El
pensamiento político en la modernidad.
Bryan González Hernández
“El
Estado no es más que el bozal que tiene por objeto volver inofensivo a ese animal
carnicero, el hombre, y hacer de suerte que tenga el aspecto de un herbívoro”.
Arthur Schopenhauer
“Ruge
ese monstruo: No hay nada en la tierra que esté por encima de mí; yo soy el
dedo imperativo de dios”. Friedrich Nietzsche
Contra la teocracia. El viejo paradigma
político
El viejo
paradigma que imperó en el ámbito de la política hasta, prácticamente la paz de
Westfalia en 1648, fue el de un modelo medieval, en el cual la Iglesia Romana
representaba el “reino de dios” en la tierra, su poder emanaba de la idea
agustiniana, fuertemente influenciada por el platonismo, de que lo espiritual
era superior a lo material, y por ello la Iglesia debía dominar el “reino de
este mundo”. Con ello el sistema político que imperó fue una especie de
teocracia.
Se
caracterizó por un orden jerárquico en el cual el poder soberano emanaba de
dios, por lo que el papado adquiere mayor poder. Sin embargo, el modelo
medieval presentaba serios problemas en prácticamente todos los ámbitos que
suscitaron una ruptura epistemológica y con ello un cambio de paradigma. En lo
económico, lo que iba a imperar era, prácticamente, el mercantilismo.
Durante
la vigencia de este paradigma, surgieron enormes dificultades para que resurgieran núcleos unitarios de
poder organizado. “Los señores feudales, los caballeros, los eclesiásticos, el
papado e inclusive las ciudades cuando se fueron organizando y se constituyeron
municipios con gran autoridad local, se oponían a todo intento unificador de la
autoridad” (Pacheco, 1998:113)
Se
presenta un derrumbe de la hegemonía del papado, y con ello el derrumbamiento
de todo el orden jerárquico del periodo feudal. Cambios producidos por el
dinamismo de grandes fuerzas sociales emergentes, como es el caso de la burguesía que en el
sector financiero obtendrá una importante cuota de poder y con ello derrumbará
el “régimen césaropapista”, produciendo grandes transformaciones económicas,
científico-técnicas, culturales y políticas.
En
el derrumbamiento del poder papal, fue de gran relevancia el papel jugado por
Nicolás Maquiavelo, quien se considerará como el padre del nuevo paradigma
político que imperará en la modernidad. Maquiavelo consideraba que “el papado
era la causa principal de la división de Italia, pues representaba un poder anquilosado, de corte feudal y
sujeto a los vaivenes de la influencia
de potencias extranjeras que los usaban para mantener a Italia
sojuzgada. Se debía, por ende, recurrir a una estructura política más moderna,
basada no en el poder de la nobleza feudal, sino en el poder del capital
financiero” (Mora, 2004: 99)
Ante
la crisis del paradigma político se buscará en el concepto de soberanía, que
marca todo el pensamiento político moderno, los fundamentos “laicos” para la
autoridad de los emergentes Estados-Nación. En relación con la cuestión de soberanía
en Maquiavelo “el gobierno se funda en realidad en la debilidad e insuficiencia
del individuo, que es incapaz de protegerse contra la agresión de otros
individuos a menos que tenga el apoyo del poder del estado” (Sabine, 1965:257).
Se
debe recordar que para Maquiavelo “los hombres (sic) se encuentran siempre en
situación de lucha y competencia que amenaza con degenerar en anarquía abierta
a menos que les limite la fuerza que hay tras el derecho, en tanto que el poder
del gobernante se basa en la misma inminencia de la anarquía y en el hecho de
que la seguridad sólo es posible cuando el gobierno es fuerte” (Ibid). En
última instancia y de acuerdo con George Sabine, para Maquiavelo “un gobernante que quisiera triunfar tenía
que crear, por puro genio político, un poder militar suficientemente fuerte
para superar a las desordenadas ciudades y pequeños principados y producir
finalmente un nuevo espíritu público y una nueva lealtad cívica” (en teoría
política a esto se llamaría la economía de la violencia, sugerida por
Maquiavelo, BGH. 1965:259).
Es
importante recalcar para comprender las nociones de soberanía y Estado, principalmente,
que se encontrarán en el contractualismo, sobre todo en Hobbes, la cuestión del
estado natural del ser humano y su relación con el Estado, planteados –en
realidad sugeridos y casi de forma vaga– por Maquiavelo, quien concibe la
naturaleza humana como radicalmente egoísta y por ello “el Estado y la fuerza
que hay tras el derecho tienen que ser el único poder que mantenga unida a la
sociedad; las obligaciones morales tienen que derivar en último término de la
ley y del gobierno”. En el nuevo paradigma, el sistema político del
medioevo, caracterizado por el feudalismo, será substituido por el
Estado-Nación. Con ello, el sistema poliárquico fue substituido por la
monarquía, en un intento de conformar un poder general en un territorio
determinado, poder que se encontraba disgregado en diversos depositarios
producto del feudalismo. En lo económico, el mercantilismo será reemplazado por
el “libre comercio”. Además toda la concepción de la descendencia divina
acabará con la idea del estado natural y con ello la idea del contrato social.
