La ignominia al desnudo
Al volver a publicar
este escrito de hace más de tres años que titulamos “El Descrédito”, queremos
señalar no sólo la pertinencia de sus análisis de la crisis española, sino
constatar los resultados de su evolución en el presente. La crisis se sigue
manifestando principalmente como crisis política, crisis de un gobierno débil,
sin mayoría sólida, acorralado por los casos de corrupción. Pero en igual
proporción, es una crisis de Estado, pues la debilidad del poder ejecutivo ha
propiciado un ataque a sus vergonzosas bases constitucionales por parte de
grupos de poder catalanes, beligerantes con el “modelo territorial”
centralista, embate relativamente victorioso. Cuando el centro se descompone,
cada elemento actúa por su cuenta. En esas condiciones, el “diálogo” con la
oposición es inútil, y con los soberanistas es imposible, por lo que la crisis
política que estos han provocado y mantienen, se intenta resolver únicamente
con mecanismos jurídicos. La justicia española está dotada de un arsenal
punitivo formidable, de forma que cualquier actividad política o social puede
considerarse delictiva, puesto que por pacífica y espectacular que sea,
subvierte igualmente un orden establecido que pasa por sus momentos más bajos.
La prensa y la
televisión, en manos de grupos financieros o plutocracias locales, reflejan
perfectamente los intereses en juego de las corporaciones bancarias o los
gestores autonómicos, junto con las opciones que barajan. Las agencias de
calificación, los índices bursátiles, la prima de riesgo y las transferencias
de poder marcan el camino de la política. En consecuencia, el descrédito de los
partidos es total y los proyectos de recambio impulsados por los medios de
comunicación y los fondos de reptiles no acaban de tener éxito, complicando más
todavía la estabilidad política de las instituciones. Ni el ciudadanismo de
izquierdas, ni el de derechas, ni tampoco el unionismo o el soberanismo, han
podido aclarar un panorama demasiado complejo, porque la crisis política no es
más que un detalle de una crisis más profunda, mundial, ecológica, cultural y
social. El capitalismo se mantiene gracias a los proyectos faraónicos y las
guerras que aseguran la marcha de la economía, lo que en España equivale a
decir gracias al control del Mediterráneo Sur, a la construcción y el turismo.
Los efectos negativos en forma de desigualdad, precariedad, trabajo basura,
privatización de servicios públicos, museificación de los barrios antiguos,
pensiones de miseria y burbuja de alquileres, han salido reforzados, pero la
gran masa de población consumidora, uniformizada y conformista, dejándose
llevar por los eventos y las modas, apenas ha variado. Las clases medias
asalariadas, narcisistas y tecnófilas, manipuladas por los medios y
horrorizadas ante la posibilidad de un Estado fallido, aceptan todo lo que el
poder les ofrece. Convenientemente aleccionadas, terminaran deseando la
opresión y odiando a los oprimidos. En consecuencia, la base popular del
sistema de dominación permanece en su lugar. La crisis se estanca y absorbe
desde dentro.
La crisis económica
actúa selectivamente, amontonando en los márgenes del sistema a las masas
golpeadas por la pobreza, a las que se quiere desesperadas y degradadas
sicológicamente, para poder utilizarlas como enemigo del orden y volcar en su
contra a las clases medias atemorizadas. Algo así como lo que está pasando en
las ciudades del Estrecho, un laboratorio donde se están experimentando las
políticas de contención del futuro. Sin embargo, las dos terceras partes de la
población quedan relativamente a salvo de los efectos destructivos inmediatos
del desarrollismo económico, permaneciendo aisladas, en contacto únicamente
virtual con la realidad, y eso permite que la crisis política difícilmente
evolucione hacia una crisis social, quedando empantanada en el barrizal
político. Las protestas políticas, teatrales y simbólicas, ignoran las
cuestiones sociales que solo se esgrimen con fines electorales; por otro lado,
los movimientos sociales auténticos, reflejo de la parte de la sociedad civil
activa y con voluntad de autoorganizarse, todavía recurren a la parafernalia
típica del marketing político y en
general se limitan a exigir al Gobierno medidas favorables.
