18 noviembre, 2012

El partido del Estado, por Miquel Amorós.



«Quien es causa del poder de otro, lo es de su propia ruina»
Maquiavelo

Un fantasma pena por el mundo al acecho de los vivos; el fantasma del Estado. La pregunta sobre su naturaleza ha dejado de ser la cuestión central de nuestra época. Vencido el segundo asalto proletario contra la sociedad de clases, los intereses estatales se supeditan a los del Capital y la iniciativa pasa definitivamente a las finanzas. En efecto, la Bolsa ha disuelto fronteras, y en todas partes, el holding, el trust, la multinacional, pasan pon encima de las instancias políticas y administrativas. Los diputados, los líderes sindicales, los intelectuales, los ministros, etc., ceden paso a los mánagers, a los expertos, al marketing. El principio de competitividad se impone sobre el principio de organización y el Estado se doblega ante la supremacía del Mercado. El poder real se manifiesta poco en la actuación administrativa y en la política cotidiana, porque ya no está en manos del funcionariado. El poder, en su crecimiento, se escapa del Estado. El progreso de la burocratización se ha detenido y, de nuevo, Estado y Capital, burócratas y financieros, son realidades separadas. En contraste con la evolución de los últimos cincuenta años, la tendencia histórica actual se dirige en el sentido de la pérdida progresiva de hegemonía del Estado.

La sociedad nacida tras la Segunda Guerra Mundial –en España, treinta años más tarde– basada en la integración política y social de los trabajadores, representados por los partidos y sindicatos, condujo a la parálisis de toda acción proletaria verdadera; la masa obrera, al beneficiarse de mejores condiciones de vida y de trabajo, rehusaba jugar el papel revolucionario que le atribuían, consolidándose un sistema político burocrático diferente, donde la carrera por el control total de la sociedad impelía al Estado, al aumento considerable de los gastos sociales. Ahora, la progresiva retirada del Estado de diversos sectores de la vida social como comunicaciones, transportes, sanidad, vivienda, enseñanza, etc., cuya apropiación en el curso de los últimos cincuenta o sesenta años fue defendida en tanto que servicio público, preocupa a políticos, intelectuales, funcionarios, y, en general, a quienes viven de su administración material o moral; el desasosiego que les causa la renuncia del Estado a representar el interés público está de sobras justificado, puesto que les coloca en mala posición como clase intermediaria que vive de representar dicho interés al menudeo, es decir, como clase al servicio del Estado, como burocracia, y pone en peligro sus lugares de trabajo. El que los mercados financieros internacionales determinen ahora ese interés y no los pactos políticos resultantes del equilibrio local entre fuerzas, implicará a medio plazo la liquidación de una parte de la burocracia estatal y el reciclaje del resto, principalmente en la dirección penal y asistencial. Al sufrimiento burocrático consiguiente se le denomina crisis de la política.

La primera fase de este proceso, la domesticación de los trabajadores mediante la extensión de la precariedad y la creación de un mercado de trabajo volátil abandonado por los sindicatos, fue la creación de un partido del orden unificado, a derecha y a izquierda, plasmación de la alianza conjunta entre Estado y Capital. La ficción del interés público –a veces orden público– necesaria hasta hoy mismo, se vuelve inútil al final, cuando triunfa el Mercado, la reunión de los intereses privados por excelencia, y la diferencia entre la administración del Estado y la de las empresas deja de existir. La actuación de un político, de un funcionario, del propio Estado, está en adelante sujeta a valoraciones traducibles en términos económicos (sale barata o cara, se gana o se pierde, es rentable o deficitaria, etc.). Y puestos en ese terreno, todo lo que hace un burócrata, lo puede hacer un empresario con mejores resultados. No es el fin de lo público, es el fin de la separación entre lo público y lo privado. Es la generalización del principio de competencia capitalista, un verdadero golpe contra el Estado, el paso de la explotación mediatizada a la explotación sin intermediarios, que inaugura obligatoriamente una fase de desburocratización parcial, o como la llaman los afectados, de desregularización.