El contrato social. La esencia del
pensamiento político moderno
El
nuevo paradigma será conocido como la modernidad. La paz de Westfalia inaugurará
la modernidad en el pensamiento político, donde el “contrato social será el
meta-relato sobre el que se asienta la obligación política moderna” (Santos,
2005: 1). Los contractualistas suplantan la idea del poder derivado de los
dioses por la idea de la sucesión del poder a un soberano por medio de un
contrato social entre humanos racionales –buenos, malos o libres, depende del autor–
que han decidido abandonar su estado natural y unirse en sociedad.
En
Rousseau, una vez que se ha formado la comunidad por un contrato entre la sociedad
misma, puede gobernarse sin distinción entre gobernantes y gobernados. Para Hobbes
una vez formada la comunidad deposita su confianza, derechos y poder en un
soberano sin los límites que impondría un contrato de gobierno. Y en Locke,
cuando se ha organizado la comunidad, decide el pueblo confiar su libertad y
sus derechos a un gobierno para que los proteja y defienda, pero al que puede
rechazar cuando le convenga (Rodríguez Aranda, 1954).
Se
caracterizará, el nuevo paradigma, por dos pilares: el de la regulación y el de
la emancipación, cada uno de ellos formado por tres principios diferentes. En
el marco del pilar de la regulación, en el que nos enfocaremos para los efectos
de este ensayo, se encuentran: el principio del Estado, formulado por Hobbes.
Que consiste en la verticalidad de la obligación política entre ciudadanos y
Estado; el principio del Mercado, desarrollado por Locke y Adam Smith, centrado
en la obligación política horizontal individualista y antagónica entre los que
participan en él; y por el principio de la comunidad, planteado por Rousseau.
Que consiste en la obligación política horizontal solidaria entre los miembros
de la comunidad y entre las asociaciones (Santos, 2003:52).
En
el paradigma político de la modernidad
resultaron tres grandes
constelaciones institucionales, todas ellas que gestaron en el espacio-tiempo
nacional y estatal: la socialización de la economía, que a través del
reconocimiento de la lucha de clases como instrumento de transformación del
capitalismo, demostró que la “economía capitalista no sólo estada constituida
por el capital, el mercado y los factores de producción sino que también
participan de ella los trabajadores, personas y clases con unas necesidades
básicas, unos intereses legítimos y, en definitiva, con unos derechos
ciudadanos” (Santos, 2005:13)
Esta
transformación del capitalismo, genera una materialidad normativa e institucional
que verá en el Estado “el encargado de regular la economía, mediar en los
conflictos y reprimir a los trabajadores, anulando consensos represivos”
(Ibíd.). Con ello el Estado adquiere un mayor protagonismo que influirá en la
segunda constelación institucional de la modernidad: la politización del
Estado. Marcado por el desarrollo de su capacidad de regulador.
En
la tercera constelación, la nacionalización de la identidad cultural, se gesta
un proceso en “el cual las, cambiantes y parciales, identidades de los
distintos grupos sociales quedan territorializadas y temporalizadas dentro del
espacio-tiempo nacional” (Ibíd.), el Estado. Con ello la nacionalización de la identidad
cultural reforzará los criterios dicotómicos de inclusión/exclusión que determinan
las constelaciones anteriores, atribuyéndoles mayor vigencia histórica y mayor
estabilidad.
Sin
embargo, en este paradigma, se contemplarán varias anomalías, en especial que
“la afirmación discursiva de los valores es tanto más necesaria cuanto más
imposible vuelven las prácticas sociales dominantes la realización de esos
valores”. Sousa Santos sostiene que “vivimos en una sociedad dominada por
aquello que Tomás de Aquino designa como habitus
principiorum, o sea, el hábito de proclamar principios bajo los cuales no
se pretende vivir” (Santos, 2003: 34).
En
el contexto de esa contradicción, “las dominantes se desinteresan del consenso,
tal es la confianza que tienen en que no hay alternativa a las ideas y
soluciones que defienden. La hegemonía se transformó y pasó a convivir con la
alienación social, y en vez de sustentarse en el consenso, lo hace en la
resignación.
Se
presentarán contradicciones en las constelaciones institucionales que determinaron
el desarrollo político de la modernidad. Por una parte, “la socialización de la
economía se consiguió a costa de una doble des-socialización: la de la
naturaleza y la de los grupos sociales que no consiguieron acceder a la
ciudadanía a través del trabajo”. Por otro lado, “la politización y visibilidad
pública del Estado tuvo como contrapartida la despolitización y privatización
de toda la esfera no estatal: la democracia pudo desarrollarse en la medida en
que su espacio quedó restringido al Estado y la política que éste sintetizaba.
