Dios tiene que tener sobre todo dos
condiciones: una es que tiene que ser real, más que nadie. Esto quiere decir
más o menos lo mismo que se dice con ese verbo que nos han metido desde arriba
a partir de las escuelas medievales, el verbo «existir»: real, existente; y,
para ser real, aunque esto parezca una paradoja, tiene que ser ideal. Por el
otro lado, tiene que ser, como algunos tal vez recuerdan del catecismo, personal:
para mejor lograrlo, según la vieja teología católica, es tres Personas, que
son un solo Dios verdadero. En todo caso, tiene que ser Persona. Cualquier
dios, con más o menos éxito según las épocas y los sitios, tiene que reunir
esas condiciones. En el Mundo Primero, en la Democracia Desarrollada, el
Régimen que hoy padecemos, estas condiciones tienen que haberse elevado al
grado más alto de potencia y de imperio. Si nos preguntamos cuál es el
verdadero Dios en el Régimen más avanzado, no queda mucha duda, porque ese Dios
tiene esencialmente la cara del Dinero: es el Dinero. Pero cualquiera de los
otros dioses viejos que queden por ahí, si pueden colaborar con éste, con el
Dios verdadero que hoy padecemos, es porque participan de las mismas condiciones.
En verdad el Dinero, la forma más alta
y actual de Dios, no ha inventado esas condiciones: ya los dioses de las viejas
religiones, según progresaban, iban avanzando en el mismo sentido; sólo que
este Dios es el que las cumple de manera más perfecta. A primera vista, entre
tener que ser real o existente y tener que ser personal puede haber una
contradicción, y conviene que esta contradicción se aclare de la manera más
precisa.
Dios tiene que ser real: tanto es así
que en las religiones más avanzadas el verbo «existir» se inventó precisamente
para eso. Aquí tenemos uno de los casos más ilustres en que, a lo mejor, se
cree que se puede emplear este verbo de las Escuelas, más o menos divulgado,
tranquilamente. Se puede incluso creer que un ateísmo verdaderamente eficaz
puede decir «Dios no existe»: esto es una mentira, porque el verbo «existir» es
coestensivo con Dios, se refiere a Él. No se puede decir inocentemente. Esta
fórmula está condenada. Esto nunca lo puede decir el pueblo. Lo dicen las
personas, porque les han hecho creer que este verbo «existir» es inocente.
Cuando el pueblo se levantaba contra Dios, lo único que podía decir eran cosas
del tipo de «no hay Dios», «no hay Dios que valga». Eso es popular. Ahí no hay
ni una sola palabra que venga de arriba. ¿De qué va a servir que se diga que no
existe, si primero se le ha puesto como sujeto de eso, se le ha hecho existente
en el mismo momento de decirlo? ¿De qué va a servir que después se añada «no
existe», si ya al decir de Dios tal o cual cosa, al hablar de Dios, se le está
haciendo real? Porque ésta es la condición de la realidad: real es aquello de
lo que se habla. No lo que habla, pues lo que habla, cuando se le deja (el pueblo,
el lenguaje, yo cuando no soy nadie, cuando no soy persona), eso no es real. Una
cosa es el que habla, que actúa, por tanto, y otra cosa es de lo que se habla. Con
eso creo que se comprende bastante bien que la Realidad tiene que ser ideal. Todos
los que os enseñan a contraponer «real» con «ideal», «realista» con «idealista»
os están engañando. Para que se hable de una cosa, ésta tiene que tener su
nombre, tiene que estar hecha de ideas, y por tanto no cabe pensar en ninguna
realidad o existencia que no pase por las ideas. Aquel que por afán de realismo
adopta las armas del Poder, proyecto, idea de futuro y demás, ése cae bajo el
engaño, precisamente porque ha adoptado las ideas, la idealidad, lo que es
propio y esencial del Poder. Frente a esas dos cosas, lo real y lo ideal, está
aquello que no es de lo que se habla, sino el que habla, del que no se tiene
idea: yo, que no es nadie. Pueblo, que no se sabe qué es, que no existe. Ése es
el que actúa gracias a no ser real, a no existir, gracias a eso vive y actúa.
