«Quien es causa del poder de otro, lo es de su propia ruina»
Maquiavelo
Un fantasma pena por el mundo al
acecho de los vivos; el fantasma del Estado. La pregunta sobre su naturaleza ha
dejado de ser la cuestión central de nuestra época. Vencido el segundo asalto
proletario contra la sociedad de clases, los intereses estatales se supeditan a
los del Capital y la iniciativa pasa definitivamente a las finanzas. En efecto,
la Bolsa ha disuelto fronteras, y en todas partes, el holding, el trust, la multinacional, pasan pon
encima de las instancias políticas y administrativas. Los diputados, los
líderes sindicales, los intelectuales, los ministros, etc., ceden paso a los
mánagers, a los expertos, al marketing. El principio de competitividad se
impone sobre el principio de organización y el Estado se doblega ante la
supremacía del Mercado. El poder real se manifiesta poco en la actuación
administrativa y en la política cotidiana, porque ya no está en manos del
funcionariado. El poder, en su crecimiento, se escapa del Estado. El progreso
de la burocratización se ha detenido y, de nuevo, Estado y Capital, burócratas
y financieros, son realidades separadas. En contraste con la evolución de los
últimos cincuenta años, la tendencia histórica actual se dirige en el sentido
de la pérdida progresiva de hegemonía del Estado.
La sociedad nacida tras la Segunda
Guerra Mundial –en España, treinta años más tarde– basada en la integración
política y social de los trabajadores, representados por los partidos y
sindicatos, condujo a la parálisis de toda acción proletaria verdadera; la masa
obrera, al beneficiarse de mejores condiciones de vida y de trabajo, rehusaba
jugar el papel revolucionario que le atribuían, consolidándose un sistema
político burocrático diferente, donde la carrera por el control total de la
sociedad impelía al Estado, al aumento considerable de los gastos sociales.
Ahora, la progresiva retirada del Estado de diversos sectores de la vida social
como comunicaciones, transportes, sanidad, vivienda, enseñanza, etc., cuya
apropiación en el curso de los últimos cincuenta o sesenta años fue defendida
en tanto que servicio público, preocupa a políticos, intelectuales,
funcionarios, y, en general, a quienes viven de su administración material o
moral; el desasosiego que les causa la renuncia del Estado a representar el
interés público está de sobras justificado, puesto que les coloca en mala
posición como clase intermediaria que vive de representar dicho interés al
menudeo, es decir, como clase al servicio del Estado, como burocracia, y pone
en peligro sus lugares de trabajo. El que los mercados financieros
internacionales determinen ahora ese interés y no los pactos políticos
resultantes del equilibrio local entre fuerzas, implicará a medio plazo la
liquidación de una parte de la burocracia estatal y el reciclaje del resto,
principalmente en la dirección penal y asistencial. Al sufrimiento burocrático
consiguiente se le denomina crisis de la política.
La primera fase de este proceso, la
domesticación de los trabajadores mediante la extensión de la precariedad y la
creación de un mercado de trabajo volátil abandonado por los sindicatos, fue la
creación de un partido del orden unificado, a derecha y a izquierda, plasmación
de la alianza conjunta entre Estado y Capital. La ficción del interés público
–a veces orden público– necesaria hasta hoy mismo, se vuelve inútil al final,
cuando triunfa el Mercado, la reunión de los intereses privados por excelencia,
y la diferencia entre la administración del Estado y la de las empresas deja de
existir. La actuación de un político, de un funcionario, del propio Estado,
está en adelante sujeta a valoraciones traducibles en términos económicos (sale
barata o cara, se gana o se pierde, es rentable o deficitaria, etc.). Y puestos
en ese terreno, todo lo que hace un burócrata, lo puede hacer un empresario con
mejores resultados. No es el fin de lo público, es el fin de la separación
entre lo público y lo privado. Es la generalización del principio de
competencia capitalista, un verdadero golpe contra el Estado, el paso de la
explotación mediatizada a la explotación sin intermediarios, que inaugura
obligatoriamente una fase de desburocratización parcial, o como la llaman los
afectados, de desregularización.