Sucede que la gestión de las necesidades de la sociedad de masas es cada vez más complicada, más ineficaz y, sobretodo, más costosa. El Estado ha fracasado en la tarea de tallarse una sociedad a su medida y no puede huir hacia adelante, extendiéndose más allá de lo que puede controlar, sin agotar los medios económicos a su disposición. Toda intervención estatal necesita ser financiada y el Estado no puede endeudarse más allá de un cierto límite sin verse en bancarrota. La burocracia política pierde capacidad de maniobra y el Estado pierde el respaldo de sus principales acreedores, que le desposeen poco a poco de sus atributos, incluido el que constituyó siempre su mayor justificación, el monopolio de la violencia. En el modelo social americano, que soluciona el problema del paro y la marginación no sólo con ETTs y asistentes sino con carceleros, la gestión de las prisiones está pasando a empresas y se desarrolla el próspero sector de la policía privada. En el modelo ruso, las diversas mafias compiten ventajosamente con la fuerza institucionalizada en el ejercicio de la protección. El Estado había evolucionado en los últimos tiempos privilegiando la seguridad, pero ésta no ha mejorado con la expansión de aquél, de modo que, el resultado (el caos, la catástrofe), ineluctable ahora, sale menos gravoso sin gestores y es objeto de la iniciativa privada. En un mundo realmente caótico, el Estado aparece como la forma burocrática del desorden. En la lógica de la dominación, es ahora el Mercado y no el Estado quien ha de gobernar.

El Estado es una forma de dominación todavía política que va a transformarse en una forma particular de Capital gracias al recurso de métodos empresariales. La autonomía de las finanzas internacionales ha bloqueado el proceso de fusión de la burocracia privada de los ejecutivos con la burocracia estatal de los funcionarios y políticos, proceso sobre el que se asentaba el llamado «estado de bienestar» –que en España equivaldría al franquismo más la reforma política–, liquidando de un mismo movimiento todas las apariencias estatales de independencia, y eso es el centro de la cuestión. Y no es que la burocracia estatal no necesite marcar sus diferencias con los poderes financieros, es que no puede, ya que la razón de Estado se ha convertido íntegramente en razón de Mercado. La razón de Estado había sido hasta hoy el eje de toda la política contemporánea, debido a la necesidad de Estado que ha tenido la clase dominante para afianzar su supremacía. Por entonces ello supuso el condicionamiento de la acción política al objetivo único de la conservación del Estado. De esta forma el interés público fue identificado con el interés del Estado, y por ende, con el del poder dominante, primando sobre cualquier otro interés y justificando cualquier medio empleado. A diferencia de la razón de Estado totalitario, que de la ideología hacía Estado, la moderna razón hizo del Estado ideología. Al no haber autoridad por encima del Estado, la política perdió su cobertura ideológica y entonces recurrió a la necesidad económica, encarnación moderna del destino. La economía ha sido el límite ideológico del Estado que ahora se vuelve real.

El Estado como forma exclusiva de dominación al servicio de unos intereses ha entrado en crisis, y de ahora en adelante, toda crisis tendrá el efecto de acelerar el proceso globalizador de la economía. Finalmente, la dominación era un problema técnico, un problema que las tecnologías de la información resuelven sin pasar por la maquinaria del Estado, lo cual no es reflejo de una descentralización en la toma de decisiones sino, al contrario, de una centralización de nuevo tipo, porque mientras la burocracia se disuelve en el ciberespacio, el centro se ha virtualizado pero no ha desaparecido. El umbilicus mundi ha subido al cielo. La esencia del poder es de este modo casi inaprehensible, ya que éste no reside en un sólo país o en unas cuantas capitales sino que, gracias a las nuevas tecnologías, está en todas partes y en ninguna a la vez. Los dirigentes máximos habitan una metaciudad atravesada por autopistas electrónicas por donde circulan los capitales: un espejismo gobierna el mundo.