Contra la realidad y las ideas juntamente está el lenguaje corriente y
moliente, no las jergas: la razón común.
Así, Dios, ya en la vieja teología
católica, era el ser más real de todos los seres: lo que los teólogos
medievales decían ens realissimum. En cierto modo la realidad de las realidades.
Ésta es la condición justamente que cumple hoy nuestro Dios: el Dinero tiene esa
condición. El Dinero es la realidad de las realidades. Todas las cosas se
cambian en Dinero, y una cosa es tanto más real cuanto más se puede cambiar en
Dinero, cuanto más Dinero vale. El Dinero es la cosa de las cosas, la cosa a la
que todas las cosas se reducen; y cumple su función: para ello es ideal. No hay
cosa más ideal que el Dinero. Recuerdo de paso la corriente estupidez de llamar
«material» al Dinero, que es la cosa más impalpable, la cosa que está, como
Dios, en todas partes y en ninguna, que cumple las condiciones de la idealidad
de la manera más perfecta. No se vaya a confundir, sin embargo, esas monedillas
que uno tiene en el bolsillo, o lo que tiene en el Banco, con el Dinero: esas
cosas son como aquellas imágenes que se podían hacer de Dios: son
representaciones, estampitas; pero el Dinero no es eso: es totalmente ideal, y
para ser la realidad de las realidades tiene que ser ideal, como cualquiera de los
viejos dioses.
Pasamos a la otra condición. Ya en las
viejas religiones también Dios tenía que ser personal. Eso parece a primera
vista contradictorio porque estamos acostumbrados a pensar que a las cosas o
realidades se les contraponen las personas: uno no es una cosa, uno es Persona.
Ya en las viejas religiones más avanzadas Dios tenía que ser el existente entre
los existentes, pero al mismo tiempo tenía que conservar su condición personal.
Para que ejerciera su dominio, tenía que tener las dos caras. Persona o, como en
la forma más avanzada de la Teología cristiana, tres personas, que en el mismo hecho
de ser tres costituían un solo Dios verdadero. Estoy usando las viejas formas de
Dios, las viejas religiones, como ilustración del Dios actual, porque, como las
religiones más viejas no eran más que progresos hacia la actual, preparaciones
de esta forma de poder, a veces, echando una mirada a ellas, recibe uno alguna
iluminación.
La confusión acerca de esto de
«personal» es una confusión que se descubre preguntándose: «¿Quién soy yo?». Si
os preguntáis de veras eso, os encontráis de narices con la confusión que ahí
late. ¿Soy yo Don Agustín Carda, por ejemplo? Por un lado tengo que reconocerlo:
ésa es mi realidad, la que dice mi Documento de Identidad, pero yo, ¿soy ése?
Yo no soy ese. Hay algo por debajo de mí que está diciendo «Yo no soy ése».
Algo que me queda de mí por ahí abajo, algo que me queda de pueblo, frente a mi
nombre propio y mi documento. Ahí veis en qué sentido rige esta confusión:
Dios, por un lado, tendría que comportarse igual que yo, es decir, ser una contradicción,
y lo era de hecho, en las viejas teologías, porque por un lado tenía que ser
una persona real, tenía que tener su identidad, y por el otro tenía que ser una
persona de verdad. A pesar de la propia teología y el dogma, vivía la
contradicción entre el Dios del que se hablaba y el Dios que hablaba, como en
mí. Era el Dios que hablaba el que no era un Dios real, como yo, nunca del todo
y cerradamente Fulano. Así de sencillo. La dificultad está precisamente en que
es demasiado sencillo.
