21 noviembre, 2016

¿La revolución sin el poder? – Daniel Bensaïd

Daniel Bensaïd - John Holloway

Acerca de un libro reciente de John Holloway
[Cambiar el mundo sin tomar el poder - El significado de la revolución hoy]

¿Podemos hablar de una corriente libertaria, como si un hilo atravesara la historia contemporánea y fuera posible encontrar suficientes afinidades para que lo que lo une se imponga sobre las diferencias? Tal corriente, en la medida en que exista, está efectivamente marcada por un fuerte eclecticismo teórico y atravesada por orientaciones estratégicas no sólo divergentes, sino a menudo contradictorias. Sin embargo, convenimos en la hipótesis de que existe realmente un «tono» o «sensibilidad» libertaria más amplia que el anarquismo en tanto que posición política específicamente definida. Así, se puede hablar de un comunismo libertario (ilustrado principalmente por Daniel Guérin), de un mesianismo libertario (Walter Benjamin), de un marxismo libertario (Michaël Löwy, Miguel Abensour), incluso de un «leninismo libertario», que hallaría su origen especialmente en El Estado y la revolución.1 Este «aire de familia» (a menudo roto y vuelto a recomponer) no basta para establecer una genealogía coherente. Más bien se pueden señalar «momentos libertarios», que se inscriben en situaciones muy diferentes y se nutren de referencias teóricas muy distintas. A grandes rasgos podemos distinguir tres momentos fuertes:
• Un momento constitutivo (o clásico), ilustrado por la trilogía Stirner-Proudhon-Bakunin. El único y su propiedad (Stirner) y La filosofía de la miseria (Proudhon) fueron publicadas a mediados de la década de 1840. Durante esos mismos años, Bakunin se formó a través de un periplo que lo llevó de Berlín a Bruselas pasando por París. Se trata del momento decisivo en el que se acaba el periodo de reacción posrevolucionaria y en el que se preparan los levantamientos de 1848. El Estado moderno toma forma. Una nueva conciencia de la individualidad descubre en el dolor romántico las cadenas de la modernidad. Un movimiento social inédito trabaja las profundidades de un pueblo que se fractura y se divide bajo el impulso de la lucha de clases. En esta transición entre el «ya no» y el «todavía no», los pensamientos libertarios flirtean con las florecientes utopías y con las ambivalencias románticas. Se perfilaba un doble movimiento de ruptura y de atracción hacia la tradición liberal. La reivindicación de Daniel Cohn-Bendit de una orientación «liberal-libertaria» se inscribe en esta ambigüedad constitutiva. 
• Un momento antiinstitucional o antiburocrático, a caballo de los siglos XIX y XX. La experiencia del parlamentarismo y del sindicalismo de masas revela en ese momento los «peligros profesionales del poder» y la burocratización que amenaza al movimiento obrero. Su diagnóstico lo encontramos tanto en Rosa Luxemburgo como en el clásico libro de Roberto Michels sobre los partidos políticos (1910),2 en el sindicalismo revolucionario de Georges Sorel y de Fernand Pelloutier, así como en las fulgurantes críticas de Gustav Landauer. También encontramos su eco en los Cahiers de la Quinzaine de Péguy o en el marxismo italiano de alguien como Labriola. 
• Un tercer momento, posestalinista, que responde a las grandes desilusiones del trágico siglo de los extremos. Emerge una corriente neolibertaria confusamente, más difusa, pero más influyente que los herederos directos del anarquismo clásico. Constituye un estado de ánimo, «algo que flota en el ambiente» (a mood), más que una orientación definida. Conecta con las aspiraciones (y las debilidades) de los movimientos sociales que resurgen. De tal forma que las temáticas de autores tales como Toni Negri o John Holloway se inspiran en Foucault y en Deleuze más que en fuentes históricas del siglo XIX, sobre las que el propio anarquismo clásico casi no ejerce su derecho de inventario crítico.
Entre todos estos «momentos» podemos encontrar relevistas (como Walter Benjamin, Ernst Bloch, Karl Korsch), que inician la transición y la transmisión crítica de la herencia revolucionaria «a contrapelo» de la glaciación estalinista.

El resurgimiento y la metamorfosis actuales de las corrientes libertarias se explican fácilmente:
• Por la profundidad de las derrotas y de las decepciones sufridas desde los años treinta y por la toma de conciencia de los peligros que amenazan desde dentro las políticas de emancipación. 
• Por la profundización del proceso de individualización y la aparición de un «individualismo sin individualidad», del que anunciaba la llegada la controversia entre Stirner y Marx.
• Por la resistencia cada vez mayor a los dispositivos disciplinarios y a los procedimientos de control biopolítico, interiorizados por sujetos con una subjetividad mutilada por la reificación mercantil.
En este contexto, a pesar de los profundos desacuerdos que vamos a explicar, con mucho gusto reconoceremos a las contribuciones de Negri o de Holloway el mérito de relanzar un debate estratégico necesario en los movimientos de resistencia a la mundalización imperial, después de un cuarto de siglo siniestro en el que este tipo de debate había caído a cero: el rechazo a rendirse a las (sin)razones del triunfante mercado oscilaba entre una retórica de la resistencia sin horizonte y la espera fetichista de un acontecimiento milagroso. Hemos abordado en otro lugar la crítica de Negri y de su evolución. Iniciamos aquí la discusión con John Holloway, cuyo reciente libro lleva por título un programa y suscita ya vivos debates, tanto en el espacio anglosajón como en América latina.

