Miquel Amorós (03
de octubre de 2005)
"¿Qué tratamos de realizar? Cambiar la
organización social sobre la que reposa la prodigiosa estructura de la
civilización, construida en el curso de siglos de conflictos en el seno de
sistemas avejentados o moribundos, conflictos cuya salida fue la victoria de la
civilización moderna sobre las condiciones naturales de vida."
William
Morris
Walter Benjamín, en
su articulo Teorías del fascismo alemán, recuerda la frase aparentemente
extemporánea de León Daudet, "el automóvil es la guerra", para
ilustrar el hecho de que los instrumentos técnicos, no encontrando en la vida
de las gentes un hueco que justifique su necesidad, fuerzan esa justificación
entrando a saco en ella. Si la realidad social no está madura para los avances
técnicos que llaman a la puerta tanto peor para la realidad, porque será
devastada por ellos. El resultado es que la sociedad entera queda transformada
por la técnica como tras una guerra. Realmente, con sólo citar la gran cantidad
de desplazamientos de la población, la enormidad de datos almacenados y
procesados por la moderna tecnología de la información y el gran número de
bajas por accidentes, suicidios o patologías contemporáneas, parece que una
guerra, en absoluto fría, sucede a diario en los escenarios de la economía, de
la política, o de la vida cotidiana. Una guerra en la que siempre se busca
vencer gracias a la superioridad técnica en automóviles, en ordenadores, en
biotecnologías... Por la propia naturaleza de la sociedad capitalista, los cada
vez más poderosos medios técnicos no contribuyen de ningún modo a la cohesión
social y al desarrollo personal, ya que la técnica sólo sirve para armar al
bando ganador. Para Benjamin pues, y para nosotros, "toda guerra venidera
será a la vez una rebelión de esclavos de la técnica".
Los
adelantos técnicos, son todo menos neutrales, en todo desarrollo de las fuerzas
productivas debido a la innovación técnica siempre hay ganadores y perdedores.
La técnica es instrumento y arma, por lo que beneficia a quienes mejor saben
servirse de ella y mejor la sirven. Un espíritu critico heredero de Defoe y
Swift, Samuel Butler, denunciaba el hecho en una utopía satírica. "...en
esto consiste la astucia de las máquinas: sirven para poder dominar (...); hoy
mismo las máquinas sólo sirven a condición de que las sirvan, e imponiendo
ellas sus condiciones (...) ¿No queda manifiesto que las máquinas están ganando
terreno cuando consideramos el creciente número de los que están sujetos a
ellas como esclavos y de los que se dedican con toda el alma al progreso del
reino mecánico?" (Erewhon o allende las montañas). La burguesía utilizó
las máquinas y la organización "científica" del trabajo contra el
proletariado. Las contradicciones de un sistema basado en la explotación del
trabajo que, por un lado expulsaba a los trabajadores del proceso productivo y,
por el otro, alejaba de la dirección de dicho proceso a los propietarios de los
medios de producción, se superaron con la transformación de las clases sobre
las que se asentaba, burgueses y proletarios. La técnica ha hecho posible un
marco histórico nuevo, nuevas condiciones sociales –las de un capitalismo sin
capitalistas ni clase obrera– que se presentan como condiciones de una
organización social técnicamente necesaria. Como dijo Munford, "Nada de lo
producido por la técnica es más definitivo que las necesidades y los intereses
mismos que ha creado la técnica" (Técnica y civilización). La sociedad,
una vez que ha aceptado la dinámica tecnológica se encuentra atrapada por ella.
La técnica se ha apoderado del mundo y lo ha puesto a su servicio. En la
técnica se revelan los nuevos intereses dominantes.