La mundialización no es solamente una simple amplificación y aceleración de la internacionalización de los intercambios comerciales, es la proclamación de la autonomía total y del dominio del capital financiero sobre el capital industrial y el Estado. Significa, entre otras cosas, la redefinición de la división internacional del trabajo, el fin del trabajo asalariado como forma de inserción social y el fin del control estatal del capital privado. O en otras palabras, el fin de la clase obrera, la imposibilidad de un capitalismo nacional, la liquidación del Estado–nación. El proceso ya se había desarrollado en el periodo histórico anterior, el de la hegemonía de las dos superpotencias, EE.UU. y la URSS, que eran dos Estados mundiales. El camino de la mundialización conduce a la disminución del peso específico de los partidos y de los parlamentos, «del poder de decisión de la ciudadanía» como dice el vocero europeo de la burocracia bienpensante Le Monde Diplomatique, que ante sus feligreses promueve una resurrección del espíritu nacional y un culto sin disimulos al Estado. Se clama por una unión sagrada entre partidos de izquierda apoyada por los sindicatos y las asociaciones y se ensalza la punta de lanza de esa unión: la masa de funcionarios de a pie, bautizada como «mano izquierda del Estado», y sus mandos, o «petite noblesse d’Etat». La conversión de estalinistas y ecologistas a este nacionalismo de circunstancias es un hecho. Paradójicamente, el nuevo nacionalismo de Estado ha de librar batalla en el campo supranacional. A una internacional de los financieros ha de oponer una internacional de la burocracia: eso es el partido del Estado.

Los ideólogos extremistas del partido del Estado pretenden una federación de Estados que implicaría una especie de Estado europeo, y por de pronto, reivindican que las naciones transfieran poder al parlamento europeo y que éste reciba el mandato de las políticas «nacionales». También reclaman «un espacio público europeo que permita a los ciudadanos participar en la edificación de la Unión» (Le Monde Diplomatique, marzo de 1996). Pero la Unión Europea no es una federación sino un mercado, por lo que el parlamento europeo no es más que una instancia secundaria, un adorno, los parlamentos nacionales no tienen poder real que transferir, las políticas nacionales no existen y el terreno político europeo se halla hipertrofiado con toda clase de asociaciones, como el Forum Cívico Europeo, las Conferencias interciudadanas europeas, el Comité Europeo por el respeto de las Culturas y de las Lenguas, el Foro Europeo de la Juventud, organizaciones diversas, sindicales, de enseñantes, de investigadores, etc., verdaderos viveros no gubernamentales de burócratas de todo pelo. Tras esa «utopía» estatalista se esconde en realidad el deseo de ampliar la base internacional del partido, de crear una nueva zona de mediación interestatal, con asociaciones y organismos subvencionados no necesariamente útiles, pero que creen empleos para la «ciudadanía» de aspirantes a dirigentes.

El partido del Estado es la idea madre de la intelectualidad estatista, ansiosa por inventar un nuevo discurso políticamente correcto más allá de las habituales coartadas pacifistas, feministas o ecologistas. Pero en el plano de la acción, la burocracia política es incapaz de una coalición internacional que sea otra cosa que un club del estilo de la Internacional socialista, debido a la disparidad de intereses de sus componentes, y difícilmente forma una a escala nacional. Pero por encima de todo, la burocracia es incapaz de oponerse seriamente a las causas profundas de la mundialización, porque sólo cree en el poder y éste ya no reside en el Estado. Así pues, con la totalidad del discurso panestatista solamente comulgan los menos «realistas», quienes identifican todavía Estado y poder, como por ejemplo los estalinistas y su cohorte de izquierdistas. Y es que los intereses de la burocracia no apuntan a un Capitalismo de Estado sino a un Estado en el Capitalismo. Como los antiguos mandarines, la burocracia es una clase que no detenta el poder sino que lo administra, que no posee nada, que no controla su reproducción y que se representa a sí misma representando a otros: al Estado, al Ciudadano, al Obrero... No ejerce función de dirigente sino de transmisor. Obedece y manda. Además, de acuerdo con la naturaleza de su mediación varían sus intereses. Por consiguiente, su partido, el partido del Estado, otrora llamado «la unidad de la Izquierda», no puede existir unificado orgánicamente, a lo sumo puede funcionar coaligado. No es un partido ideológico sino un conglomerado de intereses varios y de clientelas diversas. Cada fracción defiende sus intereses específicos y la mayoría –los socialdemócratas y los sindicatos– propugnan «terceras vías» o «nuevos centros», o sea, que se sitúan fuera de él, en un lugar indeterminado entre la estatización y el mercado global, más cerca del segundo que de la primera. Como dijo González a sus compadres italianos, «Un Olivo mundial sólo puede entenderse como una declaración de intenciones». En resumen, una internacional de la burocracia no sirve más que para cantar, el huevo se pone en otro nido. Disimulan, cada sector a su modo, el hecho flagrante de que, para poder seguir en política, el partido del Estado ha de «estar constantemente ajustando la política según la orientación de los mercados» (G. Schroder), es decir, ha de hacer exactamente lo contrario de lo que ha pregonado.