El pecado original del estatismo

En el principio es el grito. El enfoque de John Holloway parte de un imperativo de resistencia incondicional: ¡gritamos! No sólo de rabia, sino de esperanza. Pegamos un grito, un grito contra, un grito negativo, el de los zapatistas de Chiapas:«¡Ya basta!». Un grito de insumisión y de disidencia. «El propósito de este libro –anuncia de entrada– es reforzar la negatividad, es fortalecer la negatividad, tomar partido por la mosca atrapada, hacer el grito más estridente» (pág. 8). Lo que aglutina a los zapatistas (cuya experiencia recorre de una punta a otra las palabras de Holloway) «no es una composición de clase común, sino más bien la comunidad negativa de su lucha contra el capitalismo» (pág. 164). Se trataría, pues, de una lucha que aspira a negar la inhumanidad que nos es impuesta, para recobrar una subjetividad inmanente a la propia negatividad. Sin necesidad de una promesa de final feliz para justificar nuestro rechazo del mundo tal cual es. Como Foucault, Holloway quiere quedar a ras del millón de resistencias múltiples, irreductibles a la relación binaria entre capital y trabajo.

Sin embargo, esta idea preconcebida del grito no basta. Hay también que dar cuenta de la gran desilusión del siglo pasado. ¿Por qué todos esos gritos, esos millones de gritos, millones de veces repetidos, han dejado en pie, más arrogante que nunca, el orden despótico del capital? Holloway cree tener la respuesta. El gusano estaba en el fruto, el vicio (teórico) anidaba originalmente en la virtud emancipadora: el estatismo ha corroído desde su origen el movimiento obrero en la mayoría de sus variantes: cambiar el mundo a través del Estado habría constituido, así, el paradigma dominante del pensamiento revolucionario, sometido desde el siglo XIX a una visión instrumental y funcional del Estado.

La ilusión de poder cambiar la sociedad por medio del Estado derivaría de determinada idea de la soberanía estatal. Pero habríamos acabado por aprender que «el mundo no puede ser cambiado por medio del Estado», que constituye sólo «un nudo en la tela de relaciones de poder» (pág. 19). Ese Estado no se confunde, efectivamente, con el poder. Sólo definiría la división entre ciudadanos y no ciudadanos (el extranjero, el excluido, el «rechazado por todo el mundo» –según Gabriel Tarde–, o el paria –según Arendt–). El Estado es, pues, precisamente lo que sugiere la palabra: «una muralla contra el cambio y contra el flujo del hacer», o aun «la encarnación de la identidad» (pág. 73). No es algo de lo que uno se pueda apoderar para volverlo contra los poseedores de la víspera, sino una forma social, o, mejor, un proceso de formación de las relaciones sociales: «Un proceso de estatización del conflicto social» (pág. 94). Pretender luchar por medio del Estado llevaría, pues, inevitablemente a derrotarse a sí mismo. Así pues, la «estrategia estatal» de Stalin no representaría en absoluto una traición del espíritu revolucionario del bolchevismo, sino, aunque parezca imposible, su cumplimiento: «El resultado lógico de una concepción estatista del cambio social» (pág. 96).

El desafío zapatista consistiría, por el contrario, en salvar a la revolución tanto del derrumbe de la ilusión estatal como de la del poder. Antes de seguir más lejos en la lectura de su libro, desde ya se deja ver que Holloway reduce la fecunda historia del movimiento obrero, de sus experiencias y controversias a una única marcha del estatismo a través de los siglos, como si no se hubieran enfrentado permanentemente concepciones teóricas y estratégicas muy diferentes; de esta manera, presenta a un imaginario zapatismo como algo absolutamente innovador, ignorando regiamente que el discurso real del zapatismo vehicula, aunque sea sin saberlo, algunas temáticas antiguas.

El paradigma dominante del pensamiento revolucionario residiría, según él, en un estatismo funcional. O sea, con la muy discutible condición de enrolar la ideología mayoritaria de la socialdemocracia (simbolizada por los Noske y otros Ebert) y la ortodoxia burocrática estalinista bajo el elástico título de «pensamiento revolucionario». Es hacer poco caso de una abundante literatura crítica sobre la cuestión del Estado, que va desde Lenin y Gramsci hasta las actuales polémicas, pasando por contribuciones insoslayables (se las suscriba o no), como las de Poulantzas o Altvater.

En fin, reducir toda la historia del movimiento revolucionario a la genealogía de una «desviación teórica» permite sobrevolar la historia real bajo el manto de una ala angelical, a riesgo de respaldar la tesis reaccionarias (de François Furet hasta Gérard Courtois) de la estricta continuidad –«¡el desenlace!»– entre la revolución de Octubre y la contrarrevolución estalinista. Por otra parte, esta última no es objeto de ningún análisis serio. David Rousset, Pierre Naville, Moshe Lewin, Mikaïl Guefter (sin hablar de Trotski o de Hannah Arendt, incluso de Lefort o de Castoriadis), son bastante más serios en este tema.