Por
último, “la nacionalización de la identidad cultural se asentó sobre el etnocidio
y el epistemicidio: todos aquellos conocimientos, universos simbólicos,
tradiciones y memorias colectivas que diferían de los escogidos para ser
incluidos y erigirse en nacionales fueron suprimidos, marginados o
desnaturalizados, y con ellos los grupos sociales que los encarnaban” (Santos,
2005:15).
Las
grandes promesas de la modernidad permanecerán incumplidas o se cumplirán de
forma perversa producto de las contradicciones en las que entró el paradigma.
En el caso de la promesa de la igualdad, “los países capitalistas avanzados con el 21% de la población mundial
controlan el 78% de la producción de bienes y servicios y consumen el 75% de
toda la energía producida. Los trabajadores del Tercer Mundo en el sector
textil o electrónico ganan 20 veces menos que los trabajadores de Europa o de
Norteamérica, realizando las mismas tareas y con la misma productividad”
(Santos, 2003:23). Según Marcuse:
Los
esclavos de la sociedad industrial desarrollada son esclavos sublimados, pero
son esclavos, porque la esclavitud está determinada no por la obediencia, ni
por la rudeza del trabajo, sino por el status de instrumento y la reducción del
hombre al estado de cosa. Esta es la forma más pura de servidumbre: existir
como instrumento, como cosa (Marcuse, 1972:63).
A
través de la etología se nos permite comprender que “la estrategia de acumulación
forma parte de un comportamiento animal que perdura en el mundo de los primates
humanos; un mundo en el que algunos continúan acumulando poder y riqueza
siguiendo pautas etológicas y atávicas, condenando así, como cualquier otro
animal, a grupos enteros de nuestra propia especie a la pobreza” (y al
exterminio, BGH) (Carbonell; Sala, 2002:76).
En
lo que respecta a la promesa de la libertad, “las violaciones de los derechos
humanos en países que viven formalmente en paz y democracia asumen proporciones
avasalladoras” (Santos, 2003:24). La violencia policial y penitenciaria llega
al paroxismo, apunta Santos. El oxímoron de las “intervenciones humanitarias”
se presentará como la versión contemporánea de la guerra justa, con la que se
justificaron las cruzadas. Además, la persecución política y la consecuente
criminalización de los movimientos opositores a las políticas neoliberales,
como ha sido el caso del movimiento estudiantil en la Costa Rica de la
dictadura de los Arias, que cubre su fachada de fascismo simpático(1) con un
discurso democrático.
La
promesa de la paz perpetua, parece más bien de la guerra permanente. Toda la
historia de la modernidad, y prácticamente de toda la humanidad, va a estar
marcada por la guerra. “en el siglo XVIII murieron 4,4 millones de personas en
68 guerras, en el siglo XX murieron 99 millones de personas en 237 guerras.
Entre el siglo XVIII y el siglo XX, la población mundial aumentó 3,6 veces,
mientras que los muertos por guerras aumentaron 22,4 veces” (Santos, 2003:24).
Es importante rescatar como tras la caída del Muro de Berlín, y el consecuente
fin de la Guerra Fría, en lo que se esperaba que fuera “el fin de la historia”,
de aquella “fea” historia caracterizada por una esencia hobbesiana, entraríamos
a un mundo de competidores y aliados comerciales, aquella hermosa época “rosa”
adornada con florcitas, que se le bautizó con el nombre –mal utilizado, por
cierto– de “Globalización”.
De
acuerdo con el reporte del SIPRI del 2004, en esa época al mejor estilo de los
cuentos de hadas, es decir, en los 14 años de posguerra fría se produjeron 59
conflictos armados importantes en 48 lugares. La cifra de grandes conflictos
armados en 2003 fue la menor para la totalidad del período, con la excepción de
1997, cuando se produjeron 18 conflictos armados importantes.
Es
importante rescatar como se retorna a la idea de la guerra total. Al ser total,
se moraliza la guerra, para que sea sacralizada, se lucha contra el mismo
demonio. Enemigo que no se encuentra ya sólo representado en un gobierno, sino
también en la población, la cual, según Ludendorff, está ligada intrínsecamente
a la guerra y en consecuencia: el acto de la guerra ha de tener como finalidad
no sólo la destrucción del ejército enemigo, sino incluso la de la población
enemiga (Naville, 2004: 22). Con ello la guerra pasa a ser una guerra de
exterminio, de carácter “civil-social mundial” (Saxe, 2005)
Y
por último, “la promesa de dominación de la naturaleza ha sido cumplida de un
modo perverso bajo la forma de su destrucción
y de la crisis ecológica” (Santos, 2003:24). Históricamente el ser
humano pasó de la recolección de materiales ofrecidos generosamente por la
naturaleza, a la transformación de ésta mediante el uso extendido y cada vez
más perfeccionado de herramientas y de su capacidad organizativa. La humanidad
se amoldó primero a las condiciones impuestas por la naturaleza. Posteriormente,
convertido ya en un homo faber (homínido forjador), adecua y transforma la
naturaleza de acuerdo a sus necesidades
y metas. El homo faber maneja, controla y transforma la naturaleza. Así el
medio ambiente es cada vez más una construcción social que una situación dada y
fija. Por esta razón, también los impactos sociales sobre el medio ambiente son
acumulativos (Rodríguez, 2002:50-51)
Anterior
a la formación de la sociedad occidental, las diferentes ramas de la humanidad
sobrevivieron o sucumbieron en conflictos y destrucciones sociales y ambientas.
