El siguiente artículo de Miguel Amorós,
escrito en 2006, no sólo denunciaba lo que entonces acontecía, sino que anticipaba
ya la denuncia sobre lo que hoy acontece.
La urbe totalitaria
Miguel Amorós (14.04.06)
Los dirigentes democráticos
han conseguido por medios técnicos lo que los regímenes totalitarios lograron
por medios políticos y policiales: la masificación por el aislamiento total, la
movilidad incesante y el control absoluto. La urbe contemporánea es suavemente
totalitaria porque es la realización de la utopía nazi-estalinista sin gulags
ni ruido de cristales rotos. “Nos debemos persuadir de que está en la
naturaleza de lo verdadero salir cuando su tiempo llega, y manifestarse sólo
cuando llega; así, no se manifiesta demasiado pronto ni encuentra un público
inmaduro que le reciba.” (Hegel, La Fenomenología del Espíritu).
Durante los años noventa se
dieron plenamente una serie de cambios sociales lentamente gestados en periodos
anteriores, cambios que pusieron de relieve el advenimiento de una nueva época
bastante más inquietante que la precedente. El paso de una economía basada en
la producción a otra asentada en los servicios, el imperio de las finanzas
sobre los Estados, la desregularización de los mercados (incluido el del
trabajo), la invasión de las nuevas tecnologías con la subsiguiente
artificialización del entorno vital, el auge de los medios de comunicación
unilateral, la mercantilización y privatización completas del vivir, el ascenso
de formas de control social totalitarias... son realidades acontecidas bajo la
presión de necesidades nuevas, las que impone el mundo donde reinan condiciones
económicas globalizadoras. Dichas condiciones pueden reducirse a tres: la
eficacia técnica, la movilidad acelerada y el perpetuo presente. Lo
sorprendente del nuevo orden creado no es la rapidez de los cambios y la
destrucción de todo lo que se resiste, incluidos modos de sentir, de pensar o
de actuar, sino la ausencia de oposición significativa. Diríase que son los
cambios constantes quienes han borrado la memoria a la población obrera e
invalidado la experiencia, las referencias, el criterio y las demás bases de la
objetividad y verdad, impidiendo que los trabajadores sacasen las conclusiones
implícitas en sus derrotas. Además los cambios han pulverizado a la misma clase
obrera, disolviendo cualquier relación y convirtiéndola en masa anómica. Lo
cierto es que la adaptación a las exigencias de la globalización requiere
acabar con los mismísimos fundamentos de la conciencia histórica, con el propio
pensamiento de clase. Para que las masas sean ejecutoras involuntarias de las
leyes del mercado mundial han de estar atomizadas, en continuo movimiento y
sumergidas en un inacabable presente repleto de novedades dispuestas ad hoc
para ser consumidas en el acto. Tantos cambios tenían que afectar a las
ciudades, que, gracias a una pérdida imparable de identidad, llevan camino de
convertirse en una versión de una misma y única urbe, o mejor, en partes de una
sola megalópolis tentacular, un nodo de la red financiera mundial. Según el
dinamismo que presente, aquél puede ser reorganizado funcionalmente (como en
Cataluña), vaciado (como en Aragón), o colmado (como en el País Vasco). En el
espacio se juega el mayor envite del poder, y el nuevo urbanismo, forjado bajo
el dominio de necesidades que ya son universales, es la técnica idónea para
instrumentalizar el espacio, acabando así tanto con los conflictos presentes
como con la memoria de los combates antiguos. Se está creando un nuevo modo de
vida uniforme, dependiente de artilugios, vigilado, frenético, dentro de un
