Drapeau - Mikhail-Zlatkovsky |
Miquel
Amorós
La
disolución de todos los lazos sociales no reducibles a transacción que conlleva
el reinado total de la mercancía sobre la vida humana suscitó dos tipos de
reacción: uno, racional, y otro, ajeno a la Razón. El primero se concretó en un
democratismo radical que se separaba del liberalismo burgués para desembocar en
un anticapitalismo socialista, siendo la escuela anarquista naturista, a
nuestro parecer, su primera variante más incisiva. Pero la aniquilación de la
memoria que corre pareja a la colonización mercantil favorece la irracionalidad
en detrimento de la reflexión y de la crítica histórica, por eso la legítima
resistencia al capital, sobre todo cuando proviene de grupos sociales rurales,
se ha manifestado a menudo de manera sentimental, conservadora y ultramontana.
Aunque el anticapitalismo en sus primeros balbuceos habla con frecuencia el
lenguaje de la religión, es una lucha a la que sólo falta la conciencia de lo
que hace para ser revolucionaria.
El repliegue local en torno a “las viejas
leyes”, a la tradición, o a la monarquía absoluta, obedeció a las mismas causas
que las revueltas campesinas milenaristas o los motines ludditas de los
tejedores y mineros, ocurridos en diversos puntos de la geografía ibérica
durante el siglo XIX. Las raíces más profundas del nacionalismo periférico
penetran en esa época, y en el caso vasco son bien evidentes, pero el
nacionalismo propiamente dicho se manifiesta de muy diversas maneras según los
intereses de clase que lo utilizan como paraguas ideológico y político, según
el peso específico del proletariado y según el desarrollo capitalista
alcanzado. En la actualidad, cuando el proceso de industrialización ha
culminado transformando la sociedad misma en una industria global, cuando el
rodillo uniformizador de la cultura de masas ha suprimido las diferencias, y
cuando el desarraigo excita la nostalgia de la identidad perdida, muchos son
los que parten en busca de su “madre antigua”, y, el nacionalismo, a menudo
mezclado con otras ideologías, vuelve a la palestra.
La pregunta sobre qué
relación pueden mantener la polémica nacionalista con los proyectos de
emancipación social tiene diferentes respuestas según el tipo de nacionalismo
que se trate y el momento histórico preciso. De entrada podemos decir que
actualmente la casi totalidad de los nacionalismos y patriotismos identitarios
son en la práctica alternativas políticas al desarrollo capitalista regulado
por un Estado central, por lo que su relación con la libertad y el fin de la
opresión es nula. Precisamente la parte más interesante del nacionalismo, y la
más progresista en sentido humano, la de sus orígenes románticos, es decir, la
defensa de los usos y costumbres antiguas, las instituciones comunitarias, el
igualitarismo, el rechazo al proceso de industrialización y, en general, todo
lo que constituye realmente el hecho diferencial, es el lastre del que éste se
desprende en pro de una modernización económica extrema que han de dirigir y
tutelar Estados periféricos. La mayoría de los nacionalistas de hoy no quieren
defender su identidad preservando su territorio de los flujos financieros
mundiales, sino creando una ventajosa franquicia local que los atraiga.
El
desarrollo de sistemas metropolitanos regionales como nodos de las redes del
capitalismo globalizado vendría a proporcionarles el mejor argumento
secesionista: las conurbaciones-Estado son la forma política más adecuada de la
mundialización económica, la que proporciona mayores beneficios. Éste
nacionalismo defiende pues los intereses de las oligarquías locales en conexión
íntima con las finanzas mundiales; las diferencias que los nacionalistas
mantienen entre sí, en la medida que tienen un sentido, obedecen al peso
variable de las clases medias emergentes en sus esquemas, más o menos proclives
a la independencia según menor o mayor sea la necesidad o el temor al centro.
El
nacionalismo se basa en la suposición de la existencia de un pueblo diferente,
étnico, homogéneo, con intereses propios, que habla una lengua propia, tiene su
propia cultura y por tanto constituye una nación. Por “derecho histórico” le
corresponde desarrollar sus propias instituciones soberanas fruto de la
voluntad popular en el marco de un Estado independiente, con su parlamento, sus
funcionarios, su policía, su ejército, sus magistrados y sus fronteras.
Intentaremos demostrar que todo ello es una falacia. Todo lo que podía definir
un pueblo hace tiempo que no existe y por consiguiente, tampoco existe ninguna
voluntad popular. La necesidad de un mercado nacional creó al Estado central,
arruinó las economías locales no capitalistas y derogó sus leyes. El campo se
fue empobreciendo, las instituciones “históricas” fueron suprimidas, el
folklore popular y las tradiciones se fueron perdiendo junto con todas las
relaciones sociales exteriores a la economía (basadas en la reciprocidad, el
apoyo mutuo, la donación, la redistribución, el trueque…), se desamortizaron
las tierras comunales, se disolvieron los gremios, surgieron las clases, se
desencadenaron movimientos migratorios y, en fin, el individuo fue arrancado de
su comunidad y arrojado al mercado.
