30 octubre, 2016

"No nos equivoquemos con las preguntas morales"


«En ética ecológica, la gran cuestión moral no es “qué hago frente al contenedor de reciclaje”, sino “qué hago frente a la sede bancaria”. Lo que está detrás de la devastadora crisis ecológica que está arrasando la biosfera es la dinámica autoexpansiva del capital.»
Jorge Riechmann
Escrito completo en:  
http://vocesdelextremopoesia.blogspot.com.es/2016/10/peces-fuera-del-agua-de-jorge-riechmann_81.html

28 octubre, 2016

Reino de España: El país más corrupto de Europa - Gregorio Morán


Grosz

25/09/2016

Sorprender no sorprende, pero llama la atención que seamos el país más corrupto de Europa occidental. No estoy en condiciones de hablar de la Europa oriental poscomunista, porque no la conozco salvo los casos delirantes de Albania, Macedonia y Kosovo. Pero lo más llamativo es que nadie se haga la pregunta en voz alta, y que nuestros talentos mediáticos no se hayan detenido en pensar a qué se debe: si a nuestra tradición, si estará incluido en el ADN de los españoles, a la dieta, al peso de la familia como única institución respetable, es un decir; a nuestro inveterado desprecio por el Estado, primer pozo de corrupción nacional.

Aquí se viene abajo cualquier tipo de patriotismo aldeano. El parecido entre un delincuente económico catalán y otro madrileño, o asturiano, o gallego, es absoluto. Hago una excepción para el caso valenciano, porque cabe reconocer que ahí se han alcanzado cotas de imaginación y desparpajo que asombran incluso a los que creíamos no sorprendernos ya de nada. Ni siquiera al añorado Rafa Chirbes, veterano novelista especializado en la descripción de esas lides, se le hubiera ocurrido cosa tan simple y al tiempo tan sofisticada como la entrega de un billete negro de 1.000 euros para que cada militante del PP lo trasformara en dos billetes blancos de 500. Nada de improvisación, con sistema. De vivir aún, se quedaría de un pasmo; no hay imaginación literaria capaz de llegar tan lejos.

No se engañen. Superamos a los italianos y no por un asunto de finezza, como les gusta decir a los cursis, sino porque nuestra corrupción abarca al conjunto social, desde los jueces a los políticos, desde la banca convertida en una organización de timadores –eso fueron las preferentes– hasta la policía –¿se imaginan a un jefe del cuerpo de inspectores grabando una conversación con su superior máximo? Pues lo hemos vivido–.

Un ejemplo para clarividentes. Es sabido que los jueces italianos y la sociedad organizaron Mani Pulite (Manos Limpias), que arrasó la corrupción en la clase política y empresarial italiana, tanto y de tal manera que el miedo de la clase dominante les trajo a Berlusconi. Pero nosotros fuimos más lejos. La organización Manos Limpias estaba formada por un puñado de delincuentes, de la extrema derecha, yo conocí a uno, un tal Bernard, allá por los primeros años de la transición, que trabajaba de sicario político y económico de Blas Piñar, en Fuerza Nueva. Lo escribí. Nadie dijo nada, nadie se acordaba de nada, como si se tratara de otra persona. Conservo de él una buena colección de fotografías en plena acción fascista. ¡Los restos del franquismo se habían convertido, ante el silencio cómplice de la izquierda, en los justicieros! (La izquierda, como siempre por las nubes, siempre exigiendo lo que la derecha, pero con mayor vehemencia. ¡Nosotros lo que queremos es un referéndum! Volvemos a los éxitos radicales de finales de los setenta, cuando el mayor triunfo de la izquierda radical fue que le proporcionaran, la derecha en el poder, un trabajo seguro. Desde catedrático con mando en plaza hasta asesor áulico).

Estamos atados de pies y manos por la ley de defensa del honor. Una joya creada por decreto para protegerse aquella clase política abnegada, comprensiva y patriota. Proteger y amparar a los delincuentes. En el fondo, digámoslo en voz baja, pero al menos para que quede escrito en alguna parte: en España no hay extrema derecha con peso político, al menos de momento, en ninguna parte de Madrid a Barcelona, de Valencia a A Coruña. Y no la hay por algo tan obvio como que está en el poder.

Buena parte de las leyes de la bendita transición fueron redactadas para proteger a los delincuentes, de ahí el interés en el garantismo. Un garantismo jurídico elaborado por los grandes bufetes para crear la cortina impenetrable que hace imposible que los estafadores, sus clientes, vayan a la cárcel. Soy lego en asuntos judiciales, pero que el tema de las tarjetas de Bankia ocupe el lugar que debería servir para revisar la gestión del banco y llevar a la cárcel a quienes vaciaron el banco, que fueron varios, me llena de zozobra. Y esto es válido para la banca en general, una organización profesional que no dudo tendrá a algún empleado aún con manguitos y cierta dignidad profesional, pero que han acabado siendo auténticos nidos de estafadores. Impunes.

Leo milagrosamente en un diario –una noticia crítica en un diario es cada vez más un milagro laico; ahora lo normal es trabajar con la lengua, y no me refiero al idioma, sino a la lengua propiamente dicha que te permite ser gracioso charlista para amas de casa o tertulianos– el nacimiento del ocupa. No del okupa, de procedencia vasco-abertzale, joven que toma una casa vacía desde hace años. El nuevo ocupa es un señorito atorrante, que dirían en América, porque va con c. Ni siquiera asalta su casa, sencillamente le cambia la cerradura y se instala dentro. Luego usted debe negociar cómo lo saca. No cuente con la policía, porque al menos los Mossos consideran que forzar la puerta manipulada constituiría un allanamiento de la morada del delincuente. El genio del invento es un tal Bruno, sin apellido, la prensa no hará tal desaire a un delincuente, uruguayo. Suele escoger casas con piscina, dueños ausentes y esperar que le paguen, para volver a repetir la hazaña. Una sociedad que permite esto y la policía y los jueces se muestran graciosos y benevolentes sirve para imaginar qué harán con un dirigente de banca, un mafioso de la droga o un blanqueador internacional.

La transición diseñó una legislación para delincuentes; fue uno de sus éxitos más silenciados. Te daban el caramelo de la urna y al tiempo te concedían el derecho a militar en un partido que olía a pescado podrido. Baste como ejemplo el reciente fallecimiento de Joaquín Rivero, el pata negra del ladrillo, de la ganadería de Jerez de la Frontera. Societario del Club de los Constructores Medio Muertos, pero forrados: Luis Portillo, Jové, Fernando Martín, Rafael Santamaría, Díaz de Mera, el Pocero o Bautista Soler. Una sociedad que los plumillas denominan “los señores del ladrillo”. ¡Un respeto!

Me ha emocionado leer la necrológica de este “señor del ladrillo” que le ha dedicado el periódico más influyente. Se le recuerda cuando entró en la lista Forbes entre las mil personas más ricas del mundo. Léanlo, no tiene desperdicio y lo firma un tal Noceda, que precisa de este delincuente del ladrillo que pertenecía “a una familia prócer de Jerez (era primo de Teresa Rivero, esposa de José María Ruiz-Mateos)”. Ya lo saben, “prócer” consiste en estafar como Ruiz-Mateos vendiendo acciones por botellas de vino añejo. Ni los chalanes de mi niñez hubieran osado tales desvergüenzas.

Y sigue el plumilla, en otra frase sobre este “señor del ladrillo”: “La burbuja estalló sin que Rivero ni la mayor parte de sus colegas hubieran hecho los deberes”. O lo que es lo mismo, haber soltado amarras y pasarle el muerto a los ayuntamientos y a los ciudadanos. Ahora, a esto se le llama “hacer los deberes”. La Fiscalía Anticorrupción le acusó de información privilegiada. Se lo pasó por sus partes endurecidas de tanto montar a caballo por las dehesas. Lo que sí me gustaría saber es qué ocurría con la condena de cuatro años de cárcel que le impuso el Tribunal Correccional de París, con multa de 375.000 euros y una indemnización de 208 millones por malversación y blanqueo.

¡Ay, estos señores de Jerez! Desde que ganaron la guerra no han dejado de pensar que la vida es breve y la estafa un incidente. Otro prócer. ¡Tú vota, chaval, lo demás déjanoslo a nosotros! Llevamos toda la vida ocupándonos de eso. Ese fue el mayor éxito de la transición: que nos entendiéramos. Pero cada uno en su sitio.

