Texto de Miquel Amorós basado en la charla de título
"Desarrollismo y Progresismo" enmarcada dentro de las "Jornadas
Crítica al Progreso" organizadas por la Federación de Estudiantes
Libertarios de la Universidad Autónoma de Madrid (FEL-UAM).
El
capitalismo ha alcanzado su cenit, ha traspasado el umbral a partir del cual
las medidas para preservarlo aceleran su autodestrucción. Ya no puede
presentarse como la única alternativa al caos; es el caos y lo será cada vez
más. Durante los años sesenta y setenta del pasado siglo, un puñado de
economistas disconformes y pioneros de la ecología social constataron la
imposibilidad del crecimiento infinito con los recursos finitos del planeta,
especialmente los energéticos, es decir, señalaron los límites externos del
capitalismo. La ciencia y la tecnología podrían ampliar esos límites, pero no
suprimirlos, originando de paso nuevos problemas a un ritmo mucho mayor que
aquél al que habían arreglado los viejos. Tal constatación negaba el elemento
clave de la política estatal de posguerra, el desarrollismo, la idea de que el
desarrollo económico bastaba para resolver la cuestión social, pero también
negaba el eje sobre el que pivotaba el socialismo, la creencia en un futuro
justo e igualitario gracias al desarrollo indefinido de las fuerzas productivas
dirigidas por los representantes del proletariado. Además, el desarrollismo
tenía contrapartidas indeseables: la destrucción de los hábitat naturales y los
suelos, la artificialización del territorio, la contaminación, el calentamiento
global, el agujero de la capa de ozono, el agotamiento de los acuíferos, el
deterioro de la vida en medio urbano y la anomia social. El crecimiento de las
fuerzas productivas ponía de relieve su carácter destructivo cada vez más
preponderante. La fe en el progreso hacía aguas; el desarrollo material
esterilizaba el terreno de la libertad y amenazaba la supervivencia. La
revelación de que una sociedad libre no vendría jamás de la mano de una clase
directora, que mediante un uso racional del saber científico y técnico
multiplicase la producción e inaugurara una época de abundancia donde todos
quedaran ahítos, no era más que una consecuencia de la crítica de la función
socialmente regresiva de la ciencia y la tecnología, o sea, del cuestionamiento
de la idea de progreso. Pero el progresismo no era solamente un dogma burgués,
era la característica principal de la doctrina proletaria. La crítica del
progreso implicaba pues el final no sólo de la ideología burguesa sino de la
obrerista. La solución a las desigualdades e injusticias no radicaba
precisamente en un progresismo de nuevo cuño, en otra idea del progreso
depurada de contradicciones. Como dijo Jaime Semprun, cuando el barco se hunde,
lo importante no es disponer de una teoría correcta de la navegación, sino
saber cómo fabricar con rapidez una balsa de troncos. Aprender a cultivar un
huerto como recomendó Voltaire, a fabricar pan o a construir un molino como
desean los neorrurales podría ser más importante que conocer la obra de Marx,
la de Bakunin o la de la Internacional Situacionista. Eso significa que los
problemas provocados por el desarrollismo no pueden acomodarse en el ámbito del
saber especulativo y de la ideología porque son menos teóricos que prácticos, y,
por consiguiente, la crítica tiene que encaminarse hacia la praxis. En ese
estado de urgencia, el cómo vivir en un régimen no capitalista deja de ser una
cuestión para la utopía para devenir el más realista de los planteamientos. Si
la libertad depende de la desaparición de las burocracias y del Estado, del
desmantelamiento de la producción industrial, de la abolición del trabajo
asalariado, de la reapropiación de los conocimientos antiguos y del retorno a
la agricultura tradicional, o sea, de un proceso radical de descentralización,
desindustrialización y desurbanización debutando con la reapropiación del
territorio, el sujeto capaz de llevar adelante esa inmensa tarea no puede ser
aquél cuyos intereses permanecían asociados al crecimiento, a la acumulación
incesante de capital, a la extensión de la jerarquía, a la expansión de la
industria y a la urbanización generalizada. Un ser colectivo a la altura de esa
misión no podría formarse en la disputa de una parte de las plusvalías del
sistema sino a partir de la deserción misma, encontrando en la lucha por
separarse la fuerza necesaria para constituirse.
Al
final de la era fordista, tras la subida de precios del petróleo como
consecuencia del cenit de la producción en Estados Unidos, conocemos la salida
que buscó la clase dirigente para preservar el crecimiento: un desarrollismo de
nuevo tipo, neoliberal, basado primero en el fin del Estado-nación, la
privatización de la función pública, el abandono del patrón oro, la energía
nuclear, la eliminación de las trabas aduaneras, el abaratamiento del
transporte, la globalización de los mercados, la expansión del crédito y la
desregulación del mundo laboral. Una segunda fase, algo más keynesiana,
rentabilizaría la destrucción acumulada mediante un desarrollismo llamado
sostenible, integrando el punto de vista ecologista en un capitalismo “verde”.
