19 octubre, 2020

CHILE: "La democracia fue una ilusión, exigimos nueva constitución"

 


"La revuelta nos obligó a pensar qué instituciones inventamos"

Tinta Limón 18/10/2020


A un año de la revuelta, publicamos una serie de entrevistas que realizamos en los meses posteriores al estallido en Chile. En esta primera entrega, la conversación con Vitrina Dystópica. 


El domingo 6 de octubre de 2019 entra en vigencia un nuevo aumento en las tarifas del Metro, en Santiago, el cuarto en menos de dos años. El “panel de expertos” que regula el precio del transporte público en la ciudad decide que a partir de ese día debían pagarse 30 pesos más para viajar. La medida genera fastidio en una población mayormente abrumada por el alto costo de la vida y cansada de los abusos.



La semana comienza con una convocatoria a concentrarse en algunas estaciones del metro para “evadir” los torniquetes y viajar sin pagar. La convocatoria la hace vía Instagram un grupo de estudiantes secundarios de uno de los colegios “emblemáticos” de la ciudad. En esos colegios la tensión era tal que los Carabineros dormían en sus techos.


En ese marco, el partido oficialista agudiza la represión y presenta un proyecto para sancionar penalmente a quienes evadan el transporte público. El miércoles 16, Clemente Pérez, ex presidente del Directorio de Metro durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, dice en horario central a un canal de noticias: “Cabros, esto no prendió. No se han ganado el apoyo de la población”. Pero el descontento se viraliza y las evasiones se propaga: cada día se suman más personas.


El viernes, al grito de “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”, cientos de estudiantes secundarios se autoconvocan en las bocas del metro, entran corriendo, en banda, de a cientos, y saltan los molinetes. Cantan, bailan, pintan las paredes de las estaciones y hasta queman algún vagón. El Gobierno invoca la Ley del Seguridad del Estado y anuncia severas sanciones contra quienes resulten responsables del ataque al metro. El descontento sale a la superficie.


Ese viernes 18 de octubre el transporte se suspende a las tres de la tarde y las personas que salen de trabajar deben volver a sus casas caminando. La ciudad está paralizada y, a la vez, se respira un aire de alivio. “No me importa tener que caminar para volver”, dice una mujer cuando descubre que el subte está cerrado. Otras y otros deciden quedarse en las calles a protestar. Y esa misma noche estalla la revuelta.



Suenan cacerolas, se toman las calles y las plazas, se montan barricadas, se atacan supermercados, centros comerciales, bancos y farmacias, todos identificados con abusos y estafas recientemente difundidos por la prensa. Se incendian, también, veinte estaciones de metro, una docena de buses y el edificio de ENEL, la empresa prestadora de servicios eléctrico.


El estallido se expande a lo largo de todo el territorio chileno. En Santiago, la ex Plaza Italia –ahora llamada Plaza de la Dignidad–, un lugar simbólico en la historia de las luchas sociales, se convierte en el epicentro de la protesta. El sólido neoliberalismo chileno se resquebraja: Chile despertó, dicen los propios chilenos. ¿Qué es lo que sucede? ¿Cómo se llegó hasta acá?


      Foto: Paulo Slachevsky

Una serie de respuestas, inspiradas y provisorias, las encontramos conversando con el colectivo Vitrina Dystópica. De las razones de los malestares a la genealogía de un movimiento recortado sobre una generación insubordinada: la generación del pinguinazo. La subjetividad antipolicíaca y el estar en bandas son marcas indelebles de esta fuerza de octubre. A continuación, las ideas más destacadas de ese encuentro.


Octubre estalla

(las luchas se transversalizan)


Chile reventó en octubre, ya no se aguantaba más. Fue una revuelta contra el saqueo organizado por los empresarios, contra un modo de vida insoportable, contra el “masoquismo del mérito” y la presión de ser reconocido, contra la violencia policial y contra todo un entramado político-institucional que en nuestro país es especialmente cruel. Hay mil motivos.


En Chile hay una privatización total de la vida. Hay un sistema masivo de endeudamiento. Los bancos y financieras, cada uno, te ofrece su tarjeta de crédito, las farmacias tienen su tarjeta, los supermercados tienen otra. ¡Sólo falta que las botillerías te den su propia tarjeta! Hay miles de líneas de endeudamiento y una flexibilidad muy grande. Y ante este problema, la única respuesta es más endeudamiento, una forma cada vez más fácil de hipotecarnos. Entonces cuando nos dimos cuenta de que no había respuesta posible, sucedió lo que está pasando ahora: todo estalla y se vuelve visible la lucha contra la privatización total.



De fondo, siempre está la idea de Chile como el “jaguar de Latinoamérica”, de que tenemos un modo de vida diferente al resto del continente. Está la figura, también, de la “barrera natural” que nos separa del resto de Latinoamérica, la Cordillera, un “cordón higiénico” de los pesares de la Argentina. “Somos distintos”, “estamos mucho más ligados a Europa”. Hay un deseo muy fuerte de ser blanco. Pero hace rato que todo eso se empezó a ir a la mierda.


La revuelta es, también, contra la corrupción. En los últimos cinco años hubo muchos casos en los que las policías y las fuerzas armadas aparecían robándose fondos públicos. Hubo casos de corrupción en el gobierno, sobre todo grandes transnacionales que estafan al Estado con muchísimo dinero y quedan impunes. Casos de colusión como el de los productores de pollos o el del papel higiénico. Pero, sobre todo, la sensación de que para los empresarios no hay ley, no hay penas. A lo sumo, los mandan a tomar clases de ética como ha quedado de manifiesto últimamente. Es muy indignante, porque es la impunidad total. Al mismo tiempo, la TV esconde bajo la alfombra estos casos haciendo un festín espectacular con “el flagelo de la delincuencia”, “que entran y salen por puerta giratoria”, buscando naturalizar las políticas de criminalización de la pobreza, especialmente contra lxs más cabros.


En 2007 se promulgó la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente, una ley que habilita la penalización de menores. Concretamente, los jóvenes pobres van en “cana” y los ricos no entran a ninguna cárcel. La fecha en la que sacan esa ley no es arbitraria, porque en el 2006 fue el pingüinazo.[1] Y en 2007 Bachelet impulsa esta ley que vuelve punible a niñas y niños desde los catorce años ¡Una ley de Bachelet, no de Piñera! Pero lo hace a su manera, con cinismo: articulando todo un discurso de la protección de las y los niñxs. Y empiezan a meter en cana a lxs más chicxs. Se dan casos de alta connotación pública, como el caso de un niñito de ocho, nueve años, al que llamaron “Cisarro”, que tenía una serie de delitos que se hicieron mediáticos para justificar esta ley. ¿Y a dónde lo meten? Ahí pasamos a otra cuestión que ya era sabida, pero que se volvió muy central desde el estallido: la crisis y la corrupción en el Servicio Nacional de Menores (SENAME). Más de dos mil niños han muerto en los Servicios de “Protección” de la niñez. También se revelaron abusos sexuales, muchísimos maltratos e, incluso, venta de órganos.