Lejos de menospreciar a
las mujeres que reclaman una igualdad real, a los jubilados que exigen
pensiones dignas, al personal que protesta contra la privatización de la
sanidad, a los desahuciados que resisten, a los inmigrantes que se baten por
sobrevivir, a los campesinos que defienden el modo de vida rural, etc., bien al
contrario, consideramos tales manifestaciones como signos de la emergencia de
la cuestión social, todavía por unificar, a las que no falta más que un
lenguaje propio, sin tópicos populistas, que describa la realidad de la forma
más verídica. El rechazo de las mediaciones administrativas, políticas,
sindicales o asistenciales, llevará el combate autónomo de los colectivos
mencionados a convertirse en el eje de la lucha liberadora contra la imposición
de una vida indigna esclava de la economía. La crisis política solamente es la
punta del iceberg económico navegando a la deriva. Las luchas reales, si
alcanzan un grado de autonomía suficiente, serán capaces de contemplar los
problemas económicos y políticos como problemas sociales, cuya resolución
dependerá de la fuerza que consigan acumular las masas implicadas y su empleo
inteligente en la demolición del sistema opresor. En caso contrario, las
candidaturas ciudadanistas, las medidas económicas neoliberales y las fórmulas
políticas autoritarias acarrearán componendas contra natura, más partitocracia
y dispositivos policiales en abundancia.
Miguel Amorós,
31-05-2018
El descrédito
¿Qué es la democracia?
La democracia es el robo, hubiera contestado un nuevo Proudhon a juzgar de las
cantidades exorbitantes de dinero público que fluye hacia las arcas de los
particulares bien situados o bien relacionados con los partidos, tras haber
“donado” la cantidad que procede a fundaciones-tapadera o haberla entregado
directamente a los receptores políticos en sobres o bolsas. Los apologistas del
régimen pactado con el franquismo y, en general, los que de alguna manera se
benefician de él o tratan de justificar sus privilegios, han dicho por activa y
por pasiva que la democracia es el estado de libertad y derecho que los
españoles nos dimos después de duras luchas contra el franquismo. La dictadura
era la soberanía del dictador; la democracia es la soberanía de la nación, que
no se ejerce directamente, sino a través de un parlamento compuesto por
diputados de partido y de un gobierno de partido. Es pues una soberanía
delegada. No se trata de la soberanía de la ley, de la verdad o de la razón,
atributos de un pueblo libre, sino de la soberanía de los partidos, o mejor de
las cúpulas de los partidos, que recogen a la vez el testigo de la dictadura
pasada. Estructurados verticalmente, funcionan como maquinarias burocráticas
cuyo poder se concentra en una dirección dotada de gran discrecionalidad. Los “españoles”, la “nación” o “España” son
entes imprecisos en sí, cuando no son meras formas de decir Estado. El Estado
español los define a su imagen y les da forma, no al contrario: la Autoridad
determina lo que es pueblo español y lo que no es. El Estado es el
verdadero soberano, y los partidos ahora son su esencia: lo que llaman
“democracia” es en realidad un régimen partitocrático, definido en lo esencial
por las reglas del sistema capitalista del que forma parte. La partitocracia
responde a una forma particular de representación de la voluntad popular
secuestrada –considerada ésta como deseo de la “ciudadanía”, o sea, del
electorado cautivo– que corre a cargo de asociaciones particulares de
intereses: los partidos. Éstos van asociados a los negocios, puesto que la
profesionalización y el tren de vida de sus dirigentes, las necesidades
financieras de los aparatos y la propia naturaleza desarrollista del Estado
obligan a esa relación. Y así se ha dado la paradoja de que el coste de la
supuesta democracia, y por lo tanto, de la supuesta soberanía nacional, viene
determinado por el apetito enorme de la burocracia partidista. El ejercicio
democrático no es algo distinto del aprovisionamiento de la clase política. La
partitocracia española es un ejemplo palmario de lo que hablamos.