En tanto que representante de los intereses generales de la burocracia, el partido del Estado parte de los principios que la justifican, como el de la separación entre el ciudadano y la administración pública –la separación entre gobernantes y gobernados, o sea la especialización del poder– o el de la necesidad del mantenimiento permanente de aparatos policiales y ejércitos. Es un partido de orden –no conviene olvidar que el partido del Estado puede llegar a ser el partido del crimen de Estado cuando crea que el orden lo requiere– que dice defender la «justicia social» a su manera, con una gran burocracia asistencial. Sus falsos contrincantes, o lo que es lo mismo, sus verdaderos interlocutores, las fuerzas que dirigen el Mercado, el partido de la Mundialización, no son enemigos jurados de la burocracia ni pretenden abolir el Estado. Quieren simplemente someterlo a las leyes económicas y dan preferencia al desarrollo de una burocracia judicial y carcelaria, con el fin de controlar las contradicciones de la Economía. Piensan que el orden planetario puede concebirse de forma diferente a la del Estado mundial, a saber, como un espacio sometido a la Economía incontrolada y vigilado por un Estado gendarme. Entonces, partidarios también del Estado hasta cierto punto, no solamente no combaten al partido del Estado, partidario del mercado global también hasta cierto punto, sino que frecuentemente se sirven de él para imponer sus planes sin despertar resistencias que les inquieten, puesto que se ha de favorecer al máximo la adaptación de las estructuras productivas locales al mercado mundial autoorganizado y el descontento generado ha de adoptar formas inocuas y perseguir fines irrelevantes, tareas ambas que hasta hoy constituían la misión histórica de dicho partido: en Europa han sido llevadas a cabo mayormente por gobiernos socialistas, normalmente con apoyo estalinista. No es nada extraño entonces que entre las distintas esferas de poder haya una cierta permeabilidad y que los dirigentes circulen por ellas, como lo demuestra la buena acogida que reciben en los círculos empresariales o el paso cada vez más extendido de la política a los negocios; diríase que, siendo la política algo subalterno, un dirigente llega a la madurez cuando la deja.

El partido del Estado se quiere constituir cuando el trabajo contrarrevolucionario del Estado y de sus partidarios se está acabando. La posibilidad de verdaderos movimientos sociales que atacan las bases de la miseria y de la opresión, discuten sobre la reorganización social y formulan proyectos de emancipación humana se ha vuelto irreal; solamente se dan movimientos de supervivencia perfectamente controlables. El partido del Estado, en su etapa actual, no significa un obstáculo para la economía, antes al contrario, es el partido de la economía. Como dijo un significado experto, «sin el Estado no se puede hacer nada». Todavía tiene que dirigir el proceso globalizador, tal como demuestran los ascensos de Blair, Jospin, D’Alema... Todavía ha de realizar la tarea de su antagonista, a saber, la de desmantelar el Estado. Así pues, el partido del Estado se bate por su última tarea, la de preparar la transición hacia un orden mundial en el que ya no será necesario.
Cuando la sociedad funciona a través de una fuerza organizada y separada que recauda impuestos, decreta normas y las hace cumplir, estamos ante un hecho político singular, el Estado. No es una realidad intemporal, tiene fecha de nacimiento y también de caducidad. Como acertadamente dice Bakunin, el Estado es una forma histórica de sociedad, y como tal, perecedera: “Es la autoridad, es la fuerza, es la ostentación y la infatuación de la fuerza.” En efecto, el poder –la autoridad que confiere el monopolio de la fuerza– es el elemento clave del Estado y la razón última de su ser. A diferencia del antiguo, el Estado moderno –después de que Maquiavelo revelara su verdad íntima– no necesita razones divinas para explicarse, se justifica por sí mismo, él mismo es su propia finalidad. A eso llamaron la Razón de Estado. Sin embargo dicho Estado ordena una sociedad dividida, donde a lo largo de la reciente etapa histórica, una actividad específica, la economía, se ha vuelto independiente y ha acabado por dominar el resto de actividades sociales, particularmente la política, es decir, el ejercicio del poder. La clase dominante, la burguesía, es la clase que controla la economía. Lo económico es cada vez más infraestructura y superestructura pues lo político ha perdido toda su autonomía: la Razón de Estado se ha convertido en Razón de Mercado. Más adelante, en una etapa posterior, cuando los gobiernos establezcan el desarrollo económico como directriz absoluta de la política estatal, el Estado, que ha perdido su carácter político a nivel nacional, da un paso adelante en su dependencia económica y de instrumento exclusivo de dominación de una burguesía local cualquiera pasa a obedecer los designios de la elite corporativa internacional. Las relaciones interestatales dejan también de ser estrictamente políticas. A semejanza del planteamiento de Hobbes, una nueva teoría capitalista del Estado se fundaría en un contrato de sumisión ideal por el cual los individuos con derecho a voto (o ciudadanos) renuncian a sus derechos políticos en la medida que traban la libre desenvoltura de las finanzas internacionales. Algunos detalles parecen corroborarlo, como determinadas medidas de orden público y de reforma financiera, y, sobre todo, las cláusulas relativas al déficit presupuestario y al pago de la deuda estatal incluidas no hace mucho en el ordenamiento jurídico constitucional. Desde entonces los individuos, que ya no existían “de facto” como seres independientes frente a los mercados nacionales, dejan de hacerlo legalmente, porque han traspasado “de jure” –o lo han hecho otros en su nombre-- su libertad al Mercado mundial.

