Miquel Amorós.
Vivimos peligrosamente. El peligro forma parte del estilo de vida
que nos ha sido impuesto, peligro en forma de accidente inesperado, enfermedad
imprevista, envenenamiento larvado o muerte súbita, peligro ligado a las nuevas
tecnologías y más concretamente, a las condiciones mórbidas de supervivencia en
la fase tardía del capitalismo. A pesar de los supuestos adelantos de lo que
llaman progreso, nunca antes la humanidad había vivido entre montañas de
cemento y desperdicios, centrales nucleares, factorías químicas, productos
transgénicos y contaminantes industriales. El resultado no es alentador:
urbanización salvaje, destrucción del territorio, polución del aire, agua y
suelo, alteraciones climáticas, agujero en la ozonosfera, ruido, soledad,
confinamiento, sedentarismo, acondicionadores de aire, alimentación
industrial…, todo lo cual determina unas condiciones extremas no sólo óptimas a
la proliferación de enfermedades relacionadas con el deterioro del sistema
inmunológico, sino para el surgimiento de nuevas y mortíferas epidemias ligadas
a la expansión letal de virus antaño benignos, o simplemente al envenenamiento
y la atrogenia. Para los
dirigentes es el precio que la población ha de pagar por disfrutar del
desarrollismo tecnoeconómico. De hecho, es la condición esencial del proceso de
producción capitalista, que a su vez es un proceso de destrucción de vida. Las
enfermedades se acumulan con el capital y su gestión es parte fundamental del
sistema.
El número de desperfectos y la profundidad del desastre son la
causa de que la situación sea en muchos aspectos irreversible. Las fuerzas
productivas son fuerzas eminentemente destructivas y su incesante desarrollo no
hace sino multiplicar sus efectos catastróficos. Hemos pasado el umbral. Esa
sensación de caos y de no retorno está en la base del disgusto por la vida que
resienten muchos humanos y que se traduce en adicciones, toxicomanías,
ansiedad, depresiones, hipertensión y suicidios. La conciencia sometida a la
atomización se halla tan contaminada por los valores capitalistas transmitidos
sin réplica posible por los medios, que la miseria se apodera tanto de las
mentes como de los cuerpos. La solución se ofrece en el marco del sistema que
provoca la miseria, con arropamiento de sicofármacos. Así que cada nueva
generación de ansiolíticos lo legitima y refuerza, mientras que la salud mental
no hace sino agravarse. La desaparición de la conciencia social es el resultado
más terrible de la sociedad enferma. Significa que los seres humanos carecen de
mecanismos síquicos eficaces para proteger su individualidad de las agresiones
repetidas por parte del entorno capitalista, cada vez más hostil, no teniendo
más salida que el embrutecimiento o la enfermedad. El muy extendido consumismo compulsivo
de medicamentos sería su forma primaria. Un proceso paralelo ocurre con los
mecanismos de defensa físicos, igualmente precarios por la nocividad del
ambiente y las dietas perniciosas, que al sumarse a los síquicos, dan como
resultado las complicaciones cardiovasculares, causa de la tercera parte de los
óbitos, las inmunodeficiencias, la diabetes, el asma, el envejecimiento de los
pulmones, la mayoría de los cánceres y las enfermedades nuevas de difícil
etiología bautizadas como “síndromes”. La contaminación causa diez veces más
muertes que los accidentes de tráfico.
El cáncer es una metáfora del capital, que se aferra al tejido
social y se acumula sin cesar hasta provocar la muerte de la sociedad paciente.
Es la enfermedad característica de la sociedad industrializada; uno de cada
tres humanos terminará sufriéndola, y, a pesar del capital invertido en su
estudio, su progresión es imparable incuso entre los jóvenes. Cualquiera
ligeramente informado podría señalar sus causas medioambientales, a saber, las
radiaciones nucleares y electromágnéticas, las sustancias químicas presentes en
nuestros alimentos o que contaminan nuestro entorno y los trastornos síquicos.