El círculo vicioso del fetichismo o cómo escapar de él

La otra fuente de extravíos estratégicos del movimiento revolucionario se debería al abandono (o al olvido) de la crítica del fetichismo, introducida por Marx en el primer libro del Capital. A este respecto, Holloway hace un llamamiento útil, aunque a veces impreciso. El capital no es más que la actividad pasada (el trabajo muerto), congelada en la propiedad. Sin embargo, pensar en términos de propiedad tendría como resultado el pensar otra vez la propiedad como una cosa, en los propios términos del fetichismo, y sería aceptar en realidad los términos de la dominación. El problema no residiría en el hecho de que los medios de producción fueran propiedad de los capitalistas: «Nuestra lucha no busca –insiste Holloway– adueñarnos de la propiedad de los medios de producción, sino disolver a la vez la propiedad y los medios de producción para reencontrar o, mejor aun, para crear la sociabilidad consciente y confiada del flujo del hacer» (pág. 4).

Pero ¿cómo romper el círculo vicioso del fetichismo? El concepto, dice Holloway, trata del «insoportable horror» que constituye la autonegación del hacer. El Capital desarrollaría ante todo la crítica de esta autonegación. El concepto de fetichismo concentra la crítica de la sociedad burguesa (de su «mundo encantado») y de la teoría burguesa (la economía política), a la vez que expone las razones de su relativa estabilidad: el infernal torniquete por el que los objetos (dinero, máquinas, mercancías) se convierten en sujetos, mientras que los sujetos se vuelven objetos. Este fetichismo se insinúa por todos los poros de la sociedad, hasta el punto de que, cuanto más urgente y necesario aparece el cambio revolucionario, más imposible parece. Lo que Holloway resume, con una fórmula deliberadamente inquietante, como «la urgencia imposible de la revolución». Esta presentación del fetichismo se nutre de varias fuentes: de la reificación de Lukács, de la racionalidad instrumental de Horkheimer, del círculo de la identidad de Adorno, de la humanidad unidimensional de Marcuse. El concepto de fetichismo expresaría, según él, el poder del capital al explotar en lo más profundo de nosotros mismos como un misil que liberara mil cohetes de colores. Por eso el problema de la revolución no sería el problema de «ellos» -el enemigo, el adversario con mil rostros-, sino ante todo nuestro problema, el problema que «nos» plantea a nosotros mismos ese «nosotros fragmentado» por el fetichismo. La «ilusión real», el fetiche, efectivamente nos aprisiona en sus redes y nos subyuga.

El propio carácter de la crítica se vuelve problemático: si las relaciones sociales están fetichizadas, ¿cómo criticarlas? ¿Y quiénes son los críticos? ¿Seres superiores y privilegiados? En suma, ¿es posible incluso la propia crítica? Para Holloway, la noción de «vanguardia», la conciencia de clase «otorgada» (¿por quién?) o la espera del acontecimiento redentor (la crisis revolucionaria) pretendían responder a estas preguntas. Estas soluciones llevan ineluctablemente a una problemática de un sujeto sano o de un justiciero en lucha contra una sociedad enferma: un caballero del bien susceptible de encarnarse en el «working class hero» o en el partido de vanguardia. Una concepción «dura» del fetichismo nos llevaría a un doble dilema sin salida: «¿Es concebible la revolución?, ¿es posible aun la crítica?». ¿Cómo escapar a esta «fetichización del fetichismo»? ¿«Quiénes somos nosotros», pues, para ejercer el poder corrosivo de la crítica? «No somos dios, no somos trascendentes.» ¿Cómo evitar el callejón sin salida de una crítica subalterna, que permanece bajo la influencia del fetichismo que pretende derribar, en la medida en que la negación implica la subordinación a lo que se niega? Holloway evoca varias soluciones:
• La respuesta reformista, que considera que el mundo no puede ser transformado radicalmente: habría que conformarse con retocarlo y corregir las aristas. Hoy en día, la retórica posmoderna acompaña con su musiquilla de cámara esta resignación. 
• La respuesta revolucionaria tradicional consistiría en ignorar las sutilidades y los prodigios del fetichismo para limitarse al útil y viejo antagonismo binario entre capital y trabajo y contentarse con un cambio de propietario en el mando del Estado: el Estado burgués se convierte simplemente en proletario. 
• Una tercera vía consistiría, por el contrario, en buscar la esperanza en la naturaleza misma del capitalismo y en su «poder ubicuo» (o multiforme), al que respondería una «resistencia ubicua» (o multiforme) (pág. 76).
Holloway cree escapar de esta manera a la circularidad del sistema y a la trampa mortal al adoptar una versión suave (soft) del fetichismo, comprendido no como un estado, sino como un proceso dinámico y contradictorio de fetichización. Este proceso portaría efectivamente su contrario: «la antifetichización» de las resistencias inmanentes al propio fetichismo. No seríamos solamente víctimas objetivadas del capital, sino sujetos antagónicos efectivos o potenciales: «Nuestra experiencia-contra-el-capital» sería, así, «la negación constante e inevitable de nuestra existencia-en-el-capital» (pág. 90). Deberíamos comprender el capitalismo sobre todo como separación del sujeto y del objeto, y la modernidad, como la conciencia aciaga de este divorcio. Conforme a la problemática del fetichismo, el sujeto del capitalismo no es el propio capitalista, sino el valor que se valoriza y se vuelve autónomo. Los capitalistas no son sino los agentes leales del capital y de su despotismo impersonal.