Desde que el desarrollismo es ley, Estado y Capital dejaron de ser realidades distintas. Interés público e interés privado económico coincidieron en apariencia. El código mercantil pasó a ser la fuente principal de derecho civil. Esa nueva racionalidad desencadenó una reorganización de las fuerzas económicas de tal magnitud que pusieron fin a la democracia típicamente liberal, al Estado-Nación y al capitalismo nacional. Se dieron entonces las condiciones de una separación radical entre producción y finanzas, que se concretó en una deslocalización productiva, una circulación plenamente libre de capitales y una expansión unilateral del crédito (y del riesgo financiero) a escala mundial. La mundialización tuvo profundas consecuencias: la supresión de barreras a la especulación, la desregulación del mercado laboral, la corrupción del sistema de partidos, la pérdida de influencia de los sindicatos, la atomización y dispersión del proletariado, la liquidación definitiva de la agricultura no industrial, la decadencia de las clases medias, el endeudamiento institucional y social... En una primera fase que podríamos calificar de neoliberal, el periodo eufórico de las burbujas inmobiliarias, tecnológicas y, en general, financieras, el papel del Estado tendía a reducirse al mínimo. El Estado había perdido su función mediadora entre la sociedad y los mercados, por lo que sus servicios habían dejado de ser necesarios. El Estado se justificaba exclusivamente por la Economía, esfera adonde se había desplazado el poder: tenía que estar a su servicio. La sociedad globalizada requería pues un desmantelamiento del Estado en todos los sectores ajenos a la defensa de la violencia económica, pero el Estado mínimo no es un Estado fantasma, sino un Estado policía. Es bien sabido que la libertad económica se lleva mal con las libertades sociales, pero ahora incluso con el espectáculo de la libertad. Las medidas disuasorias dominaron pues sobre las preventivas. La desregulación de los mercados, la contaminación o el agujero en la capa de ozono no implicaban un desarrollo de los medios de control social tradicionales puesto que la prevención y el garantismo resultaban caros, sino solamente el incremento de los mecanismos de choque, especialmente las fuerzas de intervención rápida, los programas de evacuación, los centros de detención de indocumentados y el armamento antialgaradas. El Estado policía ya no podía permitirse un adiestramiento positivo de la población bajo condiciones de supervivencia cada vez más extremas y tenía que habituarse a la contención y la concentración. El Estado policía no es un Estado de derecho al margen de la economía, sino un Estado de excepción donde la ley deroga todas las garantías jurídicas que obstaculicen el dominio absoluto de la economía. Imperio de la ley sí, pero de la ley de los mercados. La libertad de las personas es sólo un subproducto degradado de la libre circulación de los capitales.