Entonces, en octubre estalla el caso de SENAME, estallan los casos de corrupción, estallan los casos de robo al fisco de las Fuerzas Armadas, estallan las “zonas de sacrificio”[2] y la muerte indiscriminada del pueblo mapuche. Serán todos esos elementos los que se empiezan a conjugar en un malestar que ya no tenía dónde ser alojado más que en la calle.


Y, al mismo tiempo, hay un componente transversal a las luchas o a los malestares. En las marchas hay hartas banderas mapuches, hay un sensibilidad con la lucha de los pueblos ancestrales que no se reduce sólo al mapuche, sino que se extiende a otras territorios “sacrificados” por el capital. Las “zonas de sacrificio”, como Quintero y Puchuncaví, zonas desoladas por la extracción de hidrocarburos, que comienzan a organizarse como comunas para poder luchar contra este destructor de la tierra y destructor de la vida. Y empieza a haber un eco muy interesante entre las luchas territoriales de las zonas de sacrificio con el pueblo mapuche. Empieza a haber un común ahí. Hay una experiencia de lo común que es clave porque todos se empezaron a dar cuenta de que el problema es el neoliberalismo y las policías que lo protegen.


Quebrar el consenso del miedo

(¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!)



Si hacemos una lectura de las poéticas de la revuelta, el elemento gatillador de esa transversalidad es la jugada que hacen los estudiantes secundarios. El armazón frágil del endeudamiento que cargamos durante los últimos treinta años se cae cuando nos damos cuenta de que no hay enemigo interno, de que no hay delincuentes, de que no hay vándalos. Cuando se quiebra el consenso del miedo y dejamos de legitimar la campaña mediática contra los estudiantes de secundaria, cambia completamente la perspectiva. Nos tenían encerrados mirando la televisión: “mira los delincuentes”.


Un tiempo antes del estallido los pacos dormían en los techos de las escuelas, por miedo a que los “delincuentes encapuchados” salieran a quemar cosas en la mañana. Ya habían metido policías en el interior de las escuelas. Los estudiantes secundarios estaban en un conflicto permanente, encerrados en cada una de sus escuelas y los especuladores del miedo extrayendo valor de ese confinamiento. ¿Qué valor? El valor miedo. El valor miedo permitía que la gente, frente al endeudamiento y la precarización de sus vidas, frente a los casos de corrupción, pusiera la atención ahí. Hay una política del autofinanciamiento, del endeudamiento, de la privatización y de la capitalización individual que tiene por regla el estar confinado. Lleva tu malestar a tu casa, adminístralo tú mismo, sácale provecho por medio de la lógica del sacrificio y el mérito, pero no lo expongas.


Los estudiantes secundarios estaban, también, un poco presos de esa lógica de pelear contra la policía. Hasta que se dan cuenta y empiezan a organizarse, ya no para pelear contra los pacos, sino para fugarse de la escuela. Se escapan del confinamiento que permitía la extracción del valor miedo. Y lo interesante es que salen hacia el Metro. O sea, se meten abajo de la tierra, donde va toda la gente apretada, y rompen los torniquetes. De estar encerrados en el interior de las escuelas, salen, se fugan y abren los torniquetes permitiéndole a la gente pasar sin pagar.


Y si bien se organizaron para fugarse, no se puede decir que sean organizados desde afuera. Está la CONES –que es la Coordinadora Nacional de Estudiantes Secundarios, hegemonizada por el Partido Comunista–, pero no es que eso haya sido organizado por los partidos de izquierda. Tú vas a una escuela emblemática, como a la que van estos chicos y chicas, y lo que ves son chicas lesbianas, disidencia, punks, aros, tatuajes, los chicos con sus cortes de pelo. Las escuelas parecen casas okupadas. En el interior suele haber murales de lucha contra la policía. Y muchos murales de y sobre la lucha del 2006, que son los que no se pueden tapar. El resto está todo rayado.


Aula Segura

(y las micropolíticas del miedo)


Hacía tiempo que los estudiantes de los colegios emblemáticos habían desatado la guerra contra la policía. Los colegios emblemáticos, en este caso colegios municipales, es de donde salen, o salían, los mejores puntajes para ir directamente a las universidades públicas.


Los estudiantes de estos colegios desde hacía tres años venían desarrollando prácticas de autoeducación, de enseñanza-aprendizaje alternativas. Venían criticando el modelo educativo, las políticas públicas macro, pero al interior de las escuelas ya habían empezado a desarrollar sus propias prácticas. En muchos aspectos, ellos habían tomado el control de las escuelas, celebraban las manifestaciones, hacían actividades en apoyo a las luchas mapuches, a las luchas de las mujeres y las disidencias. Incluso en muchas de estas escuelas habían armado oficinas de sexualidad y de género. Y tomaban posición en los conflictos sociales que se sucedían distribuidos en todo el país, y los incorporaban al interior de las escuelas.



Hace un tiempo, una integrante de un equipo de “convivencia escolar” de una de estas escuelas nos decía muy indignada que no podía entender a estos nuevos estudiantes que ya no se preocupan por “la educación” –como sí lo habían hecho los movimientos estudiantiles de 2006 y 2011–, sino por otros temas que “no le cabían a las escuelas”: “que el aborto, que los mapuches, que los perros, que los animales… ¡Esto ya no le compete a las escuelas! ¿Por qué no se preocupan por la educación?”. Hay un desconcierto total de los aparatos de convivencia. Y cuando prima el desconcierto suele aparecer la brutalidad represiva. Y esa fue la única respuesta que, finalmente, se dio: brutalidad represiva.


El conflicto en estas escuelas se agudizó en el último tiempo por el proyecto Aula Segura, que es una política de Estado, un protocolo que busca intervenir en las escuelas que están más politizadas. Lo que se permite el proyecto de ley Aula Segura es que todas las escuelas cuenten con un protocolo de expulsión. En 2015 Michelle Bachelet impulsa la modalidad de “escuelas inclusivas”, una modalidad en la que las escuelas ya no podían efectivamente expulsar. Igual es muy hipócrita el concepto que usan: no se podía expulsar, sino que debían “garantizar el cambio de ambiente”. Es un eufemismo asqueroso. Entonces, no expulsaban para no dejar a lxs estudiante sin clases, sino que le reasignaban otra escuela, una escuela “de acuerdo a sus condiciones”. Y así es como hay escuelas realmente convertidas en vertederos de estudiantes. Los sacaban y los cambiaban todos a las mismas escuelas que son principalmente muy periféricas, donde la educación es mala y donde, al mismo tiempo, solo hay conflictos. ¡Que se acuchillen entre ellos!