Evidentemente hay algo que no es real,
que no es de lo que se habla, precisamente porque es el que habla. La teología
pensaba encontrar un artilugio definitivo y victorioso: la persona de Dios era
la persona real, y por tanto estaba sometida y servía al sometimiento. En la
medida en que el Poder y su Teología no conseguía esto, había algo que seguía
diciendo «Eso no es cierto». Por eso es por lo que es tan difícil prescindir del
nombre de Dios incluso desde la revuelta, porque la palabra sigue siendo, a
pesar de todo, ambigua. La religión, por tanto, que verdaderamente padecemos es
la religión que está representada por un Dios que es Dinero, realidad de las
realidades. ¿Cómo es que el dinero es personal? ¿Cómo es que el dinero, esa
forma más avanzada de Dios, cumple también esa segunda condición?
Apenas hay más que recordarlo: el
dinero es personal. En tiempos en que la moneda era una forma de Dinero, en la
moneda estaba la cara del monarca, la cara personal, con sus rasgos, del César,
del Emperador o del Rey. Eso era una preparación para lo actual: en la
Democracia no hay reyes de verdad, no hay más reyes que la Persona. Que se
sigan haciendo moneditas del antiguo régimen sirve para distraer. El dinero de
verdad es ese dinero del que la Persona dispone. Ya podéis ser vosotros muy modestos
al estampar vuestra firma en la Banca, pero en el ordenador del Banco figura vuestro
nombre, y éste representa las cifras, sean rojas o negras, pero en todo caso es
vuestro nombre el que vale eso. Valéis eso, y ese dinero, esas cifras, sólo
valen en la medida en que son de una persona, en que la representan.
La Persona puede ser, como se sabe, un
consorcio o una persona jurídica o lo que sea, pero, en todo caso, una persona.
Una persona que puede fácilmente hacer todos los jueguecitos que sabéis:
entablar tratos con otras personas, intercambiarse, etc. Una persona que puede
jugar en la Bolsa o en ese cruce de pantallazos todo alrededor del globo por
medio de la Red Informática Universal, que permite estar en siete u ocho Bolsas
al mismo tiempo y establecer ese juego. Nada de eso se podría hacer si no fueran
personas las que costituyen la verdadera esencia del Dinero. Esto quiere decir
que, si el dinero consiste en la Persona, su firma, el crédito de que goza y su
firma le atribuye, entonces tenemos unas personas que son cosas, cada una de
vuestras almitas personalmente.
No es ya sólo aquello tan viejo de
«tanto tienes, tanto vales», sino que vales lo que tienes, y ése eres tú, en
cuanto ente real, y no hay otra forma de alma real más que esa que está
representada por la firma y el crédito de que uno goza en la Banca, desde los
escalones más bajos a los más altos, que juegan con el Dinero en los Mercados de
la Red Informática Universal bajo la bendición Urbis et Orbe.
Es por eso por lo que hay que insistir
finalmente en que esta Religión actual, como las viejas, está sostenida por la
Fe. Si se dejara de creer, caería sin más. Lo estáis sosteniendo todos los días
en la medida en que creéis, os fiáis de las cifras del crédito, creéis en lo
que vuestro capitalito va a rendir al cabo de tres meses o tres años. Como esta
condición de la Fe –que en la Banca se llama crédito, de creer, que es la
verdadera esencia del Dinero, que es todo Futuro, todo Fe– es la misma que en
las viejas religiones (la Fe en Dios está inmediatamente ligada con la
salvación, con esperanza de la Gloria Eterna), por eso mismo, la necesidad de
Fe, es por lo que se llevan tan bien la verdadera Religión del Régimen con los
restos de las otras religiones. Es de suma conveniencia para el Poder que sigan
conviviendo juntas unas con otras. Evidentemente la nueva Religión alzará sus
nuevas catedrales, sus iglesias sucursales y Bancos más o menos horripilantes
que el Capital levanta por todas partes, pero conservando las viejas catedrales
y muchas de las iglesias, y conservará igualmente las formas de culto pasadas
de moda. Es una conveniencia. ¿Cómo no se van a llevar bien si, después de todo,
todas son formas del mismo Dios, que solamente cambian para seguir manteniendo su
imperio?