clima existencial amorfo, que los dirigentes dicen que es el del futuro. La
nueva economía obliga a nuevas costumbres, a nuevas maneras de habitar y vivir,
incompatibles con la existencia de ciudades como las de antes y con habitantes
como los de antes. Esa nueva concepción de la vida basada en el consumo, el
movimiento y la soledad, es decir, en la ausencia total de relaciones humanas,
exige una artificialización higiénica del espacio a realizar mediante una reestructuración
sobre parámetros técnicos. Lo técnico va siempre por delante del ideal, a no
ser que sea el ideal. Los dirigentes de cualquier ciudad hablan todos esa
lengua de la innovación tecnoeconómica que no cesa: “una ciudad no puede
parar”, tiene que “reinventarse”, “renovarse”, “refundarse”, “rejuvenecerse”,
etc., para lo que habrá de “subirse al tren de la modernidad”, “impulsar el
papel de las nuevas tecnologías”, “desarrollar parques empresariales”, “mejorar
la oferta cultural y lúdica”, “construir nuevos hoteles”, tener una parada del
AVE, levantar “nuevos edificios emblemáticos”, imponer una movilidad
“sostenible” y demás cantinela. Los PGOU recalificaron terrenos industriales y
dieron carta blanca a la construcción de colmenas en altura. Después las
modificaciones y los planes parciales han favorecido operaciones especulativas
como los proyectos Forum 2004, Copa América, la Expo 2008, el IV Centenario del
Quijote o las Olimpiadas 2012. Los pelotazos inmobiliarios que “mueven” la
economía y financian los planes desarrollistas significan una transferencia
enorme de dinero público hacia las constructoras. Por eso la adjudicación
discrecional de obras públicas es un arma política, pues también sirve para
financiar a los partidos y enriquecer a sus dirigentes e intermediarios (el 10%
de los costes consiste en sobornos). Los proyectos especulativos “privados” son
al menos tanto o más importantes. El 80% de los ingresos de los ayuntamientos
están relacionados con el mercado inmobiliario, el principal mercado de
capitales del país. Así, pese a que la población envejece y disminuye, el
último año se construyeron y vendieron 650.000 nuevas casas, operaciones muchas
de ellas relacionadas con el blanqueo de dinero. El espectáculo de la
urbanización a todo gas va siempre acompañado de la especulación y la
corrupción sin trabas.
La llamada “crisis fiscal
del Estado” permitió que en la explotación de las “potencialidades” urbanas
llevasen la iniciativa los constructores, los políticos locales y los
arquitectos (hacer arquitectura es meterse de lleno en la política de
transformación totalitaria de las ciudades). Esa unificación por la base de la
clase dominante ha tenido consecuencias más graves que la corrupción y el
fraude. Los dirigentes se han dado cuenta de que tras la urbanización
depredadora nacía una nueva sociedad más desequilibrada que comportaba un modo
de vida emocionalmente desestabilizado y un nuevo tipo de hombre, frágil,
narcisista y desarraigado. La arquitectura y el urbanismo eran las herramientas
de fabricación del cocooning de aquel
nuevo tipo, liberado del trabajo de relacionarse con sus vecinos, un ciudadano
dócil, automovilista y controlable. Como se trata de un proceso que todavía
anda por su primer estadio y no de una situación acabada, todos los medios han
de ser puestos tras ese único objetivo. La nueva sociedad no podía
desarrollarse, ni en las ciudades franquistas semicompactas con centros
históricos sin museificar y con barrios populares todavía en pie, ni en los
pueblos rurales con su agricultura de subsistencia. Sobrevivían lazos de
sociabilidad que aún permitían los fines comunes y la acción colectiva,