En cambio, vino Piñera y dijo: “vamos a garantizar que los estudiantes puedan tener todos educación y para eso les vamos a otorgar a los directores de escuela las facultades que se les habían quitado”. Y lo que volvieron a reponer fue esa potestad de expulsar a través de Aula Segura. Concretamente, lo que hace es acelerar los tiempos de una expulsión. En lugar de durar quince días, la investigación –el “debido proceso”– pasa a ser solo de cinco. Es una suerte de judicialización de las escuelas. Si un profesional del área de “convivencia escolar” identificaba a un estudiantes desarrollando una asamblea o convocando a un par a una movilización, podía denunciarlo de manera anónima para que se le hiciera una investigación. Y se activaba el “debido proceso”. La investigación podía durar hasta dos meses para garantizar que el estudiante fuera expulsado, pero a los cinco días el estudiante ya estaba fuera del aula, suspendido.


Contra la educación de mercado

(la generación del pingüinazo)


Esto, naturalmente, no es nuevo. Desde 2006, desde el “pingüinazo”, el Estado chileno está en guerra contra los estudiantes. En esos años se contagió el malestar con respecto a la privatización de toda la educación chilena; ya no solamente la privatización de la educación superior, sino la privatización de todo el sistema educativo.


Ya había movilizaciones muy fuertes desde 2004, en la Universidad, contra el Crédito con Aval del Estado (CAE)[3], que a su vez retomaban las luchas contra el neoliberalismo que había dado con mucha tenacidad el movimiento estudiantil universitario de los ’90. Pero ahora se extendía a las escuelas secundarias, que fueron tomadas. En ese proceso también se empiezan a recomponer las coordinadoras estudiantiles a nivel zonal –zona norte, zona sur, etc.–, que es algo que no había pasado antes. Es decir, empiezan a ponerse en diálogo los diferentes estudiantes de diferentes escuelas. Justamente, las escuelas privadas –que siempre están al margen de todas las movilizaciones– empiezan a sumarse a los paros y a las tomas. Esa trama de solidaridad fue sumamente importante, porque articuló y transversalizó a todo el movimiento. Ya no eran solamente los estudiantes de las escuelas públicas municipales pidiendo una educación de calidad, sino que eran, incluso, los estudiantes que tenían privilegios los que estaban luchando contra sus propios privilegios. Y por la posibilidad de que todos tuvieran los mismos. Entonces, esa puesta en común del malestar fue muy interesante.


En suma, en 2006 se decreta, transversalmente, la guerra contra la “educación de mercado”. Una de las consignas centrales de aquellas movilizaciones pedía que los colegios volvieran al Estado, dado que habían sido municipalizados sobre el fin de la dictadura mediante la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE). Se luchaba contra esa ley que garantizaba el entramado constitucional de la educación de mercado.


En cierto modo, esa lucha fue traicionada a partir de 2007, o así lo entendimos los estudiantes de secundaria que acusamos a la CONFECH –que es la Confederación Nacional de Estudiantes de Chile– de haber pactado con el gobierno de Michelle Bachelet para que la LOCE fuera reemplazada por otra –la Ley General de Educación (LGE)–, que dejaba intacto tanto el principio de autofinanciamiento como el Crédito con Aval del Estado. Por esa traición hubo una fractura entre el movimiento universitario y el secundario, que va del 2007 al 2010. También en ese momento la CONFECH expulsa a la FEP (Federación de Estudiantes del Instituto Pedagógico), que era más anarca, más radicalizada, sin el formato “republicano” de la CONFECH, sino un formato más libertario, con una Asamblea que funcionaba mediante democracia directa y sin presidente, solo con voceros. Hubo una fractura total. Son tres años de disputa al interior del movimiento.


Políticas de la fragmentación

(del Estado)


Una de las principales líneas estratégicas de la dictadura consistía en fragmentar el gran órgano social del Estado. También en la educación. De hecho, lo que hizo la dictadura de Pinochet con la Universidad de Chile es muy significativo: la desmembró, la destruyó, la aranceló y le cambió el nombre.


Había tres grandes universidades en el momento del golpe, la Universidad de Chile, que es de 1842, la Universidad Técnica del Estado y la Universidad Católica. La Universidad de Chile era una sola institución en todo el país. Lo que hizo Pinochet fue fragmentar y atomizar ese gran cuerpo social que se extendía en todo el territorio nacional y hacer que cada una de las sedes fuera una universidad autónoma. También la separó del Instituto Pedagógico, que es de 1889, y es un histórico bastión de la izquierda. Este Instituto tenía otras sedes, como la de Valparaíso –que hoy se llama Universidad de Playa Ancha–, pero que a su vez todas pertenecían a la Universidad de Chile. Pero en 1983, luego del cambio de la Constitución –que fue en el ‘80– el Instituto Pedagógico pasa a llamarse Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación.


Hay un desmembramiento organizado por el neoliberalismo de todo el sistema de Estado que permitió que lo público se privatizara. Pero no solamente se privatiza “por fuerza de ley”, sino que la conducen hacia un modo de gestión eminentemente neoliberal, por más que sigan siendo universidades públicas. Y el principal mecanismo para imponer este modo de gestión es el “autofinanciamiento”. Impedir constitucionalmente que el Estado pueda sostener su propia universidad pública e impulsar a que estas funcionen y se gestionen como universidad privada. Esta es una de las herencias más contundentes, pero a la vez más resistidas, de la dictadura. Y ese principio de autofinanciamiento se fortalece aún más con el Crédito con Aval del Estado, porque se bancariza, por un lado, endeudando a los estudiantes y, por consiguiente, endeudando a las universidades. El CAE en un momento llegó a tener un interés del 6%. Y después lo bajaron a 4%. Y ahora, recién el año pasado, con mucha lucha de por medio, lo bajaron a 2%.


Al mismo tiempo, es una lógica que se replica en otras áreas del Estado, como en el Sistema de Pensiones. Ahí se expresa la misma lógica: la de la capitalización individual. Esta es, sin duda, una de las grandes columnas del consenso neoliberal instaurado por la dictadura: que todos se subjetiven de acuerdo a un principio de capitalización individual. Y las instituciones educativas empiezan a funcionar también de la misma forma.



Por eso las universidades públicas hoy están en una lucha permanente por sobrevivir, porque no tienen fondos, inversiones, para poder entrar en competencia con las universidades privadas. Muchas públicas, como el Pedagógico, no tienen presupuesto para investigar, por lo que queda muy en desventaja respecto de otras universidades, sobre todo privadas, que sí lo tienen. Una universidad sin investigación no puede competir con las que sí lo hacen. Y las que sí lo hacen son, principalmente, universidades privadas, que invierten en investigación –hacen papers, venden modelos o proyectos– y eso les permite rentabilizar su quehacer. Y lo peor es que le venden su conocimiento a las instituciones públicas. Las grandes reformas públicas, como la del Transantiago, fueron investigaciones y gestiones hechas por universidades privadas. Porque las universidades públicas no tienen la fuerza para poder administrar las políticas del Estado. Es una política de debilitamiento cuyo origen se remonta a la dictadura.


