que sea, la función histórica que iba a desempeñar la
idea y las fuerzas que iba a movilizar eran cosa muy distinta en el mundo
agustiniano que en la Europa absolutista. Así pues, digamos el progresismo,
bien alimentado por la Ilustración, arrancó con el discurso de Turgot en la
Sorbona el 11 de diciembre de 1750, primera formulación de la mentalidad de una
oligarquía ilustrada de funcionarios de la Monarquía, que al devenir el núcleo
de una clase en ascenso, la burguesía, se sentía plenamente preparada para
ejercer el poder en nombre de toda la sociedad compartiéndolo con la realeza, o
si la correlación de fuerzas lo permitía, arrebatándoselo. Los espíritus más
lúcidos de la época vieron en la Revolución Francesa un signo inequívoco del
progreso. La idea de la marcha regular y gradual del género humano desde los
niveles más bajos de la animalidad hacia un estadio máximo de humanización,
gracias al desarrollo científico (Francis Bacon, William Godwin), a la riqueza
de las naciones (los fisiócratas, Adam Smith) y a la instrucción universal
(Condorcet) se constituyó entonces en uno de los pilares del pensamiento
moderno. Para los filósofos enciclopedistas o sus contemporáneos afines la
humanidad avanzaba por etapas obligadas hacia una mayor perfección. Conforme el
tiempo pasaba y la liberación de las ataduras del mito, la costumbre y la
religión permitían una visión del mundo desencantada, se iba de peor a mejor.
Saber y poder eran lo mismo. La perfectibilidad de la razón humana era infinita
(Fontenelle). Cada generación se acercaba más al nivel superior de plenitud
feliz, conforme se acumulaban los conocimientos, las industrias y los
capitales. La igualdad y las libertades serían una consecuencia necesaria de
los progresos de la Razón y de la prosperidad, del paso armonioso o
revolucionario de la oscuridad a las luces y de la pobreza a la abundancia. Lo
viejo, testimonio del pasado, debía de sucumbir ante lo nuevo que, preñado de
porvenir, pugnaba por imponerse. Era tal su empuje que la libertad vendría por
sí misma, sin apenas resistencias. El pasado dejaba de tener un carácter
memorable y ejemplar. Se podía considerar que la historia de la especie humana
consistía en la ejecución de un plan secreto establecido por la Naturaleza,
cuyo despliegue tenía en los derechos ciudadanos su programa y en las luchas
constitucionales del presente su avanzadilla, desde donde atisbar el fin
histórico supremo, el futuro consolador en el que los hombres (y las mujeres)
desarrollarían libremente todas sus cualidades y cumplirían con su destino, el
mismísimo progreso.
La historia pues pasaba a concebirse como un ascenso
objetivo e imparable del ser humano hacia metas superiores. Al desvelarse el
telos de la historia, su intención racional, el paraíso descendía de los cielos
para habitar el mundo real, quedándose el otro en el desván. Se producía una
marcada distinción entre los que dio en llamarse salvajes y los civilizados. La
primitiva Edad de Oro quedaba situada en los orígenes sombríos de la humanidad
“sin ley”, reino de lo arbitrario y de lo animal, de la sencillez inculta y del
rudo atraso, de la “libertad insensata” (Kant) y de la guerra de todos contra
todos (Hobbes), a superar por un contrato que implicaba la postración ante una
fuerza legal consentida, ejercida por un Estado moderno. Bajo su sombra
protectora los civilizados realizaban incesantes esfuerzos para someter a la
Naturaleza mediante el estudio y el trabajo. En un principio la sociedad feliz
e igualitaria de los salvajes había servido de arma a la Razón, demostrando un
origen natural y no divino de la sociedad y el Estado a la vez que ilustrando
los contrastes entre una sociedad corrompida por el privilegio y la religión y
otra gobernada por la ley natural. Sin embargo, los mismos argumentos fueron
luego empleados por quienes cuestionaban desde el pesimismo y el misticismo las