reproduciéndose un medio social extraño a los valores dominantes. Unas
estructuras espaciales al servicio de la circulación económica eran indispensables
para eliminar aquellos lazos, borrar la memoria del pasado y condensar los
nuevos valores de la dominación. Estas son las conurbaciones, áreas nacidas de
la fusión desordenada de varios núcleos de población formando aglomerados
dependientes y jerarquizados de dimensiones notables, a los que los técnicos
llaman “sistemas urbanos”. Unos habitantes separados entre sí, emocionalmente
desestabilizados, necesitaban una especie de inmenso autoservicio urbano, un
frenesí edificado donde todo es movimiento y consumo; en fin, una urbe
fagocitaria descoyuntada orgánicamente y separada de su entorno, tan
indiferente al abastecimiento del agua y la energía que consume como al destino
de sus basuras y desperdicios. Los residuos pueden ser fuente de beneficios,
como lo es la escasez del agua y el transporte de energía (ya existe un mercado
de la contaminación que opera con las emisiones de CO2), pero sobre todo son
fuente de inspiración; lo dice Frank Gehry, un arquitecto del poder que empezó
construyendo shopping malls. Los
ecologistas y los ciudadanistas aportaron su lenguaje; por eso los políticos,
con la mejor de las intenciones, califican de “verde” y “sostenible” todo lo
que tenga hierba, no provoque atascos y dé hacia el sol (si fueran grandes los
llamarían “ecomonumentos”). Los arquitectos elaboraron planes de
“rehabilitación” de los centros degradados basados en la descatalogación del
mayor número posible de edificios y en la peatonalización de las calles, con
vistas a su adaptación al turismo. Nuevas autopistas, nuevas ampliaciones
portuarias y nuevas pistas de aterrizaje han de situar a la urbe en el mapa de
la “nueva economía”, por lo que todo el mundo dirigente trabaja a marchas
forzadas. Cada año se construyen en el país veinticuatro catedrales del relax
consumidor, los centros comerciales, visitados anualmente por más de 23
millones de paisanos. A veces ocurre que el ciudadano anda un poco rezagado por
culpa de recuerdos del pasado, no tan lejano, y tiene dificultades en ver el
confort y la belleza de las nuevas “máquinas del vivir” (o “ecopisos”) y de sus
emblemas monumentales. Pero son precisamente esas formas nuevas, construidas
con nuevos materiales en cuya fabricación puede que no haya “intervenido mano
de obra infantil”, empleando nuevas técnicas que “no perjudicarán al medio
ambiente”, y, eso sí fundadas en la privatización absoluta, el desplazamiento
constante y la videovigilancia, las que traducen las nuevas relaciones
sociales. El nuevo hábitat ciudadano es una especie de molde, o mejor, un aparato
ortopédico que sirve para enderezar al nuevo hombre. De forma que, viviendo en
tal medio, el hombre artificial del presente sea el hombre sin raíces del
futuro.
El paradigma del nuevo
estilo de vida en las granjas de engorde que llaman ciudades es el de los altos
ejecutivos que las vedettes del espectáculo exhiben en las pantallas. Nada que
ver con el viejo estilo burgués, orientado a la opulencia y el disfrute
exclusivo de minorías. El nuevo estilo no es para gozar sino para mostrarse. La
ciudad es ahora espectáculo. Eso tiene traducción urbana, especialmente en los
monumentos. Los edificios monumentales típicamente burgueses se integran en un
entorno clasista, definiendo el sector dominante de la ciudad. Tanto si son
viviendas, como grandes almacenes o estaciones de ferrocarril, la arquitectura
burguesa trata de ordenar jerárquicamente el entramado urbano donde se ubican.