Lucha contra la deuda

(Generación 2006)


A nosotrxs nos resulta divertido pensar que aquellos que hicimos el “pingüinazo” en 2006, cuando estábamos en la escuela secundaria, fuimos los mismos que encabezamos el conflicto en 2011, cuando estábamos en la universidad. Y, en cierto sentido, fuimos quienes, ya en la vida laboral, nos movilizamos contra las AFP y hoy estamos tirando piedras en las plazas. Ahí hay una continuidad desde 2006 y tiene que ver con no dejar a un lado el malestar que nos produce el neoliberalismo, el principio de autofinanciamiento y de endeudamiento por el crédito. Y salimos de ese espacio escolar, universitario, a la calle, a la vida del trabajo, que es altamente precarizada. Porque ser universitario profesional es exponerse a una precarización del trabajo; una población de precarizados no sindicalizados. Por eso es, también, un movimiento muy acéfalo: no tiene referentes orgánicos.


Desde 2006 la lucha es contra el financiamiento y contra la deuda, y eso no se ha abandonado hasta ahora. Pero es muy interesante lo que pasa en el 2011, porque es también el movimiento de lxs indignadxs a nivel global. Acá estaba la discusión con respecto a la bancarización de la vida y la lucha contra la deuda. El problema del endeudamiento, en un primer momento, aparecía confinado a la educación superior. Todo giraba en torno a ella. O al modelo educativo neoliberal, que es principalmente la lucha contra el principio de competencia, de autofinanciamiento y de endeudamiento. Creemos que esos tres elementos son clave.


En 2004 se luchaba contra el CAE y dos años después, además de contra el CAE, se luchaba contra el principio de autofinanciamiento. Y porque todas y todos pudieran entrar a la universidad. Ahí hay algo importante, porque se luchaba por mayor lugar en la Universidad, y entre 2006 y 2011 crecen los institutos profesionales, que fueron una gran jugada del neoliberalismo. Cuando se está poniendo en crisis el modelo educativo, reinventan su estrategia y empiezan a copar ofertas estudiantiles de educación superior. “¿Quieren ir a la universidad? Bueno, les vamos a ofrecer educación superior a su alcance”. Y empiezan a proliferar por todos lados los institutos profesionales. Carreras técnicas, sobre todo. ¿Quiénes son los que estudian en un Instituto Profesional? Los estudiantes pobres, de las escuelas municipales, periféricas.


Y esto se articulaba con toda una discursividad sacrificial, propia de la meritocracia, del emprendedor: “Págatelo tú, que no te lo pague el Estado”. Esa fue la mejor salida frente al malestar del 2006 y del 2011. Fue la salida neoliberal. Fortalecer el emprendedurismo y que estos estudiantes pobres se den cuenta de que ellos pueden endeudarse y pagarlo; que no necesitan que el Estado les garantice nada: individualmente pueden demostrar que pueden alcanzar sus propios logros.


Esto se suma a la traición del movimiento del 2006, conformado principalmente por secundarios, que fueron traicionados por las cúpulas de la izquierda más tradicional hacia el 2011. El 2011 fue la mayor expresión de la traición –nuevamente– a los estudiantes más radicalizados, que son principalmente los estudiantes más pobres. El 2011 fue una pelea a muerte, que evidencia muy bien el inevitable componente de clase que tiene Chile –a diferencia, por ejemplo, de la Argentina. Acá no hay, necesariamente, una referencia positiva de lo popular.


De hecho, los chicos de las escuelas más periféricas, durante el 2011, eran expulsados de las marchas. Y era un movimiento completo que le gritaba: “Que se vayan los sopaipas”. El término “sopaipa” remite a un tipo de corte como el de esos guachines que bailaban en Argentina, Los Wuachiturros. A ese corte de pelo se lo llama “sopaipa” acá. Y que era el chico de barrio, de la villa, que llegaba a la marcha, a veces encapuchadxs, y llegaban a destruirlo todo. A pelear con la policía. A destruir la calle, los paraderos. Y los mismos estudiantes, las mismas personas que marchaban los segregaban: “que se vayan los sopaipas”. Pura crítica burguesa, porque esa actitud de mostrarse rompiendo “lo que es de todxs” contradecía el objetivo de ampliar esa luchas al sentido común ciudadano: “Que se vayan porque vienen a ensuciar el movimiento, que tratamos que sea lo más limpio, lo más progresista, lo más aceptable”. Todo eso se fue a la mierda.


El Estado en Chile no puede nunca calar en los movimientos más populares. No entra por ninguna parte. Porque son principalmente estudiantes privilegiados: Boric, Jackson, Vallejos Dowling, Sharp. Son estudiantes privilegiados que pasan a ser los referentes de la izquierda representacional o institucionalista. Porque los Pérez están peleando en el Liceo público con la policía. Y organizándose en bandas, escuchando trap insurreccional, siendo veganos, o straight edge, que son “anti-todo”. Y leen mucho, escriben también, en un registro muy cercano al de la anarquía, que está en los textos, en los panfletos, se ve en todos lados. El ensamble teórico-práctico es más fuerte hoy que en periodos anteriores. Antes era: o luchabas contra la policía o te dedicabas a “pajas mentales”. Pero ahora los movimientos de confrontación con la policía tienen mayor capacidad de leer el contexto. Lxs pendejxs son unas máquinas. Son chicos del INBA, de la escuela secundaria, a los que persiguió la policía. Tienen grupos de estudio de filosofía. Pero con una perspectiva de no creerle a nadie, a ningún político más tradicional. Y de no caer en las lógicas representacionales.


¿Radicales vs. Institucionalistas?

(y la forma Coordinadora)


Históricamente ha habido una desconfianza de la institucionalidad. Creemos que viene de la post dictadura, del modo en que se fueron acomodando cuando dejaron de ser perseguidos. Sobre todo el Partido Socialista y el Partido Comunista, que se fueron acomodando y formando parte de la gobernabilidad neoliberal. Eso fue evidente durante 2011, cuando ambos espacios bajaron al movimiento estudiantil. O luego cuando conforman la Nueva Mayoría. Por eso hay mucha desconfianza con todo lo que venga de las instituciones políticas. Porque, además, tienden a reproducir esta lógica, como pasó en diciembre con el voto de varios diputados del Frente Amplio a favor de un conjunto de leyes represivas (“antisaqueos” y “antibarricadas”).



Desde el 2006 hasta ahora la gran discusión era: o caes en las máquinas representacionales, institucionales o continúas en la radicalidad, desde afuera de los espacios formales de la política. Y estas dos fuerzas estaban en tensión constante. Pero lo bueno de la revuelta es que te mezcla un poco todo, te corre de los lugares donde cada uno estaba fijado. Te obliga a ser más estratégico, o a desarrollar una inteligencia estratégica que permita pensar qué instituciones nos inventamos.


