Miquel Amorós.
Si como dijo Hegel el aire de la ciudad nos hace libres, en la misma medida el aire de la conurbación nos hace esclavos. Si el ágora, el foro o la plaza pública hicieron posible la libertad y la igualdad, su desaparición las aniquila. La conurbación que sustituye a la ciudad -y que algunos llaman posciudad- tiene características bien diferentes. La conurbación es exactamente lo contrario de la ciudad, lo opuesto de un lugar a la medida del habitante: es una no-ciudad, un espacio hecho a la medida del automóvil. Un amontonamiento aleatorio de edificios desparramándose por el territorio sin más orden que el que imponen los cinturones y ejes viarios. Lo que define la ciudad es el espacio público, el terreno común donde se dan las condiciones de una vida pública, allí donde los habitantes, a los que llamamos con propiedad ciudadanos, pueden expresarse; allí donde pueden formular y defender un proyecto colectivo. Gracias a esa dimensión política, la polis, es decir, la ciudad, fue el lugar privilegiado de la historia, de la historia como despliegue de la libertad. En cambio, en la conurbación no existe espacio público; se sigue llamando así a una zona neutral donde son imposibles las relaciones urbanas, el diálogo político o la gestión ciudadana; un espacio-espectáculo que no llama a prácticas comunitarias sino a circos que consagran la pasividad. Lo que define a la conurbación es el espacio circulatorio, el asfalto, que abarca prácticamente todo el espacio no construido. Un espacio donde se puede ir de un lado a otro sin tocarse, pero donde los encuentros son imposibles; un lugar muerto en el que se deshacen la libertad y la historia. Desde que la ciudad no es ciudad, los ciudadanos no son ciudadanos. Los que ahora se llaman así son sólo votantes, sin un sentido particular de pertenencia, puesto que la conurbación no pertenece a los que la habitan. El urbanismo ha sido el instrumento de esa desposesión.
El urbanismo surge cuando los destinos de la ciudad caen en poder de la burguesía. El urbanismo no es más que la proyección de la ideología burguesa en el espacio ciudadano, o lo que es lo mismo, la herramienta mediante la cual se convierte la ciudad en un centro de acumulación de capital. Sus primeros pasos son quirúrgicos: a costa de los huertos conventuales desamortizados, de las murallas y de las venerables callejuelas, se ensanchan plazas y se abren vías rectas de penetración que establecen el primer peldaño en el predominio de la circulación sobre el lugar: circulación de tropas, de mercancías, de carruajes..., de capital en suma. La mercancía coloniza las relaciones sociales e introduce un nuevo concepto del tiempo: el tiempo es oro. Las masas ciudadanas se ponen en movimiento espoleadas por la prisa que les impone la economía. La ciudad crece porque ha de absorber los excedentes depauperados de población campesina que fluyen a ella en busca de trabajo y porque la nueva clase dominante necesita un espacio propio. La burguesía mediante reformas interiores, fabrica nuevos centros donde concentrar la actividad comercial y financiera. El centro se segrega de la periferia, adonde se instalan las actividades industriales, se trasladan los mataderos, los cementerios, los manicomios y las cárceles. Para vivir la burguesía construye nuevos barrios, los ensanches, separados de los viejos barrios de artesanos y obreros. El espacio público al aburguesarse, desaparece; la burguesía es una clase que sobrevalora su intimidad. En los exclusivos ensanches los edificios son altos, con amplias viviendas, las calles espaciosas, con comercios y establecimientos de lujo. La idea burguesa de edificio público no es el palacio, ni la modesta “casa del pueblo”. El inmueble grandioso representa la ideología burguesa de progreso. Así se construirán gracias al uso del hierro los nuevos consistorios, preferentemente en un estilo ecléctico, las centrales de Correos y Teléfonos, los mercados municipales, las estaciones del ferrocarril y todas las sedes de bancos y grandes empresas. La función de la mole de ladrillo, hierro y cemento no es otra que la de plasmar en el espacio la nueva jerarquía social que rige en la ciudad, preocupada exclusivamente por el movimiento de mercancías y dinero. Con su imponente presencia el inmueble ha de inhibir cualquier práctica cotidiana típica de una sociedad igualitaria, paralizar la dinámica social a su alrededor; en resumen, ha de mantener el orden.
