Miquel Amorós
Desde que el capitalismo se aposentó en el planeta no ha
hecho otra cosa que destruir el medio natural para forjar uno propio donde
crecer obligando a los individuos a adaptarse. La ciencia y las técnicas
adquirieron un impulso decisivo y un amplio desarrollo merced a las
resistencias a tal adaptación, al punto que el capitalismo no solamente ha
sabido superar todos los obstáculos, sino que los ha ido convirtiendo sistemáticamente
en una oportunidad de expansión. El crecimiento, tan inherente a su naturaleza,
no se detendrá mientras la humanidad explotable exista, y ese es precisamente el
nuevo desafío que el capitalismo tiene ante sí. El crecimiento genera
trastornos económicos y sociales semejantes a los de las guerras.
El sistema productivo es a medida que crece más y más destructivo.
La colonización mercantil del territorio y de la vida, del espacio y del
tiempo, no puede detenerse sin cuestionar sus fundamentos, ni progresar sin
poner en peligro la misma especie. En consecuencia, la crisis ecológica conduce
a la crisis social.
El capitalismo ha de seguir creciendo para que eso no
ocurra, pero sin que los afectados tomen conciencia de las graves amenazas que
acompañan al crecimiento. Para ello ha de improvisar medidas económicas,
tecnológicas y políticas que a la vez que disimulen sus desaguisados, permitan
convivir con ellos y sacarles partido. La producción y el consumo están, como
dirían los expertos, ante “un cambio de paradigma”. Los hábitos de consumo,
junto con las actividades empresariales y políticas, han de ejercerse de otra
manera, obviamente no para salvar la naturaleza, ni siquiera para preservar la
especie, sino para salvar al propio capitalismo. Por eso a los políticos el corazón
se les hace verde. Por eso el capitalismo se vuelve ecologista. Desde ese nuevo
punto de vista, la ecología no es incompatible con la acumulación de capital,
sino que es su condición obligada. Como decía con más suavidad un ministro de
Hacienda británico: “podemos ser verdes y crecer al mismo tiempo. En realidad,
si no somos verdes acabaremos minando el crecimiento” (Informe Stern, 2006).
El despertar de la conciencia ecológica fue temprano. Ya en 1955
Murray Bookchin había advertido sobre el peligro para la salud de los aditivos
alimentarios, y en 1962 él mismo y la doctora Rachel Carson denunciaron el efecto
nocivo de los pesticidas.
La abundancia prometida por el capitalismo resultaba una abundancia
envenenada. “La crisis está siendo avivada por aumentos masivos de la
contaminación del aire y del agua; por una acumulación creciente de
desperdicios no degradables, de plomo residual, de restos de pesticidas y
aditivos tóxicos en la comida; por la expansión de las ciudades en vastos
cinturones urbanos; por el incremento del stress debido a la congestión, al ruido
y a la vida masificada; y por las injustificables cicatrices de la tierra como
resultado de explotaciones mineras y madereras y por la especulación sobre el
patrimonio. Como resultado la tierra ha sido expoliada en pocas décadas a una escala
sin precedentes en la ocupación humana del planeta. Socialmente, la explotación
y manipulación burguesas han llevado la vida cotidiana al nivel más extremo de
vacuidad y aburrimiento. En tanto que sociedad, ha sido convertida en una
fábrica y un mercado, cuya razón fundamental de existencia es la producción en
su propio beneficio y el consumo en su propio beneficio” (Anarquismo en la
sociedad de consumo, 1967). La desruralización, la industria alimentaria, la
quimicalización de la vida y la lepra urbanística impusieron un modelo de vida
consumista y embrutecedor, egoísta y neurótico, inmerso en un ambiente
artificial y atomizante. Como conclusión de una época de revueltas –el gueto
negro americano, el movimiento pacifista británico, los provos holandeses, la
juventud alemana, mayo del 68, etc.– Guy Debord apuntaba: “La polución y el
proletariado son hoy los dos lados concretos de la crítica de la economía
política. El desarrollo universal de la mercancía se ha verificado enteramente
en tanto que realización de la economía política, es decir, en tanto que ‘renuncia
a la vida’. En el momento en que todo entró en la esfera de los bienes
económicos, incluso el agua de los manantiales y el aire de las ciudades, todo
devino mal económico. La simple sensación inmediata de los efectos nocivos y de
los peligros, a cada trimestre más opresivos, que primero y principalmente
agreden a la gran mayoría, es decir, a los pobres, constituye un inmenso factor
de revuelta, una exigencia vital de los explotados, tan materialista como lo
fue la lucha de los obreros del siglo XIX por la comida. Ya los remedios para
el conjunto de enfermedades que crea la producción en este estadio de la
producción mercantil son demasiado caros para ella.
