07 diciembre, 2012

CUANDO EL CAPITALISMO SE VUELVE ECOLOGISTA


Miquel Amorós

Desde que el capitalismo se aposentó en el planeta no ha hecho otra cosa que destruir el medio natural para forjar uno propio donde crecer obligando a los individuos a adaptarse. La ciencia y las técnicas adquirieron un impulso decisivo y un amplio desarrollo merced a las resistencias a tal adaptación, al punto que el capitalismo no solamente ha sabido superar todos los obstáculos, sino que los ha ido convirtiendo sistemáticamente en una oportunidad de expansión. El crecimiento, tan inherente a su naturaleza, no se detendrá mientras la humanidad explotable exista, y ese es precisamente el nuevo desafío que el capitalismo tiene ante sí. El crecimiento genera trastornos económicos y sociales semejantes a los de las guerras.

El sistema productivo es a medida que crece más y más destructivo. La colonización mercantil del territorio y de la vida, del espacio y del tiempo, no puede detenerse sin cuestionar sus fundamentos, ni progresar sin poner en peligro la misma especie. En consecuencia, la crisis ecológica conduce a la crisis social.

El capitalismo ha de seguir creciendo para que eso no ocurra, pero sin que los afectados tomen conciencia de las graves amenazas que acompañan al crecimiento. Para ello ha de improvisar medidas económicas, tecnológicas y políticas que a la vez que disimulen sus desaguisados, permitan convivir con ellos y sacarles partido. La producción y el consumo están, como dirían los expertos, ante “un cambio de paradigma”. Los hábitos de consumo, junto con las actividades empresariales y políticas, han de ejercerse de otra manera, obviamente no para salvar la naturaleza, ni siquiera para preservar la especie, sino para salvar al propio capitalismo. Por eso a los políticos el corazón se les hace verde. Por eso el capitalismo se vuelve ecologista. Desde ese nuevo punto de vista, la ecología no es incompatible con la acumulación de capital, sino que es su condición obligada. Como decía con más suavidad un ministro de Hacienda británico: “podemos ser verdes y crecer al mismo tiempo. En realidad, si no somos verdes acabaremos minando el crecimiento” (Informe Stern, 2006).

El despertar de la conciencia ecológica fue temprano. Ya en 1955 Murray Bookchin había advertido sobre el peligro para la salud de los aditivos alimentarios, y en 1962 él mismo y la doctora Rachel Carson denunciaron el efecto nocivo de los pesticidas.

La abundancia prometida por el capitalismo resultaba una abundancia envenenada. “La crisis está siendo avivada por aumentos masivos de la contaminación del aire y del agua; por una acumulación creciente de desperdicios no degradables, de plomo residual, de restos de pesticidas y aditivos tóxicos en la comida; por la expansión de las ciudades en vastos cinturones urbanos; por el incremento del stress debido a la congestión, al ruido y a la vida masificada; y por las injustificables cicatrices de la tierra como resultado de explotaciones mineras y madereras y por la especulación sobre el patrimonio. Como resultado la tierra ha sido expoliada en pocas décadas a una escala sin precedentes en la ocupación humana del planeta. Socialmente, la explotación y manipulación burguesas han llevado la vida cotidiana al nivel más extremo de vacuidad y aburrimiento. En tanto que sociedad, ha sido convertida en una fábrica y un mercado, cuya razón fundamental de existencia es la producción en su propio beneficio y el consumo en su propio beneficio” (Anarquismo en la sociedad de consumo, 1967). La desruralización, la industria alimentaria, la quimicalización de la vida y la lepra urbanística impusieron un modelo de vida consumista y embrutecedor, egoísta y neurótico, inmerso en un ambiente artificial y atomizante. Como conclusión de una época de revueltas –el gueto negro americano, el movimiento pacifista británico, los provos holandeses, la juventud alemana, mayo del 68, etc.– Guy Debord apuntaba: “La polución y el proletariado son hoy los dos lados concretos de la crítica de la economía política. El desarrollo universal de la mercancía se ha verificado enteramente en tanto que realización de la economía política, es decir, en tanto que ‘renuncia a la vida’. En el momento en que todo entró en la esfera de los bienes económicos, incluso el agua de los manantiales y el aire de las ciudades, todo devino mal económico. La simple sensación inmediata de los efectos nocivos y de los peligros, a cada trimestre más opresivos, que primero y principalmente agreden a la gran mayoría, es decir, a los pobres, constituye un inmenso factor de revuelta, una exigencia vital de los explotados, tan materialista como lo fue la lucha de los obreros del siglo XIX por la comida. Ya los remedios para el conjunto de enfermedades que crea la producción en este estadio de la producción mercantil son demasiado caros para ella.