La transición diseñó una legislación para delincuentes; fue uno de sus éxitos más silenciados.


El rock, la subversión y la política en la Transición - Miquel Amorós


Charla debate sobre “La Juventut en la Transició”, en el Centro Social Autogestionado Can Batlló, barriada de Sants, Barcelona.
El sentido de la historia también se manifiesta en fenómenos superficiales y laterales como la música pop, puesto que están vinculados con la vida corriente y no son simplemente hueras trivialidades o negocios lucrativos, sino resultado de fantasías y ensoñaciones colectivas donde cristaliza a un nivel cotidiano la falsa conciencia de la época. Son materiales compuestos de consignas, temas, imágenes y sonidos con las que se puede ilustrar la evolución de una sociedad de clases enfrentadas hacia una sociedad de masas manipulables. Desde la sucesión de estilos propios a esa clase de música para jóvenes, que anuncian el desarrollo y diversificación de la industria del espectáculo, podemos llegar con facilidad a las contradicciones de una realidad social en fase de efervescencia a la que los intereses de la dominación tratan de apaciguar, tanto en el frente musical como en los demás frentes. Si la función de tales intereses consiste en desvirtuar y neutralizar los impulsos disolventes que emergen musicalmente o no en los estratos juveniles de la sociedad, la nuestra es por el contrario la de darlos a conocer y revelar lo que hay de esencial en ellos, pasando por encima de opiniones veleidosas e intrascendentes.
El periodo conocido como la Transición, comprendido entre 1976 y 1981, es decir, entre el año de la actuación de los Rolling Stones en Barcelona y el año en el que nace Mecano y abre la sala RockOla, consistió básicamente en la transmutación parlamentaria de un régimen fascista con la aprobación y el apoyo de una oposición política que se autoproclamaba “democrática”. Fue una operación de cambio de oropeles de un aparato dictatorial que se conservaba íntegro y limpiaba su antigua hoja de servicios gracias a un pacto de silencio y una amnistía. En compensación se creaba un espacio para el asentamiento de una nueva clase política, la cual se hacía responsable de la desactivación de cualquier fuerza subversiva en el seno de la sociedad civil. La Constitución salida de esa componenda, más que garantizar derechos los suspendía con el pretexto de posibles situaciones de peligro institucional determinadas unilateralmente por la autoridad gubernativa. Los jueces franquistas garantizaban su aplicación regresiva. Mientras, la jurisdicción militar se mantenía aparte y sus tribunales seguían procesando a escritores, actores y periodistas. El golpe de Tejero proporcionó las excusas que faltaban para las vergonzosas capitulaciones que cerraron el periodo, instaurando un régimen continuista con apariencias democráticas.
Para sus inventores, la Transición no podía limitarse a la política y a la jurisprudencia; el cambio aparente tenía que ser cultural y sobre todo, llevar la impronta generacional. La importancia de la juventud radicaba en el hecho de que las tres cuartas partes de la población española de mediados de los setenta tenía menos de cuarenta años. La farsa constitucional y los Pactos de la Moncloa harían de fondo; la servidumbre voluntaria y la conciencia satisfecha figurarían en primera fila. Siendo una herramienta de suma importancia para el condicionamiento de masas, los medios de comunicación habían continuado casi en exclusiva en manos del antiguo aparato, incluso después de aprobarse la “carta magna” y constituirse las Cortes parlamentarias. Eso significó el predominio de formas espectaculares arcaicas, y nunca mejor dicho, teledirigidas, cuando la reconducción de la juventud potencialmente contestataria exigía un espectáculo difuso que incluyera actitudes beligerantes contra las convenciones pasadas aún vigentes. El clima social conformista que se quería introducir con el calzador de la modernización formal necesitaba canales de desagüe más eficaces y distracciones más atrevidas. Para ser verdaderamente moderno el orden musical no tenía que luchar contra la subversión, sino marchar un paso por delante. Sin embargo, desde el punto de vista del franquismo discográfico el rock no iba más allá de Los Brincos o de Fórmula V, y, para los nuevos funcionarios progresistas de la cultura, el rock era poco menos que un invento del capitalismo. Eso, la ausencia de la gente de barrio, el carácter artificioso e importado de la contracultura y una sofisticación fuera de lugar explicarían por ejemplo la falta de atractivo tanto institucional como popular del llamado rock progresivo o del llamado “underground” de los primeros setenta, a pesar de contar con el respaldo de un parte significativa del staff musical. Dicha modalidad rockera tuvo uno de sus últimos espasmos en el primer Canet Rock, la única tentativa, confusa, pero con verdadera voluntad de dar vida a una contracultura ibérica. El impasse musical fue aprovechado mejor por los cantautores.
Por lo menos hasta 1978, a pesar de la euforia libertaria, los cantautores adictos al sistema de partidos dominaron la escena oficial. Las maneras poetoides, corales y folk con “mensaje” eran más apropiadas para transmitir los eslóganes del poder remodelado a un público mayoritario de estudiantes y profesores. Una lírica palabrera y seudotrascendental de “libertad sin ira, libertad”, de “se hace camino al andar”, de “a galopar”, o de “si tu l’estires cap aquí”, cubría el engaño supremo de una democracia ful con que la misma libertad estaba siendo escamoteada. La tarea adormecedora del cantautor obedecía a la urgencia de estabilizar el régimen nacido de una transacción abominable. Apremiaba un trabajo de propaganda que, mediante el uso poético-musical de los tópicos liberales y el buenismo democrático parlamentario, ocultara los antagonismos de clase e indirectamente hiciera apología del orden establecido, de sus curas, sus jueces, su policía y su ejército. Al caminante de Machado le soplaban lo de que “se hace camino al votar”. En fin, se puede decir que la canción de autor, serio y “de izquierdas”, caracterizó el melecumbé del nuevo régimen partitocrático en sus inicios. Los efectos de la contracultura americana durante los primeros setenta no traspasaron los ambientes de los retoños desarraigados de las clases medias y altas. Los viajes, el ácido lisérgico, la meditación, la maría, la melena, el comic underground, la no-violencia, la libertad sexual y las comunas campestres fueron sus propuestas más importantes, y Pau Riba, su artista más dinámico. Inspiraron los voluntariosos y artesanales festivales de rock de 1975-76, balbuceos de un hippismo casero pasando de todo lo que significara compromiso social, y tuvieron su momento de gloria en las Jornadas Libertarias de julio de 1977, ceremonia triunfalista y autocomplaciente de una confusión que ni la CNT ni la revista cajón-de-sastre “Ajoblanco” pudieron administrar durante demasiado tiempo. La amalgama de ideologías, camarillas y poses no despertaba una especial lucidez; mientras, los días de libertad se acababan con la consolidación de la partitocracia y la acción paralela del caballo y de los servicios secretos.
Los trabajadores adultos veían con malos ojos los asaltos a la moral puritana, a la familia y a la ética del trabajo. Estaban contaminados por valores culturales catolico-burgueses y eran indiferentes, cuando no francamente hostiles, a los radicalismos en la vida cotidiana. Por su parte, el movimiento obrero autónomo se batía en retirada y no estaba ni para porros ni para canciones. Sin embargo, los tiempos corrían y lo que hoy ponía en música la buena conciencia de la progresía pequeño burguesa y de los viejos militantes de fábrica, no serviría mañana para impedir la formación de fuerzas juveniles desestabilizadoras en las barriadas dormitorio, donde aún ardían rescoldos de luchas asamblearias. De un día para otro habían dejado de funcionar los sermones cansinos y deprimentes de los cantautores del nuevo régimen, requiriéndose nuevos vehículos musicales para dispersar las energías juveniles. No se trataba de dar un falso contenido al tiempo, sino simplemente de matarlo, por lo que convenían más los estilos rockeros ya que se prestaban mejor al optimismo y a la evasión. Con una masa juvenil deseosa de divertirse, de huir de la realidad y de disimular su insatisfacción particular, pero incapaz de tragarse las salmodias seudodemocráticas y fraternaloides con que le obsequiaban los artistas “comprometidos” con el statu quo –no hablemos ya del frikismo contemplativo hippy o de los cánticos arqueolibertarios– los mecanismos de evacuación de la rabia anti-sistema buscarán otras salidas que afrontarán en principio la realidad en lugar de esquivarla, para mejor pasar después de ella.