En España, el régimen de
partidos tardó un tiempo en consolidarse; el que necesitó para controlar las
carreras de altos funcionarios y jueces, disponer del dinero de las cajas de
ahorro, desarrollar una legislación penal regresiva, crear montones de leyes
urbanizadoras y nombrar numerosísimos cargos inútiles. En una coyuntura expansiva
de reconversión estatal, impulso de grandes proyectos innecesarios y
especulación inmobiliaria –responsable de la creación de una masa asalariada
conformista– la partitocracia disfrutó de un alto grado de aceptación social.
Las relaciones de la política con el dinero de los constructores parecían
beneficiar a todos, o al menos, no perjudicar a demasiados. Por eso, lo que
llaman democracia pudo descansar casi tres décadas en la mentira de que los
políticos trabajaban mal que bien por el interés general, y de que no formaban
una clase social particular, una especie de elite extractiva con intereses que
no tenían nada de públicos. Sólo cuando sus unilaterales decisiones destinadas
a paliar las nefastas consecuencias de la globalización económica lesionaron el
peculio de amplios sectores de gobernados, surgió la decepción y el enojo
popular. A pesar del control de los grupos financieros sobre los medios de
comunicación, las exacciones de los partidos saltaron a la primera plana.
Cualquier evidencia de prácticas corrientes y asumidas como, por ejemplo, la
administración desleal, el amiguismo, la malversación o el cobro de comisiones,
fue interpretada como un abuso intolerable por quienes nunca antes se habían
ocupado más que de sus asuntos privados y siempre habían firmado cheques en
blanco a los partidos. En esta atmósfera de indignación pacata, algo tan obvio
como la financiación en negro de los partidos y sindicatos, las tarjetas opacas
de las cajas o las cuentas oscuras de los allegados y familiares de políticos,
resultaban irritantes y desmoralizadoras a quienes habían cumplido
religiosamente con el ritual del voto y la declaración de hacienda. El hecho de
que las revelaciones obedeciesen a denuncias interesadas, hallazgos
accidentales, abusos imposibles de ocultar o simples derivaciones de otros
casos, por más que los jueces miraran para otro lado, tenía la virtud de poner
en evidencia tanto la honestidad de los políticos y la legitimidad de la
administración estatal, como la independencia del poder judicial, rebajado a
mero instrumento de la partitocracia. Pero, desacreditado el Estado, ¿hay
alguien que realmente crea en la justicia?
La crisis de la Justicia
viene de lejos, de cuando se volvió trivial el hecho de que era una para los
“representantes” y otra para los “representados.” En términos caciquiles: una
para el caballo y otra para el que lo ensilla. La Justicia española está
centrada casi exclusivamente en el pequeño delito contra la propiedad y el
trapicheo al pormenor. A la cárcel sólo van los pobres, no los ladrones de
guante blanco o los corruptos. De los 70.000 presos actuales, en plena sucesión
de escándalos de corrupción, solamente hay 35 por “delitos económicos”. La
Fiscalía Anticorrupción –y más aún los juzgados de instrucción– es incapaz de perseguir
la delincuencia política. En teoría la ley autoriza el procesamiento del
presunto culpable, pero en la práctica, sobre todo cuando aquél está protegido
por un partido, las dificultades procesales, la provisionalidad de los
instructores, los retrasos y la falta absoluta de medios, la hacen casi
imposible. La instrucción suele frenarse, aplazarse o incluso estancarse
durante años, y cuando finalmente llega la causa a los tribunales, los acusados
son condenados a unas penas simbólicas, cuando no absueltos o indultados. Los
jueces, que temen complicarse la vida profesional, se dejan presionar y
obedecen a instrucciones superiores, evitando pruebas y testimonios que
induzcan a condenas. Por otro lado, los miembros de las máximas instancias de
la judicatura, el Tribunal Supremo, el Constitucional, la Fiscalía del Estado y
el Consejo General del Poder Judicial, deben su nombramiento al consenso
partidista, así como las correspondientes instancias autonómicas, por lo que es
poco probable que actúen en detrimento de los intereses de quienes les
colocaron en sus asientos. Es más, tal situación ha permitido que la corrupción
se introdujera en el aparato judicial, como antes lo había hecho en el
funcionariado.
