Miquel Amorós
La ordenación del territorio peninsular según el interés del
capital ha roto el equilibrio entre territorio interior y periferia costera,
quedando la población concentrada en el litoral, la capital del país y las
capitales regionales, mientras el resto del territorio continúa con su
despoblamiento. El 60% de la población habita en municipios costeros pero de
cumplirse los planes aprobados en los consistorios afectados subirán diez puntos
en los próximos diez años. Desde 1900 a 2001 han desaparecido 1200 municipios
que albergaron en su día cerca de dos millones de habitantes. La población se
incrementó en 22 millones durante el mismo periodo, de los cuales el 40% vive
en siete conurbaciones que no representan más que el 1% del territorio. El paso
de una economía productora de bienes a otra de servicios ocurrido durante la
globalización no hace sino acelerar el proceso: merced a una urbanización
desbocada la costa queda completamente destruida, mientras que el interior
cercano muda en una reserva de suelo donde continuar la actividad inmobiliaria.
Dada la escasa presencia de las ciudades mediterráneas en
las finanzas internacionales, el declive de la industria y el ocaso de la
agricultura, la construcción aparece como el único motor de la economía, y el
urbanismo salvaje, como la única herramienta para acumular rápidamente capital.
Los permisos de construcción son la principal fuente de financiación de los ayuntamientos
y más del 70% de la recaudación tributaria de los gobiernos regionales tienen
que ver con la compraventa de vivienda nueva o de segunda mano (transmisiones patrimoniales,
actos jurídicos documentales, etc.).
La economía terciaria es despilfarradora de espacio; acarrea
una explotación extensiva del territorio, el cual queda sometido a fuertes
presiones especulativas, fruto de los incesantes movimientos al alza del
mercado del suelo y de la vivienda, estimulado en primer lugar por la demanda
local de segundas residencias. Todo ello favorecido por leyes permisivas,
complicidad política y corrupción administrativa. Fin de la distinción entre campo y ciudad. El espacio del capital
deja de ser exclusivamente el territorio urbano, o lo que viene a ser lo mismo,
todo territorio exterior a las metrópolis es potencialmente metropolitano. La
estructura territorial de pueblos y ciudades de dimensión mediana, rodeados por
huertas y comunicados en red, queda radicalmente cambiada.
La mejora de los accesos viarios desde la misma orilla del mar
y la conversión por la retaguardia de la N-340 en autovía, al favorecer el
transporte, facilita el trueque de la actividad productiva en comercial y
logística –es decir, la terciarización–, de forma que el territorio prelitoral
se vuelve satélite de la alargadísima conurbación costera, ya “vertebrada” por
la autopista A7.
Una vez saturado el litoral, la presión de los promotores se
traslada a la segunda y tercera línea de la costa, al otro lado de la
autopista. A fin de aumentarla, la Generalitat valenciana impulsa en la
provincia de Alicante la construcción de nueve autovías “de alta capacidad”,
una “malla” de 180 Km. que conecta con eficacia el interior con la conurbación
costera. Los pueblos y ciudades hasta cincuenta o sesenta kilómetros tierra
adentro entran en el mercado inmobiliario con fuerza, y el suelo, transformado
en paisaje, ofrece posibilidades de grandes plusvalías gracias a una
recalificación que permita la construcción de segundas residencias e
instalaciones turísticas. O aunque no lo permita; el trabajo sucio que prepara
el terreno es llevado a cabo por pequeñas constructoras e inmobiliarias locales,
que edifican en suelo no urbanizable, en parcelas agrarias o en espacios
protegidos. La inmensa demanda de agua, siempre escasa en la zona, de las
urbanizaciones y los campos de golf obliga a la construcción de embalses y trasvases
aberrantes, que con la consiguiente desecación de los acuíferos, los humedales
y las fuentes, elimina los ríos. La demanda de energía hace que en las lomas
peladas las eólicas sustituyan a las carrascas y que las líneas de alta tensión
surquen el terreno y amenacen la salud de sus habitantes, como los desperdicios
que se acumulan y contaminan las capas freáticas de los suelos. Se generan
siete kilos diarios de residuos por habitante. Los bosques padecen sobredosis
de incendios, mientras que los caminos son borrados por las carreteras que de
paso subrayan a picotazos el paisaje calizo de las montañas, mordidas por las
canteras.
En el mar y en la montaña se oye el mismo discurso de la mercancía.
La identidad territorial, aquello que volvía únicos los lugares, ya no existe.
