Salvador Allende, Presidente de Chile |
Septiembre de 2003, al
cumplirse 30 años del golpe militar de 1973 en Chile.
La contradicción más
dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de
la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla
resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían
una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad
burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede
cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía
debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en
los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una
mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica
de dinero y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin
poder.
Resistió durante seis
horas con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que
fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.
El periodista Augusto
Olivares que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias
veces y murió desangrándose en la asistencia pública.
Hacia las cuatro de la
tarde el general de división Javier Palacios, logró llegar hasta el
segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y un grupo de
oficiales. Allí entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de
Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador
Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un casco de minero
y estaba en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia de
sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía al
general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto
Olivares que aquel era un hombre peligroso, que mantenía contactos
estrechos con la Embajada de los EE.UU. Tan pronto como lo vio
aparecer en la escalera, Allende le gritó: Traidor y lo hirió en la
mano.
Allende murió en un
intercambio de disparos con esa patrulla. Luego todos los oficiales
en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un
oficial le destrozó la cara con la culata del fusil.
La foto existe: la hizo
el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único
a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado,
que a la Sra. Hortencia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en
el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 en el
julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.
Lo que piensa Allende
sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la
vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco
a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos.
Su virtud mayor fue la
consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza
de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho
burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había
repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un
Congreso miserable que lo había declarado legítimo pero que había
de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores,
defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que habían
vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia
apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto
aniquilar sin disparar un tiro.
El drama ocurrió en
Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como
algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo,
que se quedó en nuestras vidas para siempre.
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