Cuando
"la dominación de la naturaleza queda vinculada con la dominación de los
hombres" (Herbert Marcuse, El Hombre Unidimensional), el discurso de la
dominación ya no es político, es el discurso de la técnica. Busca legitimarse
con el aumento de las fuerzas productivas que comporta el progreso tecnológico
una vez que ha puesto a su servicio el conocimiento científico. El progreso
cientificotécnico proporciona a los individuos una vida que se supone tranquila
y cómoda y por eso es necesario y deseable. La técnica, que ahora se ha
convertido en la ideología de la dominación, proporciona una explicación
suficiente para la no libertad, para la incapacidad de los individuos de
decidir sobre sus vidas: la ausencia de libertad implícita en el sometimiento a
los imperativos técnicos es el precio necesario de la productividad y el
confort, de la salud y el empleo. La idea del progreso era el núcleo del
pensamiento dominante en el periodo de ascenso y desarrollo de la burguesía,
progreso que pronto perdió su antiguo contenido moral y humanitario y fue
identificado con el avance arrollador de la economía y con el desarrollo
técnico que lo hacía posible. Efectivamente, los inventos técnicos y los
descubrimientos científicos en el siglo XIX fueron tantos y provocaron tantos
cambios económicos que generaron en los países industrializados, y no sólo
entre su clase dirigente, una religión de la economía, una creencia en ella
como la panacea de todas las dificultades. El progreso de la cultura, de la
educación, de la razón, de la persona, etc., derivaría necesariamente del
progreso económico. Bastaría un correcto funcionamiento de la economía para que
la cuestión social cesara de dar disgustos. El mismo proceso se repetirá más
tarde con la técnica, ante el fracaso definitivo de las soluciones económicas.
Porque vueltos a la sociedad civil tras dos grandes guerras, se impone el
pensamiento militar –un pensamiento eminentemente técnico– y los propios
problemas económicos se creerán resolver con procedimientos y adelantos
técnicos. La economía pasó a segundo plano y la técnica se emancipó. La propia
economía ya no es más que una técnica.
"La
emergencia de la tecnología occidental como fuerza histórica y la emergencia de
la religión de la tecnología son dos aspectos del mismo fenómeno" (David
F. Noble, La Religión de la Tecnología). Según este autor, el deslumbramiento
ante el poder de la técnica tiene raíces en antiguas fantasías religiosas que
perviven en el inconsciente colectivo de los hombres: la Creación, el Paraíso,
el virtuosismo divino, la perfectibilidad infinita, etc. Eso significa que la
técnica posee un fuerte contenido ideológico desde los comienzos, que ha
llegado a ser dominante en la época de los totalitarismos, en la época de la
disolución de los individuos y las clases en masas. Desde entonces redefine en
función de sí misma los viejos conceptos de "naturaleza",
"libertad", "memoria", "cultura",
"hechos", etc., en fin, inventa de nuevo la manera de pensar y de
hablar. La técnica cuantifica la realidad y, bautizándola con su lenguaje –con tecnicismos–,
impone una visión instrumental de las cosas y de las personas. Neil Postman
recuerda en Tecnópolis el adagio de que "a un hombre con un martillo todo
le parece un clavo". El mundo habla el idioma de los "expertos".
Un divulgador de las maravillas de la ciencia moderna como Julio Verne describe
en una de sus primeras novelas de anticipación a ese producto natural de la era
tecnológica un tanto someramente, pero no olvidemos que lo hace en 1876:
"Este hombre, educado en la mecánica, explicaba la vida por los engranajes
o las transmisiones; se movía regularmente con la menor fricción posible, como
un pitón en un cilindro perfectamente calibrado; Transmitía su movimiento
uniforme a su mujer, a su hijo, a sus empleados, a sus criados, verdaderas máquinas-instrumentos,
de las que él, el gran motor, sacaba el mejor provecho del mundo (París en el
siglo XX). Por vez primera en la historia, la técnica representa al espíritu de
la época, es decir, corresponde al vacío espiritual de la época. Las relaciones
entre las personas pueden considerarse como relaciones entre máquinas. Toda una
gama de las ciencias ha nacido con esos planteamientos: cibernética, teoría
general de sistemas, etc. Los problemas reales entonces se convierten en
cuestiones técnicas susceptibles de soluciones técnicas, que serán aportadas
por expertos –aquí decimos "profesionales"– y adoptadas por
dirigentes, "técnicos" en tomar decisiones. La dominación desde luego
no desaparece; gracias a la técnica ha adoptado las apariencias de una racionalización
y se ha vuelto también técnica.