Por todas partes donde han construido los vándalos el espacio se ha banalizado,
se ha vuelto vulgar e igual a cualquier otro, ha sido proletarizado. Sin
embargo, la singularidad local no dependía tanto del espacio como de sus
gentes, de su modo de vivir, de sus costumbres, de sus tradiciones. Por eso la
conservación del lugar como paisaje termina en cierto modo de clavar el puñal a
lo propio, pues nada distingue ya a un aldeano de un urbanita, ni a uno de
ellos de su vecino de al lado; hablan la misma lengua con el mismo acento,
conducen los mismos coches hacia lugares idénticos, comen la misma comida
industrial, ven los mismos programas de televisión, y en definitiva, tienen la
misma mentalidad e igual idea mercantilizada del tiempo y de la existencia. De
hecho, gracias a la motorización generalizada nadie es cien por cien de ninguna
parte; los habitantes de los pueblos suelen trabajar en las ciudades y viceversa,
de forma que el asfalto que los comunica deviene un hábitat común, pues todos
pasan en él una parte significativa de su tiempo. Finalmente, los movimientos
migratorios completan el panorama del desarraigo.
Cada vez son más los residentes de origen europeo de mediana
edad que se instalan para gozar de un clima benigno, y, en el otro extremo,
cada vez abundan más los trabajadores foráneos que expulsados de sus países por
la miseria, buscan su subsistencia lejos.
El mercado del suelo es un mercado global, que escapa al control
no ya de los propietarios, sino al de los especuladores locales. Las decisiones
que determinan los cambios que experimenta el territorio no dependen de sus
habitantes, sino del humor de ejecutivos que probablemente nunca lo han hollado
y que no tienen en cuenta más que la rentabilidad de las cédulas hipotecarias o
las variaciones del euribor. El territorio ha de poseer una nueva identidad de
mercado con la que competir con otros. Por desgracia, los dirigentes de los pueblos
y ciudades pequeñas, aunque no sean corruptos, hacen la cama a las
inmobiliarias al esforzarse en promocionar una imagen de marca que atraiga a
los visitantes, y, por supuesto, que acerque a los inversores, con lo que el
proceso de destrucción prosigue inexorablemente.
La manzana de la salvación que las finanzas exteriores ofrecen
a las poblaciones después de haberlas arruinado, es un fruto ponzoñoso, pero
los pueblos medio muertos y las ciudades en quiebra no tienen otra opción: o
ponen su territorio a rendir, o languidecen en la decadencia. Es el momento en
el que intervienen las clases medias que han surgido durante el tránsito a la
economía de servicios, gracias a plataformas cívicas que reivindican una “nueva
cultura del territorio”. Dicha cultura consiste en la reinversión de una parte
de los beneficios de la destrucción en el propio territorio, con vistas a
seguir rentabilizándolo. La acumulación de capital se prolonga en la
reconstrucción territorial de acuerdo con tópicos ecologistas salpicados de folklore
local. No se preserva así la identidad para sus habitantes sino la imagen para
los negocios. No se impide la catástrofe ambiental y social, sino que se
cogestiona con el objetivo de no perjudicar los nuevos intereses locales económicos
y políticos. Los numerosos “Salvem” no salvan entonces al territorio del
mercado, lo salvan para el mercado.
La resistencia a la destrucción y a la reconstrucción
folklórico-mercantil del territorio ha de basarse en estrategias que paralicen
el mercado del suelo desde un modo de vida no consumista ni motorizado. Una
forma de vivir autónoma necesita ser autosuficiente al menos en cuanto a las necesidades
elementales, pero sobre todo ha de ser comunitaria. Implica por un lado la
relocalización de las actividades tradicionales abandonadas, como la
agricultura biológica, los talleres artesanos y la pequeña industria cooperativa.
Por otro lado, la propiedad comunal y el derecho consuetudinario. O sea, por un
lado, el autoabastecimiento, el trueque y, en definitiva, la recolocación del
territorio fuera de la geografía del capital. Por el otro, la creación de
lugares de encuentro y discusión, la revitalización de la cultura y la vida pública.
La forma espacial de la libertad es la autogestión territorial mediante
asambleas comunales. La asamblea municipal, elemento fundamental de la
democracia directa, ha de detentar el poder por encima de cualquier otro
órgano. Son las únicas instituciones donde un interés general puede formularse
en una sociedad descentralizada. Cuidado con las coordinadoras, los consejos
económicos o los comités de ciudadanos, porque en la medida que escapan al
control asambleario introducen al Estado o al Mercado por la puerta falsa. Pero
también la asamblea en sí puede llevar al mismo resultado; si la conciencia
social es baja y el amor a la libertad nulo. Solamente las asambleas pueden
constituir los municipios como comunidad de intereses y a través de ellas gestionar
libremente el territorio, pero todo dependerá del apasionamiento de los
individuos que las compongan. Los organismos de la libertad están hechos de
hombres libres.
Charla en el centro social de
l’Estació, Albaida (Valencia), 14 de octubre de 2006.
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