Empresas
de producción de Dinero
La Empresa en general es una
istitución que se dedica a la producción. Producción naturalmente de algo, de
alguna cosa. En principio, la producción debía ser una producción de cosas, y
añadámosle todavía, útiles, es decir, que sirvieran para algo. Entonces el
productor se pregunta cómo se sabe cuáles cosas son útiles y cuáles no lo son,
qué cosas sirven para algo y cuáles no. La economía tradicional dice que quien decide
eso es el público. Se supone que hay un público que es el que pide o no pide tales
cosas, y entonces se supone que las que pide son las cosas útiles, las que
sirven para algo, para comer, para trasladarse, para enterrarse si llega el
caso, etc.
No es por tanto ninguna arbitrariedad
si se equipara eso de «útiles» con lo de demandadas. Útiles no quiere decir más
que las cosas que están demandadas: la demanda crea un hueco, o un vacío
aspirador, y entonces viene la producción y satisface la demanda ante ese
vacío. Parece que la Ley de la oferta y la demanda está aquí en juego en su
forma más primitiva: la empresa productora debería producir cosas que
satisficieran una demanda previa que se supone que promueve y justifica la producción
de las cosas demandadas.
Bajo el Régimen que hoy padecemos
habréis oído cuentos como ésos, que se refieren a una especie de Economía que a
lo mejor para los abuelos o tatarabuelos seguramente tenía algún sentido, pero,
ahora, cuando oímos decir esas cosas seguramente os suena como que os están
contando un cuento, cuando os hablan de ese juego de la oferta y la demanda.
Eso es desde luego algo pasado de moda: en el Régimen que padecemos las cosas,
desde luego, no juegan así. El gran proceso, el que ha llevado a esta forma de
Régimen que hoy sufrimos, consiste en que eso se ha convertido en una
producción de cosas inútiles. En su progreso, la Empresa ha venido a convertirse
en una productora de cosas sencillamente vendibles. Cosas vendibles quiere
decir cosas que, según un cálculo de previsión que se considera sensato, van a poderse
vender en cantidad suficiente para compensar los esfuerzos y gastos de la producción.
Evidentemente «vendibles» introduce la posibilidad y el futuro: las que, según un
cálculo prudente y acomodado a la realidad, van a poderse vender de manera suficientemente
amplia y fácil como para justificar el esfuerzo de la producción.
Qué es venderse, qué es vender, es una
cosa que todo el mundo sabe: cosas vendibles son las convertibles en Dinero; y
por otra parte, toda cosa convertible en Dinero se va a producir, va a
encontrar su Empresa. Ésta es la Ley del Mercado en la situación actual. El
hecho de que hayamos venido a esta situación económica tiene múltiples
consecuencias.
Esta trasformación o paso de la
producción de cosas que valen para algo a la producción de cosas vendibles
arrastra consigo a su vez la creación de otra empresa que todos conocéis muy
bien: es la Empresa que se encarga de sostener y realizar ese proceso, la
Empresa de fabricación de necesidades.