El arquitecto burgués más bien “aburguesa” el espacio, no lo anula. Sin embargo
no ocurrió así con la arquitectura franquista de los sesenta, apoyada en una
industria de la construcción incipiente y en una imponente especulación. Los
edificios franquistas, concebidos no como partes de un conjunto sino como hecho
singular (y singular negocio), dislocan el espacio urbano, son como objetos
extraños incrustados en barrios ajenos, rompiendo la trama, hasta el punto que
los desorganizan y desertifican. Son monumentos a la amnesia, no al recuerdo; a
través de ellos la ciudad expulsa su autenticidad y su historia, y se vuelve
transparente y vulgar. La nueva arquitectura, provista de medios mucho más
poderosos, magnifica esos efectos de superficialidad y anomia urbicida. Unos
cuantos edificios “de marca” y ya tenemos la identidad de la ciudad reducida a
un logo y más fragmentada que con el caos automovilista. Fragmentada y llena de
turistas. Heredera de la arquitectura fascista, la nueva arquitectura ensalza
el poder en sí, que hoy es el de la técnica. Tener estilo particular, lo que se
dice tener, no tiene. Busca disociar geométricamente el espacio, mecanizar el
hábitat, estandarizar la construcción, imponer el ángulo recto, el cubo de
aire. El modelo son los aeropuertos, por lo que las nuevas ciudades habrían de
ordenarse en función de aquellos. Serán en el futuro una prolongación del
complejo aeroportuario, cuyo principal ariete es el AVE. El realismo
desencarnado del llamado “estilo internacional” ha venido a ser el más
apropiado, pero quizás resulte demasiado verídico en estos momentos del proceso
y los dirigentes, pecando de verbalismo arquitectónico, hayan preferido una
arquitectura “de autor” para los eventos espectaculares que han marcado los
inicios de ambiciosas remodelaciones urbanísticas: el Guggenheim de Bilbao, la
torre Agbar de Barcelona, la estación de Las Delicias de Zaragoza, el Kursaal
de Donosti, l’Auditori de Valencia..., de los cuales lo mejor que puede decirse
es que cuando ardan resultarán imponentes. Los políticos y los hombres de
negocios que impulsan los cambios aspiran a que las ciudades se les parezcan, o
que se asemejen a sus ambiciones, por eso todavía se necesitan edificios
extravagantes y sobre todo gigantescos, susceptibles por sus dimensiones de
traducir la enormidad del poder y la emoción mercantil que conmueve a los
promotores. Esta voluntad en hallar una expresión mayúscula del nuevo orden
establecido, no deja de lado los aspectos más espectaculares que mejor pueden
redundar en su beneficio, como por ejemplo el diseño. Estamos en el periodo
romántico del nuevo orden y éste necesita símbolos arquitectónicos, no para que
vivan dentro sus dirigentes sino para que representen los ideales de la nueva
sociedad globalizada. A través de la verticalidad y del diseño los dirigentes
persiguen no sólo la explotación máxima del suelo edificable o la
neutralización de la calle, sino la exaltación de aquellos ideales perfilados
por la técnica y las finanzas.
Las características
principales que definen el nuevo orden urbano son la destrucción del campo, los
cinturones de asfalto, la zonificación extrema, la suburbanización creciente,
la multiplicación de espacios neutros, la verticalización, el deterioro de los
individuos y la tecnovigilancia. La arquitectura del bulldozer típica del orden
nuevo nace de la separación entre el lugar y la función, entre la vivienda y el
trabajo, entre el abastecimiento y el ocio. Derrumbados los restos de la
antigua unidad orgánica, la ciudad pierde sus contornos y el ciudadano está
obligado a recorrer grandes distancias para realizar cualquier actividad,
dependiendo totalmente del coche y del teléfono móvil. La circulación es una
función separada, autónoma, la más influyente en la determinación de la nueva
morfología de las ciudades. Las ciudades, habitadas por gente en movimiento, se
consagran al uso generalizado del automóvil. El coche, antiguo símbolo de
standing, es ahora la prótesis principal que comunica al individuo con la
ciudad. Nótese que la supuesta libertad de movimientos que debía de
proporcionar al usuario, es en realidad libertad de circular por el territorio
de la mercancía, libertad para cumplir las leyes dinámicas del mercado. Por
decirlo de otro modo, el automovilista no puede circular en sentido contrario.
El lugar en el escalafón social se descubre en la correspondiente
jerarquización del territorio producida por la expansión ilimitada de la urbe:
los trabajadores habitan los distritos exteriores y las primeras o segundas
coronas; los pobres precarios o indocumentados viven en los ghettos; los
dirigentes viven en el centro o en las zonas residenciales de lujo; la clase
media, entre unos y otros. El espacio urbano abierto va rellenándose con zonas
verdes neutrales y vacíos soleados, mientras la calle desaparece en tanto que
espacio público. El espacio público en su conjunto se neutraliza al perder su
función de lugar de encuentro y relación (lugar de libertad), y se transforma
en un fondo muerto que acompaña a la aglomeración y aísla sus partes (lugar de
desconexión). El espacio sólo sirve para contener una muchedumbre en movimiento
dirigido, no para ir contra corriente o pararse.