Pero el modo en que se daban los conflictos durante el 2006 y durante el 2011 tendían a posicionarte en uno de estos polos Y, por ejemplo, era muy criticado el que tenía las dos posiciones al mismo tiempo, quedaba como un poco infiltrado, o una huevada así: “¿Qué andai, de infiltrado?”. Ese lugar ambivalente de la revuelta es interesante porque también lo que te está planteando es que esa polaridad ya no puede ser planteada, que ya no hay por dónde entrarle a la representación más tradicional; que ya no hay parlamento, que ya no hay policías, que ya no hay sindicatos, que ya no hay Frente Amplio. Pero, ¿qué hay? Hay coordinadoras. Las coordinadoras fueron apareciendo en las luchas, en las luchas estudiantiles de 2006 y con mucha más fuerza desde 2015. Y tienen que ver con esto que decíamos: ya no hay grandes estructuras políticas y organizativas, como en otro momento era el partido o el sindicato. Mas bien, todos tienen su bandita. Y, entonces, la única manera es coordinar las distintas banditas.


Lxs jóvenes radicalizadxs de hoy

(y su impulso al estallido)


Luego, claro, también hay organizaciones más clásicas de secundarios, como la CONES, que es del Partido Comunista. Pero también está la ACES, que es un movimiento mucho más transversal, mucho más radical, que funciona como una coordinadora. Está conformada por estudiantes de colegios emblemáticos, de colegios municipales que no son los de mayor calidad, el Instituto Nacional o el Liceo 1 sino el Liceo de Aplicación, el Darío Salas, el Cervantes, el INBA. Son estudiantes pobres que han entrado a escuelas públicas más o menos emblemáticas.


Y ya no se puede hablar del movimiento como hablamos durante el ciclo 2006-2011, ni se pueden pensar en línea con las organizaciones o ideologías políticas más clásicas. Son principalmente jóvenes que han hecho del combate con la policía una de las mayores experiencias actuales de autoafirmación. No necesitan militar en organizaciones grandes, sino que aparece el concepto del grupo de afinidad. Son principalmente grupos de afinidad que agarran como referente a algunos anarquistas muertos entre el 2009 y el 2011. Entre ellos, Mauricio Morales, el Punki Mauri. Con toda su simbología, la Estrella del Caos y el extintor, que es como la bomba. Ya no la “A”, sino la Estrella del Caos. Es cosa de ir a cualquier colegio y está en todos lados rayada.


Y son esos estudiantes secundarios, que venían de una trayectoria de combate contra la policía, los que hoy están en la primera línea. Fue un training de combate con la policía de dos años en todas las escuelas secundarias. Pero eso antes se hacía en las universidades, sobre todo entre 2007 y 2011. Eran grupos de encapuchados que salían las universidades. Salían organizados a pelear con la policía porque tenían la autonomía del campus universitario, donde si la policía entraba tú te podías esconder, cambiar de ropa rápidamente y pasar a ser un estudiante como cualquier otro. Pero estos pibitos están en las escuelas, que son lugares chiquititos donde no te podías esconder, entra la policía y te captura inmediatamente.



De hecho, el 2011 fue un momento de fuerte criminalización de la práctica de combate directo contra la policía dada mayormente por los referentes de ese movimiento, que luego fueron los referentes del Frente Amplio. Lo que caracterizaba a los movimientos anteriores era una lógica más representacional, más militante, que segregaba y criminalizaba el combate directo. Lo que hacen los estudiantes secundarios es retomar la trayectoria o la memoria del combate con la policía, del combate directo. Y de repente, en 2019, estalla la revuelta y lo que se segregaba, hoy se lo retoma y valora. Aparece, por ejemplo, la primera línea como principales protagonistas a la hora de sostener la revuelta, el enfrentamiento. Un tiempo antes, toda esa primera línea hubiera sido impugnada, criminalizada.


Quizá parte de la alegría inmensa del fin de año en Plaza Dignidad tuvo que ver con una sensación de alivio, de “al fin realmente pasó algo”. ¿Cuántas veces peleamos con la policía?, ¿cuántas balas nos dispararon? ¡Y ahora todos aman a los encapuchados! O se ponen la capucha y quieren pelear contra la policía. Cuántos años costó que la experiencia sensible de pelear contra la policía al fin se haya compartido. Ahora sí, es el momento.


Subjetividad ACAB

(contra el gorrudismo social generalizado)


No sabemos lo que va a pasar con el estallido, con este movimiento por venir. Lo que es evidente es que predomina una sensación de que algo nuevo se inicia en Chile. Pero el odio a la policía está completamente instalado. Lo que se está viviendo en Chile es una lucha contra la policía en todas sus expresiones. Una policía que, además, está militarizada –miren las tanquetas que usan– desde la época de Bachelet, es decir, es un cambio que hizo el progresismo. “No vamos a sacar nunca más a los militares a la calle”, dijeron, pero militarizaron a la policía. Eso sucedió desde los años 2000, vinculado con el enfrentamiento con el “Nuevo movimiento mapuche”, el de la autodeterminación y el del combate directo con la policía. Ya hace más de doce años que la policía está en combate directo contra la gente en todos lados.





El ACAB (“All cops are bastards”) aparece en Europa, con las protestas griegas contra la deuda, y viene del Black Block europeo, de sus peleas contra la policía. Y llega acá porque la lucha contra los pacos estaba desatada desde hacía rato. Pero el ACAB hoy tiene un alcance mucho mayor, que no se reduce al policía de uniforme, a la institución, sino que es también contra lo policíaco. Es decir, no ser policía de nadie. Es una lucha, también, dentro de los horizontes de la micropolítica y de los cuidados. Es una lucha de “sé igual de ACAB en tu casa”. No ser policía y el luchar contra la policía son dos caras de la misma sensibilidad. Y esto incluye cierta disputa al interior de las figuras de la representación política: “no me vengái a paquear” (en alusión a los pacos), se le dice al maquinero. El “maquinero” es el operador político de una organización de izquierda más tradicional que en la asamblea trata de conducir la cosa para poder posicionarse, para sacar rédito. “Pasar máquina”, se dice aquí: te paso la máquina por encima. Esa es otra figura policíaca.


Y al mismo tiempo, hay que poder afirmarse en lo que pasa, en lo que se está haciendo. La otra vez un militante de izquierda nos interpelaba “¿Y qué van a conseguir? ¿Y qué han conseguido?”. Quizá no hemos conseguido demasiado, pero hoy el 95% de la población chilena odia a la policía y se lleva esa idea de no ser policía a sus casas. Y eso no es poco porque de ahí pueden surgir mil. Ya, por lo menos, tenemos eso.


Una guerra anímica

(¡pacos culiaos!)



Hoy la batalla a nivel macro se juega también a nivel micro, en el plano del ánimo. Hay una guerra anímica total en estos momentos. La gente trata de reponer el ánimo para poder seguir sosteniendo la revuelta cada día. Los cuerpos están cansadísimos, entonces es sumamente importante poder desarrollar prácticas que traten de sostenernxs anímicamente. Y de esta batalla anímica participan también los pacos. Ellos hablan de un “sabotaje psicológico” contra las fuerzas policiales, produjeron ese concepto. Los tipos tratan de controlar las manifestaciones para reponer psicológicamente a la institución. Tratar de reponer la validez de la institución frente a la opinión pública. Porque la perdieron, porque hoy es una institución completamente deslegitimada por la corrupción y la represión de esto meses. O sea, estos tipos no solo perdieron la plaza Dignidad, lo que perdieron fue la dignidad. Socialmente, son basureados en la calle. Un paco va a comprar y no le venden, por ejemplo. Hubo un video dando vueltas de cuando echan a un paco de una multitienda; el tipo estaba comprando y la gente, los vendedores, no le quisieron vender.