Muchos grupos, pueblos, naciones, regiones y continentes se autodestruyeron, o
fueron destruidos, en guerras (muerte y esclavitud) o sufrieron cataclismos
naturales. Sin embargo, la humanidad sobrevivió, creció y se extendió por casi
todos los continentes durante los
últimos cuatro millones de años, pese a
esas destrucciones ecológicas y sociales(3). Pero ha sido con la expansión
europea (cristianismo capitalista) a todo el planeta desde hace apenas unos 600 años (y sobre todo
a partir del siglo XIX), cuando las dimensiones de los procesos
destructivos sociales (militares,
económicos, políticos, culturales), y ambientales, no han cesado de
magnificarse. Crecer indefinida y
permanentemente, eliminando la oposición social o natural, es la regla básica
de supervivencia de esa civilización.
Una civilización cristiana –excluyente de toda otra religión– y que se organiza
en una economía política capitalista –excluyente de toda otra economía política
(Saxe, 2005:25-26).
Se
podría afirmar que en la dinámica capitalista, la pobreza es necesaria para que
exista la opulencia, es decir, para que se dé el desarrollo se debe perpetuar
el subdesarrollo. Por lo tanto, o al menos esa es mi percepción, se debe tener
claro que existe una ausencia-presencia del desarrollo dentro del
subdesarrollo. Por lo tanto, no puede concebirse, afirma Hinkelammert, “una
sociedad subdesarrollada sin concebir también una sociedad desarrollada”
(1983:15).
Sin
embargo, en contraposición a la afirmación de que el subdesarrollo no es una
categoría independiente, sino una contradicción intrínseca del propio
desarrollo, dada por Hinkelammert, parece más acertado Carmen al afirmar que,
estos términos (subdesarrollo, en desarrollo, menos desarrollado, incluso
desarrollado, BGH), son parte de una conspiración semiológica de ofuscación y
que el único término genuinamente capaz de traducir la realidad global es
“maldesarrollo” (Carmen, 2004:37). Esto porque “maldesarrollo” epitomiza la
amplitud, la profundidad y la trágica realidad de un “fracaso global” (Amin,
1990; Lebrel, 1964; citado en Carmen, 2004:37).
Se
dice que un país es subdesarrollado porque carece de lo que tienen los desarrollados,
esto es, desarrollo (2004:37). Sin embargo, continúa Carmen, la única sorpresa
con esta forma del discurso es que todavía sigue siendo moneda de curso 20 años
después de publicado los Límites del Crecimiento (2004:37-38); lo que hay que
preguntarse: ¿cuán desarrollado es el desarrollo, mientras persista el peligro
del subdesarrollo? Si, cuatro quintas partes de la gente en el mundo es pobre o
desesperadamente pobre, y el abismo crece en forma continua, ¿cuán legítimo
puede ser el ingenio de la antítesis subdesarrollado-desarrollado, si no existe
voluntad aparente incluso para considerar la noción de sobredesarrollo? Se
pregunta el autor (2004:38).
Sin
embargo, toda la problemática de esta sociedad, se oculta detrás de la retórica
del bienestar, se le hace creer a las personas que todo está bien sí él, como
individuo se encuentra satisfecho, y producto de la libertad de consumir, el
individuo puede satisfacer sus necesidades –que en última instancia son
impuestas por la misma sociedad– por lo tanto llega a generarse, un sentimiento
de que todo está bien, que todos los problemas han sido superados, y que
quienes son pobres es porque así lo desean, en última instancia se crea una
“conciencia feliz”.
Esta
conciencia feliz “–o sea, la creencia de que lo real es racional y el sistema
social establecido produce los bienes– refleja un nuevo conformismo que se
presenta como una faceta de la racionalidad tecnológica y se traduce en una
forma de conducta social” (…) “El poder sobre el hombre (sic) adquirido por
esta sociedad se olvida sin cesar gracias a la eficacia y productividad de
ésta. Al asimilar todo lo que toca, al absorber la oposición, al jugar con la
contradicción, demuestra su superioridad cultural. Del mismo modo, la
destrucción de los recursos naturales y la proliferación del despilfarro es una
prueba de su opulencia y de “los altos niveles de bienestar” (Marcuse,
1972:114-115); en otras palabras, “la comunidad está demasiado satisfecha para
preocuparse”(3).
Con
esta “conciencia feliz” se piensa que las guerras, la tortura, incluso la
pobreza se desarrollan al margen del mundo civilizado –aunque esos márgenes se
encuentren en los mismos países del “Primer Mundo”– porque esos países
recónditos son subdesarrollados, son bárbaros, que incluso aún merecen ser
conquistados o en términos más suaves adaptados (entiéndase, capitalizados,
democratizados, cristianizados).