Las relaciones de producción y las fuerzas productivas han alcanzado un punto de incompatibilidad radical, pues el sistema social existente ligó su suerte a la consecución literalmente insoportable de todas las condiciones de vida.” (Tesis sobre la Internacional Situacionista y su tiempo, 1972).

Aunque el planteamiento de la lucha de clases era puesto en términos históricos exactos, la capacidad del capitalismo por sobrevivir a sus catástrofes era infravalorada tanto como sobrevalorada la capacidad de la conciencia histórica para convertirse en fuerza subversiva. Así, mientras los trabajos de Mumford, Charbonneau, Russell, Ellul o Bookchin pasaron casi desapercibidos, y la conciencia ecológica quedaba atrapada en el misticismo o el posibilismo, lejos de un proletariado indiferente, el capitalismo superó sus contradicciones cuantitativamente, con un salto hacia adelante, desarrollando una industria nuclear, incrementando la producción de automóviles, creando una nueva generación más peligrosa de pesticidas, inundando el mercado de productos químicos letales y lanzando a la atmósfera miles de toneladas de contaminantes gaseosos. Cuando en la década siguiente tales soluciones condujeron a catástrofes como las de Chernobil, Seveso, Bophal, la del Síndrome Tóxico producido por organofosforados y atribuido al aceite de colza, el agujero en la capa de ozono o el aumento del efecto invernadero, por no hablar de la destrucción de gran parte del territorio debida a la urbanización y el turismo, apenas hubo oposición y el movimiento ecologista que surgía de ella se convertía en el cómplice del capitalismo y el renovador de su política. Los dirigentes de la economía y del Estado, al contemplar las consecuencias catastróficas de su gestión, lejos de amilanarse se erigieron en campeones de la lucha contra el desastre, con la ayuda de expertos y ecologistas, proclamaron un estado de excepción ecológico, es decir, una economía de guerra que movilizaba todos los recursos, naturales y artificiales, para ponerlos al servicio del desarrollismo global, incorporando el coste ambiental, o sea, el precio de la reconstrucción paisajística y los gastos necesarios para fijar un nivel de degradación soportable. La Encyclopédie des Nuisances fundó su causa en la denuncia de esa operación de maquillaje como coartada ecológica de la dominación:

“El ecologismo es el principal agente de la censura de la crítica social latente en la lucha contra los fenómenos nocivos, es decir, esa ilusión según la cual se podrían condenar los resultados del trabajo alienado sin atacar el propio trabajo y a la sociedad fundada en su explotación. Ahora que todos los hombres de Estado se vuelven ecologistas, los ecologistas no dudan en declararse partidarios del Estado... Los ecologistas son en el terreno de la lucha contra los fenómenos nocivos, lo que son en el terreno de las luchas obreras los sindicalistas: meros intermediarios interesados en la conservación de las contradicciones cuya regulación ellos mismos aseguran... meros defensores de lo cuantitativo cuando el cálculo económico se extiende a nuevos dominios (el aire, el agua, los embriones humanos, la sociabilidad sintética, etc.); en definitiva, son los nuevos comisionistas de la sumisión a la economía, el precio de la cual ha de integrar ahora el costo de “un entorno de cualidad”.

Ya podemos vislumbrar una redistribución del territorio entre zonas sacrificadas y zonas protegidas, coadministrada por expertos “verdes”, una división espacial que regulará el acceso jerarquizado a la mercancía-naturaleza.” (Mensaje dirigido a aquellos que no quieren administrar la nocividad sino suprimirla, 1990).