El Estado recuperaría un tanto su papel de impulsor económico que tenía en la
época anterior de capitalismo nacional financiando dicha modernización y
forzando el reciclaje de la población en el consumo de mercancía labelizada.
También conocemos las alternativas progresistas neokeynesianas que en el marco
del orden establecido reivindicaron “otra” globalización en donde las cargas
estuvieran mejor distribuidas, o lo que viene a ser lo mismo, una
mundialización tutelada por los Estados que respetara los intereses de la
burocracia obrerista y el estatus de las clases medias. Esta propuesta
descansaba en la falsa suposición de que el Estado era un instrumento neutral
frente al capitalismo, y no la adecuada expresión política de sus intereses.
Como quiera que fuera, ambas políticas –la neoliberal conservadora y la
neokeynesiana socialdemócrata– fracasaron al tropezar el capitalismo con sus
límites internos. La liquidación de las economías locales arruinó poblaciones
enteras que se fueron acumulando en las periferias de las metrópolis, dando
vida a inmensos poblados de chabolas. Innumerables masas emigraron a los países
“desarrollados”, extendiendo las consecuencias de la crisis demográfica a las
zonas privilegiadas del turbocapitalismo. Esta nueva mutación del capital
creaba una nueva división social: los integrados y los excluidos del mercado.
La contención de la exclusión quedó fundamentalmente en manos del Estado, en
absoluto neutro, obligado a desarrollar para la ocasión políticas represivas de
control de la inmigración y extenderlas a cualquier forma de disidencia. Por
otro lado, el carácter eminentemente especulativo de los movimientos
financieros internacionales y las políticas estatistas clientelares, tras una
década de euforia, condujeron a la bancarrota general del 2008, agravada por
las deudas que los Estados no habían podido rembolsar, precipitando una vuelta
al neoliberalismo mucho más dura. Las medidas draconianas son necesarias para
traspasar la crisis provocada por los Bancos y los Estados a la población
asalariada, mayoritariamente hipotecada. La pauperización material de un tercio
de la población se suma a una pauperización moral vieja de años, pero la
incapacidad irremediable de crecer lo suficiente de los Estados Unidos y la
Unión Europea si no es compensada con una demanda emergente, china o india,
proporcionará un marco crítico duradero donde podrá invertirse el proceso de
anomia. Potencialmente, y por mucho tiempo, el espectro de Grecia –las
condiciones griegas—asediará la conciencia de los dirigentes. La venganza o la
voluntad de desquite dominarán en los primeros momentos con toda la secuela de
conflicto y violencia, pero para construir habrá de darse en las masas vapuleadas
un sentimiento de dignidad a la par que el desarrollo de una conciencia
verdaderamente subversiva.
Paradójicamente,
en la fase actual de descomposición del sistema dominante, las contradicciones
internas ocultan las externas. El drama de la exclusión, el paro, la
precariedad, los recortes, los desahucios y el empobrecimiento de las clases
medias asalariadas, al poner por delante sus intereses inmediatos todavía
ligados al mantenimiento de un estilo de vida urbano, artificial y consumista,
han oscurecido momentáneamente la cuestión esencial, el rechazo del credo del
progreso, y, por consiguiente, el del modelo social y urbano que le es
inherente. En consecuencia, la creciente “huella ecológica” y la
insostenibilidad intrínseca de la supervivencia bien o mal abastecida bajo el
capitalismo no se han tenido en consideración, por lo que las exigencias
desindustrializadoras y desurbanizadoras parecen fuera de lugar. La protesta
urbana, obrera o populista, rechaza pagar la factura de la gestión desarrollista
anterior y así se contenta con exigir “otra” política, “otra” banca u “otro”
sindicalismo, a lo sumo, “otro” capitalismo, pero jamás se planteará seriamente
la ruralización o la desaparición de las metrópolis, es decir, otra manera de
convivir, otra sociedad u otro planeta. La mayoría de los habitantes de las
conurbaciones solamente busca o aspira a encontrarse con la naturaleza los
fines de semana, en tanto que consumidores de relax y paisaje, por lo que una
crítica antidesarrollista tiene serios problemas para darse a conocer fuera de
estrechos círculos, ya que la mentalidad urbana es incapaz de asumirla y los
desertores del asfalto son todavía pocos. Por otra parte, la población
campesina, residual, sufre un deterioro mental aún peor, fruto de su suburbanización,
y las más de las veces reproduce estereotipos ideológicos urbanos. La crítica
antidesarrollista no cuaja pues, ni en el medio rural, que debía ser el suyo,
ni en el medio urbano, mucho menos propicio. Por eso la materialización en la
práctica del antidesarrollismo como defensa del territorio se ve sometida a
multitud de inconsecuencias y limitaciones. El carácter específicamente local
de dicha defensa juega en su contra. Apenas se conforma una oposición contra
una nocividad particular, surgen acompañantes municipalistas, verdes o
nacionalistas, que tratan de confinarla como “nimby” en la localidad,
exprimirla políticamente y empantanarla en marismas jurídicas y
administrativas. Solamente en los casos en que ha conseguido aliados de las
conurbaciones gracias precisamente a los irregulares de la post ciudad, ha
podido formularse un interés general y desarrollarse un conflicto de
envergadura (p. e. contra trasvases, contra las líneas MAT, contra el TAV,
contra autopistas, centrales eólicas, etc.). Resumiendo, la defensa del
territorio está lejos mostrarse como el único conflicto realmente
anticapitalista, ya que, debido a las condiciones hostiles que debe afrontar,
no consigue constituir una comunidad de lucha estable y suficientemente
consciente que contribuya con eficacia a incrementar el número de renegados de
la urbe. Todavía no ha logrado transformar la descomposición urbana en fuerza
creativa rural, ni la oposición al desarrollismo territorial en barrera contra
la urbanización total.
