28 octubre, 2016

El rock, la subversión y la política en la Transición - Miquel Amorós


Charla debate sobre “La Juventut en la Transició”, en el Centro Social Autogestionado Can Batlló, barriada de Sants, Barcelona.
El sentido de la historia también se manifiesta en fenómenos superficiales y laterales como la música pop, puesto que están vinculados con la vida corriente y no son simplemente hueras trivialidades o negocios lucrativos, sino resultado de fantasías y ensoñaciones colectivas donde cristaliza a un nivel cotidiano la falsa conciencia de la época. Son materiales compuestos de consignas, temas, imágenes y sonidos con las que se puede ilustrar la evolución de una sociedad de clases enfrentadas hacia una sociedad de masas manipulables. Desde la sucesión de estilos propios a esa clase de música para jóvenes, que anuncian el desarrollo y diversificación de la industria del espectáculo, podemos llegar con facilidad a las contradicciones de una realidad social en fase de efervescencia a la que los intereses de la dominación tratan de apaciguar, tanto en el frente musical como en los demás frentes. Si la función de tales intereses consiste en desvirtuar y neutralizar los impulsos disolventes que emergen musicalmente o no en los estratos juveniles de la sociedad, la nuestra es por el contrario la de darlos a conocer y revelar lo que hay de esencial en ellos, pasando por encima de opiniones veleidosas e intrascendentes.
El periodo conocido como la Transición, comprendido entre 1976 y 1981, es decir, entre el año de la actuación de los Rolling Stones en Barcelona y el año en el que nace Mecano y abre la sala RockOla, consistió básicamente en la transmutación parlamentaria de un régimen fascista con la aprobación y el apoyo de una oposición política que se autoproclamaba “democrática”. Fue una operación de cambio de oropeles de un aparato dictatorial que se conservaba íntegro y limpiaba su antigua hoja de servicios gracias a un pacto de silencio y una amnistía. En compensación se creaba un espacio para el asentamiento de una nueva clase política, la cual se hacía responsable de la desactivación de cualquier fuerza subversiva en el seno de la sociedad civil. La Constitución salida de esa componenda, más que garantizar derechos los suspendía con el pretexto de posibles situaciones de peligro institucional determinadas unilateralmente por la autoridad gubernativa. Los jueces franquistas garantizaban su aplicación regresiva. Mientras, la jurisdicción militar se mantenía aparte y sus tribunales seguían procesando a escritores, actores y periodistas. El golpe de Tejero proporcionó las excusas que faltaban para las vergonzosas capitulaciones que cerraron el periodo, instaurando un régimen continuista con apariencias democráticas.
Para sus inventores, la Transición no podía limitarse a la política y a la jurisprudencia; el cambio aparente tenía que ser cultural y sobre todo, llevar la impronta generacional. La importancia de la juventud radicaba en el hecho de que las tres cuartas partes de la población española de mediados de los setenta tenía menos de cuarenta años. La farsa constitucional y los Pactos de la Moncloa harían de fondo; la servidumbre voluntaria y la conciencia satisfecha figurarían en primera fila. Siendo una herramienta de suma importancia para el condicionamiento de masas, los medios de comunicación habían continuado casi en exclusiva en manos del antiguo aparato, incluso después de aprobarse la “carta magna” y constituirse las Cortes parlamentarias. Eso significó el predominio de formas espectaculares arcaicas, y nunca mejor dicho, teledirigidas, cuando la reconducción de la juventud potencialmente contestataria exigía un espectáculo difuso que incluyera actitudes beligerantes contra las convenciones pasadas aún vigentes. El clima social conformista que se quería introducir con el calzador de la modernización formal necesitaba canales de desagüe más eficaces y distracciones más atrevidas. Para ser verdaderamente moderno el orden musical no tenía que luchar contra la subversión, sino marchar un paso por delante. Sin embargo, desde el punto de vista del franquismo discográfico el rock no iba más allá de Los Brincos o de Fórmula V, y, para los nuevos funcionarios progresistas de la cultura, el rock era poco menos que un invento del capitalismo. Eso, la ausencia de la gente de barrio, el carácter artificioso e importado de la contracultura y una sofisticación fuera de lugar explicarían por ejemplo la falta de atractivo tanto institucional como popular del llamado rock progresivo o del llamado “underground” de los primeros setenta, a pesar de contar con el respaldo de un parte significativa del staff musical. Dicha modalidad rockera tuvo uno de sus últimos espasmos en el primer Canet Rock, la única tentativa, confusa, pero con verdadera voluntad de dar vida a una contracultura ibérica. El impasse musical fue aprovechado mejor por los cantautores.