Las relaciones de producción y las fuerzas productivas han
alcanzado un punto de incompatibilidad radical, pues el sistema social
existente ligó su suerte a la consecución literalmente insoportable de todas
las condiciones de vida.” (Tesis sobre la Internacional Situacionista y su
tiempo, 1972).
Aunque el planteamiento de la lucha de clases era puesto en términos
históricos exactos, la capacidad del capitalismo por sobrevivir a sus
catástrofes era infravalorada tanto como sobrevalorada la capacidad de la
conciencia histórica para convertirse en fuerza subversiva. Así, mientras los
trabajos de Mumford, Charbonneau, Russell, Ellul o Bookchin pasaron casi
desapercibidos, y la conciencia ecológica quedaba atrapada en el misticismo o
el posibilismo, lejos de un proletariado indiferente, el capitalismo superó sus
contradicciones cuantitativamente, con un salto hacia adelante, desarrollando
una industria nuclear, incrementando la producción de automóviles, creando una
nueva generación más peligrosa de pesticidas, inundando el mercado de productos
químicos letales y lanzando a la atmósfera miles de toneladas de contaminantes
gaseosos. Cuando en la década siguiente tales soluciones condujeron a
catástrofes como las de Chernobil, Seveso, Bophal, la del Síndrome Tóxico
producido por organofosforados y atribuido al aceite de colza, el agujero en la
capa de ozono o el aumento del efecto invernadero, por no hablar de la
destrucción de gran parte del territorio debida a la urbanización y el turismo,
apenas hubo oposición y el movimiento ecologista que surgía de ella se
convertía en el cómplice del capitalismo y el renovador de su política. Los dirigentes
de la economía y del Estado, al contemplar las consecuencias catastróficas de
su gestión, lejos de amilanarse se erigieron en campeones de la lucha contra el
desastre, con la ayuda de expertos y ecologistas, proclamaron un estado de excepción
ecológico, es decir, una economía de guerra que movilizaba todos los recursos,
naturales y artificiales, para ponerlos al servicio del desarrollismo global,
incorporando el coste ambiental, o sea, el precio de la reconstrucción paisajística
y los gastos necesarios para fijar un nivel de degradación soportable. La
Encyclopédie des Nuisances fundó su causa en la denuncia de esa operación de
maquillaje como coartada ecológica de la dominación:
“El ecologismo es el principal agente de la censura de la
crítica social latente en la lucha contra los fenómenos nocivos, es decir, esa
ilusión según la cual se podrían condenar los resultados del trabajo alienado
sin atacar el propio trabajo y a la sociedad fundada en su explotación. Ahora
que todos los hombres de Estado se vuelven ecologistas, los ecologistas no dudan
en declararse partidarios del Estado... Los ecologistas son en el terreno de la
lucha contra los fenómenos nocivos, lo que son en el terreno de las luchas
obreras los sindicalistas: meros intermediarios interesados en la conservación
de las contradicciones cuya regulación ellos mismos aseguran... meros
defensores de lo cuantitativo cuando el cálculo económico se extiende a nuevos
dominios (el aire, el agua, los embriones humanos, la sociabilidad sintética,
etc.); en definitiva, son los nuevos comisionistas de la sumisión a la economía,
el precio de la cual ha de integrar ahora el costo de “un entorno de cualidad”.
Ya podemos vislumbrar una redistribución del territorio
entre zonas sacrificadas y zonas protegidas, coadministrada por expertos
“verdes”, una división espacial que regulará el acceso jerarquizado a la
mercancía-naturaleza.” (Mensaje dirigido a aquellos que no quieren administrar
la nocividad sino suprimirla, 1990).
