27 abril, 2020

[ARGENTINA] “Cada día, se acumulan de a docenas las denuncias por las prácticas abusivas de policías y gendarmes” — Nacho Saffarano // ● // Nuevas reflexiones — Giorgio Agamben //● // Coronavirus: contra Agamben, por una biopolítica popular — Panagiotis Sotiris




El 28 de marzo, Página|12 publicó un artículo titulado “Elogio a la policía del cuidado”, firmado por Gabriela Seghezzo y Nicolás Dallorso, dos investigadorxs del CONICET que coordinan el Observatorio de Seguridad de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde también son docentes.

La tesis fundamental que sostienen en su nota de opinión es que el aislamiento obligatorio por la pandemia del COVID-19 es una situación excepcional que nos permite visibilizar que “las tareas que llevan adelante cotidianamente las policías se asemejan más a las tareas de cuidado que a las de una persecución y represión penal”. La pandemia, así, se convierte en una oportunidad única para cambiar el sentido común securitario según el cual todas “las políticas que involucran a las fuerzas de seguridad son fascistas o involucran violencia institucional”.

Sin embargo, la afirmación cae por su propio peso. Cada día, se acumulan de a docenas las denuncias por las prácticas abusivas de policías y gendarmes. El artículo de Seghezzo y Dallorso amerita, entonces, debatir cuál es el rol de quienes investigan en este momento tan crucial que estamos atravesando y qué discursos se legitiman desde la academia. ¿Qué posición debería adoptarse en un momento en el que las fuerzas represivas suman poderes?

1. Va de suyo que la ciencia nunca es neutral y que las investigaciones muchas veces se direccionan en función de los intereses de la clase dominante. Pero también es una verdad evidente que muchísimxs investigadorxs pagos por el Estado cuentan con la autonomía suficiente para sostener tesis contrarias al espíritu general del gobierno de turno. Así lo demuestran cuatro años de macrismo y una abundante cantidad de trabajos producidos en el CONICET que antagonizan con la ideología cambiemita.

2. “Elogio a la policía del cuidado” parece un artículo hecho por encargo. Parece que se trata de recurrir a “los que saben” para darle de comer al público habitual de Página|12; para engrosar el menú de argumentos progresistas para explicar por qué ahora la Policía (y la Gendarmería y el Ejército) nos cuidan de verdad, aunque hasta hace apenas dos semanas eran los actores fundamentales del delito organizado. Apelar a investigadorxs del CONICET no debe ser mera casualidad. A la mayoría de lxs lectores de Página|12, el discurso bélico del ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires Sergio Berni frente a la Policía bonaerense seguramente le haya parecido un exceso. ¿Qué mejor entonces, que recurrir a docentes universitarixs e investigadorxs de instituciones de prestigio para que repitan lo mismo que el castrense ministro, pero con la fraseología del progresismo? Es un win-win.

3. Desde que el COVID-19 adquirió relevancia a nivel mundial, se ha desatado un conjunto de debates filosóficos que ponen en cuestión, por ejemplo, si las medidas de emergencia tomadas por los gobiernos implican la instalación de un estado de excepción que habilita políticas autoritarias; o si es este el momento para proponer una “biopolítica democrática” al servicio de la salud de las mayorías populares, tal como le contrapropone Pangiotis Sotiris a Giorgio Agamben.

En nuestro país, el estado de excepción puede verse justamente en el sector del progresismo y los intelectuales que encarnan su representación. Quienes durante años entendieron el accionar cotidiano de las fuerzas de seguridad como uno de los problemas más graves de nuestra democracia ahora no dudan en endilgarles a ellas tanto el control como el cuidado para evitar la propagación del virus. Ni siquiera se lo cuestionan, y es esto lo más grave. Es decir: no se trata solo la posición infantil de creer que quienes siempre nos reprimieron ahora “se exponen para cuidarnos a todos y todas” y son garantes de nuestras vidas, sino también de la obturación de cualquier posibilidad de duda.