El diseño en cuadrícula u ortogonal no da significación alguna a valores colectivos, más bien revela una parcelación del terreno que obedece a razones económicas: la creación del mercado inmobiliario. Al mismo tiempo que la burguesía hace negocio con los terrenos, consagra la privacidad como valor supremo, pues al contrario de lo que sucede en los barrios obreros, en los ensanches se prima lo interior sobre lo externo y, como consecuencia, se desvaloriza la vida social. La preponderancia de la circulación sobre el lugar es también la de la vida privada, urbanísticamente representada por la isla de casas, la manzana. La ciudad burguesa es una ciudad rota, en la que cada fragmento cobra autonomía: el centro político, el centro comercial y financiero, el ensanche residencial burgués, las barriadas obreras, los suburbios fabriles, la plaza de toros... Los espacios antaño comunes pierden su capacidad de relación y de comunicación, las calles separan las casas, las escaleras separan los pisos y los vecinos, encerrándose en ellos, se separan del mundo. El movimiento repetido al infinito acaba con la experiencia del espacio. Separa el espacio del tiempo y de la memoria; los monumentos son homenajes al olvido. Al someterse a la circulación la ciudad pierde su ritmo. La calle ya no se habita; es solamente un lugar de paso para ir de compras o al trabajo.
En el estado español, a finales de los años cincuenta del siglo pasado, las grandes ciudades dieron un salto cualitativo en la urbanización. Los Planes de Desarrollo y la entrada de capital foráneo fueron para la época el equivalente de lo que fueron derribo de las murallas y la llegada del ferrocarril para el periodo anterior. La actividad industrial pasó a ser preponderante y a concentrarse alrededor de las ciudades, forzando un vaciado de población rural. En quince años la población de muchas ciudades llegó a duplicarse. La oleada migratoria apenas pudo ser albergada en bloques de pisos, polígonos y grupos de viviendas, de arquitectura pésima, vertical y barata, ubicados según el precio del suelo con el objetivo de contener el mayor número posible de habitantes por metro cuadrado. La manzana como unidad edificatoria fue definitivamente abandonada y el bloque abierto pasó a ser la unidad celular del tejido urbano. Espacialmente significaba un grado myaror de privatización y de anonimato. Aunque por primera vez, o casi, el crecimiento estuvo planificado, los Planes Generales de Ordenación no sirvieron más que para rellenar con total permisividad los terrenos situados entre la ciudad histórica y una ronda viaria diseñada ex profeso, plasmando un esquema de crecimiento concéntrico -como una mancha de aceite— que nunca será modificado. El deterioro de los barrios populares provocó la huida de las clases medias a la periferia, lo que a su vez obligó a largos desplazamientos y generalizó el uso del automóvil. La ciudad se sale de sus límites merced al vehículo de motor. Al expandirse se multiplican las distancias y pierde la forma, exigiendo cada vez más medios de transporte. El tráfico rodado aparece tímidamente y toma posesión de las calles. En pocos años será el amo absoluto de la ciudad industrial. Durante los años sesenta las ciudades no solamente se extendieron sino que se suburbializaron. La motorización de la población, el almacenaje masivo de gente en los extrarradios, la degradación de los centros históricos y la destrucción de los huertos urbanos fueron fenómenos simultáneos. A los problemas económicos se añadieron los relativos a la miseria cotidiana, o, dicho con palabras prestadas de la sociología, a la “mala calidad de vida”.
Pero mientras que cualquier manifestación pública era reprimida, el coche propio, la televisión y una mínima capacidad de consumo ensanchaban los límites de lo privado. El fútbol sucedió a los toros como primer espectáculo de masas. La zonificación como principio exclusivo, la privatización equipada y la dictadura de la circulación caracterizaron el urbanismo desarrollista, dando como resultado una aglomeración de individuos con escasos vínculos entre sí, indiferentes al lugar, automovilistas esclavos de las leyes dictadas por las “infraestructuras”, bien fuesen circunvalaciones o autovías radiales.