Por lo menos hasta 1978, a pesar de la euforia libertaria, los cantautores adictos al sistema de partidos dominaron la escena oficial. Las maneras poetoides, corales y folk con “mensaje” eran más apropiadas para transmitir los eslóganes del poder remodelado a un público mayoritario de estudiantes y profesores. Una lírica palabrera y seudotrascendental de “libertad sin ira, libertad”, de “se hace camino al andar”, de “a galopar”, o de “si tu l’estires cap aquí”, cubría el engaño supremo de una democracia ful con que la misma libertad estaba siendo escamoteada. La tarea adormecedora del cantautor obedecía a la urgencia de estabilizar el régimen nacido de una transacción abominable. Apremiaba un trabajo de propaganda que, mediante el uso poético-musical de los tópicos liberales y el buenismo democrático parlamentario, ocultara los antagonismos de clase e indirectamente hiciera apología del orden establecido, de sus curas, sus jueces, su policía y su ejército. Al caminante de Machado le soplaban lo de que “se hace camino al votar”. En fin, se puede decir que la canción de autor, serio y “de izquierdas”, caracterizó el melecumbé del nuevo régimen partitocrático en sus inicios. Los efectos de la contracultura americana durante los primeros setenta no traspasaron los ambientes de los retoños desarraigados de las clases medias y altas. Los viajes, el ácido lisérgico, la meditación, la maría, la melena, el comic underground, la no-violencia, la libertad sexual y las comunas campestres fueron sus propuestas más importantes, y Pau Riba, su artista más dinámico. Inspiraron los voluntariosos y artesanales festivales de rock de 1975-76, balbuceos de un hippismo casero pasando de todo lo que significara compromiso social, y tuvieron su momento de gloria en las Jornadas Libertarias de julio de 1977, ceremonia triunfalista y autocomplaciente de una confusión que ni la CNT ni la revista cajón-de-sastre “Ajoblanco” pudieron administrar durante demasiado tiempo. La amalgama de ideologías, camarillas y poses no despertaba una especial lucidez; mientras, los días de libertad se acababan con la consolidación de la partitocracia y la acción paralela del caballo y de los servicios secretos.
Los trabajadores adultos veían con malos ojos los asaltos a la moral puritana, a la familia y a la ética del trabajo. Estaban contaminados por valores culturales catolico-burgueses y eran indiferentes, cuando no francamente hostiles, a los radicalismos en la vida cotidiana. Por su parte, el movimiento obrero autónomo se batía en retirada y no estaba ni para porros ni para canciones. Sin embargo, los tiempos corrían y lo que hoy ponía en música la buena conciencia de la progresía pequeño burguesa y de los viejos militantes de fábrica, no serviría mañana para impedir la formación de fuerzas juveniles desestabilizadoras en las barriadas dormitorio, donde aún ardían rescoldos de luchas asamblearias. De un día para otro habían dejado de funcionar los sermones cansinos y deprimentes de los cantautores del nuevo régimen, requiriéndose nuevos vehículos musicales para dispersar las energías juveniles. No se trataba de dar un falso contenido al tiempo, sino simplemente de matarlo, por lo que convenían más los estilos rockeros ya que se prestaban mejor al optimismo y a la evasión. Con una masa juvenil deseosa de divertirse, de huir de la realidad y de disimular su insatisfacción particular, pero incapaz de tragarse las salmodias seudodemocráticas y fraternaloides con que le obsequiaban los artistas “comprometidos” con el statu quo –no hablemos ya del frikismo contemplativo hippy o de los cánticos arqueolibertarios– los mecanismos de evacuación de la rabia anti-sistema buscarán otras salidas que afrontarán en principio la realidad en lugar de esquivarla, para mejor pasar después de ella.