bienaventuranzas del progreso, especialmente los románticos, los primeros
críticos de la sociedad burguesa, aquellos para los que los sueños de la Razón
habían engendrado monstruos. Para refutarlas surgió el idealismo alemán
englobando a antiguos y modernos, a críticos y apologistas, en una única
filosofía de la historia, como momentos del desarrollo del Espíritu en el
tiempo, y asimismo de la libertad, que es su esencia: “La historia universal es el progreso de la conciencia de la libertad”
(Hegel), conciencia de la que están excluidos los “pueblos no históricos”, es
decir, de los pueblos sin Estado, sin modernidad, sin capitalismo. Sin embargo
la filosofía de la historia que tuvo el mérito de pensar el movimiento
revolucionario burgués y traducirlo en conceptos, no expresaba sino su última
conclusión, la consagración del presente. Cediendo la palabra a Nietzsche, gran
debelador del progreso moderno: “para Hegel el punto máximo y final del proceso
universal coincidía con su propia existencia berlinesa (...) implantó en las
generaciones penetradas por su doctrina esa admiración por el ‘poder de la
Historia’, que, en la práctica, se transforma a cada instante en admiración
desnuda por el éxito y conduce a la adoración divina de lo dado (...) Quien ya
haya aprendido a doblar la espalda y asentir con la cabeza al ‘poder de la
Historia’ termina finalmente por otorgar un ‘sí’ mecánico-chinesco a cualquier
poder, sea éste sólo un gobierno, una opinión pública o una mayoría numérica.”
Justo para eliminar la contradicción que se cometía al definir el fracaso del
racionalismo (y el retroceso post revolucionario) como un momento de su
triunfo, aparece el positivismo, reivindicando el liderazgo de los científicos
y los “industriales”. Al dividir Comte el decurso humano en tres etapas
(teológica, metafísica y positiva o científica) inauguraron una costumbre que
arraigó en todos los ámbitos de la cultura, convirtiendo el siglo XIX en la era
de los modelos por etapas. Recordemos por ejemplo a Bachofen (hetairismo,
matriarcado, patriarcado), a Hegel (despotismo, democracia o aristocracia,
monarquía) a Morgan y Engels (salvajismo, barbarie, civilización) y a Marx
(modos de producción antiguo, feudal y capitalista). Finalmente la Teoría de la
Evolución, al sacar el progreso de la historia e inscribirlo en la Naturaleza,
daría la solidez que faltaba a la idea para convertirse en tópico. Puesto que
para Darwin el hombre descendía de “una criatura inferior”, sin raciocinio, sin
duda las facultades intelectuales y morales de los civilizados debían estar
tremendamente más desarrolladas que las de los “primitivos”, ya que éstos no
tenían leyes, ni jefes y, lo peor de todo, ni Dios. Hegel, Comte y Darwin, cada
uno por su lado, proporcionarían al pensamiento racionalista los argumentos
definitivos que elevarían a finales del siglo XIX la idea de progreso a dogma
indiscutible de la sociedad burguesa y lo convertirían en fetiche de una nueva
religión popular fundada en el productivismo y las formas parlamentarias de
gobierno burgués. La burguesía celebraba exposiciones universales y proclamaba
sucesivamente la edad del acero, la del petróleo, la de la electricidad, la del
átomo... en tanto que hitos progresivos de su dominio absoluto.
“Frente a esa empresa de desolación planificada cuyo programa explícito
es la producción de un mundo inaprovechable, los revolucionarios se encuentran
en la nueva situación de tener que luchar en defensa del presente para
conservar abiertas todas las demás posibilidades de cambio –comenzando por la
posibilidad primaria de las condiciones mínimas de supervivencia de la especie–,
las mismas que la sociedad dominante trata de bloquear intentando reducir
irrevocablemente la historia a la reproducción ampliada del pasado e intentando
reducir el futuro a la gestión de los desperdicios del presente.”