A partir de 1977, año de la euforia que despertaron las primeras elecciones y año también de las primeras manifestaciones de la crisis económica, al margen del negocio musical aparecen o graban en sellos independientes una multitud de bandas rockeras suburbanas de sonido diverso, promocionadas por emisoras de frecuencia modulada. Tienen buenos intérpretes, malas pintas y cantan letras que hablan de asuntos muy alejados de los que obsesionan a la clase política, como son el sexo, la peligrosidad social, la escuela, el dinero, las peleas, el bailoteo, la juerga del fin de semana, etc. Se han cansado de versionear en inglés a sus grupos preferidos, cantan en español y demuestran un gran poder de convocatoria. De Burning a Barricada, de Leño a Baron Rojo, de La Banda Trapera a Cucharada, de Coz a La Polla Records, de Asfalto a la incipiente movida viguesa, un montón de bandas conectan de maravilla con un público que además de ir a los conciertos todavía se organizaba en los barrios, asistía a asambleas y se presentaba en las manifestaciones. El pacto desmovilizador que cimentaba la Transición no había acabado con eso puesto que su complemento económico, la sociedad de consumo, no había alcanzado niveles europeos. El coche, por ejemplo, el artefacto por excelencia del consumidor, no ocupaba el centro de la vida cotidiana del joven. Tampoco la moto ni la ropa. Culpa de la subida del precio del carburante y de la falta de trabajo que se empezaba a notar. Otras propuestas musicales ofrecerán menos interés, como por ejemplo el rock anestésico tipo andaluz o el rock-salsa layetano, hijos bastardos del progresivo, pero completan un cuadro que permite hablar de “creatividad” y de “libertad” con mayor propiedad que en ningún otro momento. La producción musical no iba condicionada y ni mucho menos determinada por las estructuras comerciales de un show bussiness que se comía bien poco en ese campo. El rock español de barrio superaba los límites del espectáculo al crear una comunión entre músicos y público lo suficiente real como para dar la impresión de una comunidad juvenil, cuando no de una “nación”, pero más bien como la del “Woodstock catalán” de Canet. Mera impresión sin mucha base, puesto que la marcha rockera no era sino una respuesta en el terreno del ocio a cuestiones sociales irresolubles en dicho terreno. La libertad, liquidada apenas acabada de nacer en la sociedad posfranquista, se preservaba de momento en enclaves juveniles de la periferia urbana. Pero se pretendía una resolución mágica de contradicciones sociales con la fórmula magistral de amontonamiento libre, buenrollismo y colocón tolerado. Las contundentes afirmaciones del público de los conciertos: “el rock es todo”, “es mi religión”, “es una forma de estar vivos”, etc., ya reflejaban las ansias de sublimar su libertad verdadera, sus experiencias posibles y sus deseos de acción en un lugar cerrado liándose canutos, dando cabezazos, rasgando guitarras irreales y saltando con la música a toda pastilla, con la ilusión adolescente de formar parte de algo completamente inexistente. Y sobre todo, manifestaban la voluntad de no correr riesgos. Al revés de lo ocurrido en la década anterior, en los últimos setenta nadie creía realmente que el rock cambiaría el mundo. Lo dijeron los Stones: “esto es sólo rocanrol”. Un estilo que además parecía perfectamente coherente con una mentalidad política conservadora: Neil Young, Alice Cooper, David Bowie y Eric Clapton, entre otros, se habían pronunciado por la derecha o la extrema derecha, y lo mismo harían miembros de Velvet Underground, King Crimson, Ramones, Kiss, Led Zeppelin y los mismísimos Doors. Estábamos en los balbuceos del tratamiento industrial de los jóvenes a través de la música, a los que se proporcionaba una identidad roquera de prestado ideal para convertirles en masa maleable.

El rock suburbano peninsular no tenía raíces ibéricas; las tenía en el mundo anglosajón blanco. Eran raíces importadas muy concretas. Nada que ver con el pop español tutelado y facilón de los sesenta. Se inspiraba principalmente en el rock sinfónico, experimental e intelectualizado, en el glam, en el rock duro y en el heavy metal, estilos propios de la fase terminal del rock, aquella en la que el ruido, las anfetas y la parafernalia escénica creaban el necesario ambiente pasivo para que el espectáculo total se consumara en una completa separación entre el grupo virtuoso y el público contemplativo y domesticado. Cierto que también hubo mejores influencias, Dr. Feelgod, The Clash, Johnny Thunders… Pero por otro lado, el macroconcierto se había revelado como el medio más idóneo para congregar a masas de jóvenes huérfanos de personalidad que solamente se sentían a gusto en una montonera, aplicación práctica del cuando más seamos, mas reiremos. Incluso podía servir, con causa de por medio (como el concierto para recaudar fondos pro Bangladesh organizado por el beatle Harrison), para indignarse impotentemente ante una horrible masacre y olvidarla a la salida, exhibiendo en público una sensibilidad frívola y un compromiso falso por el precio de una entrada. Algo muy narcótico, muy narcisista y muy en consonancia con el refuerzo de las burocracias partidistas y del Estado. En cuanto al rock especifico de los setenta, el bajo pesado, la presencia fálica de la guitarra marcando un ritmo enfático, la percusión densa, la voz chillona del solista, la pose teatral y machorra, la amplificación distorsionante, las bengalas, los focos, la pelambrera y el inevitable logo, sublimado nazi, eran elementos idóneos para conducir a bandas y seguidores hacia los estereotipos más banales, respectivamente, de la “tribu”, sucedáneo de la comunidad disuelta, y del “ídolo”, imagen viril de la alienación modernizada que los “fans” agradecían y deseaban imitar. El fetichismo rockero no hacía más que reflejar el fetichismo de la mercancía espectacular, prueba suficiente de que el antagonismo entre clases estaba degenerando en un conflicto generacional –o “tribal”. Un problema de mucho menor calado, fácil de resolver mediante la creación administrativa de espacios exclusivos donde los veinteañeros ociosos pudieran fabricarse una identidad postiza y revolcarse alucinados en la nada, dejando el campo libre a los profesionales de la política y del sindicalismo. Vamos, la cuestión social convertida en un tema de política municipal socialista o comunista. En realidad, era todo un salto adelante en el espectáculo inscrito en el reajuste de los resortes del poder institucional y sus nuevas políticas lúdico-ceremoniales.
Con tales fuentes de inspiración el rock metropolitano no supuso un asalto a la cultura, sino el desarrollo de un gueto juvenilista, feliz y entusiasmado de nadar en movidas que no suponían peligro alguno, puesto que no afectaban al orden neodemocrático. Un adelanto en el tiempo de los polígonos discotequeros y las raves. El suplemento de libertad conseguido no se empleaba más que en pasar un buen rato con los colegas moviendo las caderas. Por ese lado no hubo conciencia de clase, y puesto que la sociedad de masas había igualado las generaciones, tampoco hubo conflicto generacional; al final de la Transición la despolitización era general. Los padres no servían de ejemplo para sus hijos, aunque tampoco servían de revulsivo. Los más modernos empezaban a imitarles. Los ambientes lúdicos y despreocupados no alentaban sentimientos colectivos de rebeldía, ni favorecían la lucidez. Además, en las bandas era patente una absoluta falta de criterio político, llegando no pocas veces a actuar para espectáculos de partido, en consonancia con la resurrección de la Dictadura repeinada y acicalada como Democracia. Las burocracias partidistas fueron las primeras en darse cuenta de las posibilidades de esa clase de música para contrarrestar la tendencia a la baja de la asistencia sus ceremonias y explorar de paso las posibilidades electorales del filón juvenil. En ese sentido la actuación de Ramones en la “Festa de Treball”, órgano del PSUC, marca un hito en el oportunismo difícil de igualar. Entretanto, el capitalismo se reafirmaba en suelo hispano cerrando fábricas y abriendo sucursales bancarias, cercenando libertades y equipando a las fuerzas represivas. Los ejecutivos de una sociedad forzada a una renovación constante, cuyos miembros se sentían arrastrados a un consumo frenético, descubrían en la “juventud”, término impreciso donde los haya, a la vanguardia del ocio integrable y la reconversión cultural, algo secundario en un mundo de productores, pero esencial en uno de consumidores.
La juventud, tanto obrera como estudiante, en la medida que podía permitirse vivir ajena al trabajo, descubría los sólidos lazos que la ataban al mundo consumista de cuyas convenciones se burlaba. Consciente de ello, su burla fue cada vez más frívola e insustancial y la trasgresión anduvo cada vez más por las ramas. La trasgresión se volvía moda y la pose, norma. Lo fijo desaparecía, todo se hacía muy cambiante, pues lo efímero es la condición primera de la sociedad de consumo y del espectáculo que se estaba entronizando. La separación entre la España oficial de los partidos y los poderes fácticos, y la España real de la policía y los parados, había acabado produciendo la inevitable decepción. De carambola, la masa juvenil empezó a volverse incrédula, narcisista, apolítica y esteta. También más femenina y políticamente incorrecta: las letras de las canciones de los nuevos grupos no buscaban la trascendencia, a lo sumo, una provocación light más que vista (p.e. el uso de svásticas y uniformes nazis, la nota gamberra, la irreverencia blanda). La juventud de los ochenta ya no quería salvar el mundo, ni siquiera salvarse a sí misma. El desencanto, la soledad y el tedio empezaron a rellenarse con humor, maquillaje y estupefacientes. El ocio se hizo nocturno, como las rayas. Las rupturas, como siempre, se limitaron a los códigos estéticos, no a la realidad, y también como siempre, con varios años de retraso. Al no encarar la realidad, el desengaño no produjo resentimiento, sino individualismo, mucho ego, delirio, postureo, autodestrucción y nueva indumentaria. En fin, hablamos de la “Movida” madrileña, el tecno y otras hierbas similares. Vale, la historia del punk y del rock radical no fue exactamente así, pero aquellas ya eran movidas postransicionales y llovían sobre mojado.
Miquel Amorós