4. La operación lógica para pensar el rol protagónico de las fuerzas de seguridad en un estado de excepción debería ser justamente la contraria. La conclusión también lo será: si se amplían las facultades de las fuerzas de seguridad, entonces también debe aumentarse el control sobre ellas para que sea mayor que en épocas de normalidad. La ampliación del poder policial y el mecanismo de vecinos convertidos en denunciantes compulsivos son la base para legitimar cualquier giro autoritario. Si naturalizamos las atribuciones ampliadas sin cuestionamientos, este puede ser uno de los principales males que heredemos de la crisis del COVID-19 y que más costará revertir una vez que salgamos de ella.

5. Por último, nada más miserable que la apelación a las políticas de cuidado para definir el actual accionar policial. Años de trabajo de activistas e intelectuales feministas que dieron lugar a la producción de teoría y políticas públicas a partir del concepto de las ‘tareas de cuidado’ y de su relación con la crisis de la reproducción social, para que se bastardeé su uso en un elogio a la policía. Sobre todo, en un país donde uno de cada cinco femicidios es perpetrado por un integrante de las fuerzas de seguridad que utiliza el arma reglamentaria (CORREPI).

6. Ante la propagación del discurso que busca relegitimar el accionar de las fuerzas de seguridad sin más, es preciso volver a apelar a las lógicas de cuidado comunitario y de organización popular, evitando las vías de escape facilistas de la militarización de la sociedad. En este sentido, si ponemos la emergencia sanitaria en el centro, exigir que las partidas presupuestarias para insumos, equipamientos y salarios de lxs trabajadorxs de salud se incrementen por encima de lo que se destina a la represión debe ser una demanda de primer orden.




Nuevas reflexionesGiorgio Agamben

Artillería Inmanente - 22/04/2020

Publicado en la columna Una voce de Giorgio Agamben el 22 de abril de 2020 y de una entrevista publicada el mismo día en un periódico italiano.

¿Estamos viviendo, con esta reclusión forzada, un nuevo totalitarismo?

En muchos aspectos se está formulando la hipótesis de que en realidad estamos viviendo el fin de un mundo, el de las democracias burguesas, basadas en los derechos, los parlamentos y la división de poderes, que está cediendo el paso a un nuevo despotismo que, en lo que respecta a la generalización de los controles y el cese de toda actividad política, será peor que los totalitarismos que hemos conocido hasta ahora. Los politólogos estadounidenses lo llaman Security State, es decir, un estado en el que «por razones de seguridad» (en este caso de «salud pública», término que hace pensar en los infames «comités de salud pública» durante el Terror) se puede imponer cualquier límite a las libertades individuales. En Italia, después de todo, estamos acostumbrados desde hace mucho tiempo a una legislación por decretos de emergencia por parte del poder ejecutivo, que de esta manera sustituye al poder legislativo y abole de hecho el principio de la división de poderes en el que se basa la democracia. Y el control que se ejerce a través de las cámaras de video y ahora, como se ha propuesto, a través de los teléfonos celulares, excede con creces cualquier forma de control ejercida bajo regímenes totalitarios como el fascismo o el nazismo.

En lo que respecta a los datos, además de los que se reunirán por medio de los teléfonos celulares, también habría que reflexionar sobre los que se difunden en las numerosas conferencias de prensa, a menudo incompletos o mal interpretados.

Éste es un punto importante, porque toca la raíz del fenómeno. Cualquiera que tenga algún conocimiento de epistemología no puede dejar de sorprenderse de que los medios de comunicación hayan difundido durante todos estos meses cifras sin ningún criterio de cientificidad, no sólo sin relacionarlas con la mortalidad anual del mismo período, sino incluso sin especificar la causa de la muerte. Yo no soy ni virólogo ni médico, pero me limitaré a citar fuentes oficiales fiables. 21.000 muertes para Covid-19 parecen y son ciertamente una cifra impresionante. Pero si se comparan con los datos estadísticos anuales, las cosas, como es correcto, adquieren un aspecto diferente. El presidente del ISTAT (Instituto Nacional de Estadística de Italia), el doctor Gian Carlo Blangiardo, anunció hace unas semanas las cifras de mortalidad del año pasado: 647.000 muertes (1772 muertes por día). Si analizamos las causas en detalle, vemos que los últimos datos disponibles para 2017 registran 230.000 muertes por enfermedades cardiovasculares, 180.000 muertes por cáncer, al menos 53.000 muertes por enfermedades respiratorias. Pero hay un punto que es particularmente importante y que nos concierne de cerca.