Sucede que la gestión de las
necesidades de la sociedad de masas es cada vez más complicada, más ineficaz y,
sobretodo, más costosa. El Estado ha fracasado en la tarea de tallarse una
sociedad a su medida y no puede huir hacia adelante, extendiéndose más allá de
lo que puede controlar, sin agotar los medios económicos a su disposición. Toda
intervención estatal necesita ser financiada y el Estado no puede endeudarse
más allá de un cierto límite sin verse en bancarrota. La burocracia política
pierde capacidad de maniobra y el Estado pierde el respaldo de sus principales
acreedores, que le desposeen poco a poco de sus atributos, incluido el que
constituyó siempre su mayor justificación, el monopolio de la violencia. En el
modelo social americano, que soluciona el problema del paro y la marginación no
sólo con ETTs y asistentes sino con carceleros, la gestión de las prisiones
está pasando a empresas y se desarrolla el próspero sector de la policía
privada. En el modelo ruso, las diversas mafias compiten ventajosamente con la
fuerza institucionalizada en el ejercicio de la protección. El Estado había
evolucionado en los últimos tiempos privilegiando la seguridad, pero ésta no ha
mejorado con la expansión de aquél, de modo que, el resultado (el caos, la
catástrofe), ineluctable ahora, sale menos gravoso sin gestores y es objeto de
la iniciativa privada. En un mundo realmente caótico, el Estado aparece como la
forma burocrática del desorden. En la lógica de la dominación, es ahora el
Mercado y no el Estado quien ha de gobernar.
El Estado es una forma de dominación
todavía política que va a transformarse en una forma particular de Capital
gracias al recurso de métodos empresariales. La autonomía de las finanzas
internacionales ha bloqueado el proceso de fusión de la burocracia privada de
los ejecutivos con la burocracia estatal de los funcionarios y políticos,
proceso sobre el que se asentaba el llamado «estado de bienestar» –que en
España equivaldría al franquismo más la reforma política–, liquidando de un
mismo movimiento todas las apariencias estatales de independencia, y eso es el
centro de la cuestión. Y no es que la burocracia estatal no necesite marcar sus
diferencias con los poderes financieros, es que no puede, ya que la razón de
Estado se ha convertido íntegramente en razón de Mercado. La razón de Estado
había sido hasta hoy el eje de toda la política contemporánea, debido a la
necesidad de Estado que ha tenido la clase dominante para afianzar su
supremacía. Por entonces ello supuso el condicionamiento de la acción política
al objetivo único de la conservación del Estado. De esta forma el interés
público fue identificado con el interés del Estado, y por ende, con el del
poder dominante, primando sobre cualquier otro interés y justificando cualquier
medio empleado. A diferencia de la razón de Estado totalitario, que de la
ideología hacía Estado, la moderna razón hizo del Estado ideología. Al no haber
autoridad por encima del Estado, la política perdió su cobertura ideológica y
entonces recurrió a la necesidad económica, encarnación moderna del destino. La
economía ha sido el límite ideológico del Estado que ahora se vuelve real.
El Estado como forma exclusiva de
dominación al servicio de unos intereses ha entrado en crisis, y de ahora en adelante,
toda crisis tendrá el efecto de acelerar el proceso globalizador de la
economía. Finalmente, la dominación era un problema técnico, un problema que
las tecnologías de la información resuelven sin pasar por la maquinaria del
Estado, lo cual no es reflejo de una descentralización en la toma de decisiones
sino, al contrario, de una centralización de nuevo tipo, porque mientras la
burocracia se disuelve en el ciberespacio, el centro se ha virtualizado pero no
ha desaparecido. El umbilicus mundi ha subido al cielo. La esencia del
poder es de este modo casi inaprehensible, ya que éste no reside en un sólo
país o en unas cuantas capitales sino que, gracias a las nuevas tecnologías,
está en todas partes y en ninguna a la vez. Los dirigentes máximos habitan una
metaciudad atravesada por autopistas electrónicas por donde circulan los
capitales: un espejismo gobierna el mundo.
La mundialización no es solamente
una simple amplificación y aceleración de la internacionalización de los
intercambios comerciales, es la proclamación de la autonomía total y del
dominio del capital financiero sobre el capital industrial y el Estado.