(Encyclopédie
des Nuisances, Discurso Preliminar)
En la segunda mitad del siglo XX el llamado progreso culminó
su momento destructivo que había debutado con la demolición de la
individualidad y las masacres bélicas, destruyendo el medio físico sobre el que
descansaba la actividad social. La postración de la necesidad y el deseo ante
los imperativos capitalistas designaba al crecimiento económico –el consabido
progreso– como principio rector de la política de los Estados, y, por lo tanto,
como normativa general de la vida social. Las consecuencias tóxicas del
desarrollismo se dejaron sentir con claridad cuando la principal fuerza
productiva, la tecnociencia, al fundirse con la política y las finanzas, se
convirtió en la principal fuerza destructiva. A partir de entonces la
dominación tecnológica de la Naturaleza, comprendida la humana, se transformó
en exterminio planificado. La destrucción de tierras de labor, de costas, de
ríos y de montañas, la producción creciente de basura y el derroche energético,
la anomia social y las guerras, la explosión demográfica y las hambrunas, la
contaminación y el agotamiento de recursos, hacen del planeta un lugar cada vez
menos habitable, y del progreso, una carrera bárbara hacia la aniquilación.
Nunca se ha progresado tanto como hoy, dicen los dirigentes, y en efecto, nunca
la perspectiva del fin había estado tan cerca, ni la deshumanización tan
presente. Cada salto hacia delante es un acto de guerra contra el territorio y
sus habitantes, lo único que queda por saber es cuanto falta para el punto a
partir del cual la catástrofe sea irreversible, momento en que la sociedad
actual comenzará a desmoronarse. Los rebeldes al proyecto progresista de
devastación planificada, se ven abocados no sólo a recobrar los conocimientos
pretéritos todavía no olvidados, sino a defender lo que queda de aprovechable
del presente, con el objeto de garantizar de entrada unas posibilidades reales
de supervivencia, conservando las opciones de cambio hacia una sociedad
desindustrializada, desmotorizada y desurbanizada, en perfecta simbiosis con la
Naturaleza. Hay que romper definitivamente con la idea de progreso: los seres
humanos no somos ni el objeto central de la “creación”, ni la cúspide de la
evolución. Somos una forma de vida que ha de encontrar la armonía perdida con
las otras, integrándose totalmente en su medio. Ninguna formación cultural es
superior o menos “primitiva” que las demás. La sociedad civilizada no fue más
que fruto de un azar, que pudiera perfectamente no haberse dado, como
efectivamente no se dio fuera de Europa, dejando a la sociedad tradicional,
aquélla a la que los modernos llamaron bárbara, ofrecer mejores condiciones de
libertad que las que hoy padecemos. No obstante, no debemos renunciar al
conocimiento, al saber y al arte que nos han legado las generaciones
precedentes, en la medida que ese fruto de inmensos esfuerzos humanos es
también nuestra herencia, que podemos usar para entender el mundo y
embellecerlo. Somos parte de un todo que hay que preservar, pero usando la
Razón, no la de la los mercados, sino aquella que emana del conocimiento
despreocupado que nace dentro de una sociedad libre y equilibrada, y que
convierte la cuestión social en cuestión natural. De irracionalidad y
primitivismo ya tenemos las alforjas repletas. Todavía existe la historia, que
no es más que la historia de la opresión; la que vendrá después, cuando ésta
acabe, si acaba, será la historia de los pueblos sin historia, es decir, sin
diferencias de clase y sin Estado.
Para el Nº 3 de la revista
“Raíces” 16-10-2011
Cuando hace un repaso al pasado, Amorós acierta de pleno. Es como estos economistas de la crisis, que encuentran las razones del presente en los errores que los motivaron. No digo que su ejercicio se vano, pero sí poco nutriente por obvio a estas alturas.