Hay muchos relatos que se cuentan y circulan por redes. Los pacos históricamente usan gratis el transporte público y ha habido casos en que los bajan de un colectivo, como acá se les llama a los autos compartidos. El carabinero se sube y le dice al chofer: “Llévame hasta tal lugar”, y el chofer le contesta: “No, bájate”. “Pero, oye, soy carabinero, tienes que llevarme”. “No, no te voy a llevar”. Y bueno, creo que el paco lo putea, pero se tiene que bajar igual del colectivo. Es un relato muy bonito, porque el chofer mira a la gente que estaba atrás y les dice: “Oye, disculpen por esta situación”. Y uno de los pasajeros lo agarra del hombro y le dice: “No te preocupes, ya no estamos solos”. Dan ganas de llorar.


El consenso de la transición se desmorona

(micropolíticamente)


Este relato da una clave importante para entender qué se está discutiendo. Porque golpearles la gratuidad es golpearles la serie de privilegios con los que cuentan los carabineros desde la transición democrática –y entre estos privilegios, el de la impunidad. Las policías y las fuerzas armadas tienen las garantías sociales que ningún chileno tiene. Son los únicos que después del golpe del ’73 siguieron viviendo en el socialismo. Los únicos que se quedaron con el sistema de jubilación y de pensiones de la Unidad Popular, con su sistema de prevención en salud, también. Que la gente no le quiera hacer valer el beneficio que les aseguró el Estado es una acción política y un gesto contra el consenso de la transición.


Son muchos elementos que permiten pensar que lo que hoy se está viviendo es el desmoronamiento de este consenso. El estallido no es, simplemente, “vamos a quemar las cosas, vamos a destruir”. Por el contrario, la lucha diaria, micro es ir desactivando estos consensos que forman parte de la vida cotidiana y que suceden hoy mismo. Que no se pueda subir a las personas en un auto por la fuerza, gritarle, golpearla. Hace falta multiplicar esa práctica de desactivación micropolítica del consenso neoliberal, que todas y todos lo tienen en sus manos ahora, en estos momentos.


¿Cómo componerte una vida?

(la violencia como autodefensa)


Para pensar el uso de la violencia, que forma parte de muchas prácticas políticas de todos estos años y que hoy nos rodea por todos lados, la fórmula es pensar que no hay vanguardia que quiera imponer nada, sino solo autodefensa. Acá hay violencia, pero para defender algo. Lo que se está tratando de defender es un modo de reinvención de la vida cotidiana. ¿Y qué es lo que se defiende?


Cada quién tiene sus estrategias para poder armarse una vida. Las feministas y las disidencias tienen todo un modo de componer y recomponer una vida cotidiana, una nueva relación con los vínculos, con sus cuerpos, con el mundo de lo público y los privado. La lucha contra las Administradoras de Fondos de Pensiones –que son las encargadas del sistema de capitalización individual de jubilaciones y pensiones diseñado en la dictadura– ha sido también un espacio donde se aglutinan formas y generaciones muy distintas. Por lo tanto, es una manera de recomponer toda una vida cotidiana en relación con los más viejos, pero sobre todo en relación al trabajo.


No+AFP es un modo de reinvención de lo laboral, por parte de trabajadores precarizados que carecen de sindicato; es la lucha contra la privatización individual. Los movimientos estudiantiles, como decíamos, son modos de recomposición de lo juvenil. Está todo el escenario también de reinvención de los territorios, por parte de las Asambleas territoriales, y del cuidado de la tierra y del agua, con movimientos como el Movimiento por el agua y los territorios (MAT) o el Movimientos de defensa del agua, la tierra y el medioambiente (MODATIMA). Es un modo de reinvención de la vida y de reencuentro con la naturaleza. A su vez, todas estas luchas y organizaciones apoyan y valoran la lucha del pueblo mapuche. Y se puede pensar todo lo que sucede en esta revuelta como un proceso de recomposición de un modo de ser social, colectivo.



Las experiencias de las Cooperativas de Abastecimiento, por ejemplo, son brutales, con doscientas familias afiliadas. ¿Y qué es lo que hacen? Organizar canastas de alimentación por medio de la compra directa a productores. Y hay varias de estas cooperativas, en distintos territorios. Y muchas de estas experiencias “infra” rayan el hipsterismo, pero hay que entenderlo desde la experiencia chilena. Acá todo pasa por ser una ONG, o micro emprendimiento. Tú ves a los anarcos que empiezan vendiendo soya, y luego se arman su puesto de comida orgánica, en ferias… Es una estrategia de lxs locxs, también, como para no trabajar dentro de las lógicas hegemónicas de empleabilidad y precariedad.


Toda esta recomposición, que no está exenta de violencia, no implica tomar la vanguardia de nada. Es, más bien, un espacio de anonimato; la necesidad de habilitar un espacio de encuentro, de conocer las luchas del otro, de qué es lo que se viene armando, en condiciones de imprevisión total. Se está improvisando, porque todas las energías creativas están dispuestas, principalmente, en encontrarse. Por eso hay actividades todos los días en la plaza: porque la gente se está tratando de inventar espacios de encuentro. Y eso es importante porque ya nadie puede pensar, a priori, que conoce algo: “ah, no, yo conozco a este movimiento de antes”. Nada quedó intacto con el estallido social. Todos los partidos se fueron a la mierda, las organizaciones formales se fueron a la mierda. O sea, son organizaciones formales y partidos que ya no tienen la capacidad de movilización porque no tienen la capacidad de ponerle concepto a lo que está pasando. ¿Y dónde están los que le están poniendo concepto a lo que está pasando? Haciendo actividades de encontrarse, de que la experiencia política pase por el cuerpo. Algo fundamental está pasando en ese plano.


El wenüy

(una nueva subjetividad política)


La revuelta también nos permite hacer un balance de estos últimos años, preguntarnos cómo se fue expresando, o cómo se fue acogiendo el malestar social desde 2011 hasta el estallido. Y, como decíamos, éste tuvo dos canales: uno fue el enfrentamiento de los estudiantes –secundarios, sobre todo– con la policía. Y el otro las grandes marchas que se realizaron estos últimos años: marchas mapuches, marchas por No+AFP, marchas feministas del 8M, marchas en apoyo a las “zonas de sacrificio”. Un poco de lo que dan cuenta estas marchas es de que hay una sensibilidad recompuesta con esos malestares, que no los posees tú individualmente, que no te pertenecen en exclusiva. Y esto hace que las marchas muestren muy bien cómo hay una fuerza de reunión y de vinculación que no está dada porque te pertenezca el malestar, sino porque compartes el malestar con el otro. Creo que esto es sumamente importante y novedoso.