¿Cuál?

Cito las palabras del doctor Blangiardo: «En marzo de 2019 hubo 15.189 muertes por enfermedades respiratorias y el año anterior hubo 16.220. Por cierto, son más que el número correspondiente de muertes para Covid (12.352) declaradas en marzo de 2020». Pero si esto es cierto y no tenemos motivos para dudarlo, sin querer minimizar la importancia de la epidemia debemos preguntarnos si ella puede justificar medidas de limitación de la libertad que nunca se han tomado en la historia de nuestro país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales. Existe una duda legítima de que al propagar el pánico y aislar a la gente en sus casas, la población se ha visto obligada a asumir las gravísimas responsabilidades de los gobiernos que primero desmantelaron el servicio sanitario nacional y luego, en Lombardía, cometieron una serie de errores no menos graves al enfrentar la epidemia.

Incluso los científicos, en realidad, no han ofrecido un buen espectáculo. Parece que no pudieron dar las respuestas que se esperaban de ellos. ¿Qué opinas?

Siempre es peligroso confiar a los médicos y a los científicos decisiones que en última instancia son éticas y políticas. Como ves, los científicos, con razón o sin ella, persiguen de buena fe sus razones, que se identifican con el interés de la ciencia y en nombre de las cuales —la historia lo demuestra ampliamente— están dispuestos a sacrificar cualquier escrúpulo de orden moral. No necesito recordar que bajo el nazismo científicos muy estimados dirigieron la política de eugenesia y no dudaron en aprovechar los lager para llevar a cabo experimentos letales que consideraban útiles para el progreso de la ciencia y el cuidado de los soldados alemanes. En el presente caso el espectáculo es particularmente desconcertante, porque en realidad, aunque los medios de comunicación lo oculten, no hay acuerdo entre los científicos y algunos de los más ilustres entre ellos, como Didier Raoult, tal vez el mayor virólogo francés, tienen opiniones diferentes sobre la importancia de la epidemia y la eficacia de las medidas de aislamiento, que en una entrevista calificó de superstición medieval. Escribí en otra parte que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. La analogía con la religión debe tomarse al pie de la letra: los teólogos declaraban que no podían definir claramente qué es Dios, pero en su nombre dictaban reglas de conducta a los hombres y no dudaban en quemar a los herejes; los virólogos admiten que no saben exactamente qué es un virus, pero en su nombre afirman decidir cómo deben vivir los seres humanos.

Se nos dice —como ha sucedido a menudo en el pasado— que nada será igual que antes y que nuestras vidas deben cambiar. ¿Qué crees que pasará?

Ya he intentado describir la forma de despotismo que debemos esperar y contra la que no debemos cansarnos de estar en guardia. Pero si, por una vez, dejamos de lado la actualidad y tratamos de considerar las cosas desde el punto de vista del destino de la especie humana en la Tierra, recuerdo las consideraciones de un gran científico holandés, Ludwig Bolk. Según Bolk, la especie humana se caracteriza por una inhibición progresiva de los procesos naturales de adaptación al medio ambiente, que son sustituidos por un crecimiento hipertrófico de dispositivos tecnológicos para adaptar el medio ambiente al hombre. Cuando este proceso sobrepasa un cierto límite, llega a un punto en el que se vuelve contraproducente y se convierte en autodestrucción de la especie. Fenómenos como el que estamos experimentando me parece que muestran que se ha llegado a ese punto y que la medicina que se suponía que iba a curar nuestros males corre el riesgo de producir un mal aún mayor. Incluso contra este riesgo debemos resistir con todos los medios.



Coronavirus: contra Agamben, por una biopolítica popular - Panagiotis Sotiris

La Pluma net 20/03/2020

La reciente intervención de Giorgio Agamben, que caracteriza las medidas aplicadas en respuesta a la pandemia de Covid-19 como un ejercicio de la biopolítica del «estado de excepción», ha provocado un importante debate sobre la forma de pensar la biopolítica.