Ahora bien, para un marxista funcionalista el capitalismo parecería un sistema cerrado y coherente, sin salida, salvo que surgiera el deus ex machina, el momento milagroso de la conmoción revolucionaria. Para Holloway, por el contrario, su falla residiría en el hecho de que «el capital depende del trabajo, mientras que el trabajo no depende del capital»: «Así pues, la insubordinación del trabajo es el eje alrededor del que gira la constitución del capital en tanto que capital». En la relación de dependencia recíproca, pero asimétrica, entre el capital y el trabajo, éste podría liberarse de su contrario, pero no el capital (pág. 182). De esta forma, Holloway se inspira en las tesis obreristas anticipadas hace poco por Mario Tronti, quien invertía los términos del dilema al presentar el papel del capital como puramente reactivo a la iniciativa creadora del trabajo. Desde esta perspectiva, el trabajo, en tanto que elemento activo del capital, determina siempre, a través de la lucha de clases, el desarrollo capitalista. Tronti presentaba su enfoque como «una revolución copernicana del marxismo». Seducido por esta idea, Holloway mantiene sus reservas hacia una teoría de la autonomía que tendería a renunciar al quehacer de lo negativo (y, en Negri, a toda dialéctica en provecho de la ontología), para hacer de la clase obrera industrial un sujeto positivo y mítico (tal como, últimamente, la multitud en Negri). Una inversión radical no debería conformarse –dice– con transferir la subjetividad del capital hacia el trabajo, sino que debería entender la subjetividad como negación y no como afirmación positiva.

Para concluir –provisionalmente– con este punto, reconozcamos el mérito de Halloway en volver a poner la cuestión del fetichismo y de la reificación en el centro del enigma estratégico. Sin embargo, conviene atemperar el alcance innovador de su planteamiento. Si bien la crítica del fetichismo fue rechazada por el «marxismo ortodoxo» del periodo estalinista (incluso por Althusser), sin embargo el hilo conductor no se rompió: partiendo de Lukács, seguimos su trazo en autores que responden a lo que Ernst Bloch caracterizaba como «la corriente caliente del marxismo»: Roman Rosdolsky, Jakubowski, Ernest Mandel, Henri Lefebvre (con su Critique de la vie quotidienne 3), Lucien Goldmann, Jean-Marie Vincent (¡cuyo Fétichisme et société 4 data de 1973!), o, más recientemente, Stavros Tombazos o Alain Bihr. Al insistir sobre el íntimo lazo entre el proceso de fetichización y de antifetichización, Holloway, después de muchos rodeos, encuentra la contradicción de la relación social que se manifiesta en la lucha de clases. Al estilo del presidente Mao, puntualiza, sin embargo, que en los términos de la contradicción, al no ser simétrica, el polo del trabajo constituye el elemento dinámico determinante. Es un poco como la historia del muchacho que pasa su brazo por detrás de su cabeza para agarrar la nariz. Se observará, sin embargo, que el acento puesto en el proceso de «desfetichización», en el curso de la propia fetichización, permite relativizar (¿«desfetichizar»?) la cuestión de la propiedad, a la que se decreta como solucionable, sin más precisiones, en «el flujo del hacer».

Al interrogarse sobre el carácter de la crítica, Holloway no escapa a la paradoja del escéptico, que duda de todo salvo de su duda. Así pues, la legitimidad de su propia crítica queda suspendida de la pregunta de saber «en nombre de quién» y desde «qué punto de vista» (¿partidista?) se enuncia esta duda dogmática (resaltada irónicamente en el libro con el rechazo a poner un punto final). En suma, «¿quiénes somos nosotros, los que ejercemos la crítica?» ¿Marginales privilegiados, intelectuales excéntricos, desertores del sistema? «Implícitamente una elite intelectual, una especie de vanguardia», admite Holloway. Porque, al querer dar de baja o relativizar la lucha de clases, el papel indeciso del intelectual sale paradójicamente reforzado. No se tardó nada en recaer en la idea kautskiana –más que leninista– de una ciencia aportada «desde el exterior de la lucha de clases por la intelligentsia» (por los poseedores del saber científico); y no como en Lenin, de una «conciencia política de clase» (no de una ciencia) aportada desde «el exterior de la lucha económica» por un partido (y no por la intelligentsia científica). Desde luego, sea la que sea la palabra para decirlo, cuando uno se toma en serio el fetichismo, no se deshace con más facilidad de la vieja cuestión de la vanguardia. Después de todo, ¿no es el zapatismo una forma de vanguardia (y Holloway su profeta)?

«La urgente imposibilidad de la revolución»

Holloway propone volver sobre el concepto de revolución «como pregunta, no como respuesta» (pág. 139). Lo que se juega el cambio revolucionario no sería ya la «toma del poder», sino su propia existencia: «El problema con el concepto tradicional de revolución tal vez sea que no apunta demasiado alto, sino demasiado bajo» (pág. 20). Ahora bien, «la única manera en que se puede pensar la revolución a partir de ahora no es la conquista del poder, sino su disolución». Citados frecuentemente como referencia [¿los zapatistas?], no dirían otra cosa cuando afirman querer crear un mundo de humanidad y de dignidad «pero sin tomar el poder». Holloway admite que este enfoque parece poco realista. Las experiencias en las que se inspira, si bien no apuntaron a la toma del poder, no han logrado, hasta nuevo aviso, cambiar el mundo. Holloway afirma simplemente (¿dogmáticamente?) que no hay otra alternativa. Esta certeza, por más perentoria que sea, no nos hace avanzar mucho. ¿Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder? «Al final del libro, como al principio -nos confía el autor-, no lo sabemos. Los leninistas lo saben o lo sabían. Nosotros no. El cambio revolucionario es más urgente que nunca, pero ya no sabemos lo que puede significar una revolución. […] Nuestro no saber es el saber de los que comprenden que no saber forma parte del proceso revolucionario. Hemos perdido nuestras certezas, pero la apertura a lo incierto es decisiva para la revolución. Caminamos preguntando, dicen los zapatistas. Nos interrogamos, no sólo porque no conocemos el camino, sino también porque buscar el camino forma parte del proceso revolucionario mismo» (pág. 215).