Significa, entre otras cosas, la redefinición de la división internacional del
trabajo, el fin del trabajo asalariado como forma de inserción social y el fin
del control estatal del capital privado. O en otras palabras, el fin de la
clase obrera, la imposibilidad de un capitalismo nacional, la liquidación del
Estado–nación. El proceso ya se había desarrollado en el periodo histórico
anterior, el de la hegemonía de las dos superpotencias, EE.UU. y la URSS, que
eran dos Estados mundiales. El camino de la mundialización conduce a la
disminución del peso específico de los partidos y de los parlamentos, «del
poder de decisión de la ciudadanía» como dice el vocero europeo de la
burocracia bienpensante Le Monde Diplomatique, que ante sus feligreses promueve
una resurrección del espíritu nacional y un culto sin disimulos al Estado. Se
clama por una unión sagrada entre partidos de izquierda apoyada por los
sindicatos y las asociaciones y se ensalza la punta de lanza de esa unión: la
masa de funcionarios de a pie, bautizada como «mano izquierda del Estado», y
sus mandos, o «petite noblesse d’Etat». La conversión de estalinistas y
ecologistas a este nacionalismo de circunstancias es un hecho. Paradójicamente,
el nuevo nacionalismo de Estado ha de librar batalla en el campo supranacional.
A una internacional de los financieros ha de oponer una internacional de la
burocracia: eso es el partido del Estado.
Los ideólogos extremistas del
partido del Estado pretenden una federación de Estados que implicaría una
especie de Estado europeo, y por de pronto, reivindican que las naciones
transfieran poder al parlamento europeo y que éste reciba el mandato de las
políticas «nacionales». También reclaman «un espacio público europeo que
permita a los ciudadanos participar en la edificación de la Unión» (Le Monde
Diplomatique, marzo de 1996). Pero la Unión Europea no es una federación sino
un mercado, por lo que el parlamento europeo no es más que una instancia
secundaria, un adorno, los parlamentos nacionales no tienen poder real que
transferir, las políticas nacionales no existen y el terreno político europeo
se halla hipertrofiado con toda clase de asociaciones, como el Forum Cívico
Europeo, las Conferencias interciudadanas europeas, el Comité Europeo por el
respeto de las Culturas y de las Lenguas, el Foro Europeo de la Juventud,
organizaciones diversas, sindicales, de enseñantes, de investigadores, etc.,
verdaderos viveros no gubernamentales de burócratas de todo pelo. Tras esa
«utopía» estatalista se esconde en realidad el deseo de ampliar la base
internacional del partido, de crear una nueva zona de mediación interestatal,
con asociaciones y organismos subvencionados no necesariamente útiles, pero que
creen empleos para la «ciudadanía» de aspirantes a dirigentes.
El partido del Estado es la idea
madre de la intelectualidad estatista, ansiosa por inventar un nuevo discurso
políticamente correcto más allá de las habituales coartadas pacifistas,
feministas o ecologistas. Pero en el plano de la acción, la burocracia política
es incapaz de una coalición internacional que sea otra cosa que un club del
estilo de la Internacional socialista, debido a la disparidad de intereses de sus
componentes, y difícilmente forma una a escala nacional. Pero por encima de
todo, la burocracia es incapaz de oponerse seriamente a las causas profundas de
la mundialización, porque sólo cree en el poder y éste ya no reside en el
Estado. Así pues, con la totalidad del discurso panestatista solamente comulgan
los menos «realistas», quienes identifican todavía Estado y poder, como por
ejemplo los estalinistas y su cohorte de izquierdistas. Y es que los intereses
de la burocracia no apuntan a un Capitalismo de Estado sino a un Estado en el
Capitalismo. Como los antiguos mandarines, la burocracia es una clase que no
detenta el poder sino que lo administra, que no posee nada, que no controla su
reproducción y que se representa a sí misma representando a otros: al Estado,
al Ciudadano, al Obrero... No ejerce función de dirigente sino de transmisor.
Obedece y manda. Además, de acuerdo con la naturaleza de su mediación varían
sus intereses. Por consiguiente, su partido, el partido del Estado, otrora
llamado «la unidad de la Izquierda», no puede existir unificado orgánicamente,
a lo sumo puede funcionar coaligado. No es un partido ideológico sino un
conglomerado de intereses varios y de clientelas diversas. Cada fracción
defiende sus intereses específicos y la mayoría –los socialdemócratas y los
sindicatos– propugnan «terceras vías» o «nuevos centros», o sea, que se sitúan
fuera de él, en un lugar indeterminado entre la estatización y el mercado
global, más cerca del segundo que de la primera. Como dijo González a sus
compadres italianos, «Un Olivo mundial sólo puede entenderse como una
declaración de intenciones». En resumen, una internacional de la burocracia no
sirve más que para cantar, el huevo se pone en otro nido. Disimulan, cada
sector a su modo, el hecho flagrante de que, para poder seguir en política, el
partido del Estado ha de «estar constantemente ajustando la política según la
orientación de los mercados» (G. Schroder), es decir, ha de hacer exactamente
lo contrario de lo que ha pregonado.
