Miquel Amorós sobre el 15M. (14-06-2011)
Cuando los excesos de la dominación generan protestas cuya
realidad queda certificada por los medios se produce una ilusión de conciencia,
un despertar aparente que parece anunciar la reaparición de la cuestión social
y el retorno del sujeto destinado a protagonizar un nuevo cambio histórico. Sin
embargo, al comprobar el carácter trivial y frívolo de las reivindicaciones
centrales y al oír las repeticiones chabacanas de las ideologías progresistas,
se nos disipan las dudas respecto a lo que realmente ha vuelto a través de la
protesta consentida, que no es otra cosa que el cadáver del sujeto. La cuestión
social continúa sin plantearse en profundidad, mientras que todos los muertos
guardados en los armarios de las ideologías salen de paseo. A pesar del contenido
de verdad que tenga, una protesta que flote en aguas estancadas junto a los
restos podridos de otras seudoalgaradas anteriores no es el lugar más propicio
para la reformulación de un proyecto de cambio real. Aunque se dote de
mecanismos horizontales de toma de decisiones, aunque se constituya en
asamblea, quienes toman la palabra en ella son en su mayoría impostores o
aprendices de impostores. La razón se siente impotente ante la avalancha de
lugares comunes extraídos del vertedero de la Historia, constatándose que la
dominación capitalista –el sistema—no ha retrocedido un ápice, y que más bien,
manipulando a sus víctimas, ha creado una falsa oposición civil con la que
disipar los fuegos de la rebelión. No podía ser de otro modo. La clase obrera
fue derrotada irremisiblemente hace treinta años y en su lugar no quedaron más
que despojos que el sindicalismo minoritario no consigue ni conseguirá jamás
revivir, coexistiendo con un gueto juvenil de militantes y refractarios,
reducido y parcialmente empantanado. Nada con lo que reemprender lo que Hegel
llamaba “el rudo trabajo de la inteligencia” con la que ilustrar a las nuevas
generaciones, que, cuando hayan de echar mano al concepto, se darán de bruces
con el tópico.
En todas las nuevas protestas espectaculares dos rasgos
comunes están siempre presentes: primero, una gran cantidad de amigos
sospechosos, que desde los medios oficiales ponderan, reargumentan y justifican
la protesta propiamente descafeinada, de la que podan con firmeza sus brotes
radicales. Segundo, una voluntad obsesiva de no buscarse enemigos, ni en las
fuerzas del orden, ni en los partidos, ni en el Estado, ni en la mismísima
economía, puesto que todas las propuestas de máximos o de mínimos, por extrañas
que suenen, caben dentro del sistema (otra cosa es que el sistema decida
incorporarlas). De ahí el pacifismo enfermizo, su reverso lúdico-festivo, la
ambigüedad ante las elecciones y la preferencia por medidas que impliquen más
poder estatal o mayor desarrollo económico (más capitalismo), rasgos que
determinan una ideología específica, el ciudadanismo, reflejo exacto de una
manera de pensar en vacío que arraiga sin problemas en el terreno abonado de la
contestación baladí. Al menos una cosa ha de quedar clara: la protesta
ciudadanista no cuestiona el sistema, no persigue subvertir el orden
establecido, ni quiere poner otro en su lugar. Lo que quiere es participar, así
que no postula un modo de vivir (y de producir) radicalmente opuesto al modo
vigente. Su programa, en caso de confeccionarse, no iría más allá de reformas
destinadas a abrir vías a la colaboración institucionalizada y a repartir las
consecuencias de la crisis económica con la clase dominante de forma más
equilibrada. Es una simple llamada de civismo a la dominación. Nada de cambiar la
condición de asalariado, votante, automovilista e hipotecado, sino preservarla
–si eso es posible- con empleo estable, reformas electorales y salario
suficiente. La condición proletaria subsiste, pero disimulada bajo una supuesta
condición ciudadana. El combate por su abolición ya no es una disputa
encarnizada entre clases por el control y gestión del espacio social como
sucedía en tiempos pasados, sino el ejercicio tranquilo de un derecho político
en el marco de un Estado asequible y neutral.