ResponderEliminarSin embargo, su coherencia discursiva se quiebra cuando, ya al final, pontifica: sus afirmaciones sobre la naturaleza humana son tan gratuitas como lo sería su negación, queriendo, me parece, hacerlas sólidas por enunciarlas como corolario de una historia anterior que presenta fracasada, pero que no es su argumento.
Sus malabarismos son demasiado gruesos para que cumplan su objetivo, y dejan un mal sabor tras una lectura laberíntica que espera llegar a un colofón merecedor del esfuerzo. Así, niega el beneficio del progreso para después proponer apropiarse de sus logros, por ejemplo, o, asimismo, la linealidad para después vaticinar una única posibilidad para el final de la historia. Esto mismo es incoherente con su acertada afirmación de la intervención decisiva del azar en la sociedad (y digo acertada por simpatía, porque es esta la idea me entretiene desde hace tiempo, pero sin resultados dignos de mención por ahora). Desde esta premisa, el azar, cualquier pronóstico es posible.
Por último, destila el discurso de Amorós confianza en el salto a un paradigma distinto al actual, razonándolo como inevitable. Al parecer, confía en que ese ser humano que ha creado y amplificado este perverso modelo, que muy bien nos analiza en este texto, promoverá un transito que Amorós vaticina el último. No está en absoluto justificado por el discurso de Amorós pero, si el azar quiere, tal vez lo veamos.
Salud y paciencia.
Estoy de acuerdo en que el análisis de Amorós es acertado, pero difiero en que lo haga como "estos economistas de la crisis", eso dependerá de qué economistas, claro. No es lo mismo el análisis que pueda hacer Sampedro que el pueda hacer Montoro, por poner un ejemplo. Al contrario de lo que afirmas, el análisis de Amorós permite deducir de de las razones pasadas los errores presentes.
EliminarObvio, y muy nutriente, es respirar, y sin embargo no solemos ser conscientes de lo nutritivo que es hasta que nos falta el aire. El continuo ataque y la distorsión que "lo obvio" sufre por parte de la “realidad única” e impuesta (mass-media), hace necesario, en mi opinión, insistir en lo que es obvio para que no deje de serlo. Y evidenciarlo, pues no para todo el mundo los hechos y la naturaleza de los mismos son tan obvios como desearíamos.
Comparto la negación que Amorós sostiene del progreso como paradigma erigido en meta suprema del bienestar social. Es el uso perverso del conocimiento lo que, a mi juicio, Amorós denuncia, no el conocimiento mismo. Deduzco de su lectura que es precisamente el conocimiento el que nos permitirá caminar hacia posibles soluciones, siempre y cuando se sustraiga al dogmático rapto a que está sometido por el doctrinario y mercantil concepto de progreso.
No advierto incoherencia en el discurso de Amorós, la habría si traicionara las convicciones que lo alientan. Tal vez haya en él contradicciones, pero la contradicción no sólo es inherente al pensamiento, acredita su existencia. La ausencia de contradicción, la ausencia de duda, es propia del pensamiento único, de totalitarismo o de esclerosis intelectual.
Yo diría que la cuestión no es tanto el azar en sí, sino de la gestión que del mismo y de sus consecuencias hacemos. La erupción volcánica, la riada y el terremoto, son producto del azar; la manera de afrontarlos, no.
Gracias por tu interesante comentario. Salud y… determinación.
No importa quién sea el economista: en cualquier caso, pueden ser diferentes sus conclusiones, pero el establecimiento de causalidad para el presente pasará necesariamente por el análisis del pasado. En cuanto a mi afirmación “encuentran las razones del presente en los errores que los motivaron” está claro que no tiene sentido; quise decir “encuentran las razones del presente en los errores del pasado” como veo que bien has interpretado. Hecha esta aclaración, me reafirmo en lo que digo después de releer el texto que, ya desde la cita previa: … en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie. Amorós, por elegirla, enjuicia el pasado como un error ya desde el enunciado y el extenso texto no hace sino reafirmarlo (la cita me deja perplejo con eso de “verdaderamente humano” ¿?) para colegir el propio Amorós: “…dejando a la sociedad tradicional, aquélla a la que los modernos llamaron bárbara, ofrecer mejores condiciones de libertad que las que hoy padecemos” Como ves, no me invento nada.