La
técnica ha vaciado a la época de contenido: todo lo que no es directamente
cuantificable, y por lo tanto medible, y por lo tanto manipulable,
automatizable, no existe para la técnica. El poder de la técnica no sólo ha
comportado la atomización y amputación de los individuos, sino la muerte del
arte y de la cultura en general; la nada espiritual es el mal del siglo. La
filosofía existencial, la vanguardia artística, la proliferación de sectas y la
aparición de masas hostiles al gusto y a la cultura, son fenómenos que
representan la sensación vivida del proceso de aniquilación de la
individualidad, de supresión de lo humano, en el que la acción, inconsciente y
absurda, es puro movimiento. Esta fatalidad histórica se intuye desde el
principio de la era tecnológica, y nos la cuenta Meyrink en su relato Los
Cuatro Hermanos de la Luna: "Por lo tanto las máquinas han llegado a ser
los cuerpos visibles de titanes producidos por las mentes de héroes
empobrecidos. Y como concebir o crear algo quiere decir que el alma recibe la
forma de lo que se ve o se crea y se confunda con ella; así los hombres están
ya encaminados sin salvación en el sendero que, gradual y mágicamente, los
llevará a transformarse en maquinas, hasta que un día, despojados de todo, se
encontrarán siendo mecanismos de relojería chirriantes, en perpetua agitación
febril, como lo que siempre han tratado de inventar: un infeliz movimiento
perpetuo". La técnica se opone a los individuos como algo exterior, que
poco a poco va desposeyéndoles del control de sus vidas y determinando sus
acciones. En un mundo técnico, la máquina es más real que el individuo, que no
es más que una prótesis suya. La fe en la técnica, que aun podíamos considerar
burguesa, se ve acompañada entonces de un nihilismo cada vez más conformista y
apologético, sobretodo en la fase postburguesa de la era tecnológica, fruto del
desencantamiento del mundo y de la destrucción del individuo. El pensamiento
tecnocrático se complementa con una ideología de la nada, un verdadero mal
francés que proclama la supremacía del modelo y la fascinación del objeto, que
habla de la independencia del pensamiento respecto a la acción, del derrumbe de
la historia y del sujeto, de las máquinas deseantes y del grado cero de la
escritura, de la deconstrucción del lenguaje y de la realidad, etc. Desde el
existencialismo y el estructuralismo hasta el postmodernismo, los pensadores de
la nada constatan una serie de demoliciones de todo lo humano y se congratulan
por ello; no pretenden contradecir la religión de la técnica, sino desbrozarle
el camino. No son originales, ni siquiera son pensadores: plagian las
aportaciones críticas de la sociología moderna o del psicoanálisis y fabrican
una verborrea ininteligible con préstamos crípticos –como no– del lenguaje
científico. En la objetivación completa de la acción social que efectúa la
técnica, aplauden la abolición del individuo social en tanto que sujeto
histórico. El sistema, la organización, la técnica, ha evacuado al hombre de la
vida y estos ideólogos anuncian con alegría, como una gran revelación, el
advenimiento del hombre aniquilado, del ser vacío y superficial cuya existencia
frívola y mecánica consideran la expresión misma de la creatividad y la
libertad.
El
dominio, el poder, en la política y en la calle, en la paz y en la guerra,
pertenece al mejor equipado tecnológicamente. La burguesía ha sido substituida
por una clase tecnocrática no nacida de una revolución antiburguesa sino de la
creciente complejidad social forzada por la lucha de clases y la intervención
estatal. En el camino hacia una nueva sociedad basada en la alta productividad
proporcionada por la automación y en la economía de servicios, la burguesía se
ha metamorfoseado en una nueva clase dominante. Esta no se define por la
propiedad privada o el dinero sino por la competencia y la capacidad de
gestión; la propiedad y el dinero son necesarios pero no son determinantes. La
fuerza de la clase dominante no proviene exclusivamente de la economía, ni de
la política, ni siquiera de la técnica, sino de la fusión de las tres en un
complejo tecnológico de poder que Munford denominó "megamáquina". Si
la técnica, al convertirse en la única fuerza productiva, facilitó el triunfo
de la economía, ahora la economía, al crear el mercado mundial, le ha allanado
el camino a la técnica, y ésta impone la dinámica expansiva de la producción en
masa al mundo entero. A su modo ha ridiculizado la figura del Estado,
difuminando su historia y su papel después de que la economía lo convirtiese en
el mayor patrón y la técnica lo transformase en una maquinaria de gobierno y de
control de masas. Desde finales del XIX la estabilidad del sistema capitalista
se consiguió gracias a la intervención del Estado, que desplegó una política
económica y social correctora. El Estado dejó de ser una superestructura
autónoma para fusionarse con la economía y presentarse como un escenario
neutral donde podía resolverse el enfrentamiento entre clases. El Estado pasaba
a ser el garante de las mejoras sociales, de la seguridad y de las
oportunidades. El Estado "del bienestar" fue una invención que
aseguraba a la vez la revalorización del capital y la aquiescencia de las
masas. En su seno la política se convertía paulatinamente en administración, se
profesionalizaba, se orientaba hacia la resolución de cuestiones técnicas.