26 octubre, 2016

"Una España como la de Los Santos Inocentes pero con Smartphones"


El truco franquista - Fran Delgado

Decía Kevin Spacey en Sospechosos habituales que el mejor truco del diablo fue convencer al mundo de que no existía. Algo así parece que sucede en nuestro país con Franco. El pasado 18 de julio se cumplieron 80 años del golpe de Estado que terminó con la ilusión de la realidad Republicana en España, esa que retrató Orwell en los primeros días de su estancia en Barcelona en Homenaje a Cataluña. Resulta curioso la indiferencia con la que se ha pasado por alto este hecho en nuestro país o, en el peor de los casos, lo que más ha llamado la atención ha sido algún enaltecimiento del golpe de militar por parte de algún representante político y debates televisivos a mayor honra del dictador. Era lo que se podría esperar si tenemos en cuenta los monumentos, calles y demás honores que tienen en nuestras ciudades los golpistas, mientras sus víctimas no logran el descanso en las cunetas de todo el territorio nacional. Este tipo de cuestiones, simplemente, no serían permitidas en cualquier democracia. Pero esto es España.
Hay que referirse a un país en el que los 40 años de terrible represión de dictadura franquista son aceptados de forma más o menos amplia, sin el más mínimo reproche social. Todos podemos conocer en nuestro entorno a alguna persona que legitime de forma velada (y muchas veces explícita) el golpe militar del 36, pero, eso sí, no acepta que se le llame descriptivamente facha. En su defensa siempre hablan de las atrocidades que cometieron ambos bandos en la guerra civil, haciendo un planteamiento falso que omite el levantamiento contra el orden republicano constitucionalmente establecido y la represión posterior a la guerra. Igualmente hemos vivido alguna historia familiar que se tiene oculta, que cuando se habla sobre ella aparece un silencio incómodo, casi vergonzoso, que indica que eso no debe tratarse, que ya pasó y debe olvidarse. Lo observamos a diario. “Yo no soy fascista, soy patriota”, “Es que la República era un caos”, “Con Franco en España se vivía bien”, “Hablar de memoria histórica es reabrir heridas”… y un largo número de frases cuyo único objetivo es dar una imagen suavizada de los que fue una cruel dictadura que asesinó a miles de personas. Pasar página, pelillos a la mar.
Incluso en el ámbito académico al régimen franquista se le define como autoritario no como totalitario, queriendo, de esta manera, atenuar el grado de crudeza de la dictadura española. Fueron 40 años de franquismo que marcaron profundamente la idiosincrasia, la actitud y los comportamientos políticos que calaron en una generación, que se trasladó a las siguientes y que perviven en la actualidad. Es lo que se ha denominado franquismo sociológico, un hecho de tolerancia social por el que se aceptan los comportamientos fascistas como algo no especialmente malo, que, unido a una élite proveniente del régimen que protagonizó el cambio de régimen sin perder el poder económico, político y mediático, lideraron una transición gatopardista que sirviera para asegurar su posición privilegiada, es lo que nos ha conducido hasta la situación de nuestros días.
Cuando el PSOE llegó al poder en el 82 Alfonso Guerra dijo que “A España no la va a conocer ni la madre que la parió”.
Pasados cerca de 40 años de democracia en España, a día de hoy, no sólo no ha cambiado sino que las diferencias sociales se han agrandando y se ha profundizado en la división del pueblo. Una España como la de Los Santos Inocentes pero con Smartphones.
…Porque la clase dominante, antes apoyando a Franco y ahora demócrata de toda la vida pero siempre manejando los hilos del poder, ha impuesto su discurso ideológico y el relato de su historia. Así, en este paradigma las clases no existen, son un invento de la izquierda trasnochada.
…Porque, en todo caso, se admite la existencia de una gran clase media con aires de grandeza que repudia su propio origen.
...Porque ha sido generalizado el convencimiento de que una persona que tiene un bar con dos camareros contratados y trabajando 14 horas diarias es un empresario (un emprendedor) y, por tanto, tiene más en común con la idea de empresario tipo Florentino Pérez que con su vecino reponedor en el Carrefour, con el inmigrante marroquí que se cruza todos los días camino del trabajo y vino a España a buscarse un futuro mejor o con los jóvenes que abarrotan las oficinas de (des)empleo buscando acceder en unas condiciones dignas al mercado laboral. Se cree que sus intereses de clase están más próximos a los empresarios simplemente porque puede financiarse a plazos un viaje de vacaciones con su familia a la Riviera Maya. Y además hemos llegado a esta situación por convencimiento propio. Se dice que no hay nada más estúpido que un obrero de derechas, a lo que yo añado de derechas sí, pero además convencido y contento.

Ese es el error. Negar la existencia y la permanencia de esa élite proveniente del franquismo en el poder, rechazar los lazos comunes que tenemos y que conforman la conciencia e intereses colectivos y de solidaridad de la ciudadanía como base de la estructura social, admitir el franquismo como un mal menor en nuestra historia y convencernos del argumento falaz de que en esta injusta y desigual sociedad todos tenemos las mismas oportunidades. 
La reparación de la memoria histórica, recordando todo lo acontecido y poniendo en valor el honor de los ajusticiados por el régimen franquista no es un acto de revanchismo guerracivilista, sino de justicia. Negarla es aceptar el truco del diablo.

Los protagonistas de los esperpentos


«La reducción del hombre a la condición de un títere es, sin lugar a dudas, una de las características más notables del esperpento valleinclaniano. Como señalan Cardona y Zahareas: monstruosidades, bufonadas, pesadillas, carnavales extraños, burlas, anomalías, figuras de la commedia dell´arte, contorsiones, gárgolas, payasos aterradores, enanos, caras imbéciles, muñecos de guiñol, maniquíes, marionetas, monigotes y otras cosas por el estilo son los adornos de lo grotesco.





Los protagonistas de los esperpentos no son hombres [ni mujeres] normales; más bien parecen fantoches que con sus gestos exagerados o superficiales hacen palmaria su vacuidad, ridiculez, falsedad…»

Petr Polák
, El esperpento valleinclaniano en el contexto del arte grotesco.

