El tren de alta velocidad
despierta tanto fervor entre los dirigentes paisanos que los sucesivos retrasos
en las obras les han colocado varias veces al borde del ataque de nervios. La
patronal gallega, harta de tanto aplazamiento, ha terminado por fabricar un
“movimiento social” esperpéntico en pro del tren y el parlamento autonómico ha
pedido por unanimidad la llegada del AVE cuanto antes. Bien sea por acudir a
esa necesidad consustancial al poder de plasmar su esencia en obras faraónicas,
o simplemente por electoralismo, lo cierto es que el clamor institucional y
empresarial consiguió que el pasado agosto el presidente del gobierno
sobrevolara las obras y prometiese que dicha “infraestructura” ‑junto con la
financiación correspondiente– gozaría de prioridad absoluta en su segunda
legislatura. El TAV cumple en Galicia el mismo papel que en otras autonomías, a
saber, el de unificar los intereses de sus oligarquías proporcionándoles una
reivindicación concreta que pueda disfrazarse de interés general. Así pues, el
TAV, artilugio cuya construcción responde a los intereses de una minoría
privilegiada y desarraigada, se transforma en un tema político del cual
dependen ni más ni menos el futuro de Galicia y el de sus habitantes. Pues el
TAV en los medios de comunicación no aparece como lo que es, es decir, como un
capricho carísimo, elitista, destructor e inútil, sino como el apóstol mismo
del progreso.
En una sociedad de masas,
jerarquizada y globalizada, donde el poder pontifica con total impunidad sin
que nadie pueda contradecirle, se llama progreso a los avances de la
mundialización, o sea, a la adaptación de los países a los imperativos de la
nueva economía y a las necesidades de sus dirigentes. Esta clase de progreso no
tiene que ver con ninguna mejora social. Cuando por fin llegue el AVE a Vigo y
A Coruña, la sociedad gallega no será ni un ápice más libre, ni menos enferma,
más culta o más humana, ni siquiera más rica, puesto que si hay beneficios
éstos irán a parar a los bolsillos de quienes explotan el territorio gallego y
el trabajo de sus habitantes. El progreso que encarna el TAV es del mismo
estilo que el que encarna la especulación inmobiliaria, el maíz transgénico o
el chapapote: es el progreso del capitalismo, que se mire por donde se mire,
significa la aniquilación de la vida social, la destrucción del territorio y el
deterioro físico y mental de sus pobladores. La historia demuestra que lo que
es bueno para la dominación económica y política ha sido siempre malo para el común.
El TAV es necesario para la casta dominante, pues en una economía impulsada por
las finanzas, la hipermovilidad de los dirigentes es una necesidad. La prueba
es que el setenta por cien de quienes lo usan son directivos, empresarios,
técnicos y políticos. Detrás de su construcción también se esconden múltiples
intereses particulares: los fabricantes de trenes y automóviles, las empresas
de seguridad, las grandes superficies, las cementeras, las cadenas hoteleras,
las constructoras, las promotoras, los bancos, las cajas, etc. Pero además, el
TAV es solamente una de las grandes infraestructuras, al mismo nivel que los
macropuertos, los aeropuertos y las autovías. La financiación de todas ellas
resulta tan onerosa que sobrepasa las posibilidades presupuestarias de las
comunidades, y es lo que convierte el problema autonómico en asunto de Estado.
Por otra parte, como los centros de poder financiero y político se concentran
en la capital estatal, para que Galicia se conecte con el mundo el TAV ha de
pasar primero por Madrid. A eso se le ha llamado siempre centralismo. En
consecuencia, el abandono de la posición periférica en la economía y la
política que es el emblema de la galleguidad bien entendida, la conexión con
los centros de decisión reales, no significa otra cosa que el refuerzo de la
centralización, puesto que para contactar con Londres o Francfort hay que
conectarse primero con “la Meseta”. Para ser internacionales hay que ser
primero nacionales. Con eso se da la paradoja de que los progresos en autogobierno
que tanto adoran los políticos regionales son deudores de la dependencia más
absoluta del Estado y de los centros de poder mundiales. A eso se le ha llamado
toda la vida sucursalismo, el padre y la madre de todos los caciquismos. En ese
contexto, la especificidad gallega –su historia, cultura, tradición, paisaje–
no sirve para fundamentar el derecho histórico de un pueblo a organizar su
convivencia de la forma más libre según su idiosincrasia, dígase lo que se
quiera; de lo que realmente sirve es de imagen de marca para la
comercialización del país, que un lobby regional de diputados, banqueros y
empresarios ofrece en venta a los hombres de negocios foráneos. Como anécdota
curiosa señalaría el frecuente recurso a la degustación gastronómica en la promoción
capitalista de Galicia, metáfora poco sutil del canibalismo de la mercancía. La
contemplación de un puñado de dirigentes masticando y engullendo bastaría para
sugerir que la modernización gallega no es más que una fagocitosis.