Henos aquí en el corazón del debate. En el umbral del nuevo milenio, ya no sabemos lo que serán las futuras revoluciones. Pero sabemos que el capitalismo no es eterno y que urge librarse de él antes de que nos aplaste. Es el primer sentido de la idea de revolución. Expresa la aspiración recurrente de los oprimidos a su liberación. También sabemos, después de las revoluciones políticas de las que surgieron los Estados-nación modernos, después de las adversidades de 1848, de la Comuna, de las revoluciones vencidas del siglo XX, que la revolución será social o no será. Es el segundo sentido que ha tomado, desde el Manifiesto comunista, la palabra «revolución». Después de un ciclo de experiencias, la mayor parte de las veces agrias, confrontados con las metamorfosis del capital, nos cuesta en cambio imaginar la forma estratégica de las revoluciones por llegar. Es este tercer sentido de la palabra el que se nos escapa. No es tan nuevo: nadie había programado la Comuna de París, ni el poder de los soviets, o el Comité de Milicias de Cataluña. Estas formas «por fin encontradas» del poder revolucionario nacieron de la propia lucha y de la memoria subterránea de las experiencias pasadas.

Después de la revolución rusa, ¿han desaparecido en el camino muchas creencias y certezas? Admitámoslo (aunque no esté seguro de la realidad de certezas generalmente atribuidas a los crédulos revolucionarios de antaño). Lo que no sería una razón para olvidar las lecciones –a menudo duras– de las derrotas y la contraprueba de los fracasos. Los que creyeron poder ignorar el poder y su conquista han sido, a menudo, atrapados por él: no querían tomar el poder, y el poder los tomó. Y los que creyeron que lo podían esquivar, evitar, contornear, rodear, o circunvalar sin tomarlo, fueron molidos con demasiada frecuencia por él. La fuerza procedimental de la «desfetichización» no bastó para salvarlos. Incluso los «leninistas» (¿cuáles?), dice Holloway, ya no saben (cómo cambiar el mundo). Pero, comenzando por el propio Lenin, ¿pretendieron alguna vez saberlo, con ese saber doctrinario que Holloway les atribuye? La historia es más complicada.

En política, sólo podemos tener un saber estratégico: un saber condicional, hipotético, «una hipótesis estratégica» extraída de las experiencias pasadas y que sirve de guía, sin la cual la acción se dispersa sin fin. Esta hipótesis necesaria no impide en modo alguno saber que la experiencias por venir tendrán su parte inédita e inesperada, que obligará a corregirla sin cesar. Así pues, renunciar al saber dogmático no es razón suficiente para hacer tabla rasa del pasado, con la condición de proteger la tradición del conformismo que siempre la amenaza. En la espera de nuevas experiencias fundadoras, sería efectivamente imprudente olvidar con frivolidad lo que nos han inculcado dolorosamente dos siglos de luchas, desde junio de 1848 hasta la contrarrevolución chilena o indonesia, pasando por la revolución rusa, la tragedia alemana o la guerra civil española. Hasta hoy, no hay ejemplo en el que las relaciones de dominación no se hayan desgarrado ante la prueba de las crisis revolucionarias: el tiempo de la estrategia no es el liso de la aguja del reloj sobre su esfera, sino un tiempo roto, con ritmo de aceleraciones bruscas y repentinos frenazos. En esos momentos críticos siempre han surgido formas de dualidad de poder que plantean la cuestión de saber «quién ganará». En fin, desde el punto de los oprimidos, la crisis nunca se ha resuelto positivamente sin la intervención resuelta de una fuerza política (llámese partido o movimiento) portadora de un proyecto y capaz de tomar decisiones e iniciativas determinantes.

Hemos perdido nuestras certezas, repite Holloway a semejanza del héroe representado por Ives Montand en una mala película (Los caminos del sur,5 a partir de un guión de Jorge Semprún). Sin duda debemos aprender a prescindir de ellas. Pero allí donde hay lucha (cuyo desenlace es incierto por definición), se enfrentan voluntades y convicciones, que no son certezas sino guías para la acción, expuestas a los siempre posibles desmentidos de la práctica. ¡Sí a «la apertura a lo incierto» reclamada por Holloway; no al salto en el vacío estratégico! En este vacío abisal, el único desenlace de la crisis es el propio evento, pero un evento sin actores, un puro evento mítico, desarraigado de sus condiciones históricas, que escapa al control de la lucha política para recaer en el de la teología. Esto es lo que evoca Holloway cuando invita al lector a «pensar en términos de antipolítica del evento, más que en términos de política de organización». Para él, el paso de una política de la organización a una antipolítica del evento ya está teniendo lugar, se abriría paso a través de las experiencias de Mayo del 68, de la rebelión zapatista o de la ola de manifestaciones contra la mundialización capitalista: «Todos estos eventos son destellos contra el fetichismo, festivales de los no subordinados, carnavales de los oprimidos» (pág. 215). ¿El carnaval como la forma por fin encontrada de la revolución posmoderna?

A la búsqueda del sujeto perdido
Una revolución, ¿un carnaval sin actores?