¿Qué es la Coordinadora No+AFP? Es un encuentro entre generaciones de precarizados. Cuando los estudiantes van a las marchas de No+AFP, no van preocupados individualmente por cuando ellos sean viejitos, van a compartir la sensibilidad con el viejito que está ahí, que es su abuelo. Un caso muy conocido fue el de Mauricio Fredes, asesinado por los pacos en diciembre, en plaza Dignidad. Estaba en primera línea porque lo que él había desarrollado era una práctica de cuidado con su abuela, que era una jubilada que no tenía pensión. Y él se tenía que sacar la cresta para poder sostenerla.


Hay una especie de recomposición de la sensibilidad con esos malestares. Bueno, tú no eres mapuche, no te están disparando a ti. Pero sí te pones en la calle a luchar y a defender al pueblo mapuche. No te pertenece la lucha, pero estás ahí con ellos. Un ejemplo obvio es el de Santiago Maldonado, que es lo que los mapuche llaman “wenüy”, que es el amigo. Es el que no es mapuche, pero pelea contigo. Y ellos nunca te van a dar, nunca te van a otorgar, el reconocimiento de mapuche, pero sí de wenüy. Es un amigo que está a la altura de la lucha, incluso cuando no le pertenece –y no le pertenece porque no tiene sangre mapuche. Pero sí está en la calle dando la cara contigo.


La figura del wenüy, del amigo, creo que habla un poco de la subjetividad social chilena. Al mismo tiempo, no parece que fuera algo local, algo especial de la revuelta chilena; parece, más bien, expresión de una subjetividad más amplia, a nivel latinoamericano. Pensamos en lo que está pasando en Colombia, sobre todo con el activismo medioambiental. Son personas a las que no le pertenecen los bienes comunes y están luchando por los bienes comunes. No por la propiedad respecto del bien común, sino por el bien común, porque sea usado por todos y todas. Lo mismo pasa acá, uno sale a la calle a pelear y a poner el cuerpo en primera línea no porque te pertenezca la primera línea, ni te pertenece la marcha, es porque tú sabes que hay que contener a la policía porque atrás están pasando cosas que no estaban pasando antes. Y por eso es una lucha inminentemente transversal. Creo que acá hay una clave para pensar cómo se recompone una nueva subjetividad política, como dice nuestra amiga Suely, citando a otro amigo, al Félix: se está componiendo una nueva suavidad política.’


Las fuerzas reactivas

(contra el proceso constituyente)


Pero, cuidado, que si ponemos atención a las grandes masacres hecha por los estados neoliberales en Latinoamérica, apuntan precisamente a esas sensibilidades, o a los cuerpos que desarrollan esas sensibilidades. Porque hay tres grandes fuerzas reactivas que, en estos momentos, pueden cooptar lo que se está gestando, y una es el miedo. Es la fuerza más reactiva y está siempre al acecho. Precisamente, si algo se logró desactivar con el estallido fue el consenso del miedo y las políticas de seguridad que conllevan. Es muy importante identificar eso. El barrabrava, el migrante, todas las figuras que los medios de comunicación mostraban como el nuevo enemigo interno, comenzaron a desmoronarse, ya no se sostienen. El nuevo enemigo interno es la oligarquía, la elite de empresarios que controla el Estado desde la dictadura hasta hoy día. Más que enemigos, la gente ve ahora en el otro, o en la otra, la posibilidad de una vida digna de ser vivida. Y por eso buscar reconocer a ese otro, compartir con esa otra. Que los barrabravas estén ahí con la abuelita y con los niños, cuando el barrabrava era el máximo símbolo de la violencia, es maravilloso.


Entonces, una de las fuerzas reactivas es la del consenso del miedo. Lo que están tratando de reponer es la figura del vándalo, del violentista, del terrorista. Lo tratan de reponer, lo tratan de reponer, lo tratan de reponer: ese el consenso del miedo y las políticas de seguridad. La segunda fuerza reactiva es la del confinamiento, las políticas de confinamiento familiar. Es volver a meter tus malestares a la casa y la familia. Y eso es lo primero que dice el General del Ejército (Javier Iturriaga) ante el estallido social: “Vuelvan a sus casas, con sus familias, sean felices, quédense ahí”. El confinamiento en el espacio privado y que cada uno resuelva sus malestares como pueda. Porque la tercera fuerza reactiva es la de la capitalización individual. Que es, en definitiva, la gestión de tu propia miseria, el sentirte emprendedor. ¿Cómo sacarle provecho a la miseria que tienes todos los días? Este último es re complicado, y el riesgo de la hipsterización está ahí. Creo que esas serían como las tres grandes fuerzas reactivas que sostienen el consenso neoliberal en Chile y que el estallido desactivó un poco. Creo que las tres operan en el horizonte del deseo y de la subjetividad.


Ahora, la pregunta clave es cómo poder sostener las potencias destituyentes durante el proceso constituyente. O que lo que se constituya pueda permitirse sostener las potencias destituyentes que son estas fuerzas de reinvención de la vida cotidiana que van permitiendo desactivar los tres consensos. Pero, ¿cómo hacerlo?


Vivir en banda

(y conjurar los malestares en red)


Nosotros todo este tiempo fuimos organizando cosas, participando de encuentros colectivos. De alguna manera es donde canalizábamos todos y todas ciertas experiencias de orfandad que nos dejó el dejar de ser estudiantes y la pelea con la policía, digamos. Pero lo hacemos construyendo cosas. Y construyendo conversaciones. Nos conocemos todas y todos con todos porque hacemos conversaciones radiales con personas que están metidas en todas las cosas, en todas las redes. La experiencia de la red es una especie de protoinstitución que ya está construida, y que se va construyendo todo el tiempo. Las Coordinadoras están construidas. Y ahora lo que pasa es que la red pueda, digamos, desarrollar una infraestructura económico-política que, creemos, ya está empezando.


Realmente, lo que tenemos más a mano, es seguir viviendo en bandas. Creemos que, hasta ahora, es lo que estamos haciendo. E inventando formas de trabajo que lo permitan. Y esto suele darse, acá en Chile, bajo formas muy ongistas. ONG’s que han sido, por otra parte, grandes canalizadares del malestar. Tú vas a una ONG y es también como un okupa, como que todo lo hemos convertido en una okupa. Las escuelas pasaron a ser okupas, las universidades pasaron a ser okupas, nuestros puestos laborales parecen okupas. En las ONG, de repente tú puedes ir con tu perro, toda la gente anda a pie pelado. Por un lado, puede sonar muy neoliberal, pero ya hay prácticas organizativas de la vida cotidiana que están ahí, haciéndose, transformándose.


