03 octubre, 2019

“Quien siempre mira para saber la continuación, no actuará jamás: y ése debe ser el espectador”



Fragmentos extraídos de Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988), de Guy Debord
Texto completo en pdf aquí.

La discusión vacía sobre el espectáculo, es decir, sobre lo que hacen los propietarios del mundo, está organizada por el espectáculo mismo: se insiste sobre los grandes medios del espectáculo para no decir nada sobre su amplia utilización. Con frecuencia se prefiere llamarlo mediático más que espectáculo. Con ello se quiere designar un simple instrumento, una especie de servicio público que administraría con imparcial "profesionalidad" la nueva riqueza de la comunicación a través de los mass-media, comunicación finalmente asimilada a la pureza unilateral en la que la decisión ya tomada se deja admirar apaciblemente. Lo que se comunica son las órdenes; y, muy armoniosamente, aquéllos que las han dado son también los que dirán lo que piensan de ellas.

El gobierno del espectáculo, que actualmente detenta todos los medios de falsificación del conjunto de la producción así como de la percepción, es amo absoluto de los recuerdos, al igual que es dueño incontrolado de los proyectos que conforman el más lejano futuro. Reina en solitario en todas partes y ejecuta sus juicios sumarios.

Cuando la posesión de un "estatuto mediático" ha adquirido una importancia infinitamente mayor que el valor de lo que realmente se ha sido capaz de hacer, resulta normal que ese estatuto sea fácilmente transferible y otorgue el derecho de brillar donde sea. Con frecuencia, esas partículas mediáticas aceleradas prosiguen su simple carrera en lo admirable estatuariamente garantizado. Pero, a veces, la transición mediática hace de tapadera de muchas empresas, oficialmente independientes y en realidad secretamente vinculadas por diferentes redes ad hoc.

La sociedad modernizada hasta el estadio de lo espectacular integrado se caracteriza por el efecto combinado de cinco rasgos principales que son: la incesante renovación tecnológica, la fusión económico-estatal, el secreto generalizado, la falsedad sin réplica y un perpetuo presente.

La falsedad sin réplica ha acabado por hacer desaparecer la opinión pública, que primero se encontró incapaz de hacerse oír y después, muy rápidamente, incapaz siquiera de formarse. Esto entraña, evidentemente, importantes consecuencias en la política, las ciencias aplicadas, la justicia y el conocimiento artístico.

La construcción de un presente en el que la misma moda, desde el vestuario a los cantantes, se ha inmovilizado, que quiere olvidar el pasado y que no parece creer en un futuro, se consigue mediante la incesante transmisión circular de la información, que gira continuamente sobre una lista muy sucinta de las mismas banalidades, anunciadas de forma apasionada como importantes noticias; mientras que sólo muy de tarde en tarde y a sacudidas, pasan las noticias realmente importantes, las relativas a aquello que de verdad cambia. Conciernen siempre a la condena que este mundo parece haber pronunciado contra sí mismo, las etapas de su autodestrucción programada.

La primera intención de la dominación espectacular era hacer desaparecer el conocimiento histórico en general y, desde luego, la práctica totalidad de las informaciones y los comentarios razonables sobre el pasado más reciente. Una evidencia tan flagrante no necesita ser explicada. El espectáculo organiza con destreza la ignorancia de lo que sucede e, inmediatamente después, el olvido de lo que, a pesar de todo, ha llegado a conocerse. Lo más importante es lo más oculto. Después de veinte años no hay nada que haya sido recubierto con tantas mentiras como la historia de mayo de 1968. Sin embargo, se han extraído lecciones muy útiles de algunos estudios sin sombra de mistificación sobre esas jornadas y sus orígenes, pero son secreto de Estado.

Ya no está permitido reírse de la ineptitud, que en todas partes se hace respetar; en cualquier caso se ha hecho imposible revelar que es objeto de risa.

La valiosa ventaja que el espectáculo ha obtenido de este colocar fuera de la ley a la historia, de haber condenado a toda la historia reciente a pasar a la clandestinidad y de haber hecho olvidar, en general, el espíritu histórico en la sociedad, es, en primer lugar, ocultar su propia historia: el
movimiento de su reciente conquista del mundo.

Su poder nos parece ya familiar, como si hubiera estado ahí desde siempre. Todos los usurpadores han querido hacer olvidar que acaban de llegar.