24 octubre, 2016

CIEs: Los Guantánamo españoles



Según el Gobierno Español un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) es un establecimiento público de carácter no penitenciario donde se retiene a extranjeros sometidos a expediente de expulsión del territorio nacional, en resumen, lugares de detención para personas extranjeras que, como se dice habitualmente, “no tienen papeles”. No obstante, en la práctica y, debido a la falta deregulación y normativas legales, son prisiones administrativas cuyas condiciones de estancia son más duras que la propia cárcel, en donde se interna a personas que sin haber cometido ningún delito se les somete a un régimen de vida más duro que a las personas encarceladas acusadas de algún delito. En los CIEs convergen el hacinamiento, las condiciones infrahumanas de estancia, como por ejemplo, la falta de lavabos en las celdas o del acceso al retrete durante la noche (teniendo que orinar en botellas) y demás prácticas rutinarias de humillación y maltrato.
De ahí que la estancia en un CIE (en principio como máximo de 60 días) sea mucho peor que la estancia en una cárcel, y que se les conozca con el nombre de los “Guantánamos españoles”. Hasta el tribunal Supremo ha cuestionado la retención de inmigrantes y la ONU, así como varias sentencias judiciales, advierten de las condiciones inhumanas de este tipo de centros, en algunos de los cuales se han descubierto redes de abusos sexuales a las inmigrantes internas o han llegado a fallecer personas retenidas en ellos a consecuencia de la falta de atención médica.
Del total de Centros de Internamiento de Extranjeros, extendidos por toda la Unión Europea desde 1995, en la actualidad encontramos 8 en España (Zona Franca en Barcelona, Aluche en Madrid, Zapadores en Valencia, Sangonera la Verde en Murcia, La Piñera en Algeciras, Matorral en Fuerteventura, Barranco Seco en Gran Canaria y Hoja Fría en Tenerife.), todos ellos dependientes del Ministerio del Interior. Las personas en ellos detenidas son custodiadas por la Policía Nacional, en la mayoría de los casos, con muy pocas ganas de ejercer ese trabajo y, como hemos comprobado de primera mano, sin intérpretes y con escasa información sobre el funcionamiento de los mismos. 
Quienes trabajamos en actividades de apoyo a las personas migrantes, hemos llegado a encontrarnos con familiares de detenidos desorientados y desesperados dando tumbos de ciudad en ciudad intentando averiguar dónde se encuentra retenida madre, su conyugue o su hijo, sin recibir ningún tipo de respuesta aclaratoria por parte de quienes trabajan en el CIE. Y es que los CIEs se convierten en agujeros negros donde desaparecen personas que, víctimas de controles de identidad arbitrarios y racistas (debido al color de la piel o determinados rasgos físicos), son detenidas en plena calle vulnerando los principios básicos recogidos en la Constitución española y los Tratados Internacionales.
La terrible situación que se está produciendo con la expulsión de personas extranjeras que son detenidas, recluidas en los Centros de Internamiento para extranjeros (CIEs) y expulsadas en vuelos especiales. Ellos solo están interesados en utilizar política y mercantilmente a la población migrante. Efectivamente, las detenciones y deportaciones de personas extranjeras por parte de la policía, en muchas ocasiones, tienen más que ver con los acuerdos establecidos con los países de origen y con las existencia de los llamados “vuelos macro” que con cualquier otro tipo de motivación. Cada vez e producen más este tipo de expulsiones que consisten en un viaje en avión reservado sólo a personas que van a ser repatriadas forzosamente a su continente de origen. Como denuncian algunos colectivos de apoyo a extranjeros “a veces estos vuelos dejan a los pasajeros en lugares que no son sus países de origen, sino tan sólo su continente. Son trasladados allí contra su voluntad, utilizando violencia y métodos coercitivos de todo tipo, llegando incluso a llevarles a países donde no tienen ningún vínculo, sin dinero ni recursos”. 
Detrás de estos “vuelos macro” (o “vuelos de la vergüenza”), con destinos habituales como Senegal, Ecuador, Nigeria, Marruecos o Colombia, se encuentran acuerdos millonarios con empresas como Swiftair o Globalia (Viajes Ecuador, Halcón Viajes, Touring Club y Air Europa). Como han denunciado colectivos y activistas integrantes de la Campaña por el cierre de los CIEs, existen redadas selectivas por parte de la Policía, uniformada o secreta, en busca de inmigrantes irregulares de una nacionalidad determinada días antes de la salida de un vuelo, como apuntan los citados colectivos “para facilitar el trabajo de expulsión a estas compañías aéreas”. Y es que “pese a las numerosas declaraciones en contra de la trata de seres humanos y del negocio relacionado con la inmigración ilegal, constatamos una vez más que las propias empresas europeas, desde la gestión privada de las fronteras hasta las empresas satélite, hacen negocio con la criminalización de la pobreza.”

18 octubre, 2016

Algún día habrá que despertar y decirlo ¿no?: pues que sea ahora. ¡Abajo la mentira!


A ver si se puede oír esto:
Por la razón y el sentido común podemos decirle a este régimen que padecemos, a todos esos planes de economía futurista que nos invaden desde lo alto, desde donde Estado y Capital (que son lo mismo en todas partes) mandan y nos mandan encima que estemos informados y preocupados, como si nos fuera la vida en lo mismo que les va a Ellos: en el futuro de su dinero, de su euro o de su dólar o de su yen o como se llame, en el futuro de las ventas demenciales de sus averiados productos, de esos que están llenando de basura los sitios donde se podría –quién sabe– vivir.
Podemos porque se puede decirle que no, simplemente que no, sin necesidad de proponer nada a cambio (ya la gente sabe por lo bajo cómo apañarse sin Ellos o puede irlo sabiendo a medida que tenga que hacerlo): sólo hay que perder un poco el miedo personal y dejarse decirlo, porque ya está bien de que nos traten como a idiotas acojonados, que tiemblan por su futuro, que no piensan más que en la seguridad (¡ja!) que puede darles una cuenta corriente, en tener para pagar y seguir comprando chismes inútiles a costa de venderse y matarse por un puesto de trabajo de los que Ellos promocionaron y crean y nos obligan a tener o no tener, como a idiotas que están llenos de eso que tanto nos animan a tener: sueños e ilusiones personales (¡ejem!), y que por tanto, no se enteran de nada de lo que están haciendo. Todos los días por todos los medios, tratan de demostrarnos que eso es lo que somos: unos auténticos individuos (Ellos dicen “personas”, que es una cosa muy santa), y que no hay más en la gente que eso.
La penuria de cada día, la miseria que vemos dentro y fuera, hay que verla -nos dicen- como si fueran el bienestar y la riqueza mismos por el miedo a perderlas, a quedarse sin ello. No hay más que ver esos lamentos que se promocionan por ahí, que hacen a tantos salir indignamente a reclamar más empleo, más educación, más sanidad pública a las calles, olvidados de que tal vez no hace mucho, antes de que les informaran sobre recortes y demás amenazas futuras, ellos mismos podían haber estado echando pestes de todo eso que llaman empleo, educación o sanidad, lo mismo públicos que privados. Es lo que está mandado pensar: que hay que dar gracias al señor y seguir así, progresando en lo mismo, porque, si no, podríamos volver a las cavernas. Pero qué pasa si en vez de engañarnos sin lo que ellos nos venden, que bien mirado, no puede ser nada de verdad bueno ni deseable para nadie. Todo el mundo sabe que son sustitutos. Sirven para llenar unas vidas contabilizadas previamente, que consisten en un tiempo vacío en que temer o esperar un futuro y otro futuro, que eso no merece llamarse ni vida, que es una existencia abstracta y sosa a más no poder. El dinero acaba con las cosas.
Para perder ese miedo, no hace falta más que dejarse pensar y decirlo, el alivio y el ahorro que sería para todo el mundo no tener que seguir contribuyendo a sostener tanta insensatez, que no haya papeles que hacer a todas horas, que no haya que ir a ningún sitio por obligación, ni trabajo ni vacaciones ni semana laboral que engorden los bancos, que no haya oficinas ni bancos ni ministerios ni más ventas de pisitos, automóviles y demás inutilidades. ¡Eso sí que sería economía de la buena, sin estados ni fronteras, la de la gente viviendo en la tierra, libre de todos esos estorbos de Estado, Trabajo, Dinero, Familia, libres del Hombre y su Historia! ¿No sentís cómo tiemblan los padres de la patria eterna, los ejecutivos creyentes en el Futuro? Quien diga que no se puede será que tiene algún interés en mentir, porque poderse, claro que se puede, que nada de verdad lo impide.
Sólo que a la gente le han dicho que algún gobierno de lo alto, algún orden tiene que haber, hecho de leyes y policías, porque si no, el caos, la ley de la selva y el comerse los unos a los otros. Pero no puede ser tan tonta la gente para creerse eso ni dejar que nadie se lo crea ¿no?, porque eso nunca se ha visto más que en fantasías o películas: el único caos y la única jungla que conocemos son éstos que han producido la administración de los estados al servicio del Dinero con toda violencia impuesta, los tenemos delante cada día sus horrores, sólo con fijarnos en el tráfico mismo. El miedo a los fantasmas de lo que podría pasar si no nos defendieran las leyes y sus fuerzas armadas de esos fantasmas que ellos mismos fabrican para asustarnos, sólo ese miedo vano, esa fe en que estamos seguros contra los fantasmas de las guerras y hambrunas que salen por televisión, parece ser más que nada lo que permite que la pesadilla real continúe.
Pero no puede hacerse creer por siempre a la gente que el terror en que “vivimos” es normal. Como decíamos al principio, aparte del miedo personal que nos han metido, vive entre la gente la razón y el sentido común que pueden decirle que no a toda esa organización del Dinero sin miedo ninguno, porque es horrible y mentirosa, y caiga quien caiga. Algún día habrá que despertar y decirlo ¿no?: pues que sea ahora. ¡Abajo la mentira!
¿O es que no se piensa que a lo mejor las mujeres y sus hombres, libres del dinero, podrían vivir y dejar vivir? Porque lo que es con Él…
Otro día seguiremos razonando, que ya se sabe que no se derriba el régimen de un soplo, pero mientras tanto cabe acá abajo corroer la fe en las mentiras que lo sostienen y dejarlo que se hunda.
¡Salud y a ello!