A partir de 1977, año de la euforia que despertaron las primeras elecciones y año también de las primeras manifestaciones de la crisis económica, al margen del negocio musical aparecen o graban en sellos independientes una multitud de bandas rockeras suburbanas de sonido diverso, promocionadas por emisoras de frecuencia modulada. Tienen buenos intérpretes, malas pintas y cantan letras que hablan de asuntos muy alejados de los que obsesionan a la clase política, como son el sexo, la peligrosidad social, la escuela, el dinero, las peleas, el bailoteo, la juerga del fin de semana, etc. Se han cansado de versionear en inglés a sus grupos preferidos, cantan en español y demuestran un gran poder de convocatoria. De Burning a Barricada, de Leño a Baron Rojo, de La Banda Trapera a Cucharada, de Coz a La Polla Records, de Asfalto a la incipiente movida viguesa, un montón de bandas conectan de maravilla con un público que además de ir a los conciertos todavía se organizaba en los barrios, asistía a asambleas y se presentaba en las manifestaciones. El pacto desmovilizador que cimentaba la Transición no había acabado con eso puesto que su complemento económico, la sociedad de consumo, no había alcanzado niveles europeos. El coche, por ejemplo, el artefacto por excelencia del consumidor, no ocupaba el centro de la vida cotidiana del joven. Tampoco la moto ni la ropa. Culpa de la subida del precio del carburante y de la falta de trabajo que se empezaba a notar. Otras propuestas musicales ofrecerán menos interés, como por ejemplo el rock anestésico tipo andaluz o el rock-salsa layetano, hijos bastardos del progresivo, pero completan un cuadro que permite hablar de “creatividad” y de “libertad” con mayor propiedad que en ningún otro momento. La producción musical no iba condicionada y ni mucho menos determinada por las estructuras comerciales de un show bussiness que se comía bien poco en ese campo. El rock español de barrio superaba los límites del espectáculo al crear una comunión entre músicos y público lo suficiente real como para dar la impresión de una comunidad juvenil, cuando no de una “nación”, pero más bien como la del “Woodstock catalán” de Canet. Mera impresión sin mucha base, puesto que la marcha rockera no era sino una respuesta en el terreno del ocio a cuestiones sociales irresolubles en dicho terreno. La libertad, liquidada apenas acabada de nacer en la sociedad posfranquista, se preservaba de momento en enclaves juveniles de la periferia urbana. Pero se pretendía una resolución mágica de contradicciones sociales con la fórmula magistral de amontonamiento libre, buenrollismo y colocón tolerado. Las contundentes afirmaciones del público de los conciertos: “el rock es todo”, “es mi religión”, “es una forma de estar vivos”, etc., ya reflejaban las ansias de sublimar su libertad verdadera, sus experiencias posibles y sus deseos de acción en un lugar cerrado liándose canutos, dando cabezazos, rasgando guitarras irreales y saltando con la música a toda pastilla, con la ilusión adolescente de formar parte de algo completamente inexistente. Y sobre todo, manifestaban la voluntad de no correr riesgos. Al revés de lo ocurrido en la década anterior, en los últimos setenta nadie creía realmente que el rock cambiaría el mundo. Lo dijeron los Stones: “esto es sólo rocanrol”. Un estilo que además parecía perfectamente coherente con una mentalidad política conservadora: Neil Young, Alice Cooper, David Bowie y Eric Clapton, entre otros, se habían pronunciado por la derecha o la extrema derecha, y lo mismo harían miembros de Velvet Underground, King Crimson, Ramones, Kiss, Led Zeppelin y los mismísimos Doors. Estábamos en los balbuceos del tratamiento industrial de los jóvenes a través de la música, a los que se proporcionaba una identidad roquera de prestado ideal para convertirles en masa maleable.