La optimización mundial de recursos se materializó en cosas como la agricultura transgénica, el mal de las vacas locas o la gripe aviar; de hecho el estado de excepción ecológico denunciado por la EdN convirtió el planeta en un inmenso laboratorio de experimentación tecnocientífica, y a toda su población en cobayas. La catástrofe perdió su carácter nacional y con la globalización se salió del ámbito estatal. La crisis ecológica no podía circunscribirse a determinadas zonas súper industrializadas y requería medidas globales. Así nacieron las cumbres medioambientales que entre 1988 y 1997 fijaron las pautas del desarrollo capitalista para los años venideros: Toronto, Río de Janeiro, Copenhague y Kyoto. En ellas se lanzaron fórmulas creativas para salvar el desarrollo y combatir el cambio climático sin modificar el sistema dominante: agendas 21, desarrollo sostenible, desarrollo social, desarrollo local... Puras contradicciones terminológicas, puesto que el desarrollo nunca es local, social o sostenible, ya que el capitalismo nunca funciona en interés de la localidad, de los oprimidos o de la naturaleza. Pero lo que tienen claro los dirigentes de la economía mundial es que ningún eufemismo desarrollista, aun sosteniéndose en tecnologías modernas, puede funcionar sin las medidas políticas y sociales capaces de reeducar a la población en los nuevos hábitos consumistas que las hagan rentables, pues es la adopción masiva de dichas tecnologías lo que abarata su aplicación y estimula las iniciativas empresariales en esa dirección. La lucha contra el cambio climático puede verse favorecida objetivamente por el encarecimiento imparable del petróleo y demás combustibles fósiles, pero corresponde a los “poderes públicos”, es decir, a los políticos, al menos en una primera fase, promover el negocio medioambiental obligando a la población a usar tecnologías “bajas en carbono” y a consumir productos y servicios catalogados como “respetuosos con el medio ambiente”, o imponiendo una “nueva fiscalidad” que reconcilie la “cultura empresarial” con la naturaleza y que penalice las viejas costumbres contaminantes y el despilfarro energético, normales hasta ayer, pero hoy punibles por el bien de la economía. Y de esta manera, el Estado, los partidos, las instancias internacionales, y en menor medida los “foros sociales”, las ONGs y los “observatorios” de sostenibilidad, ejercen el papel de mecanismos reguladores que habían perdido en los inicios de la globalización.

Auxiliares de la transición mundial hacia una economía también “baja en carbono”. De golpe, el control de la producción de cemento, de fertilizantes o de fibras sintéticas, el reciclaje de residuos, la reforestación, la construcción de nuevas centrales nucleares, de desaladoras o de campos de golf, la inversión en energías renovables o el cultivo de agro combustibles, se convierten en decisiones políticas, y por la vía política, en cuestión de Estado. Al mismo tiempo, todos los dirigentes económicos y políticos descubren que son ecologistas. El aislamiento térmico, la iluminación de bajo consumo, las nuevas directrices para la edificación o la fabricación de motores para vehículos, y, en general, la reestructuración de todo tipo de actividades, exigen una potente financiación a la que no acompaña una rentabilidad suficiente y que, por lo tanto, el mercado no puede asumir. Toca al Estado y a la burocracia política arrimar el hombro.

Las preocupaciones ecológicas de los dirigentes obedecen a la mercantilización total del planeta provocada por la necesidad constante de crecimiento del capital. Las destrucciones provocadas por el desarrollo de la producción son de tal magnitud que exigen una gestión controlada no sólo de los medios de producción y de las fuerzas productivas, sino del territorio, de su cultura y su historia, de la flora y la fauna, del agua y del aire, de la luz y del calor, ahora convertidos en “recursos”, es decir, materias primas de actividades terciarias y fuerzas productivas de nuevo tipo. La revitalización institucional que el cambio productivo y la “seguridad energética” demandan ha puesto de nuevo en circulación al partido del Estado, o sea, a la burocracia político administrativa, y no hablamos sólo del conglomerado de socialdemócratas, neoestalinistas, verdes y ciudadanistas. Un reformismo aparente se erige como doctrina de moda –como ideología– que hasta los conservadores y derechistas aceptan, pues todo el mundo comprende que hay que contener a los refractarios, alejar el horizonte de la catástrofe y ganar tiempo para la economía. Frente a un capitalismo contrario a trabar el desarrollo mediante el control de emisiones, un capitalismo sospechosamente altruista presenta el rostro humano de la destrucción hablando de sostenibilidad y de educación ciudadana, de consumo responsable y de eficiencia energética, de paneles en las azoteas y de ecotasas, sin que se detenga un ápice el trazado de autopistas, las líneas del TAV o la depredación urbanizadora.