En tanto que representante de los
intereses generales de la burocracia, el partido del Estado parte de los
principios que la justifican, como el de la separación entre el ciudadano y la
administración pública –la separación entre gobernantes y gobernados, o sea la
especialización del poder– o el de la necesidad del mantenimiento permanente de
aparatos policiales y ejércitos. Es un partido de orden –no conviene olvidar
que el partido del Estado puede llegar a ser el partido del crimen de Estado
cuando crea que el orden lo requiere– que dice defender la «justicia social» a
su manera, con una gran burocracia asistencial. Sus falsos contrincantes, o lo
que es lo mismo, sus verdaderos interlocutores, las fuerzas que dirigen el
Mercado, el partido de la Mundialización, no son enemigos jurados de la
burocracia ni pretenden abolir el Estado. Quieren simplemente someterlo a las
leyes económicas y dan preferencia al desarrollo de una burocracia judicial y
carcelaria, con el fin de controlar las contradicciones de la Economía. Piensan
que el orden planetario puede concebirse de forma diferente a la del Estado
mundial, a saber, como un espacio sometido a la Economía incontrolada y
vigilado por un Estado gendarme. Entonces, partidarios también del Estado hasta
cierto punto, no solamente no combaten al partido del Estado, partidario del
mercado global también hasta cierto punto, sino que frecuentemente se sirven de
él para imponer sus planes sin despertar resistencias que les inquieten, puesto
que se ha de favorecer al máximo la adaptación de las estructuras productivas
locales al mercado mundial autoorganizado y el descontento generado ha de
adoptar formas inocuas y perseguir fines irrelevantes, tareas ambas que hasta
hoy constituían la misión histórica de dicho partido: en Europa han sido
llevadas a cabo mayormente por gobiernos socialistas, normalmente con apoyo
estalinista. No es nada extraño entonces que entre las distintas esferas de
poder haya una cierta permeabilidad y que los dirigentes circulen por ellas,
como lo demuestra la buena acogida que reciben en los círculos empresariales o
el paso cada vez más extendido de la política a los negocios; diríase que,
siendo la política algo subalterno, un dirigente llega a la madurez cuando la
deja.
El partido del Estado se quiere
constituir cuando el trabajo contrarrevolucionario del Estado y de sus
partidarios se está acabando. La posibilidad de verdaderos movimientos sociales
que atacan las bases de la miseria y de la opresión, discuten sobre la
reorganización social y formulan proyectos de emancipación humana se ha vuelto
irreal; solamente se dan movimientos de supervivencia perfectamente
controlables. El partido del Estado, en su etapa actual, no significa un
obstáculo para la economía, antes al contrario, es el partido de la economía.
Como dijo un significado experto, «sin el Estado no se puede hacer nada».
Todavía tiene que dirigir el proceso globalizador, tal como demuestran los
ascensos de Blair, Jospin, D’Alema... Todavía ha de realizar la tarea de su
antagonista, a saber, la de desmantelar el Estado. Así pues, el partido del
Estado se bate por su última tarea, la de preparar la transición hacia un orden
mundial en el que ya no será necesario.
Cuando la sociedad funciona a través de una fuerza
organizada y separada que recauda impuestos, decreta normas y las hace cumplir,
estamos ante un hecho político singular, el Estado. No es una realidad
intemporal, tiene fecha de nacimiento y también de caducidad. Como
acertadamente dice Bakunin, el Estado es una forma histórica de sociedad, y
como tal, perecedera: “Es la autoridad, es la fuerza, es la ostentación y la
infatuación de la fuerza.” En efecto, el poder –la autoridad que confiere el
monopolio de la fuerza– es el elemento clave del Estado y la razón última de su
ser. A diferencia del antiguo, el Estado moderno –después de que Maquiavelo
revelara su verdad íntima– no necesita razones divinas para explicarse, se
justifica por sí mismo, él mismo es su propia finalidad. A eso llamaron la
Razón de Estado. Sin embargo dicho Estado ordena una sociedad dividida, donde a
lo largo de la reciente etapa histórica, una actividad específica, la economía,
se ha vuelto independiente y ha acabado por dominar el resto de actividades
sociales, particularmente la política, es decir, el ejercicio del poder. La clase
dominante, la burguesía, es la clase que controla la economía. Lo económico es
cada vez más infraestructura y superestructura pues lo político ha perdido toda
su autonomía: la Razón de Estado se ha convertido en Razón de Mercado. Más
adelante, en una etapa posterior, cuando los gobiernos establezcan el
desarrollo económico como directriz absoluta de la política estatal, el Estado,
que ha perdido su carácter político a nivel nacional, da un paso adelante en su
dependencia económica y de instrumento exclusivo de dominación de una burguesía
local cualquiera pasa a obedecer los designios de la elite corporativa
internacional. Las relaciones interestatales dejan también de ser estrictamente
políticas. A semejanza del planteamiento de Hobbes, una nueva teoría capitalista
del Estado se fundaría en un contrato de sumisión ideal por el cual los
individuos con derecho a voto (o ciudadanos) renuncian a sus derechos políticos
en la medida que traban la libre desenvoltura de las finanzas internacionales.