La optimización mundial de recursos se materializó en cosas como
la agricultura transgénica, el mal de las vacas locas o la gripe aviar; de
hecho el estado de excepción ecológico denunciado por la EdN convirtió el
planeta en un inmenso laboratorio de experimentación tecnocientífica, y a toda
su población en cobayas. La catástrofe perdió su carácter nacional y con la
globalización se salió del ámbito estatal. La crisis ecológica no podía
circunscribirse a determinadas zonas súper industrializadas y requería medidas
globales. Así nacieron las cumbres medioambientales que entre 1988 y 1997 fijaron
las pautas del desarrollo capitalista para los años venideros: Toronto, Río de
Janeiro, Copenhague y Kyoto. En ellas se lanzaron fórmulas creativas para
salvar el desarrollo y combatir el cambio climático sin modificar el sistema dominante:
agendas 21, desarrollo sostenible, desarrollo social, desarrollo local... Puras
contradicciones terminológicas, puesto que el desarrollo nunca es local, social
o sostenible, ya que el capitalismo nunca funciona en interés de la localidad,
de los oprimidos o de la naturaleza. Pero lo que tienen claro los dirigentes de
la economía mundial es que ningún eufemismo desarrollista, aun sosteniéndose en
tecnologías modernas, puede funcionar sin las medidas políticas y sociales
capaces de reeducar a la población en los nuevos hábitos consumistas que las
hagan rentables, pues es la adopción masiva de dichas tecnologías lo que
abarata su aplicación y estimula las iniciativas empresariales en esa dirección.
La lucha contra el cambio climático puede verse favorecida objetivamente por el
encarecimiento imparable del petróleo y demás combustibles fósiles, pero
corresponde a los “poderes públicos”, es decir, a los políticos, al menos en
una primera fase, promover el negocio medioambiental obligando a la población a
usar tecnologías “bajas en carbono” y a consumir productos y servicios
catalogados como “respetuosos con el medio ambiente”, o imponiendo una “nueva fiscalidad”
que reconcilie la “cultura empresarial” con la naturaleza y que penalice las
viejas costumbres contaminantes y el despilfarro energético, normales hasta
ayer, pero hoy punibles por el bien de la economía. Y de esta manera, el
Estado, los partidos, las instancias internacionales, y en menor medida los
“foros sociales”, las ONGs y los “observatorios” de sostenibilidad, ejercen el
papel de mecanismos reguladores que habían perdido en los inicios de la
globalización.
Auxiliares de la transición mundial hacia una economía también
“baja en carbono”. De golpe, el control de la producción de cemento, de
fertilizantes o de fibras sintéticas, el reciclaje de residuos, la
reforestación, la construcción de nuevas centrales nucleares, de desaladoras o
de campos de golf, la inversión en energías renovables o el cultivo de agro combustibles,
se convierten en decisiones políticas, y por la vía política, en cuestión de
Estado. Al mismo tiempo, todos los dirigentes económicos y políticos descubren
que son ecologistas. El aislamiento térmico, la iluminación de bajo consumo,
las nuevas directrices para la edificación o la fabricación de motores para
vehículos, y, en general, la reestructuración de todo tipo de actividades,
exigen una potente financiación a la que no acompaña una rentabilidad suficiente
y que, por lo tanto, el mercado no puede asumir. Toca al Estado y a la
burocracia política arrimar el hombro.
Las preocupaciones ecológicas de los dirigentes obedecen a
la mercantilización total del planeta provocada por la necesidad constante de
crecimiento del capital. Las destrucciones provocadas por el desarrollo de la
producción son de tal magnitud que exigen una gestión controlada no sólo de los
medios de producción y de las fuerzas productivas, sino del territorio, de su
cultura y su historia, de la flora y la fauna, del agua y del aire, de la luz y
del calor, ahora convertidos en “recursos”, es decir, materias primas de
actividades terciarias y fuerzas productivas de nuevo tipo. La revitalización institucional
que el cambio productivo y la “seguridad energética” demandan ha puesto de
nuevo en circulación al partido del Estado, o sea, a la burocracia político administrativa,
y no hablamos sólo del conglomerado de socialdemócratas, neoestalinistas,
verdes y ciudadanistas. Un reformismo aparente se erige como doctrina de moda
–como ideología– que hasta los conservadores y derechistas aceptan, pues todo
el mundo comprende que hay que contener a los refractarios, alejar el horizonte
de la catástrofe y ganar tiempo para la economía. Frente a un capitalismo
contrario a trabar el desarrollo mediante el control de emisiones, un
capitalismo sospechosamente altruista presenta el rostro humano de la destrucción
hablando de sostenibilidad y de educación ciudadana, de consumo responsable y
de eficiencia energética, de paneles en las azoteas y de ecotasas, sin que se
detenga un ápice el trazado de autopistas, las líneas del TAV o la depredación
urbanizadora.