EliminarLa necesidad de respirar es lo obvio, no la respiración. Así pues, estamos en desacuerdo en que una obviedad de tal magnitud necesite de varias páginas de análisis. Lo obvio, por serlo, no necesita explicación y, por lo que yo oigo, leo y veo, los media actuales no hacen sino propagar obviedades, así que no hay peligro de que dejen de serlo, sino todo lo contrario.
Dice Amorós: “…No obstante, no debemos renunciar al conocimiento, al saber y al arte que nos han legado las generaciones precedentes” Y esto incluye el conocimiento de esa era de perversión con el progreso como paradigma. Tú deduces, como él, que este conocimiento nos puede servir, y yo no lo niego ni lo afirmo, sólo pongo de relieve las fisuras del discurso.
Yo digo incoherencia y tú dices contradicción ¿? Un discurso con incoherencias o contradicciones en sus premisas o conclusiones se anula por sí solo, y este de Amorós las tiene. Por lo tanto, habrá que construir otro, si es que se cree necesario. Nada que decir de tus afirmaciones sobre el pensamiento único, salvo que no entiendo por qué lo aludes aquí. Pero aprovechando la invitación diré que los regímenes de pensamiento único gustan de utilizar discursos incoherentes y contradictorios muy bien construidos y de enorme eficacia demagógica, como seguro que tú ya sabes.
Hasta donde yo conozco, las riadas o los terremotos obedecen a leyes de la naturaleza, aunque a veces sumadas a acciones humanas voluntarias o involuntarias. Así pues, salvo en este último caso, no veo la analogía con el azar en el devenir social al que Amorós hace referencia, a no ser que se entienda que la historia está también sujeta a las leyes naturales.
Gracias por la oportunidad. Salud y paciencia.
Permíteme iniciar esta respuesta a tu comentario con una cita del libro La caverna, de José Saramago. Más que nada por dejar claro un cuestión crucial: la diferencia que, a mi entender, existe entre coherencia y contradicción:
Eliminar“Se admiten en el personaje todas las contradicciones, pero ninguna incoherencia, y en este punto insistimos particularmente porque, al contrario de lo que suelen preceptuar los diccionarios, incoherencia y contradicción no son sinónimos. Es en el interior de su propia coherencia donde una persona o un personaje se van contradiciendo, mientras que la incoherencia, por ser, más que la contradicción, una constante del comportamiento, repele de sí a la contradicción, la elimina, no se entiende viviendo con ella. Desde este punto de vista, aunque arriesgándonos a caer en las telas paralizadoras de la paradoja, no debería ser excluida la hipótesis de que la contradicción sea, al final, y precisamente, uno de los más coherentes contrarios de la incoherencia.”
Es esta coherencia -recalquemos, no exenta de contradicciones- la que yo deduzco del artículo que comentamos y, en general, del trabajo de Miquel Amorós. Posiblemente él mismo sería el primero en señalar “grietas” en sus escritos, no hay nada perfecto y todo es mejorable. Pero, más allá de dichas grietas, yo percibo en dicho trabajo una coherencia poco habitual en estos tiempos que corren, unos cimientos sólidos y unas propuestas lúcidas. Es evidente que me identifico con su visión y con dichas propuestas, pero no hay que inferir de ello dogmatismo alguno, ni por mi parte, ni mucho menos por parte Amorós que, dicho sea de paso, no me parece que "pontifique" en absoluto.
