18 noviembre, 2012

Galicia partida (TAV)

Miquel Amorós

     El tren de alta velocidad despierta tanto fervor entre los dirigentes paisanos que los sucesivos retrasos en las obras les han colocado varias veces al borde del ataque de nervios. La patronal gallega, harta de tanto aplazamiento, ha terminado por fabricar un “movimiento social” esperpéntico en pro del tren y el parlamento autonómico ha pedido por unanimidad la llegada del AVE cuanto antes. Bien sea por acudir a esa necesidad consustancial al poder de plasmar su esencia en obras faraónicas, o simplemente por electoralismo, lo cierto es que el clamor institucional y empresarial consiguió que el pasado agosto el presidente del gobierno sobrevolara las obras y prometiese que dicha “infraestructura” ‑junto con la financiación correspondiente– gozaría de prioridad absoluta en su segunda legislatura. El TAV cumple en Galicia el mismo papel que en otras autonomías, a saber, el de unificar los intereses de sus oligarquías proporcionándoles una reivindicación concreta que pueda disfrazarse de interés general. Así pues, el TAV, artilugio cuya construcción responde a los intereses de una minoría privilegiada y desarraigada, se transforma en un tema político del cual dependen ni más ni menos el futuro de Galicia y el de sus habitantes. Pues el TAV en los medios de comunicación no aparece como lo que es, es decir, como un capricho carísimo, elitista, destructor e inútil, sino como el apóstol mismo del progreso.


En una sociedad de masas, jerarquizada y globalizada, donde el poder pontifica con total impunidad sin que nadie pueda contradecirle, se llama progreso a los avances de la mundialización, o sea, a la adaptación de los países a los imperativos de la nueva economía y a las necesidades de sus dirigentes. Esta clase de progreso no tiene que ver con ninguna mejora social. Cuando por fin llegue el AVE a Vigo y A Coruña, la sociedad gallega no será ni un ápice más libre, ni menos enferma, más culta o más humana, ni siquiera más rica, puesto que si hay beneficios éstos irán a parar a los bolsillos de quienes explotan el territorio gallego y el trabajo de sus habitantes. El progreso que encarna el TAV es del mismo estilo que el que encarna la especulación inmobiliaria, el maíz transgénico o el chapapote: es el progreso del capitalismo, que se mire por donde se mire, significa la aniquilación de la vida social, la destrucción del territorio y el deterioro físico y mental de sus pobladores. La historia demuestra que lo que es bueno para la dominación económica y política ha sido siempre malo para el común. El TAV es necesario para la casta dominante, pues en una economía impulsada por las finanzas, la hipermovilidad de los dirigentes es una necesidad. La prueba es que el setenta por cien de quienes lo usan son directivos, empresarios, técnicos y políticos. Detrás de su construcción también se esconden múltiples intereses particulares: los fabricantes de trenes y automóviles, las empresas de seguridad, las grandes superficies, las cementeras, las cadenas hoteleras, las constructoras, las promotoras, los bancos, las cajas, etc. Pero además, el TAV es solamente una de las grandes infraestructuras, al mismo nivel que los macropuertos, los aeropuertos y las autovías. La financiación de todas ellas resulta tan onerosa que sobrepasa las posibilidades presupuestarias de las comunidades, y es lo que convierte el problema autonómico en asunto de Estado. Por otra parte, como los centros de poder financiero y político se concentran en la capital estatal, para que Galicia se conecte con el mundo el TAV ha de pasar primero por Madrid. A eso se le ha llamado siempre centralismo. En consecuencia, el abandono de la posición periférica en la economía y la política que es el emblema de la galleguidad bien entendida, la conexión con los centros de decisión reales, no significa otra cosa que el refuerzo de la centralización, puesto que para contactar con Londres o Francfort hay que conectarse primero con “la Meseta”. Para ser internacionales hay que ser primero nacionales. Con eso se da la paradoja de que los progresos en autogobierno que tanto adoran los políticos regionales son deudores de la dependencia más absoluta del Estado y de los centros de poder mundiales. A eso se le ha llamado toda la vida sucursalismo, el padre y la madre de todos los caciquismos. En ese contexto, la especificidad gallega –su historia, cultura, tradición, paisaje– no sirve para fundamentar el derecho histórico de un pueblo a organizar su convivencia de la forma más libre según su idiosincrasia, dígase lo que se quiera; de lo que realmente sirve es de imagen de marca para la comercialización del país, que un lobby regional de diputados, banqueros y empresarios ofrece en venta a los hombres de negocios foráneos. Como anécdota curiosa señalaría el frecuente recurso a la degustación gastronómica en la promoción capitalista de Galicia, metáfora poco sutil del canibalismo de la mercancía. La contemplación de un puñado de dirigentes masticando y engullendo bastaría para sugerir que la modernización gallega no es más que una fagocitosis.