Algunos detalles parecen corroborarlo, como determinadas medidas de orden
público y de reforma financiera, y, sobre todo, las cláusulas relativas al
déficit presupuestario y al pago de la deuda estatal incluidas no hace mucho en
el ordenamiento jurídico constitucional. Desde entonces los individuos, que ya
no existían “de facto” como seres independientes frente a los mercados
nacionales, dejan de hacerlo legalmente, porque han traspasado “de jure” –o lo
han hecho otros en su nombre-- su libertad al Mercado mundial.
Desde que el desarrollismo es ley,
Estado y Capital dejaron de ser realidades distintas. Interés público e interés
privado económico coincidieron en apariencia. El código mercantil pasó a ser la
fuente principal de derecho civil. Esa nueva racionalidad desencadenó una
reorganización de las fuerzas económicas de tal magnitud que pusieron fin a la
democracia típicamente liberal, al Estado-Nación y al capitalismo nacional. Se
dieron entonces las condiciones de una separación radical entre producción y
finanzas, que se concretó en una deslocalización productiva, una circulación
plenamente libre de capitales y una expansión unilateral del crédito (y del
riesgo financiero) a escala mundial. La mundialización tuvo profundas
consecuencias: la supresión de barreras a la especulación, la desregulación del
mercado laboral, la corrupción del sistema de partidos, la pérdida de
influencia de los sindicatos, la atomización y dispersión del proletariado, la
liquidación definitiva de la agricultura no industrial, la decadencia de las
clases medias, el endeudamiento institucional y social... En una primera fase
que podríamos calificar de neoliberal, el periodo eufórico de las burbujas
inmobiliarias, tecnológicas y, en general, financieras, el papel del Estado
tendía a reducirse al mínimo. El Estado había perdido su función mediadora
entre la sociedad y los mercados, por lo que sus servicios habían dejado de ser
necesarios. El Estado se justificaba exclusivamente por la Economía, esfera
adonde se había desplazado el poder: tenía que estar a su servicio. La sociedad
globalizada requería pues un desmantelamiento del Estado en todos los sectores
ajenos a la defensa de la violencia económica, pero el Estado mínimo no es un
Estado fantasma, sino un Estado policía. Es bien sabido que la libertad
económica se lleva mal con las libertades sociales, pero ahora incluso con el
espectáculo de la libertad. Las medidas disuasorias dominaron pues sobre las
preventivas. La desregulación de los mercados, la contaminación o el agujero en
la capa de ozono no implicaban un desarrollo de los medios de control social
tradicionales puesto que la prevención y el garantismo resultaban caros, sino
solamente el incremento de los mecanismos de choque, especialmente las fuerzas
de intervención rápida, los programas de evacuación, los centros de detención
de indocumentados y el armamento antialgaradas. El Estado policía ya no podía
permitirse un adiestramiento positivo de la población bajo condiciones de
supervivencia cada vez más extremas y tenía que habituarse a la contención y la
concentración. El Estado policía no es un Estado de derecho al margen de la
economía, sino un Estado de excepción donde la ley deroga todas las garantías
jurídicas que obstaculicen el dominio absoluto de la economía. Imperio de la
ley sí, pero de la ley de los mercados. La libertad de las personas es sólo un
subproducto degradado de la libre circulación de los capitales.