El desarrollismo no fue sin embargo un rasgo específico de la dictadura franquista. Formulado por primera vez por el presidente norteamericano Truman en 1949, fue la doctrina oficial de todas las clases dirigentes y de todos los que hablaban en nombre de las clases oprimidas. Por eso el cambio de régimen alumbró una clase política separada pero no supuso un cambio de orientación en el fascismo urbanizador y mucho menos un retorno de la vida pública. Tras un corto espejismo se produjo una profesionalización acelerada de la política y el sindicalismo a la par que una desactivación del movimiento vecinal, procesos que sustituyeron a los mecanismos represivos anteriores de forma mucho más eficaz. España siguió siendo “una, grande y urbanizable”. Los nuevos PGOU eran trajes aparentemente distintos pero hechos a con los mismos patrones. Unos pocos zurcidos, más verticalidad, mayor zonificación, mucha más motorización y de nuevo un desarrollismo sin otra justificación que la continuidad del proceso especulativo, puesto que la población dejó de crecer durante casi dos décadas. Bajo la consigna “la tierra para el que la recalifica”, los especuladores colmaron de edificios los huecos de las ciudades hasta un segundo, tercero o cuarto cinturón, consumiendo el suelo de uso industrial periclitado y lo que quedaba de suelo agrícola, para soldarse luego con las ciudades y pueblos circundantes y constituir una gran área metropolitana. El fenómeno ha sido llamado “periurbanización”. Las antiguas barriadas céntricas se despoblaron y fueron parcialmente reocupadas por población marginal, acentuándose el deterioro de los lugares. Los viejos ensanches también empezaron a perder gente; buena parte del relevo generacional buscó casa en la primera o segunda corona metropolitana, ya por deseo de mejor entorno, ya por precios más asequibles. Gracias a la derrota del movimiento obrero pudieron pacificarse los escasos lugares liberados a la vida pública y lograron disolverse las ansias emancipadoras en un océano de consumismo y evasiones lúdicas. El subdesarrollo intelectual del habitante resultaba tan acentuado por el urbanismo que era muy fácil de adoctrinar para el consumo y las hipotecas. El desarrollismo exacerbó todas las taras del urbanismo burgués: la fragmentación de la ciudad, la destrucción del territorio, la masificación, la inmadurez mental, el predominio de la movilidad sobre los lugares, la urbanización sin límites... Los materiales prefabricados prepararon a los consumidores para una la uniformidad absoluta a traves de unos cualtos milllones de pisos, apartamentos y casas idénticos. Una arquitectura anónima entraña un modo de vida impersonal, insensible a la belleza tanto como a la fealdad, regido por una idea de confort privado que descansa en el ascensor, las cristaleras, el aire acondicionado, los cuartos de baño y sobre todo en la bunkerización, a base de alarmas, códigos de acceso y puertas blindadas. El desarrollismo urbano, tanto en la Dictadura como en la Democracia posdictatorial, transformó la ciudad en mero soporte de la circulación autónoma y de ahí vino lo demás. Al resultado final ya no se le podía llamar ciudad, puesto que se trataba de una extensión urbanizada sin fronteras, sin forma y sin carácter; un nódulo, o un “hub”, o un punto de articulación del retículo de la economía mundializada, semejante a cualquier otro. Patrick Geddes tempranamente llamó a eso “conurbación”; otros le llamaron “sistema urbano”. No era un fruto de la globalización; era la conditio sine qua non de su funcionamiento. La globalización descansa sobre una red de territorios hiperurbanizados por donde se mueven en tiempo real la información y los capitales; sobre un racimo pues de conurbaciones.
La conurbación de la era globalizadora tiene tres rasgos que la acompañan: ausencia de límites (“generalización de lo urbano”), diversidad de centros (“multipolaridad”) y desagregación social extrema (atomización). Son los trazos requeridos por una economía terciaria que, al separar geográficamente el proceso productivo de los lugares de consumo, eleva la circulación al rango de actividad preponderante. Y con la circulación todos los aspectos relacionados: el almacenamiento, la manipulación, la distribución y transporte. Para adaptarse a una economía de servicios, la conurbación debe por una parte sobrepasar un determinado tamaño crítico que la haga rentable como mercado; por la otra, disolver su centro en una red eficaz de polos especializados. La población necesaria viene de lejos, expulsada de sus países por la liquidación de las formas de sociedad anteriores a la globalización. Finalmente, la conurbación ha de conectarse con las demás de todas las maneras y a toda velocidad. La permanencia dentro de la red de flujos capitalistas exige grandes infraestructuras, suministro regular de gasolina, una mayor oferta de servicios a las empresas y un márketing espectacular a base de eventos mundiales de tipo deportivo o cultural. La conurbación es un territorio-empresa en perpetua exposición y promoción, cuya entrada ha de ser cómoda y la salida, fácil. La actividad a la que sus habitantes dedican el mayor tiempo es circular, ir desde su suburbio-dormitorio al trabajo o al centro comercial. El espacio urbano es ahora un espacio sin conflictos, sin sucesos, donde nunca pasa nada; un espacio sin pasado, y, por lo tanto, sin historia. Las torres de veinte o treinta pisos son el paradigma de la soledad y de la paz urbana. Un lugar inhóspito, donde nadie entabla relaciones gratificantes, ni establece sólidas ataduras, ni piensa en quedarse para siempre. Un lugar peligroso donde el azar reparte la mala suerte, puesto que pesar de que los individuos han sacrificado su libertad, su independencia e incluso su salud a la protección que les brinda la economía y al Estado, la sensación de inseguridad es considerable. Un lugar apto para personal gregario y gente infeliz y depredadora.