Si bien la vida en torno a las centrales nucleares multiplica el riesgo de
cáncer por más de diez, no olvidemos la relación de los tumores cerebrales o
las leucemias y las antenas de radar, televisión o telefonía, o la relación del
cáncer de piel con el agujero de la capa de ozono. No hay que ser un lince para
saber que vivir cerca de zonas industriales entraña riesgos reales de anomalías
genéticas y linfomas. A fuerza de algo tan corriente como circular por las
urbes metropolitanas contaminadas (todas lo están) acarrea más cáncer de pulmón
que el tabaquismo. Se desconocen los efectos sobre la salud de los miles de
compuestos con que la industria química y farmacológica nos obsequia cada año,
pero sí sabemos que los numerosos pesticidas, plásticos, carburantes, fármacos,
aditivos y conservantes alimentarios son cancerígenos. Y que los hallamos por
todas partes: en los juguetes, comida, cerámica, envases, material eléctrico,
aislantes, cosmética, textiles, ordenadores, CDs, etc. Algunos también son
disruptores hormonales, alergénicos o inmunodepresores. Otros son sencillamente
venenos, susceptibles de uso militar, responsables de síndromes como el del
“aceite tóxico” (un pesticida organofosforado) o de la mortandad de abejas (un
neurotóxico). Finalmente, ciertos caracteres maniaco depresivos, obsesivos,
ultracompetitivos o reprimidos son propensos a desarrollar una enfermedad
tumoral. Se trata de formas de degradación de la personalidad fomentadas por
las condiciones síquicas imperantes que alientan el olvido de sí. Aparte esto
último, la industria química y nuclear es la principal responsable de los estragos
en los mecanismos de protección inmunológicos. Está íntimamente imbricada con
la alimentación industrial, la concentración poblacional en conurbaciones, la
producción de energía, la fabricación de medicamentos, el sistema de trabajo
asalariado y el modo de vida consumista. No puede alterarse sin afectar a todo
el edificio, todo el sistema dominante. Por ejemplo, las destrucciones
territoriales por deforestación o urbanización, obligan al aumento de
monocultivos, con su añadido de pesticidas y abonos sintéticos, al desarrollo
de los transgénicos y al despilfarro energético, con su secuela de
contaminación, desaparición de culturas tradicionales, vertido de gases con
efecto invernadero, promiscuidad y enfermedades infecciosas. La economía
reacciona siempre en el mismo sentido, agravando sus efectos nocivos. La
expansión urbana genera aumentos en la movilidad y por consiguiente, un alza en
la demanda de combustibles causa de una subida de precios del petróleo, la cual
justifica la construcción de nuevas centrales nucleares. Las estabulaciones
masivas, el calentamiento global y los alimentos aberrantes facilitan la
extensión de enfermedades en los animales (peste porcina, lengua azul) y su
paso a los humanos (la gripe aviar, la encefalopatía espongiforme bovina), lo
que desencadena el pánico y a su vez estimula la industria farmacéutica, que
vende sus nuevas recetas a los programas preventivos de los Estados y crea
nuevos puestos de trabajo. La producción superlativa de basuras llena la
geografía de puntos negros de alta toxicidad pero también genera una poderosa
industria del reciclado, eliminación y gestión de deshechos, cuyas plantas de
tratamiento, vertederos e incineradoras siguen contaminando (particularmente
con dioxinas) y alimentando lluvias ácidas, aunque dentro de unos límites “de
seguridad” admisibles por los intereses económicos en juego, a fijar en un Plan
Nacional de Residuos; caso contrario la basura se exporta a países
empobrecidos. Y así sucesivamente.
La sociedad está enferma de capitalismo y cualquier curación pasa
por la erradicación de éste. Para combatir la enfermedad no basta con disimular
los síntomas. Ese ha sido el fallo del ecologismo. La cuestión consiste en
construir comunidades, o sea, grupos sociales sin relaciones mercantiles.
Dichas comunidades han de ser autosuficientes, es decir, han de funcionar fuera
del mercado, permitiendo en cierto grado la satisfacción directa de necesidades
reales y resistiendo a la manipulación de los deseos. Pero no basta con eso, es
sólo el punto de partida, el terreno donde han de apoyarse y curarse las nuevas
clases peligrosas nacidas de la quiebra de la sociedad capitalista, las que han
de suprimir el mercado y el Estado. Salir afuera para luchar adentro. Esa
podría ser la consigna.
Miguel Amorós Para la publicación RENDEREN,
16-XI-2008
Estamos ENFERMOS sobre todo por la raquítica natalidad española,que no para de bajar.Normalmente se culpa al sistema y los salarios...pero para borracheras y fútbol sí que hay dinero.El aborto libre se presenta como una impresionante conquista social.A base de borreguismo cualquier burrada está bien vista (verdad,Alemania nazi??).El fetillo chica con "ella no quiere tenerlo" y trituradora al canto .Ni adopciones, ni alternativas.Lleváis el demonio dentro!!.
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