El rock suburbano peninsular no tenía raíces ibéricas; las tenía en el mundo anglosajón blanco. Eran raíces importadas muy concretas. Nada que ver con el pop español tutelado y facilón de los sesenta. Se inspiraba principalmente en el rock sinfónico, experimental e intelectualizado, en el glam, en el rock duro y en el heavy metal, estilos propios de la fase terminal del rock, aquella en la que el ruido, las anfetas y la parafernalia escénica creaban el necesario ambiente pasivo para que el espectáculo total se consumara en una completa separación entre el grupo virtuoso y el público contemplativo y domesticado. Cierto que también hubo mejores influencias, Dr. Feelgod, The Clash, Johnny Thunders… Pero por otro lado, el macroconcierto se había revelado como el medio más idóneo para congregar a masas de jóvenes huérfanos de personalidad que solamente se sentían a gusto en una montonera, aplicación práctica del cuando más seamos, mas reiremos. Incluso podía servir, con causa de por medio (como el concierto para recaudar fondos pro Bangladesh organizado por el beatle Harrison), para indignarse impotentemente ante una horrible masacre y olvidarla a la salida, exhibiendo en público una sensibilidad frívola y un compromiso falso por el precio de una entrada. Algo muy narcótico, muy narcisista y muy en consonancia con el refuerzo de las burocracias partidistas y del Estado. En cuanto al rock especifico de los setenta, el bajo pesado, la presencia fálica de la guitarra marcando un ritmo enfático, la percusión densa, la voz chillona del solista, la pose teatral y machorra, la amplificación distorsionante, las bengalas, los focos, la pelambrera y el inevitable logo, sublimado nazi, eran elementos idóneos para conducir a bandas y seguidores hacia los estereotipos más banales, respectivamente, de la “tribu”, sucedáneo de la comunidad disuelta, y del “ídolo”, imagen viril de la alienación modernizada que los “fans” agradecían y deseaban imitar. El fetichismo rockero no hacía más que reflejar el fetichismo de la mercancía espectacular, prueba suficiente de que el antagonismo entre clases estaba degenerando en un conflicto generacional –o “tribal”. Un problema de mucho menor calado, fácil de resolver mediante la creación administrativa de espacios exclusivos donde los veinteañeros ociosos pudieran fabricarse una identidad postiza y revolcarse alucinados en la nada, dejando el campo libre a los profesionales de la política y del sindicalismo. Vamos, la cuestión social convertida en un tema de política municipal socialista o comunista. En realidad, era todo un salto adelante en el espectáculo inscrito en el reajuste de los resortes del poder institucional y sus nuevas políticas lúdico-ceremoniales.
Con tales fuentes de inspiración el rock metropolitano no supuso un asalto a la cultura, sino el desarrollo de un gueto juvenilista, feliz y entusiasmado de nadar en movidas que no suponían peligro alguno, puesto que no afectaban al orden neodemocrático. Un adelanto en el tiempo de los polígonos discotequeros y las raves. El suplemento de libertad conseguido no se empleaba más que en pasar un buen rato con los colegas moviendo las caderas. Por ese lado no hubo conciencia de clase, y puesto que la sociedad de masas había igualado las generaciones, tampoco hubo conflicto generacional; al final de la Transición la despolitización era general. Los padres no servían de ejemplo para sus hijos, aunque tampoco servían de revulsivo. Los más modernos empezaban a imitarles. Los ambientes lúdicos y despreocupados no alentaban sentimientos colectivos de rebeldía, ni favorecían la lucidez. Además, en las bandas era patente una absoluta falta de criterio político, llegando no pocas veces a actuar para espectáculos de partido, en consonancia con la resurrección de la Dictadura repeinada y acicalada como Democracia. Las burocracias partidistas fueron las primeras en darse cuenta de las posibilidades de esa clase de música para contrarrestar la tendencia a la baja de la asistencia sus ceremonias y explorar de paso las posibilidades electorales del filón juvenil. En ese sentido la actuación de Ramones en la “Festa de Treball”, órgano del PSUC, marca un hito en el oportunismo difícil de igualar. Entretanto, el capitalismo se reafirmaba en suelo hispano cerrando fábricas y abriendo sucursales bancarias, cercenando libertades y equipando a las fuerzas represivas. Los ejecutivos de una sociedad forzada a una renovación constante, cuyos miembros se sentían arrastrados a un consumo frenético, descubrían en la “juventud”, término impreciso donde los haya, a la vanguardia del ocio integrable y la reconversión cultural, algo secundario en un mundo de productores, pero esencial en uno de consumidores.
La juventud, tanto obrera como estudiante, en la medida que podía permitirse vivir ajena al trabajo, descubría los sólidos lazos que la ataban al mundo consumista de cuyas convenciones se burlaba. Consciente de ello, su burla fue cada vez más frívola e insustancial y la trasgresión anduvo cada vez más por las ramas. La trasgresión se volvía moda y la pose, norma. Lo fijo desaparecía, todo se hacía muy cambiante, pues lo efímero es la condición primera de la sociedad de consumo y del espectáculo que se estaba entronizando. La separación entre la España oficial de los partidos y los poderes fácticos, y la España real de la policía y los parados, había acabado produciendo la inevitable decepción. De carambola, la masa juvenil empezó a volverse incrédula, narcisista, apolítica y esteta. También más femenina y políticamente incorrecta: las letras de las canciones de los nuevos grupos no buscaban la trascendencia, a lo sumo, una provocación light más que vista (p.e. el uso de svásticas y uniformes nazis, la nota gamberra, la irreverencia blanda). La juventud de los ochenta ya no quería salvar el mundo, ni siquiera salvarse a sí misma. El desencanto, la soledad y el tedio empezaron a rellenarse con humor, maquillaje y estupefacientes. El ocio se hizo nocturno, como las rayas. Las rupturas, como siempre, se limitaron a los códigos estéticos, no a la realidad, y también como siempre, con varios años de retraso. Al no encarar la realidad, el desengaño no produjo resentimiento, sino individualismo, mucho ego, delirio, postureo, autodestrucción y nueva indumentaria. En fin, hablamos de la “Movida” madrileña, el tecno y otras hierbas similares. Vale, la historia del punk y del rock radical no fue exactamente así, pero aquellas ya eran movidas postransicionales y llovían sobre mojado.
Miquel Amorós