Holloway reprocha a las «políticas identitarias […] petrificar las identidades»: el llamamiento a lo que se supone que es el «ser» implicaría siempre una cristalización de la identidad, cuando no hay razones para distinguir entre buenas y malas identidades. Las identidades sólo cobran sentido en determinada situación y de forma transitoria: declararse judío no tiene el mismo significado en la Alemania nazi que hoy en Israel. Haciendo referencia a un hermoso texto en el que el subcomandante Marcos reivindica la multiplicidad de las identidades que se cruzan y combinan bajo el anonimato del famoso pasamontañas, Holloway llega a presentar el zapatismo como un movimiento «explícitamente antiidentitario» (pág. 64). Por el contrario, la cristalización identitaria sería la antítesis del reconocimiento recíproco, de la comunidad, de la amistad y del amor: una forma de solipsismo egoísta. Mientras que la identificación y la definición clasificatoria ayudan a los dispositivos disciplinarios del poder, la dialéctica expresaría el sentido profundo de la no identidad: «Nosotros, los no idénticos, peleamos contra esta identificación. La lucha contra el capital es la lucha contra la identificación. No es la lucha por una identidad alternativa» (pág. 100). Identificar equivale a pensar a partir del ser. Pensar a partir del hacer y del actuar es, en un único y mismo movimiento, identificar y negar la identificación (pág. 102).

Así pues, la crítica de Holloway se presenta como «un asalto contra la identidad», como el rechazo a dejarse definir, clasificar, identificar: no somos lo que creemos, y el mundo no es lo que pretendemos. ¿Entonces qué sentido tiene decir todavía «nosotros»? ¿Qué puede realmente esconder ese «nosotros» mayestático? No podría designar a un gran sujeto trascendental (la Humanidad, la Mujer o el Proletariado). Definir a la clase obrera sería reducirla a la condición de objeto del capital y despojarla de su subjetividad. Habría que renunciar, pues, a la búsqueda de un sujeto positivo: «Como el Estado, como el dinero, como el capital, la clase debe ser comprendida como un proceso y el capitalismo, como la formación siempre renovada de las clases» (pág. 142). El enfoque no es nuevo (para nosotros, que nunca hemos buscado tras el concepto de lucha de clase una sustancia, sino una relación). Este proceso de «formación», siempre reanudado y nunca finalizado, es el que estudió magistralmente Edward Thompson en su libro sobre la clase obrera inglesa.6 Pero Holloway va más lejos. Aunque la clase obrera puede constituir una noción sociológica, no existe, según él, clase revolucionaria. «La nuestra no es la lucha por establecer una nueva identidad, sino por intensificar una antiidentidad» (pág. 212): libera una pluralidad de resistencias y una multiplicidad de gritos. Esta multiplicidad no puede subordinarse a la unidad a priori de un Proletariado mítico. Porque, desde el punto de vista del hacer y del actuar, somos esto y aquello, y aún más cosas, a medida que cambian las situaciones y las coyunturas. Por más fluidas y variables que sean, ¿todas las identificaciones juegan un papel equivalente a la hora de fijar los términos y los retos de la lucha? Holloway no (se) plantea la cuestión. Al desmarcarse del fetichismo de la multitud al modo de ver de Negri, sólo expresa un temor o penetra en el enigma estratégico irresuelto: «Insistir en la multiplicidad olvidando la unidad subyacente de las relaciones de poder lleva a una pérdida de perspectiva política», hasta el punto de que la emancipación se vuelve «inconcebible». Y para que así conste…

El espectro del antipoder

Para conjurar este callejón sin salida y resolver el enigma estratégico propuesto por la esfinge del capital, la última palabra de Holloway es la del antipoder: «Este libro es la exploración del absurdo y sombrío mundo del anti-poder» (pág. 38). Retoma la distinción desarrollada por Negri entre el «poder-de» (potentia) y el «poder-sobre» (potestas). El objetivo sería a partir de ahora liberar el poder-de del poder-sobre, el hacer del trabajo, la subjetividad de su objetivación. Si el poder-sobre a veces se encuentra «en el cañón del fusil», ese no sería el caso del poder-de. Incluso la propia noción de contrapoder formaría parte del poder-sobre. Ahora bien, «la lucha por liberar el poder-de no trata de construir un contrapoder, sino más bien un antipoder, algo radicalmente diferente del poder-sobre. Las perspectivas de revolución centradas en la toma del poder se caracterizan por su insistencia en el contrapoder»; así, el movimiento revolucionario se construiría demasiado a menudo «como una imagen especular del poder, ejército contra ejército, partido contra partido». El antipoder se definiría, por el contrario, como «la disolución del poder-sobre» en provecho de «la emancipación del poder-de» (pág. 37).

Conclusión estratégica (¿o antiestratégica?, si es cierto que la estrategia está estrechamente ligada al poder-sobre): «Debería resultar claro entonces que no se puede tomar el poder, que no es algo que persona alguna o institución en particular posean», sino que «reside más bien en la fragmentación de las relaciones sociales» (pág. 72). Alcanzado este punto sublime, Holloway contempla con satisfacción la cantidad de agua sucia de la bañera que se achica, pero ¿se preocupa por saber con cuántos bebés de paso? (pág. 72). La perspectiva de un poder de los oprimidos se reemplaza efectivamente por un antipoder indefinible e imperceptible, del que solamente sabremos que está en todas partes y en ninguna, como el centro de la circunferencia pascaliana. ¿El espectro del antipoder asediaría entonces al mundo hechizado de la mundialización capitalista? Nos tememos, sin embargo, que la multiplicación de los «anti» (el antipoder de una antirrevolución y de una antiestrategia) no sea en definitiva más que una pobre estretagema retórica, que acabaría desarmando (teórica y prácticamente) a los oprimidos, sin romper por ello el círculo de hierro del capital y de su dominación.