Desde los comienzos de
la Transición, la corrupción ha sido prácticamente legal; por eso se halla tan
generalizada. Hasta la reforma del Código Penal de 2013, la financiación ilegal
de los partidos no era delito; ni siquiera existían éstos como entidades
susceptibles de responsabilidad jurídica. La prevaricación, la fechoría
política más grave y extendida, no comportaba pena de prisión. La Ley de
Contratos aún permite adjudicaciones sin pasar por concurso con tal que el
coste se fraccione, mientras que la ocultación de dinero al fisco por debajo de
los 120.000 euros no se considera fraude. Todavía hoy, diciembre de 2014, no
existe ninguna oficina que estudie el origen de los patrimonios sospechosos,
pero además, los cargos electos son aforados y, por lo tanto, sus desmanes no
pueden ser investigados más que por tribunales superiores, cuyos miembros son
nombrados oportunamente en los parlamentos. Así pues, los políticos imputados
participan en la elección de aquellos que los han de investigar: se puede
suponer el resultado de las indagaciones. El Banco de España, la Comisión
Nacional del Mercado de Valores y el Ministerio de Hacienda son muy remisos a
facilitar datos a los jueces, y lo hacen con cuentagotas. El Tribunal de
Cuentas no puede cruzar datos con la Agencia Tributaria, la contabilidad de los
partidos es comunicada con seis años de retraso y, en fin, los aumentos
patrimoniales, los sobresueldos, las dietas y los gastos de los políticos son
imposibles de establecer si no se producen filtraciones; las prácticas locales
recaudatorias siguen ignorándose, y en definitiva, la procedencia y la cuantía
del dinero que maneja la clase política se desconoce completamente. Se tiene la
impresión de que todo el sistema judicial y administrativo esté organizado para
permitir la corrupción. Por eso no hay medidas que logren atajarla.
Hasta ahora los
escándalos no habían acorralado a los políticos, puesto que la masa satisfecha
y optimista que los votaba no consideraba males mayores, por ejemplo, el
tráfico de influencias, la información privilegiada, la falsedad documental, el
fraude, la estafa o el cohecho, ya que directamente no la afectaban. La prueba
es que los políticos prevaricadores obtenían amplias mayorías electorales.
Parecía que el enriquecimiento ilícito, el despilfarro y el nepotismo los
hacían más populares. La masa domesticada de votantes no cuestionaba la
captación irregular de fondos, el blanqueo de capitales o la patrimonialización
de las instituciones, sino que los consideraba una característica común de la
“democracia.” Pocos creían ilegítimo aprovechar oportunidades de hacer dinero
cuando se ocupaba una poltrona. La “democracia por la que tanto habían luchado
los españoles” era obra exclusiva de los partidos y, como ésta se fundamentaba
en la confluencia del interés privado y el interés político, lógico era que los
cargos públicos se llenaran los bolsillos. Pero el principio cínico del vive y
deja vivir –ocúpate de tus asuntos y deja robar al prójimo– solamente funciona
en época de estabilidad y bonanza. Otra cosa muy diferente ocurre cuando
ordeñar las instituciones coincide con –e incluso conduce a– la quiebra, el
paro, las privatizaciones, los desahucios, los recortes y el irritante rescate
de la banca. Ante un reparto desigual de los costes de la crisis y una
revelación brutal del alcance de la corrupción, lo menos que se puede decir es
que la sumisión se hace pesada. El “pueblo” ya no tan resignado –la clase media
asalariada, los empleados en precario y los jóvenes sin expectativas– pierde la
confianza en los partidos tradicionales y sabiéndose víctima de sus
responsables, exige que los victimarios devuelvan el dinero robado y que los
culpables paguen por los desperfectos. En tanto que masa timada y perdedora,
empieza a cuestionar al Estado en su forma actual, originando un vacío que el
soberanismo y las nuevas formaciones ciudadanistas se han aprestado a llenar.
