“Señores, no estén tan contentos con la derrota [de Hitler]. Porque aunque el mundo se haya puesto en pie y haya detenido al Bastardo, la Puta que lo parió está caliente de nuevo.” Bertolt Brecht
Aimé Césaire (1913-2008) poeta antillano, nacido en Basse Pointe,
Martinica. En 1955 escribe un
alegato contra el colonialismo que titula Discurso sobre el colonialismo, del cual traemos aquí unos fragmentos.
Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas
que su funcionamiento suscita es una civilización decadente. Una civilización
que decide cerrar los ojos a sus problemas cruciales es una civilización
enferma. Una civilización que escamotea sus principios es una civilización
moribunda. El hecho es que la civilización llamada “europea”, la civilización
“occidental”, tal como la configuran dos siglos de régimen burgués, es incapaz de resolver dos de los mayores problemas a los que su existencia misma ha dado
origen: el problema del proletariado y el problema colonial. Llamada a
comparecer ante el tribunal de la “razón” o el de la “conciencia”, esta Europa
se revela impotente para justificarse, y a medida que pasa el tiempo, se
refugia en una hipocresía tanto más odiosa cuanto menos posibilidades tiene de
engañar a nadie.
[...]
Hoy día, ocurre que no son solo las propias masas europeas las que la incriminan, sino que, a
escala mundial, esta misma acusación es proferida por decenas y decenas de
millones de hombres que desde lo más profundo de la esclavitud se erigen en
jueces. Pueden asesinar en Indochina, torturar en Madagascar, encarcelar en el
África Negra y arrasar en las Antillas. En adelante, los colonizados sabrán que
tienen por sobre los colonialistas una ventaja: saber que sus “amos circunstanciales” mienten.
[...]
¿Qué es en principio la colonización? En primer lugar, pongámonos de acuerdo
en lo que NO es: no es evangelización, ni empresa filantrópica, ni voluntad de
hacer retroceder las fronteras de la ignorancia, ni las de la enfermedad, ni las de tiranía, ni es la propagación de la religión, ni es difusión del Derecho. Hay que admitir de una vez y
por todas y sin tratar de evadir las consecuencias, que aquí la última palabra
la dicen el capital, la codicia y la fuerza, seguidos de la sombra
amenazadora y nefasta de una forma de civilización que en un momento de su
historia se descubre intrínsecamente obligada a globalizar la competencia
de sus propias economías antagónicas.
[...]
Colonización y civilización son términos contrapuestos. De todas las expediciones coloniales acumuladas, de todos los
estatutos coloniales elaborados, de todas las circulares ministeriales
expedidas, no sale airoso ni un solo valor humano. Habría que estudiar cómo trabaja la colonización para, en primer lugar, incivilizar al propio colonizador, para
embrutecerlo –en el sentido literal de la palabra–, para degradarlo, para despertarlo
a sus más recónditos instintos –a la codicia, a la violencia, al odio racial, al
relativismo moral– y demostrar que, cada vez que en Vietnam cortan una cabeza y en Francia se acepta, cada vez que violan a una muchacha y en Francia se
acepta, cada vez que sacrifican a un malgache(1) y en Francia se acepta, un logro de la
civilización cae con todo su peso muerto. Una regresión universal se opera, una
gangrena se instala, un foco de infección se extiende, y al final de todos esos
tratados violados, de todas esas mentiras propagadas, de todas esas
expediciones punitivas toleradas, de todos esos prisioneros encadenados y
torturados, al final de ese orgullo
racial enardecido, al final de esa prepotencia desplegada, está el veneno
inoculado en las venas de Europa y el progreso lento, pero seguro, del embrutecimiento del continente.
Y entonces, un buen día, una formidable sacudida despierta a la burguesía: atareadas gestapos, prisiones repletas, torturadores que
inventan, refinan y discuten los métodos de represión y tortura. Uno se extraña, se
indigna y dice: “¡Qué raro! ¡Es el nazismo!... Pero, bah, ya pasará”. Y uno
aguarda, y uno espera que... Y uno se oculta a sí mismo la verdad: que se trata de
una barbarie, pero de la barbarie suprema, la que corona, la que resume la
cotidianeidad de las barbaries, que es el nazismo, sí, pero que antes de ser
víctima se ha sido cómplice; que a ese nazismo se le ha soportado antes de
sufrirlo, que se le ha absuelto, que se han cerrado los ojos frente a él, que
se le ha justificado, porque, hasta ese momento, solo había actuado contra
pueblos no europeos; que ese nazismo ha sido cultivado, que uno es el
responsable, y que, antes de engullirlo todo en sus sangrientas aguas, se filtra,
penetra, gotea, por las rendijas de la cristiana civilización occidental.