Un zapatismo imaginario

Filosóficamente, Holloway descubre en Deleuze y Foucault una representación del poder como «multiplicidad de relaciones de fuerza» y no como relación binaria. Este poder ramificado se distingue del Estado regaliano y de sus aparatos de dominación. El enfoque no es nuevo. Desde los años setenta, Surveiller et punir y La volonté de savoir7 influyeron sobre ciertas relecturas críticas de Marx. La problemática de Holloway, a menudo cercana a la de Negri, se distingue de la de éste, sin embargo, cuando le reprocha que se amolde a una teoría democrática radical fundada sobre la oposición entre poder constituyente y poder constituido. Es la lógica, una vez más binaria, de un choque de titanes entre la potencia monolítica del capital (el Imperio mayúsculo) y la potencia monolítica de la Multitud mayúscula.

La referencia principal de Holloway es la experiencia zapatista, de la que se convierte en portavoz teórico. Su zapatismo, sin embargo, se revela imaginario en la medida en que no toma en cuenta las contradicciones reales de la situación política, las dificultades y los obstáculos reales con los que se topan los zapatistas desde el levantamiento del 1 de enero de 1994. Se atiene al discurso y no busca ni siquiera las razones del fracaso de su implantación urbana. El carácter innovador del mensaje y del pensamiento zapatista es innegable. En un bello libro, L’étincelle zapatiste,8 Jérôme Bachet analiza sus aportaciones con sensibilidad y sutilidad, sin negar las incertidumbres y contradicciones. Holloway, por su parte, tiene tendencia a tomar la retórica al pie de la letra. Ciñéndonos a la cuestión del poder y del contrapoder, de la sociedad civil y de la vanguardia, apenas hay duda de que el levantamiento chiapaneco del 1 de enero de 1994 («momento de nueva puesta en marcha de las fuerzas críticas», dice Baschet) se incribe en el rebrote de resistencias a la mundialización liberal, confirmado desde entonces desde Seattle a Génova, pasando por Porto Alegre. Ese momento es también el «ground zéro»9 de la estrategia, un momento de reflexión crítica, de inventario, de nuevo cuestionamiento al término del «corto siglo XX» y de la guerra fría (presentada por Marcos como una especie de tercera guerra mundial). En esta particular situación de transición, los portavoces zapatistas insisten en que «el zapatismo no existe» (Marcos) y en que no tiene «ni línea ni recetas». Afirman no querer apoderarse del Estado, ni tampoco del poder, sino aspirar a «algo apenas más difícil: un mundo nuevo». «De lo que hay que apoderarse es de nosotros mismos», interpreta Holloway. Los zapatistas reafirman, sin embargo, la necesidad de una «nueva revolución»: no hay cambio sin ruptura.

Supongamos, pues, la hipótesis de una revolución sin toma del poder desarrollada por Holloway. Mirando más de cerca, estas formulaciones son más complejas, y más ambiguas de lo que parecen a primer vistaa. Se podría ver primero una forma de autocrítica de los movimientos armados de los años sesenta y setenta, del verticalismo militar, de la relación de mando hacia las organizaciones sociales, de las deformaciones caudillistas. En este nivel, los textos de Marcos y los comunicados del EZLN marcan un giro saludable que restablece la tradición del «socialismo por abajo» y de la autoemancipación popular: no se trata de tomar el poder para sí (partido, ejército o vanguardia), sino de contribuir a devolverlo al pueblo, recalcando la diferencia entre los aparatos de Estado propiamente dichos y las relaciones de poder inscritas con mayor profundidad en las relaciones sociales (empezando por la división social del trabajo entre los individuos, los sexos, los trabajadores intelectuales y los manuales, etc.). En un segundo nivel, táctico, el discurso zapatista sobre el poder responde a una estrategia discursiva: conscientes de que las condiciones para derrocar el poder central y la clase dominante están lejos de darse a escala de un país que cuenta con tres mil kilómetros de frontera común con el gigante norteamericano, los zapatistas dicen no querer lo que de todas formas no pueden conseguir. Hacen de la necesidad virtud, para instalarse en una guerra de desgaste y en una dualidad duradera de poder, al menos a escala regional. En un tercer nivel, estratégico, el discurso zapatista consistiría en negar la importancia de la cuestión del poder, para reivindicar simplemente la organización de la sociedad civil. Esta posición teórica reproduciría la dicotomía entre sociedad civil (los movimientos sociales) e institución política (especialmente electoral). La primera se dedicaría a jugar un papel de presión (grupo de presión) sobre las instituciones a las que se resigna a no poder cambiar. El discurso zapatista, inscrito en una relación de fuerzas nacional, regional e internacional poco propicia, juega con estos diferentes registros y en su práctica navega hábilmente entre diferentes escollos. Es absolutamente legítimo. Con la condición de no tomar por dinero contante y sonante enunciados que forman parte del cálculo estratégico del que se pretenden ajenos: los propios zapatistas saben que están ganando tiempo; pueden relativizar en sus comunicados la cuestión del poder, pero saben perfectamente que el poder realmente existente de la burguesía y del ejército mexicano, o incluso el del «coloso del norte», no perdería, si se presenta, la ocasión de aplastar tanto la insurrección indígena de Chiapas como las guerrillas colombianas.