El hastío de masas no
lleva aparejado un rechazo frontal de todos los partidos, sino la exigencia de
una renovación de la partitocracia. El descrédito del Estado no conduce a su
negación, sino a una exigencia de reconstitución. Es el momento de las opciones
regeneracionistas e independentistas, no el de las luchas populares autónomas.
La violencia necesaria para ello no sale de los estadios deportivos. Para la
masa perdedora no se trata de salir a la calle; más bien, de salir en los
medios. O de salir a la calle para salir en los medios. Ahora los escaños se
obtienen en las tertulias televisivas, en las entrevistas y en los telediarios.
Por otra parte, el rechazo no es compartido por todos: en 2009 la corrupción
preocupaba solamente al 9% de la población. Al despuntar 2013, tras cuatro años
de crisis, una encuesta de El País mostraba que el 48% del público admitía
empezar el año con espíritu animoso, frente a un 43% pesimista. Al menos casi dos
tercios de la masa afecta al parlamentarismo –la que no está en paro– aún se
creía a salvo de la crisis. Aunque opinaran que la economía andaba de mal en
peor, casi todos afirmaban que por el instante su situación era buena.
Excusamos decir que buena parte lo hacía bajo los efectos de ansiolíticos y
somníferos, cuyo consumo se ha duplicado. Un año y pico después, el pesimismo
ha aumentado sensiblemente, pero la revuelta social sigue ausente, mientras que
el panorama político pugna por readaptarse sin cuestionarse por ello la menor
institución, limitándose a cambios de fachada. La casta ha sido pillada en mal
momento: la demanda de leyes de financiación y transparencia muy claras que
reduzcan y libren a la publicidad las cuotas de plusvalía social exigidas por
su modus vivendi, contradice su necesidad de afianzar el estatus social de
clase parasitaria que la obliga a mantener el ritmo de dispendio y ocultar sus
fuentes proveedoras de fondos. Pero por ese lado las cosas no van a cambiar y
con mayor razón se retrasará sine die una ley de enjuiciamiento criminal que
responsabilice a los altos cargos de los partidos y sindicatos de las tropelías
cometidas por ellos o sus subordinados. Si los delitos fueran imputados a todos
los delincuentes, la clase política entera acabaría entre rejas. Así que no se
resuelve sino para aprobar medidas paliativas de dudosa eficacia, como
disminuir el gasto de administraciones secundarias (por ejemplo, los
municipios), privatizar servicios (la sanidad, el agua), amnistiar fiscalmente
las bolsas de dinero negro y promulgar una ley de transparencia con suficientes
sombras, a la espera de un periodo de crecimiento que cree empleos y sumerja de
nuevo la masa desclasada en el consumismo y el cocooning. Para quienes hayan quedado inhabilitados o hayan agotado
sus posibilidades en la política siempre queda el paso a la empresa privada, la
llamada “puerta giratoria”, pues la política de partido y la economía
bancarizada son lo mismo. Las altas finanzas son lo que hay al otro lado de la
partitocracia.
En los medios se habla
de “crisis de legitimidad” y de “quiebra del capital ético”, en un enésimo
intento de ocultar que estamos ante una clase explotadora al descubierto y que
el sistema en el que se ampara es un régimen espurio. La realidad económica y
política quedan todavía bajo el paraguas de la ideología dominante y del
espectáculo. La cultura de masas pesa demasiado; la industria mediática busca
soluciones en el marco del Estado, el coto de la clase política, que se
concretan en abundantes medidas sin efectos palpables en el descompensado
reparto de sacrificios. De esta manera, los plumíferos y bocazas de la
claudicación pedían un esfuerzo “a todos”, es decir, a los empresarios y a los
trabajadores, a los banqueros y a los pensionistas, a los funcionarios y a los
políticos, a los empleados y a los usuarios –a la “ciudadanía” en general– para
acoplar sus intereses particulares con los intereses generales del sistema. Los
“representados” habían de confiar nuevamente con sus “representantes” y superar
la actual “crisis de representatividad y de confianza” de los partidos. Para
“restaurar el vínculo” entre ambas partes, los políticos deberían reformar el
sistema “representativo” e incluso sacar de la chistera nuevas formaciones; los
empresarios, tendrían que flexibilizar su trato con los sindicatos; los
trabajadores y empleados públicos, renunciar a la seguridad del empleo y
aceptar los expedientes de regulación, las privatizaciones y el retraso de la
edad de jubilación; los funcionarios, rentabilizar su función; los estudiantes,
pagar los costes reales de la enseñanza, y así sucesivamente. Desde el punto de
vista de los voceros de la dominación, la culpa se ha de repartir; es de todos.