Texto © Agustín García Calvo
Recuperado de Grupo de Estudios José Domingo Gómez Rojas
Publicado anteriormente en: Antología “Foto-grafías de Agustín García Calvo”, publicada en el segundo número de Revista Erosión,  2013, y en la edición n°20 de BICEL, boletín interno de la Fundación Anselmo Lorenzo, 2012

16 octubre, 2016

Dios y el dinero - Agustín García Calvo


Dios tiene que tener sobre todo dos condiciones: una es que tiene que ser real, más que nadie. Esto quiere decir más o menos lo mismo que se dice con ese verbo que nos han metido desde arriba a partir de las escuelas medievales, el verbo «existir»: real, existente; y, para ser real, aunque esto parezca una paradoja, tiene que ser ideal. Por el otro lado, tiene que ser, como algunos tal vez recuerdan del catecismo, personal: para mejor lograrlo, según la vieja teología católica, es tres Personas, que son un solo Dios verdadero. En todo caso, tiene que ser Persona. Cualquier dios, con más o menos éxito según las épocas y los sitios, tiene que reunir esas condiciones. En el Mundo Primero, en la Democracia Desarrollada, el Régimen que hoy padecemos, estas condiciones tienen que haberse elevado al grado más alto de potencia y de imperio. Si nos preguntamos cuál es el verdadero Dios en el Régimen más avanzado, no queda mucha duda, porque ese Dios tiene esencialmente la cara del Dinero: es el Dinero. Pero cualquiera de los otros dioses viejos que queden por ahí, si pueden colaborar con éste, con el Dios verdadero que hoy padecemos, es porque participan de las mismas condiciones.
En verdad el Dinero, la forma más alta y actual de Dios, no ha inventado esas condiciones: ya los dioses de las viejas religiones, según progresaban, iban avanzando en el mismo sentido; sólo que este Dios es el que las cumple de manera más perfecta. A primera vista, entre tener que ser real o existente y tener que ser personal puede haber una contradicción, y conviene que esta contradicción se aclare de la manera más precisa.
Dios tiene que ser real: tanto es así que en las religiones más avanzadas el verbo «existir» se inventó precisamente para eso. Aquí tenemos uno de los casos más ilustres en que, a lo mejor, se cree que se puede emplear este verbo de las Escuelas, más o menos divulgado, tranquilamente. Se puede incluso creer que un ateísmo verdaderamente eficaz puede decir «Dios no existe»: esto es una mentira, porque el verbo «existir» es coestensivo con Dios, se refiere a Él. No se puede decir inocentemente. Esta fórmula está condenada. Esto nunca lo puede decir el pueblo. Lo dicen las personas, porque les han hecho creer que este verbo «existir» es inocente. Cuando el pueblo se levantaba contra Dios, lo único que podía decir eran cosas del tipo de «no hay Dios», «no hay Dios que valga». Eso es popular. Ahí no hay ni una sola palabra que venga de arriba. ¿De qué va a servir que se diga que no existe, si primero se le ha puesto como sujeto de eso, se le ha hecho existente en el mismo momento de decirlo? ¿De qué va a servir que después se añada «no existe», si ya al decir de Dios tal o cual cosa, al hablar de Dios, se le está haciendo real? Porque ésta es la condición de la realidad: real es aquello de lo que se habla. No lo que habla, pues lo que habla, cuando se le deja (el pueblo, el lenguaje, yo cuando no soy nadie, cuando no soy persona), eso no es real. Una cosa es el que habla, que actúa, por tanto, y otra cosa es de lo que se habla. Con eso creo que se comprende bastante bien que la Realidad tiene que ser ideal. Todos los que os enseñan a contraponer «real» con «ideal», «realista» con «idealista» os están engañando. Para que se hable de una cosa, ésta tiene que tener su nombre, tiene que estar hecha de ideas, y por tanto no cabe pensar en ninguna realidad o existencia que no pase por las ideas. Aquel que por afán de realismo adopta las armas del Poder, proyecto, idea de futuro y demás, ése cae bajo el engaño, precisamente porque ha adoptado las ideas, la idealidad, lo que es propio y esencial del Poder. Frente a esas dos cosas, lo real y lo ideal, está aquello que no es de lo que se habla, sino el que habla, del que no se tiene idea: yo, que no es nadie. Pueblo, que no se sabe qué es, que no existe. Ése es el que actúa gracias a no ser real, a no existir, gracias a eso vive y actúa. Contra la realidad y las ideas juntamente está el lenguaje corriente y moliente, no las jergas: la razón común.
Así, Dios, ya en la vieja teología católica, era el ser más real de todos los seres: lo que los teólogos medievales decían ens realissimum. En cierto modo la realidad de las realidades. Ésta es la condición justamente que cumple hoy nuestro Dios: el Dinero tiene esa condición. El Dinero es la realidad de las realidades. Todas las cosas se cambian en Dinero, y una cosa es tanto más real cuanto más se puede cambiar en Dinero, cuanto más Dinero vale. El Dinero es la cosa de las cosas, la cosa a la que todas las cosas se reducen; y cumple su función: para ello es ideal. No hay cosa más ideal que el Dinero. Recuerdo de paso la corriente estupidez de llamar «material» al Dinero, que es la cosa más impalpable, la cosa que está, como Dios, en todas partes y en ninguna, que cumple las condiciones de la idealidad de la manera más perfecta. No se vaya a confundir, sin embargo, esas monedillas que uno tiene en el bolsillo, o lo que tiene en el Banco, con el Dinero: esas cosas son como aquellas imágenes que se podían hacer de Dios: son representaciones, estampitas; pero el Dinero no es eso: es totalmente ideal, y para ser la realidad de las realidades tiene que ser ideal, como cualquiera de los viejos dioses.