El TAV es un factor de
destrucción territorial de primer orden; sumado a los efectos de las demás
infraestructuras, su impacto sobre la sociedad y el medio ambiente es
equiparable al de una guerra. Altera los niveles freáticos, provoca
corrimientos de tierras, crea montañas de residuos, destroza todo lo que
encuentra por delante: valles, sitos arqueológicos, lugares históricos,
caminos, veredas, etc. Los efectos nocivos son indiscutibles; en tan sólo los
cien kilómetros entre Lubián y Ourense han de excavarse cincuenta y tres túneles
y tenderse cuarenta viaductos. El trazado dentro de Galicia tendrá un total de
cuatrocientos kilómetros, que supondrán más perforaciones y más puentes.
Añádase además los correspondientes soterramientos (un 40% del recorrido),
cubiertas, taludes, canteras y terraplenes, y obtendremos la obra de peores
secuelas sobre el territorio que haya podido concebirse hasta hoy. Sus
impresionantes necesidades energéticas obligarán a construir más centrales
térmicas, seguramente previstas en un plan gallego de la energía (junto a las
eólicas), aportando su óbolo a la contaminación. Y cuando las obras discurran
por sitios habitados, los vecinos habrán de soportar accidentes, ruidos, polvo,
lodo, fisuras en las casas, socavones, desvíos de tráfico y malos olores. Comarcas
enteras quedarán separadas o peor comunicadas por el efecto barrera y el
territorio en general resultará mucho más desestructurado, aunque por el lado
de la circulación del capital y del poder quede mucho más “vertebrado”. Lo que
llaman vertebración de Galicia es la vertebración de la clase dominante en
Galicia, la garantía de su rápida conectividad.
Los únicos gallegos que van día
sí día también a Madrid son los ejecutivos y los políticos. El resto sólo viaja
en contadas ocasiones; su movilidad laboral no excede habitualmente los
cincuenta km y el tiempo, a pesar de la presión del trabajo y el consumo, no
resulta tan aúreo como para los dirigentes. De comunicar, el TAV no comunica
más que a los ejecutivos y a los políticos en la media distancia, pero, en
cambio, aísla mucho más a la población. En las actuales condiciones de
explotación, los ricos son los veloces, y los pobres son los lentos, por eso la
velocidad es un derecho y la lentitud, casi un delito. La proximidad entre los
ricos progresa, a pesar de la distancia, gracias al creciente aislamiento de
los pobres, a pesar de su vecindad. Al absorber todas las inversiones, el TAV
descapitaliza el transporte público, y, en el caso concreto de Galicia, al
construirse las vías sobre el terreno de las existentes, suprime de golpe la
red de cercanías y obliga a recurrir a medios de locomoción privados. Si
además, como ha pasado en los demás trayectos nacionales, se eliminan los
trenes de largo recorrido para forzar el uso del AVE, al final tendremos una Galicia
mucho peor comunicada que hace treinta años, sin cercanías ni trenes
regionales, y con un tren hacia Madrid que cuesta el triple de caro. Habrá un
sistema de transporte público tercermundista para los sumisos o resignados (a
base de autobuses) y un transporte de alto estánding tecnológico para las
elites. Según en qué dirección, mil kilómetros pueden ser más fáciles de
recorrer que cuarenta. Pero ni aun así “tren de los privilegiados” funcionará
medio bien. Para los dirigentes la clave está en la velocidad y las
dificultades orográficas la rebajarán a los 220 km/h, por lo que el AVE,
heraldo del poder de la tecnología incontrolada, no podrá competir
excesivamente con el coche y el avión, quedándose con una menor cuota de
mercado. El TAV es en conclusión una obra inútil, despilfarradora y perjudicial
para los intereses de la población gallega. Sin embargo, no se le está
construyendo por ser útil, barato o beneficioso, sino por todo lo contrario,
porque su carencia absoluta de racionalidad y su realidad aberrante sirven para
recordar a todos el carácter irracional, autoritario y perverso de la clase
dominante, capaz de proceder con la población, si necesidad hubiere, igual que
está procediendo con el territorio. El poder extrae la legitimidad y el reconocimiento
de la población sometida, de su arbitrariedad sin límites y de su capacidad de
avasallar, no de su amabilidad o de su conducta ecuánime.