Aunque el régimen político fuera una democracia formal, la política no podía
ser objeto de discusión pública: en tanto que planteamiento y resolución de
problemas técnicos requería por un lado un saber especializado –era una
tecnopolítica– en manos de una burocracia profesional, y por el otro, un
alejamiento –una despolitización– de las masas. El progreso técnico conseguirá
esta despolitización. Tenía la propiedad de aislar al individuo en la sociedad,
al rodearlo de artilugios domésticos y sumergirlo en la vida privada. Por otra
parte, cada etapa de dicho progreso anula la precedente, desarrollando un
dinamismo compulsivo en el que la novedad es aceptada simplemente por ser
novedad y el pasado es relegado a la arqueología. De esta forma crea un
continuo presente, en el que nunca pasa nada puesto que nada tiene importancia
y donde los hombres son indiferentes. ¿Fin de la historia? En una de las
mejores sátiras escritas contra la explotación del hombre gracias a la ciencia
y la técnica, Karel Capek, ironiza sobre esta banalización de los hechos: en
una sociedad con tantas posibilidades técnicas "no se podían medir los
acontecimientos históricos por siglos ni por décadas, como se había hecho hasta
entonces en la historia del mundo, sino por trimestres (...) Podríamos decir
que la historia se producía al por mayor y que, por ello, el tiempo histórico
se multiplicaba rápidamente (según cálculos, cinco veces más)" (La Guerra
de las Salamandras).
Gracias
al Estado, que fomentó la investigación a gran escala en el campo de las armas
bélicas, desde donde pasó a la producción industrial de bienes, el progreso
científico y técnico dio un gran salto, convirtiendo a la tecnociencia en la
principal fuerza productiva. La evolución del sistema social, y por lo tanto,
de la Economía y del Estado, estaba determinada a partir de entonces por el
progreso técnico. Ello no solamente implicaba la decadencia del mundo del
trabajo y anunciaba la obsolescencia de la clase obrera, que dejaba de ser la
principal fuerza productiva, sino que significaba el fin del Estado protector.
En las sociedades tecnificadas el control de los individuos se logra con
estímulos exteriores mejor que con reglas que fijen sus conductas y los regimenten.
Lo que domina entre los individuos no es el carácter autoritario –y su
complemento, el carácter sumiso– sino la personalidad desestructurada y
narcisista. El fin del Estado era antes que nada, el fin del carácter
"social" del Estado. Ahora ha de limitarse a ser una organización –y
cuanto más compleja, más técnica, y cuanto más técnica, con menos personal– de
servicios públicos baratos, una red de oficinas eficazmente conectadas,
policiales, administrativas, jurídicas o asistenciales. Las condiciones
sociales que impone la técnica autónoma no son en absoluto favorables a una
centralización política, no promueven ni el estatismo ni el desarrollo de una
burocracia disciplinada, más conformes con un Welfare state [estado del bienestar], o con un modo de producción colectivista
autoritario, o con un Estado totalitario, correspondientes a una fase social
precedente de la técnica, que con el despotismo tecnológico contemporáneo.