Con la destrucción de la historia es el propio acontecimiento contemporáneo el que rápidamente se aleja a una distancia fabulosa, entre sus relatos inverificables, sus incontrolables estadísticas, sus explicaciones inverosímiles y sus razonamientos insostenibles. A todas las majaderías avanzadas espectacularmente, solamente los mediáticos podrían responder con respetuosas rectificaciones o redemostraciones, pero se muestran avaros al respecto, además de por su extrema ignorancia, por su solidaridad, de oficio y de corazón, con la autoridad general del espectáculo, y con la sociedad que exterioriza; es para ellos un deber y también un placer no desmarcarse jamás de esa autoridad, cuya majestad no debe ser lesionada. No hay que olvidar que todo mediático, ya sea por salario ya sea por otras recompensas o gratificaciones, tiene siempre un amo, a veces varios; y que todo mediático se sabe reemplazable.

Todos los expertos son mediáticos-estáticos y eso es lo único por lo que son reconocidos como expertos. Todo experto sirve a su amo, pues cada una de las antiguas posibilidades de independencia ha sido poco a poco reducida a nada por las condiciones de organización de la sociedad presente. El experto que mejor sirve es, sin duda, el que miente. Los que tienen necesidad del experto son, por diferentes motivos, el falsificador y el ignorante. Allí donde el individuo no reconoce nada por sí mismo será formalmente tranquilizado por el experto.

Un aspecto de la desaparición de todo conocimiento histórico objetivo se manifiesta a propósito de cualquier reputación personal que ha llegado a ser maleable y rectificable a voluntad de quienes controlan toda la información, la que se recoge y esa otra, muy diferente, que se difunde; tienen pues licencia para falsificar. Pues una evidencia histórica de la que nada quiere saberse en el espectáculo no es una evidencia. Allí donde nadie tiene más que la fama que le ha sido atribuida como un favor por la benevolencia de una Corte espectacular, la desgracia puede seguir de forma instantánea. Una notoriedad antiespectacular ha llegado a ser algo extremadamente raro.

Por primera vez en la Europa contemporánea, ningún partido ni fracción de partido intenta ya fingir que tratará de cambiar algo importante. La mercancía no puede ser criticada por nadie: ni como sistema general ni como una pacotilla determinada que a los empresarios les ha convenido colocar en ese momento en el mercado.

En todas partes donde reina el espectáculo las únicas fuerzas organizadas son aquellas que desean el espectáculo. Así pues, ninguna puede ser enemiga de lo que existe, ni transgredir la omertà que concierne a todo. Se ha acabado con aquella inquietante concepción, que dominó durante doscientos años, según la cual una sociedad podía ser criticable y transformable, reformada o revolucionada. Y esto no se ha conseguido con la aparición de nuevos argumentos sino simplemente porque los argumentos se han vuelto inútiles. Con este resultado se medirá, más que el bienestar general, la terrible fuerza de las redes de la tiranía.

Esta democracia tan perfecta fabrica ella misma su inconcebible enemigo: el terrorismo. En efecto, quiere ser juzgada por sus enemigos antes que por sus resultados. La historia del terrorismo está escrita por el Estado; es pues educativa. Las poblaciones espectadoras no pueden saberlo todo sobre el terrorismo, pero siempre pueden saber lo suficiente como para ser persuadidas de que, comparándolo con éste, lo demás deberá parecerles más aceptable, en cualquier caso, más racional y democrático.

La disolución de la lógica se ha perseguido por diferentes medios –acordes con los intereses fundamentales del nuevo sistema de dominación– y que han actuado siempre prestándose apoyo recíproco. Varios de esos medios sustentan la instrumentación técnica que ha experimentado y popularizado el espectáculo, pero otros se hallan más vinculados a la psicología de masas de la sumisión.

2 comentarios:

  1. "Por primera vez en la Europa contemporánea, ningún partido ni fracción de partido intenta ya fingir que tratará de cambiar algo importante. La mercancía no puede ser criticada por nadie: ni como sistema general ni como una pacotilla determinada que a los empresarios les ha convenido colocar en ese momento en el mercado".

    ¿Qué mejor demostración de lo que dice el artículo que este párrafo? Porque me consta que hay "partidos o fracciones de partido" que comienzan a plantearse (o continúan) cambiar algo importante. Pero el propio autor estaba incapacitado para saberlo, debido al ruido mediático que enmascara las voces.

    Por poner un ejemplo, hace unos días hablaba con una prestigiosa escritora, feminista y de izquierdas, que ignoraba que existiera aún el PCE. Y poquísima gente se ha enterado de la celebración de su fiesta anual.

    Y de los debates internos, ni te cuento. Solo sale a la luz lo que interesa. Por sus enemigos los conoceréis.

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  2. Sociología pura y dura; Toda una mina de oro para el control "pacifico" y colaborador de la gran masa que ya somos todos, queramos o no.

    Salud!

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