La memoria histórica ha sido borrada gracias a la destrucción o a la museificación de los lugares donde alguna vez hubo vida y hubieron tensiones. Su significación ha sido extirpada de cuajo o desnaturalizada por el relato entre aséptico y feliz de los paneles para visitantes. Los recorridos por ellos se ordenan al ritmo del museo, confundiéndose con los itinerarios turísticos. La conurbación ha perdido toda seña de identidad, cualquier significado cultural o histórico, cualquier especificidad: puede ser cualquier parte, un lugar provisional y estéril, un no-lugar. Los dirigentes intentan ofrecerle una identidad nueva a través de la arquitectura monumental de “marca”. Dicha arquitectura es independiente del lugar donde se ubica; igual podía estar en cualquier otro lado y por eso resulta ideal para la conurbación: refleja fidedignamente la disolución de la ciudad, el desarraigo reinante sobre el cadáver de los valores comunitarios. El arquitecto “artista” es indiferente al ambiente, enemigo de la trama, hostil al equilibrio con el entorno. El exabrupto tecnológico, la salida de tono, en fin, la grosería edificada, es justamente lo que busca, su “firma”. El alarde constructivo no ha de arraigar para nada, solamente aterrizar. Tiene por eso un regusto extraño, como venido de una realidad “marciana”. No puede establecer una relación mínima con los habitantes, pues estos, en cierto modo, también son “marcianos”. Los monumentos de la era de la globalización desrealizan los lugares, los acercan a la virtualidad. En tanto que imágenes, son señas de una realidad aparte, donde todos han de comportarse como espectadores. Son como los macroacontecimientos: enormes operaciones de publicidad que de paso hacen tabla rasa con la historia. Su presencia en ese caos neutralizado materializa la concepción del mundo que tienen los responsables del totalitarismo urbano, y afirma con contundencia el modelo criminal de sociedad que estos ha elegido en nombre de todos.
Si la política de infraestructuras tiene un punto débil, ese no es el suministro de agua potable, la producción ingente de residuos o la generalización de conductas anormales; hace mucho tiempo que la conurbación dejó atrás las condiciones humanas de vida. El talón de Aquiles es el petróleo. El avance de los suburbios depende de la proliferación de automóviles y de la disponibilidad ilimitada de carburante. Así pues, el final del ultradesarrollismo urbanizador -del capitalismo— no vendrá de la mano de un cambio climático o de una epidemia mortífera sin igual, sino de una sencilla crisis energética. Los combustibles fósiles hicieron posibles las industrias, los transportes, y, por lo tanto, las conurbaciones. Están tan íntimamente ligados a la economía global que cuando empiecen a escasear ésta no sobrevivirá. El crecimiento en un contexto de recesión de la producción petrolífera conduce al colapso social. Hoy por hoy ninguna energía, ni siquiera la nuclear, puede tomar el relevo. Todo el sistema económico dejará de ser rentable. Las conurbaciones, sin automóviles, no serán viables. Millones de segundas residencias quedarán vacías o serán ocupadas por fugitivos de las metrópolis. Y eso es lo que sucederá dentro de unas décadas, pocas. De nuevo volverán condiciones objetivas que empujen a los individuos proletarizados a mirar el mundo fríamente y actuar en consecuencia. No se trata pues de sentarse y esperar a que pase por la puerta el cadáver del capitalismo. Conviene ir sabiendo por donde hay que tirar. La lucha por liberar el espacio urbano será la nueva lucha de clases. Un programa radical ha de oponerse al desarrollismo y reclamar un retorno a la ciudad, es decir, al ágora, a la asamblea. Ha de proponerse fijar límites al espacio urbano, devolverle la forma, reducir el tamaño, frenar la movilidad. Reunir los fragmentos, reconstruir los lugares, restablecer relaciones solidarias y lazos fraternales, recrear la vida pública. Desmotorizarse, vivir sin prisas. Olvidarse del mercado, relocalizar la producción, mantener un equilibrio con el campo, demoler las tres cuartas partes de lo construido, deshormigonar el territorio. La economía ha de volver a ser un simple asunto doméstico. Salir del anonimato. El individuo ha de desarrollarse hasta encontrar su punto en la colectividad y echar raíces. La ciudad ha de generar una atmósfera que al respirarla haga libres a sus habitantes.
* Conferencia dada en el Ateneo Libertario de El Cabanyal, Valencia, 16-VI-2007
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