En el tránsito de una sociedad
precapitalista a otra capitalista, los pueblos fueron progresivamente
homologados y uniformizados, es decir, transformados en clase social,
proletarizados. Desapareció cualquier comunidad o armonía de intereses que
hubiera podido existir entre los estamentos del Antiguo Régimen, borrada por la
intromisión capitalista en la sociedad. El interés económico privó sobre
cualquier otro, la cultura popular pasó a mejor vida y la lengua dejó de usarse
entre las élites. A pesar de los meritorios renacimientos culturales ligados a
la intelligentsia local o a sectores burgueses en conflicto con el Estado
(debido al desarrollo desigual de las clases dominantes), lo cierto es que el
proceso continuó, y con la aparición de la cultura de masas, o sea, del
espectáculo, del entretenimiento generalizado, de los mass media, etc., la
lengua perdió su validez como vehículo de cultura y herramienta de comunicación
–cualquier lengua– acabando su papel de última seña de identidad superviviente.
La institucionalización contemporánea de la cultura y la enseñanza de las
lenguas periféricas tiene el mismo efecto que la institucionalización de la
cultura castellana y la promoción de la lengua estatal: ningún lenguaje sirve
para comunicarse. Las condiciones modernas de existencia impiden cualquier
comunicación de envergadura; lengua y comunicación ya no van parejas.
La
uniformidad conseguida bajo el capitalismo significó el final de los pueblos y
las naciones. El contenido real de la resistencia popular a lo que implicaba
tal uniformización, es decir, la resistencia a la creación de un mercado del
dinero, de la tierra o de la mano de obra, fue desnaturalizado por la burguesía
y la pequeña burguesía locales mediante la confección de estereotipos étnicos y
mitos nacionales, la manipulación de la historia y la invención de una
tradición espuria amalgamada con residuos folklóricos. Los nacionalistas
necesitan una Edad de Oro de donde extraer imágenes idílicas y visiones de
fábula que sirvan de modelo a la imaginación patriótica de su electorado. No
obstante, nunca basta con eso y la presencia activa del proletariado militante,
factor nuevo, forzó los nacionalismos a definirse respecto a él. No faltó quien
hallara en la clase obrera revolucionaria al único sujeto capaz de resolver la
cuestión nacional. El proletariado, en tanto que “pueblo trabajador” y mayoría
social, se veía convertido en depositario de las esencias patrias. En general,
las diversas tendencias socialistas reaccionaron en contra. Los anarquistas,
por ejemplo, se oponían a la independencia en nombre de la unidad del
proletariado, y a la formación de un nuevo Estado en nombre de sus principios.
La CNT llegó en su día a rechazar el estatuto catalán a pesar de que la mayoría
de sus afiliados había votado al partido nacionalista ERC porque obedecía a
directrices capitalistas. La verdadera independencia era la revolución social.
El federalismo proletario iba más lejos que la secesión estatista, la cual
desviaba la atención de los trabajadores y dejaba la explotación tal como
estaba. La CNT reconocía al “pueblo catalán”, pero no a la burguesía catalana;
Cataluña era un país, pero no una nacionalidad. Nación y Estado eran sólo
artificios. Cataluña sería libre solamente como conjunto de municipalidades
federadas, sin fronteras, no como Estado. La defensa de la lengua y la cultura
catalanas oprimidas eran perfectamente compatibles con la lucha de clases, pues
aunque el proletariado fuera internacionalista y no tuviese patria –su patria
era el mundo–, sí que tenía lengua. En efecto, nunca fue más libre Cataluña que
los dos meses y medio que fue regida por el Comité de Milicias Antifascistas,
pero esa no era la clase de libertad que deseaban los diversos intereses
camuflados con la bandera del catalanismo, a excepción de aquellos
representados por el POUM. Tales intereses se transformaron durante la guerra
civil en la vanguardia de la contrarrevolución, cavando una fosa entre los
trabajadores y el nacionalismo catalán todavía no colmada. El efímero
resurgimiento del movimiento obrero en los años sesenta y setenta destapó
nuevamente el nacionalismo de tinte socialista, incluso dio pie a cierto
anarcopatriotismo que desgraciadamente apenas aportó nada al debate identitario
y aún menos contribuyó a la renovación teórica libertaria. El señuelo de las
raíces perdidas le hizo caer en la trampa de la “identidad” recobrada, avalando
con más o menos apetito la parafernalia nacionalista más sospechosa, el neofolklore,
las banderas, los himnos, las “normalizaciones” y la cultura subvencionada,
todo ello presentado por la oligarquía local como recuperación de la
nacionalidad, no siendo en cambio más que el currículum obligatorio
suplementario del súbdito deseoso de prosperar en el nuevo marco político.