Al
considerarse como inviables las alternativas a este paradigma, y por la satisfacción
de necesidades impuestas por el sistema, surge una sociedad del conformismo que
menoscaba todo intento de conocimiento-emancipación, hasta el punto que busca
aislar toda oposición con ello, esta es administrada por el sistema, en última
instancia, es absorbida.
Se
plantea aquí el problema de cómo acabar con la visión ortodoxa, que mantiene un
virtual dominio monopólico sobre el curso del desarrollo global, que es inherentemente
exclusivista y divisiva, en tanto el mito del crecimiento ha sido erigido sobre
la explotación y el agotamiento de recursos que son en sí limitados (2004:3).
Es aquí donde se presenta una alternativa para la desmitificación del
desarrollo y para liberar a la sociedad de la “conciencia feliz”, Carmen nos
dice, hay que descolonizar las mentes, tanto de los “desarrollados” como de los
“subdesarrollados”. Se debe cumplir con la necesidad de redefinir en términos
positivos, los valores culturales, sociales, educativos, éticos y otros, que
tradicionalmente han sido poco considerados por las corrientes dominantes en
economía del desarrollo (2004:2).
Pero,
tomando una posición pesimista, esta descolonización de la mente se convierte
en una tarea casi imposible cuando la gente se identifica con la existencia que
les es impuesta y en la cual encuentra su propio desarrollo y satisfacción.
Esta identificación, alega Marcuse, no es ilusión, sino realidad. Sin embargo,
continúa el autor, la realidad constituye un estadio más avanzado de la
alienación. Ésta se ha vuelto enteramente objetiva; el sujeto alienado es
devorado por su existencia alienada (1972:41).
Es
decir, la sociedad subdesarrollada, sabe que es –producto de la imposición de
una visión ortodoxa por parte de la clase dominante–, subdesarrollada, y no
sólo eso, sino que también se identifica con ese subdesarrollo, del cual nunca
saldrá, por ser una pieza importante en la dinámica capitalista(4), debido a
que “el desarrollo aumenta al mismo ritmo que el subdesarrollo, y ambos no son
más que las caras de una misma moneda” (1983:21).
Cómo
acabar con este colonialismo que “impone su control sobre la producción social
de la riqueza y sobre la reproducción social, mediante la conquista política y
militar. Su forma de dominación más eficiente, sin embargo, es el control,
mediante la cultura, de cómo la gente se percibe a sí misma y sus relaciones
con el mundo: los controles económicos y políticos nunca pueden completarse sin
el control mental” (2004:10). Se debe tener presente que la alternativa, por no
decir la única, viable para alcanzar el verdadero desarrollo, es la socialización
del conocimiento y la tecnología, es decir la humanización, pues ella es o
debería ser “nuestra vocación, ontológica tanto como histórica” (Freire,
1972:21; citado en Carmen, 2004:2).
Estas
contradicciones, y otras que escapan o quedan por fuera, han provocado una
crisis del paradigma del pensamiento político moderno y a toda la modernidad en
sí misma. “Cabe decir que nuestras sociedades están atravesando un periodo de
bifurcación, es decir, una situación de inestabilidad sistémica en el que un
cambio mínimo puede producir, imprevisible y caóticamente, transformaciones
cualitativas” (Santos, 2005:18).
Sousa
Santos sostiene que “la turbulencia de las escalas –cada fenómeno es el producto
de una escala dentro de un régimen general de valores, BGH– deshace las
secuencias y los términos de comparación y, al hacerlo, reduce las
alternativas, generando impotencia o induciendo a la pasividad” (Ibíd.)
Para
resguardar el paradigma frente a las anomalías que se presentaron, la
estabilidad del paradigma quedó limitada al mercado y al consumo, pese a que en
ellos también se produjeron cambios radicales.
Orwell
resume en una frase por qué es de gran importancia para la sociedad moderna
resistir el surgimiento de un nuevo paradigma y esto se debe a la necesidad de
mantener la jerarquía social, porque:
Si
todos los seres humanos disfrutasen en la misma medida del lujo y el ocio, la
gran masa, a quien la pobreza imbeciliza, comenzarían a entender muchas cosas
logrando pensar por sí mismos; y al reflexionar, comprenderían más pronto o más
tarde que tal minoría privilegiada carecía de derechos fundados para imponer
leyes a los demás y las eliminarían. Una sociedad jerárquica sólo es posible
generando pobreza e ignorancia (Orwell, 2002:189).
Mediante
la satisfacción de necesidades impuestas por el mercado, que servirá como tesis
ad hoc, se diseña “un mundo ordenado sin fisuras, trasmitiendo a sus operadores
una sensación de bienestar, tranquilidad y seguridad, haciendo desaparecer del
futuro el miedo a la incertidumbre” (Roitman, 2004: 67). En última instancia,
hacen desaparecer del futuro la posibilidad de un nuevo paradigma “alternativo”
y diferente al actual.