El Estado-Nación, sin embargo, no se disolvió sino idealmente, sobre el papel. En Francia la industria nuclear, terreno en el que un cierto interés nacional de clase puede formarse, impedía esa disolución, y, en el resto de estados, precisamente la desaparición de ese interés desempeñaba el mismo papel. Los tejemanejes de la economía real y los fondos europeos los Estados proporcionaron suficiente efectivo para conservar e incluso agrandar el aparato político-burocrático, dando lugar a una patrimonialización partidista de la cosa pública favorecida por una Ley de Transparencia ausente. Así pues, la “clase” política estableció alianzas con los principales grupos de poder económico: los bancos, las grandes constructoras, las eléctricas, las grandes compañías del gas y el petróleo, las multinacionales del transporte y la distribución... El resultado fue que los Estados no defendían intereses económicos generales sino intereses particulares. Puede que los organismos directores de la economía global tales como el Tesoro americano, el FMI, la OMC, la Comisión Europea, el BCE, etc., dictaran orientaciones, pero no suplantaban a la oligarquía nacional político-burguesa: el Estado se debía antes a las corporaciones que trataban con él a través de su propia clase política y esa prioridad determinó una globalización más caótica de lo que cabía esperar. Es más, cuando la crisis ecológica se vio reforzada por el fenómeno del calentamiento global y el aumento exponencial de la demanda energética, reorientando los mercados capitalistas hacia el negocio verde, la función de conciliar la ecología con la globalización fue otorgada por sucesivas “Cumbres de la Tierra” al Estado. El ambientalismo se convirtió en una fe política, con dogmas, íconos y soluciones sencillas “de mercado” para todos los problemas. Tras ellas el Estado tuvo que encargarse de poner en marcha los dispositivos locales de los nuevos mercados mundiales de la descontaminación, la descarbonización y de la energía, responsabilizándose de los residuos y subvencionando los sectores insuficientemente rentables como el de los agrocombustibles o el de las renovables industriales. La etapa del “desarrollo sostenible”, la que correspondía a la valorización del territorio, devolvió protagonismo al Estado en tanto que promotor y legislador de la “sostenibilidad”, nueva propiedad de la acumulación de capitales, pero sobre todo, como Estado inversor, costeando las infraestructuras, a menudo innecesarias, como megapuertos, aeropuertos, trenes de alta velocidad y autopistas, fruto de la megalomanía dirigente combinada con el interés privado y la corrupción política. El desarrollismo es una constante huida hacia delante y toda huida capitalista hacia delante ha de ser tutelada y financiada por el Estado. Cuando el coste es ruinoso se le llama crisis.

Las crisis ponen cada cosa en su sitio. La verdadera naturaleza del sistema queda al descubierto y el lado ficticio del dinero y del crédito se hace patente cuando el descontrol financiero y estatal sobrepasa los límites. La relación Estado/Economía tiende a invertirse: a fin de cuentas el Estado puede existir sin capitalismo pero el capitalismo jamás subsistirá sin el Estado. Cuando el Estado es amenazado por la Economía se descubre que en realidad la Economía depende del Estado. El Estado, o sea, la fuerza (y la autoridad que ésta confiere), es en último extremo su único baluarte. El valor, el factor abstracto convencional que fundamenta el capitalismo, no tiene otro asidero más seguro. La globalización ha acarreado un capitalismo de Estado. Efectivamente, el capital no es una acumulación de objetos, conocimientos y medios, sino una relación social mediatizada por todos ellos, pero cuando por ejemplo, un enorme agujero crediticio, o una gigantesca acumulación de activos ficticios, o el agotamiento previsible del petróleo, quiebran esa relación con más eficacia que una insurrección popular, solamente la fuerza estatal puede recomponerla y asegurarla. Las crisis, al señalar el Estado como tabla de salvación, le transfieren el poder que los mercados le habían arrebatado. El Estado se convierte en el gran interlocutor, no porque haya recuperado sus antiguas funciones políticas, sino porque se ha puesto realmente al servicio del interés general económico: se ha vuelto economista. La autoridad estatal sustituye en el tajo a la pretendida autorregulación de las finanzas incontroladas. El nivel de endeudamiento condiciona por supuesto su libertad de movimientos puesto que sus acreedores ante todo han de asegurarse el reembolso de los préstamos y el pago de intereses; pero la gravedad de las crisis, es decir, la amenaza del colapso económico, amplía los márgenes de actuación. El salvador ha de ser salvado previamente si las circunstancias lo requieren.