Justifican que los políticos se agarren a sus privilegios y hasta que los
multipliquen, porque los demás también quieren “egoístamente” conservar
íntegros sus derechos sociales. Con el mayor cinismo, afirman el hecho de que
privilegios y derechos no son compatibles (hay de por medio una disimulada
situación de clase). La solución mágica, pues, escapa a los protagonistas
antagónicos, por lo que se tiene que recurrir a un tercero. Desde el punto de
vista tecnocrático de los intereses que representa El País, se trataría
simplemente de una asesoría de expertos comisionada por el parlamento para
llevar a cabo una “auditoría democrática” y sugerir mecanismos de control
consensuados. Desde un punto de vista ciudadanista, menos convencido de la
culpabilidad universal y más centrado en el rescate de la clase media
asalariada y la juventud universitaria, sería cuestión de una “democratización
de la democracia”, una “refundación” del sistema, incluso de una “segunda
transición” o una “revolución ciudadana”, obra de una red de votantes
internautas que desde el espacio virtual impulsase una “nueva mayoría”
parlamentaria ajena a los dos grandes partidos que hasta ahora se han ido
alternando las tareas de gobierno.
Al no ofrecer salida al
paro, al endeudamiento, a la precariedad y a la pobreza, los partidos
mayoritarios y las instituciones estatales han pasado de ser la solución a ser
el problema. Literalmente, en 2014 las encuestas los sitúan como el tercer
problema grave del país, empatado con la corrupción, tras el paro y la deuda.
Los arribistas que pretenden heredar su electorado, proponen reformar el
régimen desde dentro, tal como hicieron los franquistas, “de la ley a la ley”.
Para ello construyen partidos y coaliciones buenistas, con programas realistas
y líderes pragmáticos dispuestos a la moderación y a los pactos. Sin embargo,
desde cualquier lado, el sistema político es irreformable. Con una clase
política de sustitución obtendríamos en poco tiempo los mismos resultados.
Falla el sistema. La corrupción no constituye la excepción, sino que está
inscrita en su naturaleza. Es parte esencial de él. Controlar a la clase
política significaría controlar las ramificaciones que conectan con los grandes
grupos económicos y financieros, bloquear ese flujo relacional, lo que en la
práctica significaría la liquidación de dicha clase, y si ésta ha de demostrar
valentía en algo, lo será rechazando autoinmolarse. Además, la causa primera de
la crisis no es la corrupción, son los movimientos especulativos de las
finanzas internacionales, fuera del alcance de los Estados. Los partidos no han
hecho más que trasladar sus efectos a las masas asalariadas, puesto que esa es
su función, destapando involuntariamente la caja de Pandora de las corruptelas.
La reforma no significa nada si el Estado sigue formando parte del circuito
financiero de la globalización. Pero separar al Estado de las finanzas
internacionales significaría salir del capitalismo y la clase política existe
gracias a la interdependencia entre Estado y Capital. O dicho de otro modo: el
porvenir de la clase depende del desarrollismo estatal, y éste, del crecimiento
capitalista. Abstenerse del capitalismo implica abstenerse de la política,
pasar del Estado.