En
última instancia en el paradigma de la modernidad no se logra eliminar las
anomalías que se presentaron en la Edad Media, pues aún persisten la jerarquía
y la propiedad. Cabe rescatar que estos elementos no son propios del medioevo,
por el contrario es un rasgo humano, demasiado humano, que nos ha acompañado en
todo el proceso evolutivo: “los homínidos en proceso de humanización, es decir,
los humanos actuales, únicamente hemos reforzado estos rasgos etológicos y los
hemos disfrazado al revestirlos con una máscara cultural” (Carbonell; Sala,
2002: 75).
Por
esto, “la defensa de los sistemas jerárquicos, las fronteras y las propiedades
en la que aún se empeñan algunos especímenes humanos es una manifestación de
comportamiento animal y, desde la perspectiva de la moral humana, una
perversión. Las relaciones sociales y técnicas de las comunidades humanas deben
fomentar el abandono paulatino de estos vestigios de animalidad que inciden de
manera negativa en el comportamiento organizativo de nuestra especie”
(Carbonell, Sala, Loc. Cit.).
Pero,
las tesis ad hoc para la estabilidad sistémica recaerán en la tecnología y el
derecho. Para citar un ejemplo, Eudald Carbonell y Robert Sala afirman como
“los humanos habremos resuelto el enigma de nuestra conciencia cuando seamos capaces
de socializar la técnica y dedicar todas nuestras energías al conocimiento y a
la resocialización constante. Y esto todavía no ha sucedido porque aún no somos
humanos”. Consecuentemente, para que la técnica y el derecho estabilicen el
paradigma de la modernidad, será necesario un nuevo contrato social, en
términos más políticos, una especie de nueva “paz de Westfalia(5)”.
La nueva “paz de Westfalia” frente a la
crisis del paradigma político de la Modernidad
La
modernidad está en fase de crisis, sus promesas degeneraron en perversiones
características del medioevo. Al cederse la capacidad de pensar al sistema para
que este administre y centralice lo pensado, se corre el riesgo de que este se
resista al cambio. Con ello podría afirmarse que el homo dejó de ser sapiens,
esto porque la acción de ceder la capacidad cognitiva al sistema es
antinatural.
Por
esta acción, “el ser y el estar en el mundo como sujeto, se castra la condición
humana para provocar el advenimiento del pensamiento sistémico. Eliminar la
diferencia es la base para imponer la sociedad del conformismo e inhabilitar la
acción del pensar crítico. Pensar diferente” (Roitman, 2004: 70).
Al
eliminarse el pensar crítico, pasamos a ser “indiferentes ante hechos que
suceden a nuestro alrededor o a distancia, pero cuya existencia desconocemos o
de los cuales tenemos una visión confusa” (Roitman, 2004:76). Como afirmaba
Anders en 1975:
No
solamente la imaginación ha dejado de estar al lado de la producción, sino que
también el sentimiento ha dejado de estar a la par de la responsabilidad.
Todavía podría ser posible imaginar o arrepentirse por el asesinato de un
semejante, o aun de compartir la responsabilidad por ello. Pero figurarse la
eliminación de cien mil semejantes definitivamente sobrepasa nuestro poder
imaginativo. Cuanto más grande sea el efecto posible de nuestras acciones,
tanto menos capaces somos de representárnoslo, de arrepentirnos o de sentir
responsabilidad por él. Entre más ancho es el abismo, tanto más débil es el
mecanismo de frenado. Eliminar cien mil personas apretando un botón es algo incomparablemente
más fácil que destazar a un individuo. Lo “subliminal”, el estímulo demasiado
pequeño como para generar una reacción, ya ha sido reconocido en la psicología.
Más significativo, sin embargo, aunque no haya sido visto ni mucho menos
analizado, es lo “supraliminal”, el estímulo demasiado grande como para generar
una reacción, o para activar algún mecanismo de frenaje (Anders, 1975, citado
por Saxe, 2005).
Pero
el sistema no se mantendrá estático con la generación de la “ciencia feliz”.
Buscará por todos los medios reestablecerse a través de la ciencia y el
derecho. Para que esto sea llevado a cabo necesita una reestructuración paradigmática, por decirlo de alguna forma, es
decir a través de un falso “nuevo contrato social” se pretenderá el surgimiento
de un nuevo paradigma que en realidad, desde nuestra óptica, será un resurgimiento
del paradigma actual.
Para
llevar a cabo dicho proyecto, se necesita, en primer lugar, eliminar toda oposición,
recuérdese que el sistema puede hacer creer que tal tendencia es una ruptura
sistémica o revolucionaria, pero en realidad es propuesta por el mismo sistema
para ocultar su fachada absolutista. Y gracias a la estabilidad que genera el
mercado y el consumo, que produce “conciencia feliz”, la oposición real se
encuentra fragmentada y por ello es administrada. En segundo lugar, y gracias a
la sociedad del conformismo, la eliminación de la condición de humano, con ello
en el nuevo contractualismo los Derechos Humanos, al ser considerados como
“distorsiones del mercado”, pueden ser omitidos y substituidos por los derechos
de propiedad privada.