El Estado parece ser la respuesta a todas las cuestiones sociales y el amigo de todas las clases. Los bancos y los Gobiernos autonómicos recurren al Estado para ser intervenidos; los empresarios apelan al Estado en demanda de liquidez; los funcionarios le exigen moderar los ajustes; los sindicatos mendigan empleos, los comerciantes, rebajas de impuestos; e igualmente se dirigen al Estado los pensionistas, los inmigrantes, los mineros, los compradores de productos financieros tóxicos, los fabricantes de placas solares..., cada cual con sus problemas particulares. Ya no se ocupan los lugares de trabajo, ni ocurren manifestaciones en los barrios; se viaja a la capital para llamar la atención del Gobierno, o en su detrimento, del ministerio correspondiente, con la esperanza de sentarse en una mesa de negociación. Advirtiendo de su perversa y abstracta naturaleza, alguien dijo que el Estado era el mal, pero resulta que es un mal con el poder de intervenir en una sociedad paralizada. Las crisis económicas y ecológicas actuales desembocan en crisis laborales, fiscales, crediticias y asistenciales, pues la transferencia de capitales que debe colmar la deuda energética, bancaria y administrativa se efectúa a costa de la población. El Estado ha de asegurar que el proceso discurra con orden y que la destrucción definitiva de la sociedad civil no genere focos de resistencia que causen a los dirigentes problemas de consideración. El Estado lo es todo, porque sus súbditos no son nada. En esa atmósfera de temor y sumisión, la lucha de clases, lejos de reaparecer como lucha contra el Estado, se disuelve en peticiones ciudadanistas de reforma política que sitúan al Estado en el máximo nivel, por encima de todas las clases. Si, al final, todo es cuestión de poder, la correlación de fuerzas no puede ser más desfavorable para los inconscientes desposeídos. Los usurpadores de la representación popular, los autoproclamados portavoces de la ciudadanía, “los macarras de la tiranía” en palabras de Sexby, los han persuadido de prostituir su libertad para mejor entregarlos al enemigo.

Nosotros venimos llamando partido del Estado a la tendencia que propugna una conciliación entre capitalismo y parlamentarismo, a través de una fórmula que, todo y alentando el crecimiento económico y la oferta de empleos, permita un juego político menos condicionado por la economía. Para los partidarios de otro tipo de capitalismo, de un capitalismo políticamente correcto, con rostro humano, el Estado es el bien supremo. Es la llave maestra de todas las puertas que conducen a la reinvención de la democracia populista, y el motor de una nueva sociedad, capitalista por supuesto, pero mucho más receptiva a las pequeñas empresas políticas, gracias a sus canales de participación. Hablamos de un partido que se opone a la reducción del número de concejales y diputados; bien al contrario, pide la expansión de la burocracia, pues representa a las clases medias en descenso, cuyo componente más afectado es el funcionariado. Del movimiento contracumbres a los indignados del 15-M, pasando por la creación o renovación de partidos terceros a base de antiguos fragmentos estalinistas, socialdemócratas o nacionalistas, se levanta una falsa oposición que en nombre de las masas ciudadanas en precario llama al gobierno lo mismo para un roto que para un descosido. Así igual pide al Estado que aplique la tasa Tobin, que decrete la Renta Básica, reforme la ley electoral, elabore un programa decrecentista, consiga créditos para las pequeñas empresas, desoiga las recomendaciones de las autoridades monetarias o nacionalice la Banca. En resumen, que el Estado detenga, regule o simplemente negocie los plazos de la transferencia de capitales desde las clases endeudadas hacia las finanzas especulativas. Que gestione la crisis en beneficio de las clases perdedoras en el mercado mundializado, justamente lo que el Estado no puede hacer porque su misión es exactamente la contraria. El Estado no es un islote en un mar de finanzas embravecidas, sino una institución de la economía globalizada. El verdadero partido del Estado sería el de los partidarios del mercado mundial y del crédito a muerte; la elite política financiera e industrial que está al mando. En pocas palabras, los grandes partidos oficiales. Y lo que hemos llamado hasta ahora partido del Estado, sería mejor el partido del Estado nodriza, una especie de Partido Nacional que reclamaría para el Estado funciones dirigentes propias de la etapa preglobalizante. Partido pues de la burocratización intensiva, del presupuesto hinchado y de la deuda estatal, del mercado nacional, del empleo subvencionado, sin otra finalidad que la reconstrucción de la influencia perdida de una casta populista que ha servido bien a la dominación hasta la irrupción brutal de las fuerzas económicas transnacionales.