Dices: “…el establecimiento de causalidad para el presente pasará necesariamente por el análisis del pasado.” Pues sí, claro. Sin esa “obviedad” no hay historia. Sin embargo, dada la creciente amnesia colectiva, parece ser que, como dije anteriormente, esta es una obviedad que hay que recordar constantemente. Las obviedades, como tú bien señalas, "demagógicamente utilizadas por los regímenes de pensamiento único", son obviedades manipuladas, ficciones engendradas en el seno de una realidad virtual establecida por y a la medida de dichos regímenes. El Poder, que escribe, interpreta y reinterpreta la historia a su capricho, decide también sobre lo que debe o no debe ser obvio. Es, sencillamente, lo que solemos entender como manipulación. Desgraciadamente, es esta la que, mediante la pesada artillería mediática, se impone sobre la mayoría.
Dando por sentado que es necesario y conveniente un constante ejercicio autocrítico, yo, más que sus posibles defectos, enfatizaría la necesidad y los beneficios que nos puedan aportar las escasas herramientas disponibles en el ámbito del pensamiento teórico.
Seguro que en esta respuesta me he dejado muchas lagunas y “grietas” en el tintero (¿o debería decir píxeles en el hardware?), pero tiempo habrá, si se tercia, de volver sobre ellas.
Agradezco tus valiosos comentarios y la “masilla” que sin duda aportan a las grietas, para una lectura más exigente y acertada.
Salud y… determinación.
Yo no planteo la cuestión si sinónimos o no, sino que tanto da incoherencia como contradicción para que el discurso se invalide por sí mismo. En cualquier caso, Saramago se refiere a la coherencia vital, no a la de un texto, pero no debo seguir por este camino, que no es el asunto la teoría de Saramago, sino la de Amorós.
EliminarEn cuanto a dogmatizar y pontificar, sólo unas frases extraídas del texto en cuestión: “Somos parte de un todo que hay que preservar “ “Hay que romper definitivamente con la idea de progreso: los seres humanos no somos ni el objeto central de la “creación”, ni la cúspide de la evolución” “ Ninguna formación cultural es superior o menos “primitiva” que las demás”
Tú mismo señalas que el propio Amorós “sería el primero en señalar “grietas” en sus escritos” para pasar a calificarlos como “unos cimientos sólidos y unas propuestas lúcidas” Así que, yo no tengo nada que añadir.
Me citas en un párrafo que no reconozco en nada de lo que he escrito en este intercambio: Las obviedades, como tú bien señalas, "demagógicamente utilizadas por los regímenes de pensamiento único". Y después continúas con otro excurso que, sin entrar a discutirlo en su contenido, vuelve a desviar el asunto, que no es tu opinión sobre determinados regímenes o sobre la manipulación que ejercen los media, sino sobre el texto de Amorós. Sobre esas opiniones me gustaría conversar contigo entre vapores de orujo y, a buen seguro, coincidiríamos de largo. Pero esa es otra historia.
Para terminar por mi parte, considero que un discurso contenido entre las palabras A PEDRADAS del título y DETERMINACIÓN de tu despedida merece ser analizado con sumo cuidado y paciencia, muchísima paciencia.
Gracias por la oportunidad. Salud y un fuerte abrazo.
Si la "coherencia vital" no alienta e impregna aquello que se escribe, mal vamos.
EliminarA PEDRADAS tiene, en principio, una intención metafórica y yo diría que irónica. La determinación y la paciencia no están reñidas, pero cuando esta última se agota es conveniente que la primera esté dispuesta.
Pero dejémoslo ahí, como acertadamente sugieres, para retomarlo "entre vapores de orujo" y en una atmósfera sin duda más propicia y grata que esta.
Desde tu primer comentario, como le dije a S., sabía que este diálogo se prolongaría allende la pantalla y cerca de los naranjos.
Gracias a ti. Correchu! y un abrazo.
Nadie es perfecto. Dicho lo cual, a mí me parece un análisis muy interesante. Salud.
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