Desarrollismo tradicional contra desarrollismo ambientalista.
Evidentemente, los costos de la dominación se han disparado con la polución, el calentamiento global y el cénit de la producción de petróleo, situación que el mercado no puede resolver como en ocasiones anteriores. Tampoco el despegue del sector económico medioambiental es suficiente. La pervivencia del capitalismo necesita una movilización general a escala local, nacional e internacional, de todos los dirigentes en Pro de la explotación Laboral y social reconvertida, en Pro del modo de vida sometido a los imperativos del consumo renovado; el Estado, en tanto que mecanismo de coerción, resulta de nuevo rentable. Esa es la carta del eco capitalismo y de sus servidores de izquierdas o de derechas. No es descartable que el proceso de reconversión pueda encontrar serias resistencias en la población que lo sufre, por lo que han de desarrollarse formas de control social adecuadas, empezando por las escuelas, los medios de comunicación, la asistencia social, etc., hasta llegar a la policía y el ejército.

El capitalismo y la burocracia no tienen ideales que realizar sino un orden que defender, a escala local y mundial. Para ellos los problemas en política exterior y los conflictos sociales son directamente problemas de seguridad, que en último extremo se resuelven manu militari. El eco fascismo será la forma política más probable del nuevo reino ecológico de la mercancía.

En ausencia de luchas serias, o lo que es lo mismo, en ausencia de la conciencia histórica, aparecen al lado de seudo reformistas que nos venden su “pragmatismo” y sus “pequeñas conquistas” en favor de la política institucional y del modelo capitalista, verdaderos utopistas que nos hablan de “convivialidad”, pues para ellos el remedio a tanto mal no ha de venir de una lucha de liberación sino de la aplicación pacífica de una fórmula milagrosa, en este caso la del “decrecimiento.” Las medidas a realizar no van a resultar de un conflicto nacido del antagonismo de un sector de la población con el conjunto de la sociedad industrial y consumista, sino de una serie de iniciativas particulares convivenciales, de buen rollo, a ser posible incentivadas institucionalmente y defendidas por partidos, “redes” o ONGs, que tengan la virtud de convencer de las ventajas de salirse de la economía. Los partidarios del “decrecimiento” desconfían de las vías revolucionarias: sobre todo, que no pase nada.

Y nada puede pasar puesto que el capitalismo tolera un cierto grado de autoexclusión en la sociedad que coloniza, pues de hecho buena parte de la población mundial está excluida del mercado y vive al margen de las leyes económicas. Incluso puede sacar beneficios de la autoexclusión a través de programas de ayuda, turismo alternativo y subvenciones. Es lo que los expertos llaman economía del “tercer sector”, ya estudiada por el principal responsable de la política pública americana durante la presidencia de Clinton, Jeremy Rifkin. En su obra de 1994 “El fin del trabajo”, da por sabido que la globalización y la desregulación del mercado laboral obligarán a una organización de los electores que podría restablecer el sentimiento ciudadano, la política burguesa clásica y el Estado interventor: “Conseguir una transición con éxito hacia la era posmercado, dependerá en gran medida de un electorado estimulado, que trabaje a través de coaliciones y movimientos, para lograr transferir tantas ganancias de la productividad como sean posibles del sector del mercado al tercer sector (...) Mediante la creación de una nueva unión entre el gobierno y el tercer sector, cuya finalidad sea la de reconstruirla economía social, se podrá ayudar a restaurar el sentimiento cívico en cualquier sociedad.” Sin embargo, desde el punto de vista de la emancipación social, no se trata de modificar gradualmente los márgenes del sistema capitalista, sino de fundar una sociedad nueva. Transformar el mundo, no refugiarse en islotes.

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