Es una empresa fundamental:
evidentemente, hacer pasar a las cosas de útiles a vendibles, convertibles en
dinero, implica que el juego de oferta y demanda se ha vuelto del revés. Ésta
es la condición para ese paso. Si nos contentáramos con las necesidades que se
suelen llamar primitivas o verdaderas, entonces no habría ni progreso de la
Empresa, ni padeceríamos bajo el Régimen que padecemos. Ésta, la que cubre necesidades
primitivas, es una empresa que hoy se mira con sumo desprecio, porque una empresa
de este tipo, que produce cosas útiles, es hasta una empresa agrícola; hasta el
señor que produce patatas en su campo es una empresa en este sentido primitivo,
pero eso no es una empresa seria. Incluso, no ya la empresa agrícola o sector primario,
que es el más despreciable de todos bajo el Régimen, sino el sector secundario,
la industria, la producción de cosas, si se atiene a esto, si no vuelve del
revés la ley de la oferta y la demanda, pues tampoco es digna de figurar en el
Régimen progresado. Incluso esa industria, que puede tener un derivado muy
interesante, que son las máquinas productoras de máquinas, mientras se mantenga
en eso nada más, tampoco tiene nada que hacer. Es preciso llegar al sector
terciario, que es precisamente el de empresas de ese tipo, empresas dedicadas a
volver del revés la Ley de la oferta y la demanda.
Esto se suele llamar Servicios (ya con
mayúscula), que son servicios directamente ligados con el Dinero, servicios al
Dinero, a ese Dios, sin andarse con cosas primitivas como la agricultura o ni
siquiera la industria tradicional. Este proceso ha hecho pues pasar a la noción
de «trabajo» por todas estas etapas. Mirad cómo cualquier empresario, alto o
mediano, mira hoy desde lo alto al pobre labrador que todavía se afana en pretender
que él está haciendo algo que vale cuando produce y lanza al mercado algunas
patatas o algunas coles o cualquier otra cosa, cómo desde lo alto dice: «Eso no
es nada». Lo mismo ocurre con los pocos obreros que quedan en el Estado del
Bienestar, que la mayor parte, como sabéis, son mano de obra traída de fuera,
porque, ¿cómo van a quedarse los ciudadanos del Bienestar en el sector
secundario, en la producción con máquinas, cosiendo, forjando herramientas, o
incluso en la producción de máquinas que producen máquinas? Aunque, por
supuesto, cuanto más complicada es esa producción, más digna se vuelve para el
Estado del Bienestar.
Hay que aspirar a caer en el sector
terciario: hacer un trabajo que no produce nada. Fijáos que hacer un trabajo
que no produce nada es una cosa interesante por los dos lados: primero, porque
no produce nada, y luego porque sigue siendo trabajo. Si no cumple las dos
funciones, no sirve: porque, evidentemente, tirarse a la bartola o dar saltos
por la pradera tampoco produce nada, pero eso no sirve, porque eso no es trabajo.
Tiene que seguir siendo un trabajo para nada, un trabajo que gire en el vacío, pero
que siga siendo trabajo de todas maneras y un trabajo dedicado precisamente a eso,
a proseguir esa inversión de la ley de la oferta y demanda que consiste en
empresas de producción de necesidades. Para que a la gente se le haga creer que
necesita todo lo que se le vende bajo el nombre de cosas en el Estado del
Bienestar, hace falta un trabajo.
La gente no nace tonta del todo,
aunque en una buena parte sí; y por tanto hay un trabajo que es el trabajo de
convencerla de qué necesita. Imaginaos convencerla de que necesita estar viendo
la televisión todas las noches (cosa que en tiempo de vuestros abuelos nadie
había pedido ni se les había ocurrido): eso requiere una labor seria, que se
llevó a cabo en los años 40 y 50, de convencimiento de que sin televisión no se
vive. E imaginaos cuando os convencen de la necesidad de que tengáis un telefonillo
móvil para llevaros de un lado para otro, o que estabais deseando desde el comienzo
de la Historia, desde la espulsión del paraíso, que efectivamente os
concedieran la gracia de tener una autopista. No os habíais dado cuenta, pero
para eso están los técnicos de producción de necesidades, para que os deis
cuenta de que desde el comienzo de la Historia estabais deseando disponer de
una Red Informática Universal para que vuestras transacciones y vuestras ideas
se trasladen de una punta a otra del globo con la rapidez que la electricidad
proporciona. Simplemente tienen que convenceros con esa creación de
necesidades, o de deseos, que son deseos falsos igual que las necesidades. Ésa
es la gran industria que implica la inversión que hemos visto: no es ya ninguna
demanda verdadera la que rige la producción, sino que, por el contrario, la
producción principal está destinada a la creación de demandas que, por lo
tanto, no son previas, sino posteriores a la oferta, que están justamente
sosteniendo la oferta y haciendo funcionar esa industria.