El TAV es un factor de destrucción territorial de primer orden; sumado a los efectos de las demás infraestructuras, su impacto sobre la sociedad y el medio ambiente es equiparable al de una guerra. Altera los niveles freáticos, provoca corrimientos de tierras, crea montañas de residuos, destroza todo lo que encuentra por delante: valles, sitos arqueológicos, lugares históricos, caminos, veredas, etc. Los efectos nocivos son indiscutibles; en tan sólo los cien kilómetros entre Lubián y Ourense han de excavarse cincuenta y tres túneles y tenderse cuarenta viaductos. El trazado dentro de Galicia tendrá un total de cuatrocientos kilómetros, que supondrán más perforaciones y más puentes. Añádase además los correspondientes soterramientos (un 40% del recorrido), cubiertas, taludes, canteras y terraplenes, y obtendremos la obra de peores secuelas sobre el territorio que haya podido concebirse hasta hoy. Sus impresionantes necesidades energéticas obligarán a construir más centrales térmicas, seguramente previstas en un plan gallego de la energía (junto a las eólicas), aportando su óbolo a la contaminación. Y cuando las obras discurran por sitios habitados, los vecinos habrán de soportar accidentes, ruidos, polvo, lodo, fisuras en las casas, socavones, desvíos de tráfico y malos olores. Comarcas enteras quedarán separadas o peor comunicadas por el efecto barrera y el territorio en general resultará mucho más desestructurado, aunque por el lado de la circulación del capital y del poder quede mucho más “vertebrado”. Lo que llaman vertebración de Galicia es la vertebración de la clase dominante en Galicia, la garantía de su rápida conectividad.

Los únicos gallegos que van día sí día también a Madrid son los ejecutivos y los políticos. El resto sólo viaja en contadas ocasiones; su movilidad laboral no excede habitualmente los cincuenta km y el tiempo, a pesar de la presión del trabajo y el consumo, no resulta tan aúreo como para los dirigentes. De comunicar, el TAV no comunica más que a los ejecutivos y a los políticos en la media distancia, pero, en cambio, aísla mucho más a la población. En las actuales condiciones de explotación, los ricos son los veloces, y los pobres son los lentos, por eso la velocidad es un derecho y la lentitud, casi un delito. La proximidad entre los ricos progresa, a pesar de la distancia, gracias al creciente aislamiento de los pobres, a pesar de su vecindad. Al absorber todas las inversiones, el TAV descapitaliza el transporte público, y, en el caso concreto de Galicia, al construirse las vías sobre el terreno de las existentes, suprime de golpe la red de cercanías y obliga a recurrir a medios de locomoción privados. Si además, como ha pasado en los demás trayectos nacionales, se eliminan los trenes de largo recorrido para forzar el uso del AVE, al final tendremos una Galicia mucho peor comunicada que hace treinta años, sin cercanías ni trenes regionales, y con un tren hacia Madrid que cuesta el triple de caro. Habrá un sistema de transporte público tercermundista para los sumisos o resignados (a base de autobuses) y un transporte de alto estánding tecnológico para las elites. Según en qué dirección, mil kilómetros pueden ser más fáciles de recorrer que cuarenta. Pero ni aun así “tren de los privilegiados” funcionará medio bien. Para los dirigentes la clave está en la velocidad y las dificultades orográficas la rebajarán a los 220 km/h, por lo que el AVE, heraldo del poder de la tecnología incontrolada, no podrá competir excesivamente con el coche y el avión, quedándose con una menor cuota de mercado. El TAV es en conclusión una obra inútil, despilfarradora y perjudicial para los intereses de la población gallega. Sin embargo, no se le está construyendo por ser útil, barato o beneficioso, sino por todo lo contrario, porque su carencia absoluta de racionalidad y su realidad aberrante sirven para recordar a todos el carácter irracional, autoritario y perverso de la clase dominante, capaz de proceder con la población, si necesidad hubiere, igual que está procediendo con el territorio. El poder extrae la legitimidad y el reconocimiento de la población sometida, de su arbitrariedad sin límites y de su capacidad de avasallar, no de su amabilidad o de su conducta ecuánime.