Los procesos de dispersión y
atomización provocados por la instalación de la lógica de las máquinas en la
vida cotidiana quedan reflejados en el tratamiento que la arquitectura moderna
inflige a los individuos. Estos son contemplados como una suma de constantes sicobiológicas,
una especie de entes con virtudes mecánicas. La casa deja de ser el producto
artesanal con que sueñan los compradores de adosados y pasa a ser un producto
industrial con formas diseñadas expresamente para embutir a los inquilinos, a
los que previamente se les han simplificado las necesidades: trabajar,
circular, consumir, divertirse, dormir. Ha de ser completamente cerrada
(tendencia a suprimir balcones, empequeñecer ventanas y blindar puertas) y
equipada con artefactos, para satisfacer tanto la obsesión de seguridad del
habitante atemorizado como la necesidad de autonomía que exige su intimidad
enfermiza y absorbente. Los aspectos comunitarios de las viviendas han de ser
mínimos de forma que nadie conozca a nadie y pueda vivir en la mayor privacidad;
las funciones antaño sociales de los vecinos han de intentar convertirse en
funciones técnicas a resolver individualmente o mediante el recurso a
profesionales. La casa es una celda porque la sociedad se ha vuelto prisión.
Las heridas que la sociedad de masas inflige al individuo son verdaderos
indicadores de la mentira dominante. La falta de integración del individuo con
el medio es realmente traumática: la pérdida de referentes comunes, el
anonimato y el miedo conducen a la desestructuración social de las conductas,
la insolidaridad, la neurosis securitaria y los comportamientos disfuncionales
extremos, todo lo cual abre las puertas a patologías como la obesidad, la
bulimia, la anorexia, las adicciones, el consumo compulsivo, la hipocondría, el
estrés, las depresiones, los modernos síndromes... Toda la neurosis del hombre
moderno podría resumirse sacando la media entre los síntomas del hombre
encerrado y los del hombre promiscuo, fan de una estrella del rock o hincha de
un equipo de fútbol. Si a ello añadimos el deseo de ser eternamente menores de
edad engendrado por el pánico a la vejez y una creciente agresividad hacia lo
distinto, tenemos lo que W. Reich calificó de peste emocional, la base
psicológica de masas del fascismo. Por otra parte, el cuerpo humano sufre
constantes agresiones en un medio urbano insalubre donde la contaminación, el
ruido y las ondas de telefonía se asocian con la alimentación industrial y el
consumo de ansiolíticos para causar alergias, cardiopatías, inmunodeficiencias,
diabetes o cáncer, típicas enfermedades modernas que denuncian el estado de
decadencia física de una población con hábitos de vida patógenos que ni las
dietas televisivas, ni los ajardinamientos, ni la recogida selectiva de basuras
pueden cambiar. La ciudad nos vuelve a todos a la vez, enfermos, neuróticos y
fascistas. Los dirigentes democráticos han conseguido por medios técnicos lo
que los regímenes totalitarios lograron por medios políticos y policiales: la
masificación por el aislamiento total, la movilidad incesante y el control
absoluto. La urbe contemporánea es suavemente totalitaria porque es la
realización de la utopía nazi-estalinista sin gulags ni ruido de cristales
rotos. Asistimos al fin de las modalidades de control social propias de la
época burguesa clásica. La familia, la fábrica, y la cárcel eran los medios
disciplinarios susceptibles de integrar o reintegrar a los individuos en la
sociedad de clases; el Estado del “bienestar” añadiría la escuela, el sindicato
y la asistencia social. En la fase superior de la dominación en la que nos
encontramos el sistema disciplinario es caro y tenido por ineficaz, dado que la
finalidad ya no es la inserción o la rehabilitación de la peligrosidad social,
sino su neutralización y contención. Por vez primera, se parte del principio de