Llegados a este punto, el último paso
ya es muy fácil: las cosas vendibles en dinero han sustituido a las cosas
útiles. La duda de si una cosa sirve para algo puede presentarse de vez en
cuando, pero ¿quién se pregunta ya para qué sirven esos chismes una vez que
están ahí? Han nacido para venderse. La única función para la que han venido a
este mundo es la de la compraventa. Si después hay un señor o alguna señora que
se cree que son muy útiles, bendito sea, porque es quien está sosteniendo el
negocio. Sin ilusión, por lo menos mayoritaria, la cosa no marcharía.
La última forma de Empresa, la
representada por la Banca entre los servicios, es ya una mera ratificación: una
vez que lo que se produce son cosas que son dinero, ¿por qué no se va a
producir directamente dinero? De manera que hay empresas directamente productoras
de dinero, lo que no hace más que presentar de la manera más desnuda el tipo de
empresa que está mandado. No es que pueda ser del todo la única Empresa: eso
casi nos colocaría en una situación apocalíptica; pero evidentemente el Régimen
que padecemos se acerca a ello. Por todas las ciudades del Bienestar continuamente
vemos cómo otras empresas, incluso las de servicios, caen bajo la garra de la
Banca. Veis cafeterías, tiendas de esto o de lo otro más o menos viejas, convertidas
en sucursales de Banca, de manera que la tendencia está clara: entre las muchas
empresas productoras de cosas que son Dinero tiene que ocupar una posición preeminente
la empresa productora directamente de Dinero. Cuando todas las cafeterías del
mundo, y todas las ferreterías y todas las tiendas de modas se hubieran convertido
en Bancos, esto nos colocaría en una situación tan apocalíptica que parecería deseable,
porque se habría desnudado entonces del todo el tinglado: ¡Todo son Bancos! Se
ha declarado con una franqueza inconveniente que todas las cosas que se vendían
en las tiendas eran Dinero, y que eran formas de Banca y, por tanto, no habría
más producción que la de Dinero, producción que consiste en el puro movimiento del
Capital. Pero todo esto es en el ideal, más o menos apocalíptico. También es
cierto, y esto es un respiro del pueblo desde abajo, que eso jamás puede
cumplirse del todo. Eso funciona en el ideal de los que efectivamente quieren
convertir todo trabajo en servicios al Dinero, en el ideal de los que están
seguros de que pueden indefinidamente producir necesidades para seguir
vendiendo más y más sin tener en cuenta para nada lo que a la gente le sirva, y
que todas las producciones vengan a ser producciones de tipo bancario. En el
ideal está, pero está por debajo del ideal lo que nos quede de vivo, de gente
que no acaba de vivir sólo de ilusiones, a la que de vez en cuando a lo mejor
se le ocurre que podría saborear algún fruto, ver alguna nube que no estuviera
en el Mercado. Hay cosas que no son cosas, en el sentido de cosas reducibles a
Dinero. Hay algo que no es Dinero, hay siempre algo que no se puede comprar con
Dinero. El intento del Régimen es, por supuesto, que no quede nada; pero ese
intento es tan solo un ideal. Siempre queda algo que no se deja convertir en
Dinero. Siempre quedan cosas a las que todavía el Mercado y la Banca no han
echado la zarpa.
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Este texto comprende, algo resumidas,
las trascripciones, realizadas por Roberto García Tomé, de dos intervenciones
orales de Agustín Carda Calvo: la primera en el Ateneo de Vic, la segunda en la Facultad de
Sociología de la Universidad de Santiago. Las dos conferencias se celebraron
durante el curso 1998-99.