Sí, valdría la pena estudiar, clínicamente, en detalle, los pasos
dados por Hitler y el hitlerismo, e informar al muy distinguido burgués del
siglo XX de que lleva dentro de sí a un Hitler ignorado, que Hitler lo habita,
que Hitler es su demonio, que si él, burgués, lo vitupera, no es más que por
falta de lógica, y que, en el fondo, lo que no perdona a Hitler no es el crimen
en sí, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino
el crimen contra el hombre blanco, la humillación del hombre blanco, y el haber
aplicado a Europa procedimientos colonialistas contra los que se alzaban hasta
ahora solo los árabes de Argelia, los culíes de la India y los negros de
África.
Y es ese el gran reproche que hago al seudohumanismo: el de haber
aminorado por demasiado tiempo los derechos del hombre, el haber mantenido y mantener aún sobre ellos un criterio estrecho y parcelario, parcializado y parcial
y, a fin de cuentas, sórdidamente racista.
He hablado mucho de Hitler. Es que él se lo merece: él permite ver claro y entender que, la sociedad
capitalista, en su estado actual, es tan incapaz de fundamentar uno solo de los
derechos de la gente, como impotente se declara de fundamentar una moral
individual. Quiérase o no, al final de ese callejón sin salida que es
Europa –es decir, la Europa de Adenauer, de Schuman, Bidault y otros–, está
Hitler. Al final del capitalismo,
ansioso de sobrevivirse, está Hitler. Al final del humanismo formal y del
renunciamiento filosófico, está Hitler.
Pero, hablemos de los colonizados. Sé muy bien qué es lo que la
colonización ha destruido: las admirables civilizaciones indias, y que ni
Deterding, ni la Royal Dutch, ni la Standard Oil Company me consolarán por los aztecas
ni por los incas. Sé muy bien de aquellas –condenadas a muerte– en las que esa
misma colonización ha introducido el principio de la ruina: Oceanía, Nigeria,
Niasa. Sé menos de lo que dicha colonización ha aportado. ¿Seguridad? ¿Cultura? ¿Justicia? Mientras
tanto, observo y veo, donde quiera que se encuentran frente a frente
colonizadores y colonizados, la fuerza, la brutalidad, la crueldad, el sadismo,
el choque y, como parodia de formación cultural, la fabricación en serie de
unos cuantos miles de funcionarios subalternos, sirvientes, artesanos,
empleados de comercio e intérpretes, necesarios para la buena marcha de los
negocios.
[...]
Entre colonizador y colonizado no hay lugar sino para la
servidumbre, la intimidación, la presión, la policía, el impuesto, el robo,
la violación, la cultura impuesta, el menosprecio, la desconfianza, la
altanería, la suficiencia, la grosería de élites descerebradas y masas
envilecidas. Ningún contacto humano, sino relaciones de dominación y de
sumisión que transforman al hombre colonizador en vigilante, en mercenario, en
patrón, en azote, y al colonizado en instrumento de producción.
[...]
Colonización =
cosificación. Oigo venir la tormenta. Me hablan de progreso, de
“realizaciones”, de enfermedades curadas, de elevados niveles de vida...
Yo hablo de sociedades vaciadas de sí mismas, de culturas
pisoteadas, de instituciones carcomidas, de tierras confiscadas, de culturas ultimadas, de magnificencias artísticas aniquiladas, de extraordinarias
posibilidades truncadas.
Me bombardean con hechos, estadísticas, kilómetros y kilómetros de
carreteras, de canales y de vías férreas...
Yo hablo de millares de hombres
sacrificados en la Congo Ocean. Hablo de los que, en el momento en que escribo,
están cavando a mano el puerto de Abidjan. Hablo de los millares de hombres
arrancados de sus propias creencias, de sus tierras, de sus costumbres, de la
vida, del baile, de la sapiencia. Hablo de millares de hombres en los que
hábilmente se ha inculcado el miedo, el complejo de inferioridad, el temblor, el
arrodillamiento, la desesperación, el lacayismo.
Me ofrecen el dato exacto de toneladas de algodón, de café o de cacao exportadas,
de hectáreas de olivos o de viñas plantadas...
Yo hablo de economías naturales, armoniosas y
viables, de economías a la medida del hombre indígena, ahora desorganizadas, de
necesarias siembras destruidas, de sub-alimentación impuesta, de desarrollo
agrícola orientado al exclusivo beneficio de las metrópolis, del saqueo de productos,
del saqueo de materias primas.