Galicia, todavía tiene la población bastante dispersa por el territorio, que es la forma más racional de habitarlo (cuenta con la mitad de todos los municipios del Estado). Esa particularidad la convierte en un lugar con alguno de sus antiguos atractivos intacto, pero desde el punto de vista económico eso es un arcaismo a suprimir, un obstáculo que la penetración de la mercancía va a liquidar. En la actualidad ya existen 500 aldeas deshabitadas y en los próximos diez años se extinguirán más de 8000 pequeños lugares poblados. El tramo de la alta velocidad Vigo-Coruña, cuyas obras debutaron en 2001 con la visita del presidente anterior, anunció la escisión en dos de una Galicia sintonizada con los flujos financieros mundiales: por un lado, una región costera metropolitana servida por el TAV y que abarcaría todas las capitales menos Lugo (eso que ganará Lugo); por el otro, un campo cada vez más fragmentado e inaccesible, a usar como reserva de espacio y fondo decorativo. Un campo no menos explotado, donde en lugar de grelos crecerían segundas residencias y donde en vez de recogerse nabos se recolectarían turistas rurales. La conurbación gallega atlántica –la Galicia económicamente correcta, la Galicia moderna, contaminada y terciaria-- será el fruto tanto de la construcción, la logística y el turismo, como de la despoblación efectiva del agro. La emigración, uno de los lugares comunes del galleguismo, cambiará de sentido: en lugar de orientarse hacia los grandes centros industriales de la península, tendrá que hacerlo hacia los empleos basura de la construcción, la hostelería y el comercio regionales. El desequilibrio territorial se verá incrementado por la metropolitanización y Galicia se parecerá cada vez más a cualquier conurbación de “la Meseta”, diferenciada de ella sólo por el márketing identitario. Bajo el capitalismo la identidad no puede existir si no es como franquicia. La vida discurre de la misma manera en los barrios dormitorio de Madrid, Valladolid o A Coruña: motorización generalizada, mercantilización de toda actividad, ordenanzas represivas, videovigilancia, hipotecas, soledad, masificación, depresión, hastío, infelicidad... En un creciente entorno artificial, los individuos se consumen en una miseria tecnológicamente equipada. Tras ese absurdo reposa una sociedad que necesita un TAV en cada área metropolitana. Por eso la protesta contra el TAV no será efectiva si no cuestiona tanto la sociedad de masas que lo construye como el estilo de vida que impone. No puede reducirse a una simple demanda de modificación de recorrido para salvar un valle como el de Cerdedo o una mina como la de Serrabal. Tampoco puede limitarse a la denuncia del impacto ambiental y la exigencia de indemnizaciones a los campesinos afectados, de reparaciones paisajísticas o de medidas de desarrollo local. El rechazo del TAV ha de ser total e innegociable. Todo lo que no sea pararlo, milita a favor del cemento y la segregación. Hay pues que tener muy claro que una sociedad sin TAV es una sociedad desmasificada y desmercantilizada, equilibrada con el entorno, sin políticos ni ejecutivos, sin sus campos de golf ni sus puertos deportivos, sin enormes infraestructuras ni metrópolis. La lucha contra el TAV ocurre en defensa del territorio y de la sociedad civil asentada en él, amenazados ambos por las decisiones unilaterales de los dirigentes y sus sistemas particulares de movilidad; es por tanto una lucha de la comunidad antidesarrollista contra los dirigentes, contra la clase dirigente. Galicia sólo puede ser Galiza fuera del capitalismo.

Vigo, C.S.A Cova Dos Ratos, Xornadas contra o TAV, 26 de octubre de 2008. Organizadas por el Grupo de Axitación Social, AMAL, OAR e AC Caleidoskopio.

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