Esta
nueva contractualización poco tiene que ver con la idea moderna del contrato
social. Se trata, en primer lugar de una contractualización liberal
individualista, basada en la idea del contrato de derecho civil celebrado entre
individuos y no en la idea de contrato social como agregación colectiva de intereses
sociales divergentes. En segundo lugar, la nueva contractualización no tiene, a
diferencia del contrato social, estabilidad. En tercer lugar, la
contractualización liberal no reconoce el conflicto y la lucha como elementos
estructurales del contrato. Al contrario, los sustituye por el asentimiento
pasivo a unas condiciones supuestamente universales e insoslayables (Santos,
2005: 21).
En
este sentido debe recordarse que a diferencia del viejo imperialismo europeo en
los albores de la edad moderna, el nuevo imperialismo se caracterizó por: un
cambio de énfasis central de la rivalidad en el modelado del mundo a la lucha
por impedir la contracción del sistema imperialista; el nuevo rol de los EEUU
como organizador y líder del sistema imperialista mundial; y el surgimiento de
una tecnología cuyo carácter es internacional (Magdoff, 1969: 48).
Este
nuevo imperialismo surge tras la revolución rusa. Esto porque “antes de la
segunda guerra mundial los rasgos principales eran la expansión del
imperialismo hasta cubrir el globo y los conflictos entre potencias por la
redistribución de territorio y esferas de influencia. Después de la revolución
rusa se introdujo un nuevo elemento en la lucha competitiva: el impulso de
reconquistar la parte del mundo que se había desligado del sistema imperialista
y la necesidad de impedir que otros abandonaran la red del imperialismo
(Magdoff, Loc. Cit.)
Sin
embargo, esta red imperialista entrará en crisis. Tras la crisis petrolera de
los años setenta, los EEUU vieron como su hegemonía y con ella la red
imperialista que giraba en torno a ellos comenzó a declinar. Las actuales
guerras llevadas a cabo por los EEUU tienen como propósito la apropiación de
los recursos estratégicos, el reforzamiento de la red imperialista con una tendencia
jerárquica más vertical que les permita, a los EEUU, superar sus crisis de
poder y con ello consolidarse como un imperio mundial.
Es
aquí donde entra en juego el nuevo contractualismo. Para sostener el paradigma
político, se debe crear una nueva, o al menos revitalizarla, red imperialista
mundial, porque con ella se establecería un nuevo orden jurídico internacional –recuérdese
la importancia del derecho para la estabilidad frente a las anomalías–. Esto se
llevará a cabo mediante la consolidación de un ius cogens emergente o norma imperativa de derecho internacional
general. Resulta interesante como esa nueva normativa jurídica se está
realizando a través de los Tratados de Libre Comercio. De acuerdo a la
Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, “una norma
imperativa de derecho internacional general es una norma aceptada y reconocida
por la comunidad internacional de Estado en su conjunto como norma que no
admite acuerdo en contrario y que sólo puede ser modificada por una norma
ulterior de derecho internacional general que tenga el mismo carácter”
(Artículo 53).
Al
surgir una nueva norma imperativa de derecho internacional general, de acuerdo
a la Convención de 1969, “todo tratado existente que esté en oposición con esa
norma se convertirá en nulo y terminará” (artículo 64).
Se
puede interpretar, por consiguiente, que la nueva contractualización generará
una nueva norma imperativa del derecho internacional general basada en el
derecho de propiedad privada sobre la de Derechos Humanos, que como apuntamos
anteriormente, dejaría de tener efecto porque se ha perdido la condición de
humano.
Esta
norma imperativa se basará, o al menos así se podría interpretar, en el derecho
interno estadounidense, es decir, el proyecto estadounidense es el de internacionalizar
su derecho interno. Se deduce de ello, que al mejor estilo del imperio romano,
se creará un ius civile o derecho
particular, es decir exclusivo para los ejércitos, ciudadanos (de primera
categoría) y empresas estadounidenses y un ius
gentium o derecho general para el resto de las “personas”, ejércitos y
empresas del mundo. Esto se contempla en el capítulo 10 del CAFTA y en el texto
de la Implementation Act cuya sección 102.a.1 dice: “La Legislación de los EEUU
prevalece en caso de conflicto. Ninguna disposición del Acuerdo, ni la
aplicación de la misma a cualquier persona o circunstancia, que sea
inconsistente con cualquier ley de los EEUU, tendrá efecto” (citada en Mora,
2006: 22).
Debe
tenerse presente que ante la crisis del paradigma político de la modernidad, el
espacio-tiempo nacional estatal se verá subsumido por el espacio-tiempo local y
global. Con ello, y por la necesidad de la libre explotación unilateral de
recursos estratégicos, conocida de forma “bonita” como “Libre Comercio”,
requiere de la eliminación de uno de los elementos fundantes del pensamiento
político de la modernidad: la soberanía.