Pasamos a la otra condición. Ya en las viejas religiones también Dios tenía que ser personal. Eso parece a primera vista contradictorio porque estamos acostumbrados a pensar que a las cosas o realidades se les contraponen las personas: uno no es una cosa, uno es Persona. Ya en las viejas religiones más avanzadas Dios tenía que ser el existente entre los existentes, pero al mismo tiempo tenía que conservar su condición personal. Para que ejerciera su dominio, tenía que tener las dos caras. Persona o, como en la forma más avanzada de la Teología cristiana, tres personas, que en el mismo hecho de ser tres costituían un solo Dios verdadero. Estoy usando las viejas formas de Dios, las viejas religiones, como ilustración del Dios actual, porque, como las religiones más viejas no eran más que progresos hacia la actual, preparaciones de esta forma de poder, a veces, echando una mirada a ellas, recibe uno alguna iluminación.
La confusión acerca de esto de «personal» es una confusión que se descubre preguntándose: «¿Quién soy yo?». Si os preguntáis de veras eso, os encontráis de narices con la confusión que ahí late. ¿Soy yo Don Agustín Carda, por ejemplo? Por un lado tengo que reconocerlo: ésa es mi realidad, la que dice mi Documento de Identidad, pero yo, ¿soy ése? Yo no soy ese. Hay algo por debajo de mí que está diciendo «Yo no soy ése». Algo que me queda de mí por ahí abajo, algo que me queda de pueblo, frente a mi nombre propio y mi documento. Ahí veis en qué sentido rige esta confusión: Dios, por un lado, tendría que comportarse igual que yo, es decir, ser una contradicción, y lo era de hecho, en las viejas teologías, porque por un lado tenía que ser una persona real, tenía que tener su identidad, y por el otro tenía que ser una persona de verdad. A pesar de la propia teología y el dogma, vivía la contradicción entre el Dios del que se hablaba y el Dios que hablaba, como en mí. Era el Dios que hablaba el que no era un Dios real, como yo, nunca del todo y cerradamente Fulano. Así de sencillo. La dificultad está precisamente en que es demasiado sencillo.
Evidentemente hay algo que no es real, que no es de lo que se habla, precisamente porque es el que habla. La teología pensaba encontrar un artilugio definitivo y victorioso: la persona de Dios era la persona real, y por tanto estaba sometida y servía al sometimiento. En la medida en que el Poder y su Teología no conseguía esto, había algo que seguía diciendo «Eso no es cierto». Por eso es por lo que es tan difícil prescindir del nombre de Dios incluso desde la revuelta, porque la palabra sigue siendo, a pesar de todo, ambigua. La religión, por tanto, que verdaderamente padecemos es la religión que está representada por un Dios que es Dinero, realidad de las realidades. ¿Cómo es que el dinero es personal? ¿Cómo es que el dinero, esa forma más avanzada de Dios, cumple también esa segunda condición?
Apenas hay más que recordarlo: el dinero es personal. En tiempos en que la moneda era una forma de Dinero, en la moneda estaba la cara del monarca, la cara personal, con sus rasgos, del César, del Emperador o del Rey. Eso era una preparación para lo actual: en la Democracia no hay reyes de verdad, no hay más reyes que la Persona. Que se sigan haciendo moneditas del antiguo régimen sirve para distraer. El dinero de verdad es ese dinero del que la Persona dispone. Ya podéis ser vosotros muy modestos al estampar vuestra firma en la Banca, pero en el ordenador del Banco figura vuestro nombre, y éste representa las cifras, sean rojas o negras, pero en todo caso es vuestro nombre el que vale eso. Valéis eso, y ese dinero, esas cifras, sólo valen en la medida en que son de una persona, en que la representan.
La Persona puede ser, como se sabe, un consorcio o una persona jurídica o lo que sea, pero, en todo caso, una persona. Una persona que puede fácilmente hacer todos los jueguecitos que sabéis: entablar tratos con otras personas, intercambiarse, etc. Una persona que puede jugar en la Bolsa o en ese cruce de pantallazos todo alrededor del globo por medio de la Red Informática Universal, que permite estar en siete u ocho Bolsas al mismo tiempo y establecer ese juego. Nada de eso se podría hacer si no fueran personas las que costituyen la verdadera esencia del Dinero. Esto quiere decir que, si el dinero consiste en la Persona, su firma, el crédito de que goza y su firma le atribuye, entonces tenemos unas personas que son cosas, cada una de vuestras almitas personalmente.
No es ya sólo aquello tan viejo de «tanto tienes, tanto vales», sino que vales lo que tienes, y ése eres tú, en cuanto ente real, y no hay otra forma de alma real más que esa que está representada por la firma y el crédito de que uno goza en la Banca, desde los escalones más bajos a los más altos, que juegan con el Dinero en los Mercados de la Red Informática Universal bajo la bendición Urbis et Orbe.
Es por eso por lo que hay que insistir finalmente en que esta Religión actual, como las viejas, está sostenida por la Fe. Si se dejara de creer, caería sin más. Lo estáis sosteniendo todos los días en la medida en que creéis, os fiáis de las cifras del crédito, creéis en lo que vuestro capitalito va a rendir al cabo de tres meses o tres años. Como esta condición de la Fe –que en la Banca se llama crédito, de creer, que es la verdadera esencia del Dinero, que es todo Futuro, todo Fe– es la misma que en las viejas religiones (la Fe en Dios está inmediatamente ligada con la salvación, con esperanza de la Gloria Eterna), por eso mismo, la necesidad de Fe, es por lo que se llevan tan bien la verdadera Religión del Régimen con los restos de las otras religiones. Es de suma conveniencia para el Poder que sigan conviviendo juntas unas con otras. Evidentemente la nueva Religión alzará sus nuevas catedrales, sus iglesias sucursales y Bancos más o menos horripilantes que el Capital levanta por todas partes, pero conservando las viejas catedrales y muchas de las iglesias, y conservará igualmente las formas de culto pasadas de moda. Es una conveniencia. ¿Cómo no se van a llevar bien si, después de todo, todas son formas del mismo Dios, que solamente cambian para seguir manteniendo su imperio?



Empresas de producción de Dinero
La Empresa en general es una istitución que se dedica a la producción. Producción naturalmente de algo, de alguna cosa. En principio, la producción debía ser una producción de cosas, y añadámosle todavía, útiles, es decir, que sirvieran para algo. Entonces el productor se pregunta cómo se sabe cuáles cosas son útiles y cuáles no lo son, qué cosas sirven para algo y cuáles no. La economía tradicional dice que quien decide eso es el público. Se supone que hay un público que es el que pide o no pide tales cosas, y entonces se supone que las que pide son las cosas útiles, las que sirven para algo, para comer, para trasladarse, para enterrarse si llega el caso, etc.
No es por tanto ninguna arbitrariedad si se equipara eso de «útiles» con lo de demandadas. Útiles no quiere decir más que las cosas que están demandadas: la demanda crea un hueco, o un vacío aspirador, y entonces viene la producción y satisface la demanda ante ese vacío. Parece que la Ley de la oferta y la demanda está aquí en juego en su forma más primitiva: la empresa productora debería producir cosas que satisficieran una demanda previa que se supone que promueve y justifica la producción de las cosas demandadas.
Bajo el Régimen que hoy padecemos habréis oído cuentos como ésos, que se refieren a una especie de Economía que a lo mejor para los abuelos o tatarabuelos seguramente tenía algún sentido, pero, ahora, cuando oímos decir esas cosas seguramente os suena como que os están contando un cuento, cuando os hablan de ese juego de la oferta y la demanda. Eso es desde luego algo pasado de moda: en el Régimen que padecemos las cosas, desde luego, no juegan así. El gran proceso, el que ha llevado a esta forma de Régimen que hoy sufrimos, consiste en que eso se ha convertido en una producción de cosas inútiles. En su progreso, la Empresa ha venido a convertirse en una productora de cosas sencillamente vendibles. Cosas vendibles quiere decir cosas que, según un cálculo de previsión que se considera sensato, van a poderse vender en cantidad suficiente para compensar los esfuerzos y gastos de la producción. Evidentemente «vendibles» introduce la posibilidad y el futuro: las que, según un cálculo prudente y acomodado a la realidad, van a poderse vender de manera suficientemente amplia y fácil como para justificar el esfuerzo de la producción.
Qué es venderse, qué es vender, es una cosa que todo el mundo sabe: cosas vendibles son las convertibles en Dinero; y por otra parte, toda cosa convertible en Dinero se va a producir, va a encontrar su Empresa. Ésta es la Ley del Mercado en la situación actual. El hecho de que hayamos venido a esta situación económica tiene múltiples consecuencias.
Esta trasformación o paso de la producción de cosas que valen para algo a la producción de cosas vendibles arrastra consigo a su vez la creación de otra empresa que todos conocéis muy bien: es la Empresa que se encarga de sostener y realizar ese proceso, la Empresa de fabricación de necesidades.
Es una empresa fundamental: evidentemente, hacer pasar a las cosas de útiles a vendibles, convertibles en dinero, implica que el juego de oferta y demanda se ha vuelto del revés. Ésta es la condición para ese paso. Si nos contentáramos con las necesidades que se suelen llamar primitivas o verdaderas, entonces no habría ni progreso de la Empresa, ni padeceríamos bajo el Régimen que padecemos. Ésta, la que cubre necesidades primitivas, es una empresa que hoy se mira con sumo desprecio, porque una empresa de este tipo, que produce cosas útiles, es hasta una empresa agrícola; hasta el señor que produce patatas en su campo es una empresa en este sentido primitivo, pero eso no es una empresa seria. Incluso, no ya la empresa agrícola o sector primario, que es el más despreciable de todos bajo el Régimen, sino el sector secundario, la industria, la producción de cosas, si se atiene a esto, si no vuelve del revés la ley de la oferta y la demanda, pues tampoco es digna de figurar en el Régimen progresado. Incluso esa industria, que puede tener un derivado muy interesante, que son las máquinas productoras de máquinas, mientras se mantenga en eso nada más, tampoco tiene nada que hacer. Es preciso llegar al sector terciario, que es precisamente el de empresas de ese tipo, empresas dedicadas a volver del revés la Ley de la oferta y la demanda.
Esto se suele llamar Servicios (ya con mayúscula), que son servicios directamente ligados con el Dinero, servicios al Dinero, a ese Dios, sin andarse con cosas primitivas como la agricultura o ni siquiera la industria tradicional. Este proceso ha hecho pues pasar a la noción de «trabajo» por todas estas etapas. Mirad cómo cualquier empresario, alto o mediano, mira hoy desde lo alto al pobre labrador que todavía se afana en pretender que él está haciendo algo que vale cuando produce y lanza al mercado algunas patatas o algunas coles o cualquier otra cosa, cómo desde lo alto dice: «Eso no es nada». Lo mismo ocurre con los pocos obreros que quedan en el Estado del Bienestar, que la mayor parte, como sabéis, son mano de obra traída de fuera, porque, ¿cómo van a quedarse los ciudadanos del Bienestar en el sector secundario, en la producción con máquinas, cosiendo, forjando herramientas, o incluso en la producción de máquinas que producen máquinas? Aunque, por supuesto, cuanto más complicada es esa producción, más digna se vuelve para el Estado del Bienestar.