   En la sociedad industrial desarrollista, la concentración de poblaciones masificadas en espacios asfaltados y urbanizados, sometidas a una clase dominante extremadamente jerarquizada y móvil, requiere un aparato de poder complejo y desarrollado, una sofisticada “megamáquina”. La conservación de las condiciones capitalistas esenciales obliga no sólo al sacrificio de la política autónoma, sino a la reducción de la burocracia partidista, de forma que la alternativa entre un Estado demócrata repleto de diputados y otro autoritario relleno de cargos arbitrarios es falsa; en una sociedad esclavizada por “los mercados” la opción discurre entre un Estado capaz de saldar sus deudas y otro insolvente. El primero puede permitirse mayor imaginería democrática a la hora de aplicar las medidas terroristas que impone la buena marcha de la economía. El segundo ha de plegarse a las exigencias de instancias exteriores cuyas órdenes se manifiestan a través de un Estado mejor administrado que les sirve de referencia, como es el caso de Alemania. En el otro extremo, una sociedad libre de condicionantes económicos es más que nunca una sociedad emancipada de condicionantes políticos, libre pues tanto del Mercado como del Estado. Una sociedad sin cargos electos, sin ejecutivos, consejeros ni asesores. Es una sociedad sin dirigentes ni expertos que ha de funcionar fuera de la economía autónoma y de la política profesional o amateur. Eso significa que ha de recrear en su seno condiciones no capitalistas suficientes e instituciones democráticas horizontales que hagan posible una existencia sin Estado. En palabras de P. J. Proudhon, “Encontrar una forma de transacción que, unificando la divergencia de intereses, identificando el bien particular con el general, borrando la desigualdad natural mediante la formación, resuelva todas las contradicciones políticas y económicas; aquella donde cada individuo sea a la vez productor y consumidor, ciudadano y príncipe, administrador y administrado; donde la libertad aumente siempre sin que nunca sea necesario alienar nada; donde el bienestar crezca infinitamente, sin que nadie sufra, bien de parte de la sociedad o bien de sus conciudadanos, ningún perjuicio, ni en su propiedad, ni en su trabajo, ni en su peculio, ni en sus relaciones de interés, opinión o afecto con sus semejantes... Yo no pido ni el bien, ni el manejo de los asuntos de nadie, y no estoy dispuesto a sufrir que el fruto de mi laboriosidad sea presa de alguien. También deseo el orden, tanto o más que quienes lo perturban con su pretendido gobierno; pero lo quiero como efecto de mi voluntad, como una condición de mi trabajo y una ley de mi razón. No lo soportaré jamás si proviene de una voluntad exterior, que me impone como condiciones previas la servidumbre y la esclavitud”. (Idea general de la revolución en el siglo XIX”)

    En 1850 Proudhon, cuyos conceptos de propiedad y de trabajo derivaban de la economía “moral” típica del proletariado primitivo, creía que podría saltarse la lucha de clases con esa fórmula transaccional que él llamó “contrato”, especie de pacto social federativo desde la base social organizada, “en lugar de la alienación de las libertades, del sacrificio de los derechos, de la subordinación de las voluntades.” Es en cierto modo lo que hoy ensalza cierto ciudadanismo económico y municipalista, pacifista, encandilado con las cooperativas autogestionadas, las redes de consumidores y las monedas que llaman solidarias. Sin embargo, la historia, y, por consiguiente, la memoria de la experiencia, nos han enseñado que el conflicto es insoslayable, que la dominación utilizará todas sus fuerzas y recursos a su disposición para mantener la población en un estado de sumisión permanente, que la liquidación de los múltiples intereses de clase o de casta y que la supresión una tras otra de todas las piezas de la maquinaria gubernamental será obra de un sujeto revolucionario todavía por formar, y que el pacto o contrato social que lo constituya no se acordará en luchas laborales o reformas políticas, sino en revueltas territoriales y crisis urbanas. Cuando triunfe, los acuerdos entre iguales sustituirán a las leyes, y la libre federación de comunidades hará lo mismo con el Gobierno y el Estado. Es un camino largo y difícil, pues ha de pasar por encima de muchos cadáveres vivientes que, a pesar de haber sido sentenciados por la evidencia histórica, se obstinan en seguir coleando, abrazados al mundo tal cual es, el único lugar donde su sinrazón cobra sentido.


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