¿Existe realmente la “ciudadanía”? ¿Es una nueva clase? Son
preguntas que para responderse deberíamos tener presente una verdad
incuestionable: que ni el proletariado industrial residual ni su heredero
contemporáneo la masa asalariada son intrínsecamente revolucionarios, ni
objetiva ni subjetivamente. La principal fuerza productiva es el conocimiento,
no el trabajo manual; por otra parte, en el lado del sujeto, las luchas
simplemente reivindicativas no destruyen al capitalismo, sino que lo modernizan
gracias a la burocracia laboral que han generado. El aparato sindical y
político disuelve la conciencia de clase y facilita la integración y la
sumisión. Además, el crecimiento de la producción es fundamentalmente
destructivo, por lo que el trabajador no puede inhibirse de las consecuencias
de su propio trabajo y mucho menos desear autogestionarlo. La clase obrera ha
concluido su rol histórico, ligado a una etapa de desarrollo capitalista ya
finiquitada, y sus sucedáneos actuales no pueden tener otro sin condenar la
función que desempeñan en el sistema y afirmar la necesidad de segregarse, pero
sin conciencia y sin moral eso no es posible. El fin del proletariado como
clase deja el terreno de la lucha social abandonado, sin sujeto, a merced de
las clases intermedias que el propio sistema fragmenta, dispersa y excluye
igual que hace con las clases laboriosas, en cuyo seno no florece de nuevo la
vieja teoría revolucionaria del proletariado, sino la moderna ideología
ciudadanista, esgrimida como arma antirradical y herramienta de cooptación por
cuantos partidillos, grupúsculos, redes y candidaturas pululan en las protestas
de la posmodernidad, infiltrándolas, banalizándolas y corrompiéndolas. Igual
que pasó cuando había lucha de clases, el izquierdismo contribuye a la
modernización sindical y política del capitalismo, sólo que entonces lo hacía
en nombre del proletariado y hoy lo hace en el de una entelequia, la
“ciudadanía”. El recurso a la ciudadanía, es decir, a todos los habitantes
sometidos al Estado, es puramente retórico, como antaño el recurso al “pueblo.”
La ciudadanía no existe, es un ente irreal que habita en la mentalidad
progresista y sirve de sujeto postizo, de referente para todo. No obstante su
inexistencia, se la encuentra en cualquier parte: del discurso del poder ha
pasado al lenguaje militante de calle. Resulta de gran utilidad a quienes, como
los izquierdistas, tratan de hacerse visibles e influyentes con las protestas
generacionales infectándolas de ideología populista, de sectarismo manipulador
y de sufrido obrerismo, a fin de que los radicales en formación presentes hagan
como ellos o se asqueen y aparten. No lo suele conseguir a la primera, por lo
que el mismo sistema le proporciona impulso a través de sus ingentes medios
virtuales, realizando oscuras convocatorias y desencadenando procesos
autocontenidos, que, proporcionando a los participantes unos días o unas
semanas de gloria tolerada en la plaza, les provoquen la sensación de ser por
un tiempo los amos del cotarro, como en Tahrir o en la Sorbona del 68, la
operación puede escapársele de las manos, pero qué puede temer el sistema de
las conductas derivadas de “la educación para la ciudadanía” promocionada en
las protestas, que como una nueva moda se propagan entre la juventud de clase
media que las constituye. ¿Cómo sobrecogerse por el hedonismo botellonero, la
fanática no violencia, la animosa gestualidad, el consenso mutilador, la alegre
cacerolada, la comunicación por Twitter...? Dichos comportamientos son
presentados como innovadoras prácticas de la libertad, por más que ese tipo de
libertad abunde en las sociedades de esclavos y sirva de poco en los asaltos a
los palacios de invierno. Pero ¿quién quiere, y, peor aún, quién puede asaltar
hoy un centro de poder? Lo único que piden las protestas es diálogo y
participación.