Al dar una imagen angelical del zapatismo, al precio de apartarse de toda historia y política concretas, Holloway alimenta ilusiones peligrosas. No sólo la contrarrevolución estalinista no juega papel alguno en su balance del siglo XX, sino que toda la historia procede, tanto para él como para François Furet, de las ideas justas o falsas. Así, se permite un balance de saldo de cuenta: ni reforma, ni revolución, ya que «las dos experiencias fracasaron, tanto la reformista como la revolucionaria». El veredicto es, cuando menos, expeditivo, grueso (y grosero), como si no existieran más que dos experiencias simétricas, dos vías competidoras y fallidas; y como si el régimen estalinista (y sus copias) fuera imputable a «la experiencia revolucionaria» y no a la contrarrevolución termidoriana. Según esta extraña lógica histórica, también se podría proclamar que la vía de la revolución francesa fracasó, así como la americana, etc. Será preciso atreverse a ir más allá de la ideología, sumergirse en las profundidades de la experiencia histórica, para reanudar los hilos de un debate estratégico enterrado bajo el peso de las derrotas acumuladas. En el umbral de un mundo en parte inédito, en el que lo nuevo cabalgo sobre lo viejo, más vale reconocer lo que se ignora, y abrirse a las experiencias venideras mejor que teorizar la impotencia, minimizando los obstáculos a franquear.


1 Libro escrito por Lenin en agosto-septiembre de 1917 y publicado en mayo de 1918 [N. del T.].
2 Roberto Michels: Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna [1911, 1913], Buenos Aires: Amorrortu, 1969, 2 vols. [N. del T.].
3 Henri Lefebvre: Critique de la vie quotidienne, París: L’Arche, 1958-1961 [N. del T.].
4 Jean-Marie Vincent: Fétichisme et société, París: Anthropos, 1973 [N. del T.].
5 Título original: Roads to the South, del director de cine Joseph Losey, 1978 [N. del T.].
6 Obra editada en la década de 1860. Existe una edición en español de la obra completa de Edward Thompson: La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona: Crítica, 1999 [N. del T.].
7 Se hace referencia a sendas obras de Michel Foucault: Surveiller et punir, 1975; La volonté de savoir, 1976 [N. del T.].
8 Jérôme Bachet: L’étincelle zapatiste, Éditions Denoël, 2002 [N. del T.].
9 Ground Zero, o Punto Cero, así se ha empezado a llamar la gran zona vacía que ha quedado tras retirar los escombros de las torres gemelas del Word Trade Center de Nueva York, después del atentado del 11 de septiembre de 2001 [N. del T.].



2 comentarios:

  1. Me parece bastante interesante y sobre todo abre las puertas a una miríada de autores.
    Me parece que un punto clave es la antifetichización, pero el concepto está muy muy muy embrollado. Es decir, si ahora es el objeto el que te otorga tus atributos como persona se trataría de hacer lo contrario, hacer que los objetos adquiriesen las propiedades que les transfieran los humanos. No veo en la práctica como conseguirlo, por nuestro propio sentimiento de individualidad y por que los productos se producen todos iguales e impersonales. Me parece complejo pero merece la pena darle vueltas.
    Salud!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. "El fetichismo es el atribuirle a una cosa propiedades que no le son propias, es decir, considerar que una cosa es algo distinto a lo que realmente es. Más aún, es atribuirle propiedades mágicas, mistificar una cosa. Esto es muy usual y puede ocurrir por una mezcla de ignorancia y creencias animistas, como cuando antiguamente se creía que las yeguas, y las mujeres, eran fecundadas por el viento. Este viento era fetichizado como algo que no es. También algo se puede fetichizar si se lo asocia con ideas mágicas o religiosas, así los creyentes consideran a la hostia y al vino como al cuerpo y la sangre de Jesús. Pero un ejemplo más actual, ya que hoy nadie va a misa, o al menos no cree que se está comiendo a Jesucristo, podemos verlo con las cábalas futboleras. Cuando un hincha se sienta en un sillón a ver el partido, si su equipo gana, ese sillón pasa a ser un objeto mágico que va a garantizar la victoria cada vez que se lo use.

      Con las mercancías pasa algo parecido, pero lo extraño es que el fetichismo de las mercancías surge por considerarlas como “lo que son” a primera vista, es decir que no surge de algo ajeno a ellas, sino de una forma que les es propia. Las mercancías se nos presentan tal cual son, no nos ocultan que son cosas útiles y que tienen un precio. Al contrario, tan claro vemos que las mercancías son valores de uso con valores de cambio, que sólo vemos eso: valores de uso que portan valores de cambio. El valor de cambio aparece unido a cada mercancía y parece ser una propiedad del valor de uso que constituye cada mercancía. Los precios de las cosas parecen depender de las cosas mismas: un auto es más caro que un televisor “porque los autos son más caros que los televisores”. Es una cualidad de los objetos el tener cada uno un precio distinto, los autos por ser autos, y los televisores por ser televisores, y así por el estilo con toda la lista de mercancías.

      Aquí empieza el fetichismo, o la falsificación del concepto, cuando el valor de cambio es visto como una cualidad del valor de uso al que está unido, porque el valor de uso es lo que realmente vemos, no podemos ver qué otra cosa puede ser la causa del valor de cambio, hasta no hacer un análisis más profundo." [Etc., etc..]
      https://divulgacionmarxista.wordpress.com/2013/11/30/fetichismo-de-la-mercancia/

      Salud!

      Eliminar