Todos los sectores de la burocracia estatal o paraestatal están siendo reciclados,
es decir, reorganizados según estrictos criterios de rendimiento que priman
sobre los intereses de grupo. Como reza un antiguo proverbio bancario, todo es
cuestión de números. Conviene recordar que quienes mandan no son los
propietarios de los medios de producción –los empresarios, la vieja burguesía–,
o los administradores del Estado –la burocracia– sino de las élites ligadas a
la alta tecnología y a la "ingeniería financiera". Esas élites son
apátridas y se sirven de los Estados como se sirven de los medios de producción
y de las finanzas, combatiendo todo desarrollo autónomo de los mismos y
exigiendo eficacia. Tampoco hay que olvidar que todo proceso técnico
–productivo, financiero, político– tiende a eliminar a las personas y hacerse
automático. Las masas no son necesarias más que en tanto que no existan
máquinas para substituirlas. El Estado totalitario era una técnica de gobierno
donde todos los movimientos de las masas eran simplificados y reducidos a
acciones predecibles, como en un mecanismo. Para él el pensar era una actitud
subversiva y la obediencia la mayor de las virtudes públicas. Por eso
necesitaba un enorme aparato policial. Pero la misma lógica de la técnica
conduce al automatismo de las conductas, con cada vez menos necesidad de control,
y por lo tanto, sin necesidad de líderes ni de grandes burocracias. Ni de
grandes aparatos policiales; es mejor vídeo vigilancia, unidades especiales de
intervención rápida y servicios de protección privados. El individuo no existe,
la clase obrera no existe, el Estado puede reducirse a una pantalla, es decir,
puede virtualizarse. En ese momento histórico estamos.
La
mecanización del mundo es la tendencia dominante de un proceso acabado en
líneas generales. Pero todavía se dan contradicciones entre sectores más
avanzados y menos avanzados, entre tradiciones burguesas y estatistas e
impulsos desmesurados hacia la tecnificación, entre clases en proceso de
disolución que ya no son sino grupos particulares con intereses privados y la
nueva clase emergente, unificada y estable, extremadamente jerarquizada, en la
que la posición de poder depende del elemento técnico. La técnica es un factor
estratégico decisivo que se guarda como si fuera un secreto: es el secreto de
la dominación. Pero eso no significa que los técnicos, por el mero hecho de
serlo, gocen de una situación privilegiada. Evidentemente la oferta de empleos
a profesionales y técnicos es la única que ha crecido, aunque en modo alguno ha
aparecido una clase nueva de "mánagers", de directivos, dispuesta a
hacerse con el poder. Lo único que ha variado es la composición de los
asalariados. Los expertos no mandan, solamente sirven. Los cuadros, la
intelligentsia técnica, es sólo el espejismo de una clase provocado por los
cambios ocurridos en los primeros momentos de la aparición de la alta
tecnología, de la tecnociencia, cuando realmente esos asalariados desempeñaron
un papel: el de facilitar su institucionalización. Con la especialización y la
fragmentación crecientes del conocimiento y con el desarrollo del sistema
educativo en la dirección más favorable a la tendencia dominante y su extensión
a toda la población, todo el mundo está preparado para obedecer a las máquinas.
Técnicos lo somos todos. La formación técnica no es ninguna bicoca: es la
característica más común de todos los mortales. Es la marca de su desposesión.
La
transformación del proletariado en una gran masa de asalariados sin ningún lazo
ni solidaridad de clase no ha eliminado las luchas sociales, pero sí la lucha
de clases. Cuando resultan perjudicados intereses surgen conflictos que pueden
llegar a ser de gran intensidad y violencia pero que no tocan lo esencial –la
técnica y la organización social basada en ella– y por consiguiente, no
amenazan al sistema. No podemos interpretar las luchas de los funcionarios, de
los excluidos, de los empleados, de los pequeños agricultores, de los cuadros,
etc., en términos de lucha de clases. Son respuestas al capital que en su
proceso de revalorización daña intereses sectoriales propios de determinados
grupos sociales que no encarnan ni pueden encarnar el interés general, por lo
que no ponen en peligro al sistema de dominación. El momento clave de la lucha
es siempre la negociación, y esa la efectúan especialistas. Ningún grupo
oprimido específico puede por su situación objetiva llegar a ser embrión de una
clase social, un sujeto histórico cuyas luchas lleven consigo las esperanzas
emancipatorias de la mayoría de la población. Todas las luchas ocurren ya en la
periferia del sistema. El sistema no necesita a nadie, no depende de ningún
grupo en concreto. Si éste se segregara, el sistema funcionaría igual sin él.
Su lucha, por tanto, sólo será marginal y testimonial. Carece de las
perspectivas revolucionarias de la vieja y desaparecida lucha de clases. Los grupos
sociales oprimidos ya no se enfrentan a la dominación como clase contra clase.