Desarrollismo tradicional contra desarrollismo
ambientalista.
Evidentemente, los costos de la dominación se han disparado con
la polución, el calentamiento global y el cénit de la producción de petróleo,
situación que el mercado no puede resolver como en ocasiones anteriores.
Tampoco el despegue del sector económico medioambiental es suficiente. La pervivencia
del capitalismo necesita una movilización general a escala local, nacional e
internacional, de todos los dirigentes en Pro de la explotación Laboral y
social reconvertida, en Pro del modo de vida sometido a los imperativos del
consumo renovado; el Estado, en tanto que mecanismo de coerción, resulta de
nuevo rentable. Esa es la carta del eco capitalismo y de sus servidores de
izquierdas o de derechas. No es descartable que el proceso de reconversión
pueda encontrar serias resistencias en la población que lo sufre, por lo que
han de desarrollarse formas de control social adecuadas, empezando por las
escuelas, los medios de comunicación, la asistencia social, etc., hasta llegar
a la policía y el ejército.
El capitalismo y la burocracia no tienen ideales que
realizar sino un orden que defender, a escala local y mundial. Para ellos los
problemas en política exterior y los conflictos sociales son directamente
problemas de seguridad, que en último extremo se resuelven manu militari. El
eco fascismo será la forma política más probable del nuevo reino ecológico de
la mercancía.
En ausencia de luchas serias, o lo que es lo mismo, en
ausencia de la conciencia histórica, aparecen al lado de seudo reformistas que
nos venden su “pragmatismo” y sus “pequeñas conquistas” en favor de la política
institucional y del modelo capitalista, verdaderos utopistas que nos hablan de “convivialidad”,
pues para ellos el remedio a tanto mal no ha de venir de una lucha de
liberación sino de la aplicación pacífica de una fórmula milagrosa, en este
caso la del “decrecimiento.” Las medidas a realizar no van a resultar de un
conflicto nacido del antagonismo de un sector de la población con el conjunto
de la sociedad industrial y consumista, sino de una serie de iniciativas
particulares convivenciales, de buen rollo, a ser posible incentivadas
institucionalmente y defendidas por partidos, “redes” o ONGs, que tengan la
virtud de convencer de las ventajas de salirse de la economía. Los partidarios
del “decrecimiento” desconfían de las vías revolucionarias: sobre todo, que no
pase nada.
Y nada puede pasar puesto que el capitalismo tolera un
cierto grado de autoexclusión en la sociedad que coloniza, pues de hecho buena
parte de la población mundial está excluida del mercado y vive al margen de las
leyes económicas. Incluso puede sacar beneficios de la autoexclusión a través
de programas de ayuda, turismo alternativo y subvenciones. Es lo que los
expertos llaman economía del “tercer sector”, ya estudiada por el principal
responsable de la política pública americana durante la presidencia de Clinton,
Jeremy Rifkin. En su obra de 1994 “El fin del trabajo”, da por sabido que la globalización
y la desregulación del mercado laboral obligarán a una organización de los
electores que podría restablecer el sentimiento ciudadano, la política burguesa
clásica y el Estado interventor: “Conseguir una transición con éxito hacia la
era posmercado, dependerá en gran medida de un electorado estimulado, que
trabaje a través de coaliciones y movimientos, para lograr transferir tantas ganancias
de la productividad como sean posibles del sector del mercado al tercer sector
(...) Mediante la creación de una nueva unión entre el gobierno y el tercer
sector, cuya finalidad sea la de reconstruirla economía social, se podrá ayudar
a restaurar el sentimiento cívico en cualquier sociedad.” Sin embargo, desde el
punto de vista de la emancipación social, no se trata de modificar gradualmente
los márgenes del sistema capitalista, sino de fundar una sociedad nueva.
Transformar el mundo, no refugiarse en islotes.
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