La noción misma de biopolítica, formulada por Michel Foucault, ha constituido una contribución importante a nuestra comprensión de los cambios vinculados a la transición a la modernidad capitalista, particularmente con respecto a los modos de ejercer el poder y la coerción. Desde el poder como derecho de vida y muerte que posee el soberano, pasamos al poder como un intento de garantizar la salud (y la productividad) de las poblaciones. Esto ha llevado a una expansión sin precedentes de todas las formas de intervención y coerción estatal. Desde las vacunas obligatorias hasta las prohibiciones de fumar en espacios públicos, la noción de biopolítica se ha utilizado en muchos casos como clave para comprender las dimensiones políticas e ideológicas de las políticas de salud.

Esto nos permitió al mismo tiempo analizar diferentes fenómenos, a menudo reprimidos en el espacio público, desde las formas en que el racismo intentó darse una base «científica» hasta los peligros encarnados por tendencias como la eugenesia. Y de hecho, Agamben utilizó estos análisis de manera constructiva, en su intento de teorizar las formas modernas del «estado de excepción», es decir, los espacios en los que se ejercen las formas extremas de coerción, de los que el campo de concentración es el ejemplo central.

Las cuestiones relativas a la gestión de la pandemia de Covid-19 obviamente plantean problemas relacionados con la biopolítica. Muchos comentaristas han dicho que China podía haber tomado medidas para contener o frenar la pandemia porque podía aplicar una versión autoritaria de biopolítica. Esta versión incluía el uso de cuarentenas prolongadas y prohibiciones de actividades sociales, todo lo cual fue posible gracias al vasto arsenal de coerción, vigilancia y control, así como por las tecnologías de que dispone el Estado chino.

Algunos comentaristas han sugerido, incluso, que las democracias liberales, que no tienen la misma capacidad de coerción o que dependen más del cambio voluntario en el comportamiento individual, no pueden tomar las mismas medidas, lo que dificulta los intentos de hacer frente a la pandemia.

Sin embargo, sería un error plantear el dilema entre la biopolítica autoritaria por un lado y la confianza liberal en la propensión de los individuos a tomar decisiones racionales por el otro.

Esto es aún más obvio, ya que el hecho de considerar medidas de salud pública, como las cuarentenas o el «distanciamiento social», solo bajo el prisma de la biopolítica, lleva a perder su utilidad potencial. En ausencia de una vacuna o un tratamiento antiviral eficaz, estas medidas, tomadas del directorio de libros de texto de salud pública del siglo XIX, pueden resultar de enorme valor, especialmente para los grupos más vulnerables.

Esto es especialmente cierto si uno piensa que incluso en las economías capitalistas avanzadas, la infraestructura de salud pública se ha deteriorado y realmente no puede resistir los picos pandémicos, a menos que se tomen medidas para reducir sus tasas de expansión.

Se podría decir, contra Agamben, que la «vida desnuda» tiene más que ver con el jubilado en una lista de espera para un aparato de respiración o una cama de cuidados intensivos, debido al colapso del sistema de salud, que con el intelectual que debe hacer frente a los aspectos prácticos de las medidas de cuarentena.

A la luz de lo anterior, me gustaría sugerir un retorno a Foucault diferente. A veces olvidamos que este último tenía una concepción muy relacional de las prácticas de poder. En este sentido, es legítimo preguntar si es posible una biopolítica democrática o incluso comunista. En otras palabras: ¿es posible tener prácticas colectivas que realmente contribuyan a la salud de las poblaciones, incluidos los cambios de comportamiento a gran escala, sin una expansión paralela de las formas de coerción y vigilancia?

El propio Foucault, en sus últimos trabajos, tiende hacia esa dirección, con los conceptos de verdad, parresía y autocuidado. En este diálogo muy original con la filosofía antigua, propone una política alternativa del bios que combina atención individual y colectiva de manera no coercitiva.