Por otra parte, ningún grupo aspira a la liquidación del sistema, porque ningún
grupo, a pesar de la acumulación de efectos nocivos, ha contestado la
supremacía de la técnica, que proporciona cohesión y solidez a la dominación.
El consenso respecto a la técnica –todo el mundo cree que no se puede vivir sin
ella– justifica el dominio de la oligarquía tecnocrática y diluye las
necesidades de emancipación de la sociedad.
Toda
revuelta contra la dominación no representará el interés general si no se
convierte en una rebelión contra la técnica, una rebelión luddita. La
diferencia entre los obreros ludditas y los modernos esclavos de la técnica
reside en que aquellos tenían un modo de vida que salvar, amenazado por las
fábricas, y constituían una comunidad, que sabía defenderse y protegerse. Por
eso fue tan difícil acabar con ellos. La represión dio lugar al nacimiento de
la policía inglesa moderna y al desarrollo del sistema fabril y del
sindicalismo británico, tolerado y alentado a causa del luddismo. La andadura
del proletariado comienza con una importante renuncia, es más, los primeros
periódicos obreros –cito a L ´Artisan, de 1830– elogiarán las máquinas con el
argumento de que alivian el trabajo y que el remedio no está en suprimirlas
sino en explotarlas ellos mismos. Contrariamente a lo que afirmaban Marx y
Engels, el movimiento obrero se condenó a la inmadurez política y social cuando
renunció al socialismo utópico y escogió la ciencia, el progreso (la ciencia
burguesa, el progreso burgués), en lugar de la comunidad y el desarrollo
individual. Desde entonces la idea de que la emancipación social no es
"progresista" ha circulado por la sociología y la literatura más que
por el movimiento obrero, con la excepción de algunos anarquistas y seguidores
de Morris o Thoreau. Así por ejemplo, tendríamos que abrir la novela
Metrópolis, de Thea Von Harbou, para leer arengas como ésta: "De la mañana
a la noche, a mediodía, por la tarde, la máquina ruge pidiendo alimento,
alimento, alimento. ¡Vosotros sois el alimento! ¡Sois el alimento vivo! ¡La
máquina os devora y luego, exhaustos, os arroja! ¿Por qué engordáis a las
máquinas con vuestros cuerpos? ¿Por qué aceptáis sus articulaciones con vuestro
cerebro? ¿Por qué no dejáis que las máquinas mueran de hambre, idiotas? ¿Por
qué no las dejáis perecer, estúpidos? ¿Por qué las alimentáis? Cuanto más lo
hagáis, más hambre tendrán de vuestra carne, de vuestros huesos, de vuestro
cerebro. Vosotros sois diez mil. ¡Vosotros sois cien mil! ¿Por qué no os
lanzáis, cien mil puños asesinos, contra las máquinas?". Evidentemente, la
destrucción de las máquinas es una simplificación, una metáfora de la
destrucción del mundo de la técnica, del orden técnico del mundo, y esa es la
inmensa tarea histórica de la única revolución verdadera. Es una vuelta al
principio, al saber hacer de los comienzos que la técnica había proscrito.
No se
trata de un retorno a la Naturaleza, aunque las relaciones de los hombres con
la Naturaleza habrán de modificarse radicalmente y basarse menos en la
explotación que en la reciprocidad, pues al destruir la Naturaleza se destruye
inevitablemente naturaleza humana. Ya no es cuestión de dominarla sino de estar
en armonía con ella. La existencia de los seres humanos no habrá de concebirse
como pura actividad de apropiación de las fuerzas naturales, movimiento,
trabajo. Una sociedad no capitalista, es decir, librada de la técnica, no será
una sociedad industrial pero tampoco una especie de sociedad paleolítica; habrá
de conformarse con la cantidad de técnica que se pueda permitir sin
desequilibrarse. Debe eliminar toda la técnica que sea fuente de poder, la que
destruya las ciudades, la que aísle al individuo, la que despueble los campos,
la que impida la aparición de comunidades, etc., en fin, la que amenace el modo
de vida libre. Todas la civilizaciones anteriores fundadas en la agricultura,
la artesanía y el comercio, han sabido controlar y contener las innovaciones
técnicas. La sociedad capitalista ha sido una excepción histórica, una
extravagancia, un desvío.