El Estado-Nación, sin embargo, no se
disolvió sino idealmente, sobre el papel. En Francia la industria nuclear,
terreno en el que un cierto interés nacional de clase puede formarse, impedía
esa disolución, y, en el resto de estados, precisamente la desaparición de ese
interés desempeñaba el mismo papel. Los tejemanejes de la economía real y los
fondos europeos los Estados proporcionaron suficiente efectivo para conservar e
incluso agrandar el aparato político-burocrático, dando lugar a una
patrimonialización partidista de la cosa pública favorecida por una Ley de
Transparencia ausente. Así pues, la “clase” política estableció alianzas con
los principales grupos de poder económico: los bancos, las grandes
constructoras, las eléctricas, las grandes compañías del gas y el petróleo, las
multinacionales del transporte y la distribución... El resultado fue que los
Estados no defendían intereses económicos generales sino intereses
particulares. Puede que los organismos directores de la economía global tales
como el Tesoro americano, el FMI, la OMC, la Comisión Europea, el BCE, etc.,
dictaran orientaciones, pero no suplantaban a la oligarquía nacional
político-burguesa: el Estado se debía antes a las corporaciones que trataban
con él a través de su propia clase política y esa prioridad determinó una
globalización más caótica de lo que cabía esperar. Es más, cuando la crisis
ecológica se vio reforzada por el fenómeno del calentamiento global y el
aumento exponencial de la demanda energética, reorientando los mercados
capitalistas hacia el negocio verde, la función de conciliar la ecología con la
globalización fue otorgada por sucesivas “Cumbres de la Tierra” al Estado. El
ambientalismo se convirtió en una fe política, con dogmas, íconos y soluciones
sencillas “de mercado” para todos los problemas. Tras ellas el Estado tuvo que
encargarse de poner en marcha los dispositivos locales de los nuevos mercados
mundiales de la descontaminación, la descarbonización y de la energía,
responsabilizándose de los residuos y subvencionando los sectores
insuficientemente rentables como el de los agrocombustibles o el de las
renovables industriales. La etapa del “desarrollo sostenible”, la que
correspondía a la valorización del territorio, devolvió protagonismo al Estado
en tanto que promotor y legislador de la “sostenibilidad”, nueva propiedad de
la acumulación de capitales, pero sobre todo, como Estado inversor, costeando
las infraestructuras, a menudo innecesarias, como megapuertos, aeropuertos,
trenes de alta velocidad y autopistas, fruto de la megalomanía dirigente
combinada con el interés privado y la corrupción política. El desarrollismo es
una constante huida hacia delante y toda huida capitalista hacia delante ha de
ser tutelada y financiada por el Estado. Cuando el coste es ruinoso se le llama
crisis.
Las crisis ponen cada cosa en su
sitio. La verdadera naturaleza del sistema queda al descubierto y el lado
ficticio del dinero y del crédito se hace patente cuando el descontrol
financiero y estatal sobrepasa los límites. La relación Estado/Economía tiende
a invertirse: a fin de cuentas el Estado puede existir sin capitalismo pero el
capitalismo jamás subsistirá sin el Estado. Cuando el Estado es amenazado por
la Economía se descubre que en realidad la Economía depende del Estado. El
Estado, o sea, la fuerza (y la autoridad que ésta confiere), es en último
extremo su único baluarte. El valor, el factor abstracto convencional que
fundamenta el capitalismo, no tiene otro asidero más seguro. La globalización
ha acarreado un capitalismo de Estado. Efectivamente, el capital no es una
acumulación de objetos, conocimientos y medios, sino una relación social mediatizada
por todos ellos, pero cuando por ejemplo, un enorme agujero crediticio, o una
gigantesca acumulación de activos ficticios, o el agotamiento previsible del
petróleo, quiebran esa relación con más eficacia que una insurrección popular,
solamente la fuerza estatal puede recomponerla y asegurarla. Las crisis, al
señalar el Estado como tabla de salvación, le transfieren el poder que los
mercados le habían arrebatado. El Estado se convierte en el gran interlocutor,
no porque haya recuperado sus antiguas funciones políticas, sino porque se ha
puesto realmente al servicio del interés general económico: se ha vuelto
economista. La autoridad estatal sustituye en el tajo a la pretendida
autorregulación de las finanzas incontroladas. El nivel de endeudamiento condiciona
por supuesto su libertad de movimientos puesto que sus acreedores ante todo han
de asegurarse el reembolso de los préstamos y el pago de intereses; pero la
gravedad de las crisis, es decir, la amenaza del colapso económico, amplía los
márgenes de actuación. El salvador ha de ser salvado previamente si las
circunstancias lo requieren.