6 comentarios:

  1. De acuerdo en todo, pero me habría gustado que desarrollara más las dos últimas líneas. El punk y el rock radical, sobre todo en Euskadi, sí que fueron parte de una guerra ideólogica que ha levantado muchas barricadas.

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    1. Cierto. Pienso yo que, si Amorós no abunda en la historia del punk/rock radical es porque circunscribe su análisis a una determinada época y a un determinado tipo de música. Pero, sí, a mí también me habría gustado.

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  2. Un peñazo de artículo, ya desde el principio pretende que la CNT y la revista Ajoblanco sólo se dedicaban a verse el ombligo.....usted que hizo durante aquella época Sr. Amoros ? Ya salió en alguna manifestación ? Ya corrió algun riesgo .... por favor estos artículos dan una visión fatalista de quienes no tuvieron la oportunidad de asistir al asalto de lo cielos.

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    1. "Nieto de anarquistas, Miguel Amorós se hace anarquista en 1968. En la década de 1970 participó en la fundación de varios grupos anarquistas, entre los cuales figuran Bandera Negra, Tierra Libre, Barricada, Los Incontrolados y Trabajadores por la Autonomía Obrera y la Revolución social. Pasa algún tiempo en las cárceles franquistas antes de exiliarse a Francia."

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  3. Lo que pasó después de los Pactos de la Moncloa, Transición, las Reconversiones, la Movida, la escisión de la CNT, la corrupción del PSOE, entrada de la OTAN... son todos signos de que el mundo había girado y evolucionado de forma distinta a lo que había pasado en el pasado. Se pasó del "mundo nuevo en nuestros corazones" al "no hay futuro". El trabajo era distinto, las condiciones económicas y tecnológicas también, políticas.
    El edonismo de los 80 y 90 solo vaticinaba el "españa va bien de 200-2006". Que salió mal y que se ha retomado la lucha está claro. Pero evidentemente de forma distinta. Los tiempos cambian con cada generación. Tal vez la nuestra vuelva a ver surgir la revolución de los abuelos realizada por sus hijos, la olvidada por nuestros padres. Pero hoy en día eso es simplemente imposible en España. Otros sitios como Rojava, México, o Colombia, tienen condiciones que sí que lo permiten, pero no en la forma que se realizó en España en el 36.
    Salud!

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