Si
históricamente se concebía que “la soberanía se basaba en una fuerza armada
suficiente para rechazar a los invasores, y la fuerza armada se adaptaba a la
forma de un poder estatal centralizado”, actualmente, un Estado es soberano en
la medida en que “posea un centro político cuyas decisiones predominen sobre la
voluntad de todas las autoridades subordinadas; es soberano respecto del mundo
exterior en la medida en que pueda imponer su autoridad jurídica. Si se ve
invadido por la fuerza armada, y no logra resistir, su autoridad desaparece
junto con su soberanía, y esto ocurre cualesquiera sean su estructura social,
su trama jurídica, su fachada constitucional o su régimen político”.
(Lichtheim, 1972: 11-15).
Se
entiende de ello que, por ejemplo, Costa Rica cede toda su soberanía, debido a
que el Tratado de Libre Comercio lesiona la integridad territorial y el
bienestar de la población. De ahí que prácticamente Costa Rica deja de ser un
Estado-Nación –pierde su carácter de soberano– ya que se somete a la soberanía
de los EEUU. Costa Rica, en última instancia pasaría a ser un
“Estado-(neo)Colonial”, Estado por ser necesaria la administración colonial y
el apoyo como “Estado-Nación”, aparente, a las políticas estadounidenses ante
las Organizaciones Internacionales.
Al
reproducirse esto a escala mundial, porque no es exclusivo del CAFTA, se
contempla la emergencia de esta norma imperativa del derecho internacional
general y con ella un nuevo Orden Jurídico Internacional que reestablecerá la
red imperialista en su fase tardía, y sostendrá a EEUU en el centro del poder
mundial hasta que se presente un nuevo paradigma que sustituya al actual o la
destrucción definitiva del planeta producto de la crisis ecológica que acarrea
este paradigma político.
En
definitiva:
Si
el hombre supiese lo que tiene que sufrir él o lo que han de sufrir muchos de
sus semejantes, quedaría mudo de espanto. Si se condujese el optimismo más entusiasta a través de los hospitales,
leproserías, cámaras de tormento quirúrgico, prisiones y lugares de suplicio,
campos de concentración o campos de
batalla; si se le abriesen todas las oscuras guaridas donde se oculta la miseria, huyendo de las miradas de una
curiosidad fría o en fin, si se le dejase ver el hambre y la miseria toda
acabaría por rechazar la tesis de que este mundo es el mejor de los posibles. Arthur
Schopenhauer
_________________________________________
Notas:
(1) Véase
mi ensayo “Más allá del libre comercio: seguridad esencial” y “el puño visible
del mercado. Neoliberalismo y guerra en
América Latina”. http://leavingwonderland.blogspot.com. En donde expongo como
la guerra es un elemento estructural del neoliberalismo y con ello su esencia es
el fascismo. De ahí que, cuando el neoliberalismo necesita un régimen de
seguridad nacional para mantenerse activo, en última instancia, un régimen fascista. Esa fascistización, o estado de
guerra, en su etapa anterior se caracteriza por un reforzamiento de un estado
policial, por ende, un régimen fascista “simpático”.
(2) En
América, la megafauna del Pleitoceno fue destruida no solo por los cambios
climáticos que conducían al Holoceno, sino por la acción de los pueblos
inmigrantes ante lo que esos grandes
animales no tenían defensas. (el Pleistoceno empezó hace unos 2
millones de años y duró hasta más o
menos el 8 mil adne; el Holoceno empieza
alrededor del 7 mil adne. – hace unos 9 mil años) (Saxe Fernández, 2005)
(3) Galbraith,
J. 1956. American Capitalism; citado en Marcuse, H.1972. El Hombre
Unidimensional. 9ª ed. Trad. Elorza, Antonio. México: editorial Seix Barral. P.
225
(4) Hinkelammert propone un análisis interesante al
diferenciar la sociedad tradicional de
la sociedad subdesarrollada. “la sociedad tradicional es una sociedad no
desarrollada (…) El desarrollo como categoría propia surge con el advenimiento
de la Revolución Industrial; antes de esta, carece de sentido hablar de
desarrollo. La sociedad tradicional no sabe que es tradicional, en tanto que la
sociedad desarrollada sabe que lo es, y
sabe también, en consecuencia, que las sociedades previas a la Revolución
Industrial son tradicionales”. Mientras que, “la sociedad subdesarrollada sabe que es subdesarrollada. La sociedad
tradicional termina y desaparece en cuanto
sabe que lo es. Al tomar conciencia
de su condición, el subdesarrollo
no desaparece de ninguna manera (…) Entre sociedad tradicional y
sociedad desarrollada no se intercala necesariamente la fase del subdesarrollo,
sino que, por el contrario, subdesarrollo y desarrollo son formas sociales que
conviven y se refuerzan mutuamente (1983:16-18)
(5) Tomaremos
la paz de Westfalia como referente conceptual y no como referente geográfico,
ya que marcó el inicio del paradigma del pensamiento político en la modernidad,
cuando se presente el nuevo referente conceptual para el abandono del paradigma
de la modernidad, este concepto puede perder vigencia.
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