El Estado parece ser la respuesta a
todas las cuestiones sociales y el amigo de todas las clases. Los bancos y los
Gobiernos autonómicos recurren al Estado para ser intervenidos; los empresarios
apelan al Estado en demanda de liquidez; los funcionarios le exigen moderar los
ajustes; los sindicatos mendigan empleos, los comerciantes, rebajas de
impuestos; e igualmente se dirigen al Estado los pensionistas, los inmigrantes,
los mineros, los compradores de productos financieros tóxicos, los fabricantes
de placas solares..., cada cual con sus problemas particulares. Ya no se ocupan
los lugares de trabajo, ni ocurren manifestaciones en los barrios; se viaja a
la capital para llamar la atención del Gobierno, o en su detrimento, del
ministerio correspondiente, con la esperanza de sentarse en una mesa de
negociación. Advirtiendo de su perversa y abstracta naturaleza, alguien dijo
que el Estado era el mal, pero resulta que es un mal con el poder de intervenir
en una sociedad paralizada. Las crisis económicas y ecológicas actuales
desembocan en crisis laborales, fiscales, crediticias y asistenciales, pues la
transferencia de capitales que debe colmar la deuda energética, bancaria y
administrativa se efectúa a costa de la población. El Estado ha de asegurar que
el proceso discurra con orden y que la destrucción definitiva de la sociedad
civil no genere focos de resistencia que causen a los dirigentes problemas de
consideración. El Estado lo es todo, porque sus súbditos no son nada. En esa
atmósfera de temor y sumisión, la lucha de clases, lejos de reaparecer como
lucha contra el Estado, se disuelve en peticiones ciudadanistas de reforma
política que sitúan al Estado en el máximo nivel, por encima de todas las
clases. Si, al final, todo es cuestión de poder, la correlación de fuerzas no
puede ser más desfavorable para los inconscientes desposeídos. Los usurpadores
de la representación popular, los autoproclamados portavoces de la ciudadanía,
“los macarras de la tiranía” en palabras de Sexby, los han persuadido de
prostituir su libertad para mejor entregarlos al enemigo.
Nosotros venimos llamando partido
del Estado a la tendencia que propugna una conciliación entre capitalismo y
parlamentarismo, a través de una fórmula que, todo y alentando el crecimiento
económico y la oferta de empleos, permita un juego político menos condicionado
por la economía. Para los partidarios de otro tipo de capitalismo, de un
capitalismo políticamente correcto, con rostro humano, el Estado es el bien
supremo. Es la llave maestra de todas las puertas que conducen a la reinvención
de la democracia populista, y el motor de una nueva sociedad, capitalista por
supuesto, pero mucho más receptiva a las pequeñas empresas políticas, gracias a
sus canales de participación. Hablamos de un partido que se opone a la
reducción del número de concejales y diputados; bien al contrario, pide la
expansión de la burocracia, pues representa a las clases medias en descenso,
cuyo componente más afectado es el funcionariado. Del movimiento contracumbres
a los indignados del 15-M, pasando por la creación o renovación de partidos
terceros a base de antiguos fragmentos estalinistas, socialdemócratas o
nacionalistas, se levanta una falsa oposición que en nombre de las masas
ciudadanas en precario llama al gobierno lo mismo para un roto que para un
descosido. Así igual pide al Estado que aplique la tasa Tobin, que decrete la
Renta Básica, reforme la ley electoral, elabore un programa decrecentista,
consiga créditos para las pequeñas empresas, desoiga las recomendaciones de las
autoridades monetarias o nacionalice la Banca. En resumen, que el Estado
detenga, regule o simplemente negocie los plazos de la transferencia de
capitales desde las clases endeudadas hacia las finanzas especulativas. Que
gestione la crisis en beneficio de las clases perdedoras en el mercado
mundializado, justamente lo que el Estado no puede hacer porque su misión es
exactamente la contraria. El Estado no es un islote en un mar de finanzas
embravecidas, sino una institución de la economía globalizada. El verdadero
partido del Estado sería el de los partidarios del mercado mundial y del
crédito a muerte; la elite política financiera e industrial que está al mando.
En pocas palabras, los grandes partidos oficiales. Y lo que hemos llamado hasta
ahora partido del Estado, sería mejor el partido del Estado nodriza, una
especie de Partido Nacional que reclamaría para el Estado funciones dirigentes
propias de la etapa preglobalizante. Partido pues de la burocratización
intensiva, del presupuesto hinchado y de la deuda estatal, del mercado
nacional, del empleo subvencionado, sin otra finalidad que la reconstrucción de
la influencia perdida de una casta populista que ha servido bien a la
dominación hasta la irrupción brutal de las fuerzas económicas transnacionales.