En esta perspectiva, la decisión de reducir los desplazamientos o el establecimiento del distanciamiento social en tiempos de epidemia, la prohibición de fumar en espacios públicos cerrados o la prohibición de prácticas individuales y colectivas perjudiciales para el medio ambiente, sería el resultado de decisiones colectivas discutidas democráticamente. Esto significa que desde la simple disciplina nos movemos hacia la responsabilidad, hacia los demás y luego hacia nosotros mismos, y desde la suspensión de la socialidad hasta su transformación consciente. En tales condiciones, en lugar de un miedo individual permanente, capaz de romper cualquier sentimiento de cohesión social, destacamos la idea de esfuerzo colectivo, coordinación y solidaridad dentro de una lucha común, elementos que en este tipo de emergencias sanitarias pueden resultar tan importantes como las intervenciones médicas.

Se perfila así la posibilidad de una biopolítica democrática. Esta también puede basarse en la democratización del conocimiento. Un mayor acceso al conocimiento, combinado con las campañas de extensión necesarias, posibilitaría procesos de toma de decisiones colectivos basados ​​en el conocimiento y la comprensión y no solo en la autoridad de los expertos.

Biopolítica popular

Tomemos el ejemplo de la lucha contra el VIH. La lucha contra el estigma, el intento de dejar en claro que esta no es una enfermedad reservada para «grupos de alto riesgo», la exigencia de una educación en materia de prácticas sexuales saludables, la financiación del desarrollo de medidas terapéuticas y el acceso a los servicios de salud pública no hubieran sido posibles sin la lucha de movimientos como ACT UP. Se podría decir que este es realmente un ejemplo de biopolítica popular.

En la coyuntura actual, los movimientos sociales tienen mucho margen de maniobra. Pueden exigir medidas inmediatas para ayudar a los sistemas de salud pública a soportar la carga adicional causada por la pandemia. También pueden destacar la necesidad de solidaridad y auto organización colectiva durante esta crisis, en oposición a los pánicos individualizados propios de la ideología de la «supervivencia». También pueden insistir en que el poder estatal (y la coerción) se utilicen para canalizar los recursos del sector privado hacia las direcciones socialmente necesarias. Finalmente, pueden hacer de la transformación social un requisito vital.


2 comentarios:

  1. (Mentira y ley)
    La policía es el portillo imposible de tapiar –salvo sofismas ad hoc– del «Estado de Derecho». Ya la acción física (violenta), al moverse en el continuo espacio-temporal, se hace irreductible a la noción jurídica de «regla» (discontinua, de «sí o no») y sólo admite ponderaciones prudenciales (estimativas, de «más o menos»), tal como reconoce el concepto policíaco de «discrecionalidad». Pero además, el policía es el único funcionario con facultad legal para mentir: la legalidad –o impunibilidad, si se prefiere– del mentir del policía en el interrogatorio, en cuanto correlato de la impunidad del sospechoso que miente en defensa propia, es como una fractura que la Razón de Estado produce en el Estado de Derecho. Tal entredicho debería turbar la confianza en éste, al suscitar esta perplejidad: ¿Es la mentira la que es metida dentro del Estado de Derecho o es el policía el que es autorizado a salirse de él, para poder ir a buscar al delincuente en su terreno? Ambas respuestas van a dar en aporías. La policía es, así pues, también en la palabra, dúctil, viscosa, tanteadora del terreno y a cada instante reajustable al movimiento de su objeto, y se nos muestra por segunda vez, ahora en sentido translaticio, inmersa en el «más o menos» de un continuo deformable, y, en fin, irreductible a la discontinuidad de lo jurídico. El instrumentalismo físico y verbal de esta souplesse abre las fauces de la «injusticia conveniente» para otras más graves formas de discrecionalidad y más crudos arbitrios de excepcionalidad, desde el que prolongan el género de la mentira, como el encubrimiento protector de un prestigio necesario para no demostrar debilidad ante el delincuente, hasta los de la violencia física secreta. Tan evidente es la heteronomía entre Estado de Derecho y Policía que sólo la ignorancia más supina puede aceptar la aberración de haber fundido en uno los ministerios de Justicia y de Interior.

    Rafael Sánchez Ferlosio. La hija de la guerra y la madre de la patria. Destino, 2002.

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    1. Qué oportuna y acertada cita. Leí ese libro hace algunos años, pero no recordaba este extraordinario párrafo (lo cual me incita a releerlo).

      Salud, y gracias, Conrado.

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