Yo hablo también de abusos, pero para decir que a los de antes
–muy reales– se han superpuesto otros –muy detestables–. Me hablan de tiranos
locales, pero yo compruevo que, en general, se las
entienden muy bien con los nuevos y que, entre estos y los de antes se establece, en detrimento de los pueblos, un circuito de buenos
oficios y de complicidad. Me hablan de civilización, y yo hablo de proletarización
y de mistificación.
[...]
Cada día que pasa, cada juicio ignorado, cada
paliza policíaca, cada reclamación obrera ahogada en sangre, cada escándalo
sofocado, cada incursión punitiva, cada furgón de la Compañía Republicana de
Seguridad, cada policía y cada soldado, nos hacen pagar al precio de nuestras
viejas sociedades.
Eran sociedades no solo ante-capitalistas, como se ha dicho, sino
también anti-capitalistas.
Eran sociedades comunitarias, no de todos para unos
cuantos.
Eran, también, sociedades democráticas.
Eran sociedades cooperativas, fraternales. Hago la
apología sistemática de las sociedades destruidas por el imperialismo. Ellas no eran, a
pesar de sus defectos, ni odiosas ni condenables.
[...]
Por otro lado, juzgando la acción colonizadora, agregué que Europa
ha sabido sacar muy buen partido de todos los feudales nativos que aceptaban
ponerse a su servicio, urdir con ellos una viciosa complicidad, hacer más
efectivas y eficaces sus tiranías, y que su acción ha tendido ni más ni menos
que a prolongar artificialmente la supervivencia de los pasados locales en lo
que de más pernicioso estos tenían. Dije que la Europa
colonizadora ha injertado abuso moderno en la antigua injusticia y odioso
racismo en la vieja desigualdad.
[...]
En la actualidad,
la barbarie de Europa occidental solo es sobrepasada, y
ampliamente, por otra: la norteamericana. Y no hablo de Hitler, ni del patrón,
ni del aventurero, sino del “buena gente” de al lado; ni hablo del SS, ni del
gángster, sino del cumplido burgués. El cándido León Bloy se indignaba antaño
porque estafadores, perjuros, falsificadores, ladrones y proxenetas fueran los
encargados de “llevar a las Indias el ejemplo de la virtud cristiana”.
El progreso radica en que, hoy, es el poseedor de la “virtud
cristiana” quien se agencia –y con mucha maña– el honor de administrar en
ultramar según los procedimientos de esbirros falsificadores. Señal de que la
crueldad, la mentira, la corrupción y la bajeza han prendido maravillosamente
en el alma de la burguesía europea.
Repito que no hablo de Hitler, ni de los SS, ni del progrom, ni de
la ejecución sumaria. Sino de la reacción "sorprendida", del conformismo generalizado, del cinismo tolerado.
[...]
¡Imagínense!,
¡noventa mil muertos en Madagascar!, Indochina pisoteada, triturada, asesinada a fuerza de torturas sacadas del fondo de la Edad Media!
[...]
¡Inolvidable, señores! Con bellas frases, solemnes y frías cual desfiles militares, amarran a nuestro malgache. Con algunas otras ya convenidas nos
lo apuñalan. En lo que tarda enjugarse el gaznate nos lo destripan. ¡Lindo
trabajo!
[...]
Dato curioso: no se pudren
por la cabeza las civilizaciones. Primero se les pudre el corazón.
[...]
¡Ah! El racismo de esos señores ya no me veja. Ya no me
indigna. Tan solo lo reconozco. Lo verifico, eso es todo. Casi estoy reconocido
de que se exprese y salga a la luz su signo. Signo de que a la intrépida clase
que se lanzó antaño a tomar las Bastillas se le aflojaron las piernas. Signo de
que se siente mortal. Signo de que se siente cadáver.
[...]
El filtro
no deja pasar sino aquello que sirve para cebar la buena conciencia burguesa.
Los vietnamitas, antes de la llegada de los franceses a su país, eran gente de
cultura vieja, exquisita y refinada. Ese recuerdo hace sentirse indispuesto al
Banco de Indochina. ¡Conecten el olvidador! ¿Que esos malgaches, hoy torturados,
eran hace menos de un siglo poetas, artistas y administradores?... ¡Chist!
¡Cállense la boca! ¡Y el silencio se hace profundo como una caja fuerte!
Notas:
(1) Viene de malagasy, idioma del pueblo de Madagascar, donde el francés es la lengua principal en los medios escritos y en la educación. Por extensión, los franceses llaman malgache a todo habitante de ese país.