Hay que aspirar a caer en el sector terciario: hacer un trabajo que no produce nada. Fijáos que hacer un trabajo que no produce nada es una cosa interesante por los dos lados: primero, porque no produce nada, y luego porque sigue siendo trabajo. Si no cumple las dos funciones, no sirve: porque, evidentemente, tirarse a la bartola o dar saltos por la pradera tampoco produce nada, pero eso no sirve, porque eso no es trabajo. Tiene que seguir siendo un trabajo para nada, un trabajo que gire en el vacío, pero que siga siendo trabajo de todas maneras y un trabajo dedicado precisamente a eso, a proseguir esa inversión de la ley de la oferta y demanda que consiste en empresas de producción de necesidades. Para que a la gente se le haga creer que necesita todo lo que se le vende bajo el nombre de cosas en el Estado del Bienestar, hace falta un trabajo.
La gente no nace tonta del todo, aunque en una buena parte sí; y por tanto hay un trabajo que es el trabajo de convencerla de qué necesita. Imaginaos convencerla de que necesita estar viendo la televisión todas las noches (cosa que en tiempo de vuestros abuelos nadie había pedido ni se les había ocurrido): eso requiere una labor seria, que se llevó a cabo en los años 40 y 50, de convencimiento de que sin televisión no se vive. E imaginaos cuando os convencen de la necesidad de que tengáis un telefonillo móvil para llevaros de un lado para otro, o que estabais deseando desde el comienzo de la Historia, desde la espulsión del paraíso, que efectivamente os concedieran la gracia de tener una autopista. No os habíais dado cuenta, pero para eso están los técnicos de producción de necesidades, para que os deis cuenta de que desde el comienzo de la Historia estabais deseando disponer de una Red Informática Universal para que vuestras transacciones y vuestras ideas se trasladen de una punta a otra del globo con la rapidez que la electricidad proporciona. Simplemente tienen que convenceros con esa creación de necesidades, o de deseos, que son deseos falsos igual que las necesidades. Ésa es la gran industria que implica la inversión que hemos visto: no es ya ninguna demanda verdadera la que rige la producción, sino que, por el contrario, la producción principal está destinada a la creación de demandas que, por lo tanto, no son previas, sino posteriores a la oferta, que están justamente sosteniendo la oferta y haciendo funcionar esa industria.
Llegados a este punto, el último paso ya es muy fácil: las cosas vendibles en dinero han sustituido a las cosas útiles. La duda de si una cosa sirve para algo puede presentarse de vez en cuando, pero ¿quién se pregunta ya para qué sirven esos chismes una vez que están ahí? Han nacido para venderse. La única función para la que han venido a este mundo es la de la compraventa. Si después hay un señor o alguna señora que se cree que son muy útiles, bendito sea, porque es quien está sosteniendo el negocio. Sin ilusión, por lo menos mayoritaria, la cosa no marcharía.
La última forma de Empresa, la representada por la Banca entre los servicios, es ya una mera ratificación: una vez que lo que se produce son cosas que son dinero, ¿por qué no se va a producir directamente dinero? De manera que hay empresas directamente productoras de dinero, lo que no hace más que presentar de la manera más desnuda el tipo de empresa que está mandado. No es que pueda ser del todo la única Empresa: eso casi nos colocaría en una situación apocalíptica; pero evidentemente el Régimen que padecemos se acerca a ello. Por todas las ciudades del Bienestar continuamente vemos cómo otras empresas, incluso las de servicios, caen bajo la garra de la Banca. Veis cafeterías, tiendas de esto o de lo otro más o menos viejas, convertidas en sucursales de Banca, de manera que la tendencia está clara: entre las muchas empresas productoras de cosas que son Dinero tiene que ocupar una posición preeminente la empresa productora directamente de Dinero. Cuando todas las cafeterías del mundo, y todas las ferreterías y todas las tiendas de modas se hubieran convertido en Bancos, esto nos colocaría en una situación tan apocalíptica que parecería deseable, porque se habría desnudado entonces del todo el tinglado: ¡Todo son Bancos! Se ha declarado con una franqueza inconveniente que todas las cosas que se vendían en las tiendas eran Dinero, y que eran formas de Banca y, por tanto, no habría más producción que la de Dinero, producción que consiste en el puro movimiento del Capital. Pero todo esto es en el ideal, más o menos apocalíptico. También es cierto, y esto es un respiro del pueblo desde abajo, que eso jamás puede cumplirse del todo. Eso funciona en el ideal de los que efectivamente quieren convertir todo trabajo en servicios al Dinero, en el ideal de los que están seguros de que pueden indefinidamente producir necesidades para seguir vendiendo más y más sin tener en cuenta para nada lo que a la gente le sirva, y que todas las producciones vengan a ser producciones de tipo bancario. En el ideal está, pero está por debajo del ideal lo que nos quede de vivo, de gente que no acaba de vivir sólo de ilusiones, a la que de vez en cuando a lo mejor se le ocurre que podría saborear algún fruto, ver alguna nube que no estuviera en el Mercado. Hay cosas que no son cosas, en el sentido de cosas reducibles a Dinero. Hay algo que no es Dinero, hay siempre algo que no se puede comprar con Dinero. El intento del Régimen es, por supuesto, que no quede nada; pero ese intento es tan solo un ideal. Siempre queda algo que no se deja convertir en Dinero. Siempre quedan cosas a las que todavía el Mercado y la Banca no han echado la zarpa.
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Este texto comprende, algo resumidas, las trascripciones, realizadas por Roberto García Tomé, de dos intervenciones orales de Agustín Carda Calvo: la primera en el Ateneo de Vic, la segunda en la Facultad de Sociología de la Universidad de Santiago. Las dos conferencias se celebraron durante el curso 1998-99.