Galicia, todavía tiene la
población bastante dispersa por el territorio, que es la forma más racional de
habitarlo (cuenta con la mitad de todos los municipios del Estado). Esa
particularidad la convierte en un lugar con alguno de sus antiguos atractivos
intacto, pero desde el punto de vista económico eso es un arcaismo a suprimir,
un obstáculo que la penetración de la mercancía va a liquidar. En la actualidad
ya existen 500 aldeas deshabitadas y en los próximos diez años se extinguirán
más de 8000 pequeños lugares poblados. El tramo de la alta velocidad
Vigo-Coruña, cuyas obras debutaron en 2001 con la visita del presidente
anterior, anunció la escisión en dos de una Galicia sintonizada con los flujos
financieros mundiales: por un lado, una región costera metropolitana servida
por el TAV y que abarcaría todas las capitales menos Lugo (eso que ganará
Lugo); por el otro, un campo cada vez más fragmentado e inaccesible, a usar
como reserva de espacio y fondo decorativo. Un campo no menos explotado, donde
en lugar de grelos crecerían segundas residencias y donde en vez de recogerse
nabos se recolectarían turistas rurales. La conurbación gallega atlántica –la
Galicia económicamente correcta, la Galicia moderna, contaminada y terciaria--
será el fruto tanto de la construcción, la logística y el turismo, como de la
despoblación efectiva del agro. La emigración, uno de los lugares comunes del
galleguismo, cambiará de sentido: en lugar de orientarse hacia los grandes
centros industriales de la península, tendrá que hacerlo hacia los empleos
basura de la construcción, la hostelería y el comercio regionales. El
desequilibrio territorial se verá incrementado por la metropolitanización y
Galicia se parecerá cada vez más a cualquier conurbación de “la Meseta”,
diferenciada de ella sólo por el márketing
identitario. Bajo el capitalismo la identidad no puede existir si no es como
franquicia. La vida discurre de la misma manera en los barrios dormitorio de
Madrid, Valladolid o A Coruña: motorización generalizada, mercantilización de
toda actividad, ordenanzas represivas, videovigilancia, hipotecas, soledad,
masificación, depresión, hastío, infelicidad... En un creciente entorno
artificial, los individuos se consumen en una miseria tecnológicamente
equipada. Tras ese absurdo reposa una sociedad que necesita un TAV en cada área
metropolitana. Por eso la protesta contra el TAV no será efectiva si no
cuestiona tanto la sociedad de masas que lo construye como el estilo de vida
que impone. No puede reducirse a una simple demanda de modificación de
recorrido para salvar un valle como el de Cerdedo o una mina como la de
Serrabal. Tampoco puede limitarse a la denuncia del impacto ambiental y la
exigencia de indemnizaciones a los campesinos afectados, de reparaciones
paisajísticas o de medidas de desarrollo local. El rechazo del TAV ha de ser
total e innegociable. Todo lo que no sea pararlo, milita a favor del cemento y
la segregación. Hay pues que tener muy claro que una sociedad sin TAV es una
sociedad desmasificada y desmercantilizada, equilibrada con el entorno, sin
políticos ni ejecutivos, sin sus campos de golf ni sus puertos deportivos, sin
enormes infraestructuras ni metrópolis. La lucha contra el TAV ocurre en
defensa del territorio y de la sociedad civil asentada en él, amenazados ambos
por las decisiones unilaterales de los dirigentes y sus sistemas particulares
de movilidad; es por tanto una lucha de la comunidad antidesarrollista contra
los dirigentes, contra la clase dirigente. Galicia sólo puede ser Galiza fuera
del capitalismo.
Vigo, C.S.A Cova Dos Ratos, Xornadas contra o TAV, 26 de
octubre de 2008. Organizadas por el Grupo de Axitación Social, AMAL, OAR e AC
Caleidoskopio.
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