En la sociedad industrial desarrollista, la concentración de
poblaciones masificadas en espacios asfaltados y urbanizados, sometidas a una
clase dominante extremadamente jerarquizada y móvil, requiere un aparato de
poder complejo y desarrollado, una sofisticada “megamáquina”. La conservación
de las condiciones capitalistas esenciales obliga no sólo al sacrificio de la
política autónoma, sino a la reducción de la burocracia partidista, de forma
que la alternativa entre un Estado demócrata repleto de diputados y otro
autoritario relleno de cargos arbitrarios es falsa; en una sociedad esclavizada
por “los mercados” la opción discurre entre un Estado capaz de saldar sus deudas
y otro insolvente. El primero puede permitirse mayor imaginería democrática a
la hora de aplicar las medidas terroristas que impone la buena marcha de la
economía. El segundo ha de plegarse a las exigencias de instancias exteriores
cuyas órdenes se manifiestan a través de un Estado mejor administrado que les
sirve de referencia, como es el caso de Alemania. En el otro extremo, una
sociedad libre de condicionantes económicos es más que nunca una sociedad
emancipada de condicionantes políticos, libre pues tanto del Mercado como del
Estado. Una sociedad sin cargos electos, sin ejecutivos, consejeros ni
asesores. Es una sociedad sin dirigentes ni expertos que ha de funcionar fuera
de la economía autónoma y de la política profesional o amateur. Eso significa
que ha de recrear en su seno condiciones no capitalistas suficientes e
instituciones democráticas horizontales que hagan posible una existencia sin
Estado. En palabras de P. J. Proudhon, “Encontrar una forma de transacción que,
unificando la divergencia de intereses, identificando el bien particular con el
general, borrando la desigualdad natural mediante la formación, resuelva todas
las contradicciones políticas y económicas; aquella donde cada individuo sea a
la vez productor y consumidor, ciudadano y príncipe, administrador y
administrado; donde la libertad aumente siempre sin que nunca sea necesario
alienar nada; donde el bienestar crezca infinitamente, sin que nadie sufra,
bien de parte de la sociedad o bien de sus conciudadanos, ningún perjuicio, ni
en su propiedad, ni en su trabajo, ni en su peculio, ni en sus relaciones de
interés, opinión o afecto con sus semejantes... Yo no pido ni el bien, ni el
manejo de los asuntos de nadie, y no estoy dispuesto a sufrir que el fruto de
mi laboriosidad sea presa de alguien. También deseo el orden, tanto o más que
quienes lo perturban con su pretendido gobierno; pero lo quiero como efecto de
mi voluntad, como una condición de mi trabajo y una ley de mi razón. No lo
soportaré jamás si proviene de una voluntad exterior, que me impone como
condiciones previas la servidumbre y la esclavitud”. (Idea general de la
revolución en el siglo XIX”)
En 1850 Proudhon, cuyos conceptos de propiedad y de trabajo
derivaban de la economía “moral” típica del proletariado primitivo, creía que
podría saltarse la lucha de clases con esa fórmula transaccional que él llamó
“contrato”, especie de pacto social federativo desde la base social organizada,
“en lugar de la alienación de las libertades, del sacrificio de los derechos,
de la subordinación de las voluntades.” Es en cierto modo lo que hoy ensalza
cierto ciudadanismo económico y municipalista, pacifista, encandilado con las
cooperativas autogestionadas, las redes de consumidores y las monedas que
llaman solidarias. Sin embargo, la historia, y, por consiguiente, la memoria de
la experiencia, nos han enseñado que el conflicto es insoslayable, que la
dominación utilizará todas sus fuerzas y recursos a su disposición para
mantener la población en un estado de sumisión permanente, que la liquidación
de los múltiples intereses de clase o de casta y que la supresión una tras otra
de todas las piezas de la maquinaria gubernamental será obra de un sujeto
revolucionario todavía por formar, y que el pacto o contrato social que lo
constituya no se acordará en luchas laborales o reformas políticas, sino en
revueltas territoriales y crisis urbanas. Cuando triunfe, los acuerdos entre
iguales sustituirán a las leyes, y la libre federación de comunidades hará lo
mismo con el Gobierno y el Estado. Es un camino largo y difícil, pues ha de
pasar por encima de muchos cadáveres vivientes que, a pesar de haber sido
sentenciados por la evidencia histórica, se obstinan en seguir coleando,
abrazados al mundo tal cual es, el único lugar donde su sinrazón cobra sentido.
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