El hecho de que la
mayoría popular se mantenga “serena” y actúe con “civismo” indica que la crisis
en cierta manera se ha encarrilado, ha pasado a ser parte del orden. La
partitocracia tiene cuerda para rato. Nadie cree en un estallido social, porque
nadie que tenga algo que perder lo desea, y no lo desea porque lo teme. El
miedo es el responsable de que la masa apele al Estado desesperadamente, corra
con los gastos y pague los platos rotos con resignación, o como mucho, aliente
pasivamente los “movimientos sociales” y las alternativas “refundadoras”
ciudadanistas. Las masas asalariadas no quieren desertar, no quieren otra forma
de vivir, por eso se aferran a lo existente. Los tiempos no están
suficientemente maduros para cambios radicales y la reconciliación de clases
transcurre tanto por las carreteras principales como por cañadas y veredas. La
dislocación del esqueleto social no es suficiente. La crisis no ha afectado
todavía a los fundamentos de la dominación; es una crisis a medias. Pocos se
están viendo obligados a elegir otras maneras de vivir, a regular su conducta
según nuevos valores solidarios, a constituir una comunidad que satisfaga sus
necesidades de libertad y seguridad al margen del Estado. La crisis no ha
alumbrado más que un nuevo reformismo de tinte socialdemócrata e identitario,
que con un lenguaje políticamente correcto, “democrático” a tope, persigue un
capitalismo de nuevo cuño. La subversión ha de tenerlo muy en cuenta.
Miguel Amorós,
18-12-2014. Reproducido en la revista Argelaga, nº 6, como editorial.
______________________
Una visión tremendamente lúcida. El gran problema es pasar del análisis a la acción. Acción de masas, además. El primer paso es enseñar al que no sabe. Ufff…
ResponderEliminarUna chica analfabeta de mi pueblo, ingenua y buena, respondía a la pregunta ¿sabes leer?: ¡ni quiera Dios que me enseñen!
Soy un tanto escéptico respecto a la acción (concertada) de masas, al menos en los países del occidente desarrollado, por los mismos motivos expuestos en el artículo. Más bien pienso que –esta vez– será fundamentalmente la Tierra la que, exhausta, nos tuerza el brazo y nos obligue a replantearnos nuestros nocivos modos de vida y convivencia.
EliminarExcelentes notas
ResponderEliminarEl gran problema es eliedo y este prevalece por el apego que tenemos a las cosas
Si logramos desapegarnos, somo libres, entonces no existen límites, ni formas de contenernos
Supongo que has querido decir "es el miedo". Gracias por tu comentario.
EliminarBuen artículo. Desde hace un tiempo pienso que la acción de masas es inútil, porque está sobresaturada. Lo que nos queda es salvar el culo, trabajar por y para nosotros mismxs, y cuando lleguen los palos en forma de crisis aprovechar la ventaja. No se si así seremos vanguardia o no, pero seguro que soportamos mejor los envites.
ResponderEliminarSalud!
En efecto, es un artículo excelente, como todos los de Miquel Amorós (quien, por cierto, nació en el mismo año que yo, 1949).
EliminarSalud!
Coincido en gran parte con estos artículos, pero.. y casi siempre hay un pero, ¿que se puede hacer?, ¿que se puede hacer real y sostenido?. La Humanidad, una parte muy importante de la Humanidad al menos, ha mejorado su vida en los últimos dos siglos de forma espectacular y eso ha sido posible gracias a la tecnología, la producción en masa que ha hecho bajar el precio de los alimentos y los bienes necesarios como calefacción, vivienda digna, transporte, cultura y demás. Pero también es cierto lo que nos muestra aquí los dos textos de Amoros y buscar el equilibrio es dificil, quizas cuando dices:
ResponderEliminar"Más bien pienso que –esta vez– será fundamentalmente la Tierra la que, exhausta, nos tuerza el brazo y nos obligue a replantearnos nuestros nocivos modos de vida y convivencia."
Tengas razón...
Saludos Temujin.
EliminarQuien ignora su su situación, ya sea una persona o un colectivo, tiene escasas posibilidades de afrontarla. Saber lo que realmente ocurre y donde está situado cada cual es ya en sí un acto, el primero y principal. Es tener conciencia. Ello nos permitirá, de llegar al último y más fatídico extremo, no darle las gracias al verdugo.
A veces no se lucha para vencer, sino para no ser definitivamente derrotados.