Hoy
–en Iberia y, en general, en los países donde reinan las condiciones modernas
de producción y consumo– no quedan pueblos, y para demostrarlo señalamos el
descenso de la tasa de natalidad de la población autóctona, el envejecimiento
indiscutible de la población y la avalancha de inmigrantes que garantizan el
nivel de explotación que el funcionamiento de la economía requiere. Tampoco
quedan lugares o paisajes específicos; la urbanización sin límites fusionó el campo
con la ciudad destruyendo ambos y esparciendo por la geografía un modelo
depredador de ocupación territorial único. La movilidad permanente ha hecho el
resto. No hay raíces que valgan, ni etnias particulares, ni intereses
nacionales, ni mayor identidad que la que proporciona la forma de vida uniforme
generalizada. Bajo el dominio absoluto del capital, en plena mundialización de
la economía, lo que asemeja a las gentes de cualquier procedencia es mucho
mayor que lo que las separa. Variarán los niveles de consumo o el grado de
opresión, pero las tendencias uniformizantes anulan cada vez más las
diferencias. Por decirlo de alguna forma, todos acabarán tarareando la
“Macarena” o execrándola. También la mezcla racial y el mestizaje son el
resultado involuntario del dominio planetario de las finanzas. En cada
conurbación están presentes más de cincuenta idiomas. El interés nacional no es
más que el interés del capital internacional representado en el territorio
“nacional” por su oligarquía político económica. Solo los oprimidos son nación.
¿Significa esto que la reivindicación nacionalista es reaccionaria? No
necesariamente; al menos no en su vertiente anticapitalista y anticentralista.
No en tanto que referencia histórica de una vida al margen del mercado y ajena
al Estado burgués. Sí en tanto que mistificación burguesa y coartada de
dirigentes. Sí en tanto que espectáculo.
La lucha contra la opresión de la
marea globalizadora es esencialmente una lucha local y una lucha por la
relocalización, pero en todas partes es la misma; la libertad ha de empezar
desde abajo, concretándose en formas locales, relaciones directas, en
comunidades hablando sus lenguas, y eso, sin desviarnos de las exigencias
cosmopolitas presentes, nos conduce al descubrimiento verídico del pasado. No
se trata de volver a él, de desenterrar una sociedad extinguida, de dar vida a
un pueblo momificado, olvidándonos del resto del mundo. No es un retorno como
el que el dios Apolo indicaba a Eneas en la cita de Virgilio*. Mejor es cuestión
de recobrar la memoria, encontrando el punto en que la sociedad empezó su
carrera demente, descubriendo en los viejos saberes y las viejas prácticas
colectivas de los pueblos, pero no solo en ellas, las formas de una libertad
perdida, con la intención de bregar por ella en los combates anticapitalistas
modernos. En esa conexión histórica entre pasado y presente, entre experiencia
local y realidad mestiza, a establecer por las verdaderas luchas radicales –las
luchas que van a la raíz– hallaremos todos las señas de nuestra identidad
futura.
* “Recios descendientes de Dárdano, la tierra que vio brotar la cepa de vuestros padres aguarda vuestro retorno; id a buscar a vuestra madre antigua.” Virgilio, La Eneida
https://argelaga.wordpress.com/2014/11/10/la-nostalgia-de-los-origenes/ |
Muy bueno, por eso me rio de los "nacionalistas" catalanes que exigen "libertad" en inglés.
ResponderEliminarEl mundo está cada vez más globalizado y más diluido, cada vez existen menos grupos étnicos auténticos y con un mínimo de pureza, quizás los únicos que se me ocurren y que han mantenido sus costumbres y tradiciones sean los gitanos. Pedir capitalismo nacional, no supone ninguna liberación, solo un cambio de amo y siempre va a ser a peor.
Salut!
"La unificación y fraternización de las naciones es una frase que está actualmente en boca de todos los partidos, en especial de los librecambistas burgueses. Existe, por cierto, cierta clase de fraternidad entre las clases burguesas de todas las naciones. Es la fraternidad de los opresores contra los oprimidos, de los explotadores contra los explotados. Así como la clase burguesa de un país se halla hermanada y unida contra los proletarios de ese mismo país, a pesar de la competencia y de la lucha de los integrantes de la burguesía entre sí, así los burgueses de todos los países están hermanados y unidos contra los proletarios de todos los países, a pesar de combatirse y competir mutuamente en el mercado mundial. Para que los pueblos puedan unificarse realmente, sus intereses deben ser comunes. Para que sus intereses puedan ser comunes, es menester abolir las actuales relaciones de propiedad, pues éstas condicionan la explotación de los pueblos entre sí; la abolición de las actuales relaciones de propiedad es interés exclusivo de la clase obrera". Karl Marx
ResponderEliminarEsto dijo Marx nada menos que en 1847.
Salud!
Excelente.
ResponderEliminar