la inasimilabilidad de sectores enteros de la población, los excluidos o
autoexcluidos del mercado, fácilmente identificables como jóvenes,
independentistas, inmigrantes, precarios, mendigos, toxicómanos, minorías
religiosas..., sectores cuyo potencial riesgo social hay que detectar, aislar y
gestionar. Ya no solamente se persigue la infracción de la ley, sino la
presupuesta voluntad de infringir. De esta forma el tratamiento de la exclusión
social o de la protesta que genera deja las consideraciones políticas al margen
y se vuelve directamente punitivo. En último extremo, todo el mundo es un
infractor en potencia. La cuestión social se convierte así en cuestión
criminal, conversión a la que contribuyen una serie de leyes, reformas o
decretos que inculcan o suspenden derechos y que introducen un estado de
excepción a la carta. Por ejemplo, la creación de la figura jurídica del
“sospechoso” cubrirá legalmente las listas negras, la prisión sin juicio y la
expulsión arbitraria. Se termina la separación de poderes, es decir, la
independencia formal entre el gobierno, el parlamento y la judicatura. Entonces
se instaura una guerra civil de baja intensidad que permite la represión
encubierta de la población mal integrada, o sea, “sospechosa”. Los efectos
sobre la ciudad son importantes puesto que la vigilancia propiamente carcelaria
se extiende por todas sus calles. Primero son los bancos, centros comerciales,
centros de ocio, edificios administrativos, estaciones, aeropuertos, etc.,
quienes ponen en marcha complejos sistemas de seguridad e identificación e
instalan cámaras de videovigilancia; después, para impedir robos y sabotajes de
empleados, se vigilan los lugares de trabajo; finalmente, es todo el espacio
urbano el que se somete a la neurosis securitaria. Los vecinos, estimulados por
los consistorios, contribuyen delatando conductas que consideran incívicas. La
ciudad se acomoda a la cárcel con cualquier pretexto: los terroristas, los
asesinos en serie, los pedófilos, los delincuentes juveniles, los extranjeros
indocumentados..., incluso los fumadores. Todo es poco para calmar la histeria
ciudadana que los medios de comunicación han fomentado. Si la familia o el
sindicato entran en crisis como herramienta disciplinaria, otros instrumentos de
contención y guarda experimentan un auge sin precedentes: el sistema de
enseñanza, el complejo carcelario y el ghetto. La escolarización extensiva y
prolongada es la mejor manera de localizar y domesticar a la población juvenil.
La proliferación de modalidades de encierro y de libertad “vigilada” hace lo
propio con la población trasgresora. Por fin, el elevado precio de la vivienda
y el mobbing alejan a la población
indeseable de los escenarios centrales donde rige la tolerancia cero, para
concentrarla en suburbios acotados abandonados a sí mismos. De todo lo
precedente no resultará aventurado deducir que el orden en las nuevas
metrópolis donde nadie se puede esconder, es un orden totalitario, fascista. La
lucha por la liberación del espacio es una lucha frontal contra su
privatización y mercantilización, lucha que transcurre en condiciones, ya lo
hemos dicho, fascistas. Dichas condiciones dejan en situación muy difícil a los
partidarios de la expropiación y de la gestión colectiva del espacio, y en cambio
favorecen a los que prefieren decorar, paliar y administrar su degradación. Sin
embargo la reconstrucción de una comunidad libre en un marco de relaciones
fraternales e igualitarias depende absolutamente de la existencia de circuitos
ajenos al capital y la mercancía, es decir, de un territorio que se ha de
sustraer al mercado donde pueda asentarse y protegerse la población segregada.
Las anteriores luchas contra el capital han contado siempre con zonas
exteriores y opacas. Ahora no. Por lo tanto, hay que crearlas, pero no
contentarse con eso.
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