Si
quienes se hallan comprometidos en la lucha contra la técnica miran a su
alrededor, constatarán que los estragos tecnológicos despiertan todavía una
débil oposición, parasitada por el ecologismo político o directamente
recuperada por gente al servicio del Estado Por otra parte, ningún movimiento
de una cierta amplitud, partiendo de conflictos precisos, ha tratado de
organizarse claramente contra el mundo de la técnica. Apenas se redescubren las
grandes aportaciones de la sociología critica americana, o las de la escuela de
Frankfúrt, o la obra de Ellul, no obstante tener muchos años de existencia. La
tarea de actualizar esa crítica y ponerla en relación con la de transformar
radicalmente las bases sobre las que se asienta la sociedad moderna es algo que
todavía no comprenden más que pocos. Los más, tratan de combatir al sistema
desde terrenos con cada vez menos peso: el de las reivindicaciones obreras, el
de los derechos de las minorías, el de los centros juveniles, el de la
exclusión social, el del sindicalismo agrario, etc. Sin menospreciar el
compromiso social de nadie, estas luchas tienen un horizonte limitado, no sea
más que porque evitan la cuestión clave, cuando no comparten con el sistema su
tecnofilia. De todas formas, merecen apoyo aquellas que reconstruyen la
sociabilidad entre sus participantes e impiden la creación de jerarquías. La
acción de quienes se oponen al mundo de la técnica todavía no ha llevado a
grandes cosas, ya que tal oposición es sólo una causa y no un movimiento. Pero
al menos ha servido para incrementar la insatisfacción que la técnica viene
sembrando y para apuntar en la buena dirección La apología de la técnica pone
en mala posición a sus partidarios cuando deviene demasiado visiblemente
apología del horror. El sistema admite no ser ningún paraíso y se justifica
como el único posible, tanto que no haya nadie que pueda mandarlo al basurero
de la historia. Ahí estamos. El sistema tecnocrático produce ruinas, lo que
favorece la difusión de la crítica y posibilita la acción contra él. La
cuestión principal son los principios más que los métodos. Cualquier proceder
es bueno si es necesario y sirve para popularizar las ideas, sin que ello sea
óbice para ninguna capitulación: se participa en las luchas para hacerlas
mejores, no para degenerar con ellas. En ausencia de un movimiento social
organizado, las ideas son lo primero, el combate por las ideas es lo
importante, pues ninguna perspectiva puede nacer de una organización donde
reine la confusión respecto a lo que se quiere. Pero la lucha por las ideas no
es una lucha por la ideología, por una satisfecha buena conciencia. Hay que
abandonar el lastre de las consignas revolucionarias que han envejecido y se
han vuelto frases hechas: resulta incongruente cuando no existe proletariado
hablar del poder absoluto de los Consejos Obreros, o de la autogestión
generalizada cuando sería cuestión de desmantelar la producción. El final del
trabajo asalariado no puede significar la abolición del trabajo, puesto que la
tecnología que suprime y automatiza el trabajo necesario sólo es posible en el
reino de la Economía. Las teorías de Fourier sobre la "atracción
apasionada" serían más realistas. Tampoco una acción voluntarista sirve de
mucho, si las masas que consiga agrupar no sepan qué hacer una vez hayan
decidido hacerse cargo, sin intermediarios, de sus propios asuntos. En esa
situación, incluso los éxitos parciales, al abrir perspectivas que no podrán
afrontarse con coherencia y determinación, acabarán con el movimiento mejor aún
que las derrotas. La tarea más elemental consistiría en reunir alrededor de la
convicción de que el sistema debe ser destruido y edificado de nuevo sobre
otras bases al mayor número de gente posible, y discutir el tipo de acción que
más conviene a la práctica de las ideas derivadas de dicha convicción. Dicha
práctica ha de aspirar a la toma de conciencia por lo menos de una parte
notable de la población, porque mientras no exista una conciencia revolucionaria
suficientemente extendida no podrá reconstituirse la clase explotada y ninguna
acción de envergadura histórica, ningún retorno de la lucha de clases, será
posible.
Muy bueno, y muy bien desarrollado.
ResponderEliminarEstamos de acuerdo.
EliminarSalut
Bienvenido, venesuelo. Aquí queda tu mensaje por si alguien con las habilidades requeridas estuviera interesado/a en participar en tu iniciativa.
ResponderEliminarSaludos desde la península Ibérica.