En cierto sentido, esto es muy generacional. Hay una “generación 2006” en todos lados, en cada familia, que funciona como agente de contagio, un elemento contaminante. Y siempre algo está haciendo algo, metiendo un virus –el virus de la okupación. Siempre hay una 8M metida en alguna parte; siempre hay un No+AFP en la vida cotidiana. O sea, prolifera y prolifera por bandas. Hay un factor que es el generacional que es muy fuerte. Nosotros seguimos inquietos. Somos la generación del 2006 y seguimos inquietos. Y tratando de habitar el presente de una manera distinta. Imagínate esxs pibitxs que vienen ahora. En nosotros aún había una memoria política vinculada con una sensibilidad de la izquierda más tradicional. Pero eso también estalló con el 2019. Veremos lo que viene ahora.


Virulencias de cuidado

(De la revuelta y otros contagios)



Se está cumpliendo un año de la revuelta de octubre 2019 y hace solo unas semanas todxs quedábamos conmocionados frente a las imágenes de un niño de 16 años tendido inconsciente sobre el cauce del río Mapocho. Algunos segundos atrás había sido arrojado desde el puente Pío Nono, a 7 metros de altura, por un policía de fuerzas especiales que participaba de un operativo de de intervención en Plaza de la Dignidad que trataba de evitar que se volvieran a congregar las fuerzas de oktubre post-confinamiento.


Las imágenes del horror de la dictadura cuando cuerpos anónimos eran encontrados de forma imprevista en la ribera del río Mapocho se repetían. No es casualidad que ese cuerpo fuera el de un estudiante secundario, uno de los mismos niños a los que el Estado chileno le declaró la guerra con Aula Segura, con SENAME, uno de esos mismos “pingüinos” con los que se desató la revuelta social contra la herencia constitucional de Pinochet.


A pocos días después de la más grande marcha feminista que había existido en la historia de Chile, la del 8 de marzo de 2020, Piñera determinaba la implementación de un paquete de medidas sanitarias COVID, basadas en el distanciamiento físico y en el confinamiento, bajo estricto control militar, a nivel nacional. Si durante 40 años habíamos buscado afirmar “que no estábamos solos, que no volveríamos a soltarnos”; si no hicimos caso a la orden del general Iturriaga de “meternos en nuestras casas felices”, cuando la rabia en la calle se combatía con el Ejército en toque de queda, aquel día, la memoria del encuentro en la ocupación callejera que aún vibraba en nuestros cuerpos era desafiado a partir de una exigencia de cuidado y protección frente al virus.


Las preguntas y el desconcierto nos embargaron. ¿Podían las potencias de la revuelta, del encuentro en la okupación callejera, desafiar la tan naturalizada idea de que el espacio íntimo o privado era de por sí un espacio despolitizado? ¿Podíamos habitar y cultivar vida en nuestros adentros cuando históricamente la tarea silenciosa del neoliberalismo fue su destrucción? ¿No habíamos salido a la calle con la urgencia de luchar por el cuidado y la protección de nuestros abuelos, por cambiar las condiciones de exposición a la violencia de las y los niños, por la desigualdad y la violencia contra la mujeres y disidencias? ¿No habíamos aprendidos e incorporado, hecho cuerpo en primera línea, la necesidad de la autodefensa frente a la violencia represiva de la oligarquía y sus guardianes? ¿No había sido el oktubre una revuelta que puso en el centro gravitacional, frente al modo de vida capitalista, la politización del malestar, un deseo de cuidado y responsabilidad ética contra la devastación y la muerte?


Mientras el desconcierto apremiaba, en pleno toque de queda, un convoy militar depositó a Piñera en la Plaza de la Dignidad. No era necesario convocar a los medios: pocos segundos después las redes estallaron con la imagen del asesino sobre el monumento. Lo que el 19 de oktubre había atribuido a la revuelta social, ahora buscaba otorgárselo a otro enemigo: el coronavirus. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, cruel e implacable”, había dicho en oktubre del 2019 refiriéndose a las fuerzas sociales chilenas. Casi un año después, el 22 de septiembre, en su discurso de fiestas patrias, volvería a reponer el soporte bélico de la democracia neoliberal: “Sabemos que el coronavirus es un enemigo poderoso, cruel e implacable”.



Si alguna certeza pudimos avizorar durante este tiempo de confinamiento, es que el principal articulador de la democracia capitalista, de la movilización de la vida en todas sus formas por el capital, está dado por la capacidad de gestionar la devastación y el enfrentamiento entre todas y todos. Una trama de producción de miedo generalizado y de inyección de odio como garantía de un orden capaz de promover la individualización y depotenciar las capacidades colectivas para reinventar los cuidados diferenciados.


La declaración de guerra contra el covid-19 fue, también, la continuación bio-seguritaria de la declaración de guerra social declarada contra el oktubre-19. Contra una sensibilidad colectiva en estado de revuelta; contra una multiplicidad de prácticas e inteligencias colectivas que emergieron de la interioridad común de la sociedad chilena, de sus malestares, daños y dolores. Contra la potencia de mutabilidad que hizo factible sostener la revuelta contra la gestión sanitaria del neoliberalismo. De algún modo, el oktubre-19 confirmó que el virus, antes que una amenaza, supuso una alianza de las fuerzas sociales con las fuerzas de Gaia. Una alianza mutante en la que las virulencias de la revuelta social bajo la forma de los cuidados podían sostener la imaginación atenta de oktubre, la escucha a las urgencias de los territorios y los hogares de las y los más expuestos a la gestión neoliberal de la pandemia.


Si de algo estamos convencidos hoy es que frente al miedo y al daño organizado por el capital, de cara al pacto bélico de la democracia corporativa, los territorios y los cuerpos sensibles al malestar colectivo se han permitido sostenerle la mirada al terror pandémico. Mutando como el virus han dejado de manifiesto que las potencias del cuidado se activaron en los espacio “interiores”, evidenciando que la politización de nuestras intimidades es un virus con alto nivel de contagio, que a la vez pone en entredicho la norma de confinamiento individual del capital y su pacto de miedo y odio organizado.


* Durante los meses de pandemia, Vitrina Dystópica organizó una serie de conversaciones virtuales con integrantes de organizaciones sociales chilenas, que vienen impulsando estrategias de cuidado frente a la crisis sanitaria neoliberal, llamada: Virulencias de cuidado. De la revuelta y otros contagios. Para escucharlas hacer click aquí.


[1] Pingüinazo es como se nombra al primer gran levantamiento del movimientos estudiantil en Chile. La referencia al “pingüino” es por los colores de los uniformes escolares de las y los estudiantes chilenos.

[2] Zonas de sacrificio refieren a territorios urbanos y rurales en los que se legitimó la extracción de bienes comunes y la contaminación del medio-ambiente con este fin.

[3] El Crédito con Aval del Estado es un crédito universitario que se implementó durante el gobierno de Ricardo Lagos y se otorga para costear los gastos de estudio en la universidad. Esta política dejó, en 2019, a más del 40 por ciento de los estudiantes que tomaron el crédito como morosos.




2 comentarios:

  1. Un texto con información esclarecedora muy bien explicada. Gracias, y por el enlace a Vitrina Dystópica. Un saludo.

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