Estamos inmersos en un proceso duro de adaptación a la
crisis llevado a cabo por el Estado según las directrices que marcan “los
mercados”, un ajuste violento que deja víctimas por doquier: los trabajadores,
los pensionistas, los funcionarios, los empleados públicos, los inmigrantes y…
la juventud desclasada. Si la mayoría apenas tiene presente, con certeza los
jóvenes –casi la mitad en el paro- tienen el futuro hipotecado, por eso
protestan, pero no contra el sistema que les ha marginado, sino contra quienes
consideran responsables, los políticos que gobiernan, los sindicalistas que
callan y los banqueros que especulan. Las protestas marcan el inicio de una
época confusa donde un tercio de la sociedad civil va a movilizarse de una u
otra forma al margen de las instituciones, aunque no en su contra. No se siente
bien representada en una democracia que “no lo es”, puesto que su gente no
participa, por eso quiere reformarla. No quiere destruir el poder separado,
sino separar los poderes constituidos. Para la clase media precarizada que se
apropia del concepto burgués de democracia, Montesquieu no ha muerto, pero
convendría recordar que Franco tampoco, que la democracia que “tanto costó
conseguir” y que ella reivindica proviene de la reconversión pactada del
aparato político-represivo de la dictadura, consolidada desde las cañerías y
cloacas del Estado.
Las protestas transcurren en un medio considerado casi
natural por quienes participan en ellas: el medio urbano. Sin embargo, se trata
de un espacio creado y organizado por el capital, el más indicado para
conformar y desarrollar su mundo. Las metrópolis y conurbaciones son los
elementos fundamentales del espacio de la mercancía, un escenario neutralizado
y monitorizado que funciona como fábrica, en donde la comunicación directa, y
por lo tanto, la conciencia y la rebeldía, son casi imposibles. Cualquier
revuelta verdadera ha de luchar por liberar el espacio de los signos del poder
y abrirlo al encuentro en pro de la descolonización de la vida cotidiana; ha de
ser una revuelta contra la sociedad urbana. La cuestión social es esencialmente
cuestión urbana, por lo que el rechazo del capitalismo implica el de la
conurbación, su recipiente idóneo. El punto de inflexión en el adiestramiento
consumista y político puede producirse en esos dormitorios monitorizados
llamados barrios, si las asambleas que consigan formarse durante las crisis
devienen contrainstituciones desde donde pueda criticarse el modelo urbano
metropolitano y confeccionarse un modelo alternativo en armonía con el
territorio. En las asambleas de barrio representativas puede emerger un sujeto
autónomo, una nueva clase que se resista a la problemática ciudadanista que
llega de las plazas planteando y desplegando la cuestión urbana (autonomía del
barrio, problemas logísticos, contacto real con el campo, ocupación de espacios
públicos, recuperación del saber artesano, anticonsumo, lucha contra planes
urbanísticos e infraestructuras, etc.). Nada de eso se colige de las protestas,
que parecen encontrarse a gusto respirando el aire contaminado del ambiente
urbanita, una porción del cual han convertido en ágora ciudadana, lugar en el
que tienen carta blanca las vacuidades ciudadanistas. Sucede así porque la
mentalidad de la clase media manda en la movilización y sus representantes
llevan la iniciativa. Por eso la crisis social no se manifiesta sino como
crisis política, crisis del sistema político, momento político de las recetas
ciudadanistas.
El ciudadanismo es la ideología mejor adaptada a las conurbaciones,
puesto que realmente no necesita de un espacio público para reproducirse, sino
de algo que se le asemeje, una especie de espacio formal y simbólico en el que
representar un debate aparente. Para que uno real pueda darse ha de existir un
público real, una comunidad de lucha, pero una comunidad de ese estilo –un
sujeto colectivo- es todo lo contrario de una asamblea ciudadana, agregado
volátil de individualidades mutiladas que imita los gestos de la discusión
directa sin concluir por lo tanto en la dirección requerida, pues
cuidadosamente evita el riesgo rehuyendo el combate. Sus batallas son puro
ruido y su heroicidad, nada más que pose. Una comunidad de lucha –una fuerza
social histórica- solamente puede formarse a partir de una voluntad consciente
de separación, de un esfuerzo desertor hijo de la oposición total al sistema
capitalista, o lo que es lo mismo, del cuestionamiento profundo del modo de
vida industrial, o sea, de la ruptura con sociedad urbana. Paro juvenil o
recorte presupuestario, el punto de partida es lo de menos pues si los ánimos
se caldean todos conducen al mismo sitio; lo principal reside en el logro de
autonomía suficiente para desviarse de los cauces establecidos yendo al fondo
de la cuestión –la libertad- sin mediadores “responsables” ni tutores
vigilantes. Y eso no se consigue más que marcando distancias claras con el
bando de la dominación y disponiéndose a una larga y ardua lucha contra ella.
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