Será
necesaria otra vuelta de tuerca en la crisis para que la cuestión urbana –el
problema de desmontar la conurbación- aparezca en el centro de la cuestión
social. En efecto, la conurbación es la forma ideal de la organización del
espacio por el capitalismo; una gran concentración de consumidores hecha
posible por la abundancia hasta ahora ilimitada de combustible fósil barato y
de agua potable. Es de suponer que un encarecimiento del combustible conduciría
a una crisis energética que pondría en peligro la agricultura industrial, el
sistema de vida urbano y la existencia misma de las conurbaciones. Igual
sucedería con una sequía prolongada que exigiera la construcción de numerosas
desaladoras funcionando con petróleo. Ese es el horizonte que perfila a corto
plazo la gran demanda de los países emergentes y el cenit de la producción
petrolífera a medio: el fin de la era de la energía barata. No hay remedio
posible puesto que la energía nuclear y las llamadas “renovables” son caras,
necesitan igualmente para su puesta en marcha ingentes cantidades de
combustible fósil cada vez menos al alcance y el ritmo de su producción nunca
podrá satisfacer las exigencias de un consumo creciente. El capitalismo verde
es una falacia y la globalización está entrando en su fase terminal; las
innovaciones tecnológicas no podrán salvarla. La perspectiva de un declive de
la producción industrial de energía pinta de negro el futuro de las
conurbaciones, puesto que un encarecimiento del transporte paralizará los
suministros y las volverá inviables. Los bloques de viviendas, los rascacielos,
los centros comerciales, los adosados residenciales, los polígonos logísticos,
las autopistas y demás se deteriorarán a gran velocidad. Entonces, los
sofisticados materiales de construcción, el aire acondicionado, los
electrodomésticos, los ordenadores, la calefacción central, la telefonía móvil
y los automóviles serán cosas del pasado. Además, el calentamiento global es
imparable puesto que el consumo de energías contaminantes es imposible de
aminorar, y, en pocos años, cuatro o cinco, desbocará el cambio climático y
entonces los daños provocados serán irreversibles. El decaimiento de la
agricultura industrial –esclava del fuel, de los abonos y herbicidas
petroquímicos—junto con las secuelas del calentamiento ‑incremento del efecto
invernadero, deforestación, erosión, salinización y acidificación de los
suelos, desertificación, sequías e inundaciones– desembocarán en una crisis
alimentaria de graves consecuencias. La mayoría de la población urbana quedará
desabastecida, viéndose impelida violentamente a buscar comida y combustible
fuera, desperdigándose por un campo esquilmado. El que este proceso de
expulsión del vecindario se efectúe de forma caótica y terrorista o transcurra
positivamente dependerá de la capacidad integradora de las comunidades de lucha
surgidas de la deserción y la defensa del territorio. Si éstas son débiles no
podrán enfrentarse a la avalancha de una población hambrienta y transformar su
desesperación en fuerza para el combate por la libertad y la emancipación. La
desagregación del turbocapitalismo daría lugar entonces a un reguero de
formaciones capitalistas primitivas defendidas por poderes locales y regionales
autoritarios. Será inevitable que la sociedad se contraiga y se vuelva intensamente
localista, pero lo pequeño no siempre es hermoso. Puede ser horrible si la
necesaria ruralización que habrá de afrontar las consecuencias de una
superpoblación repentina y brutal, no discurre por vías revolucionarias, es
decir, si se limita a una producción centralizada y privilegiada de comida y
energía en lugar de orientarse hacia la creación de comunidades libres y
autónomas capaces de resistir a la depredación post urbana. En definitiva, si
el proceso ruralizador no respira esa atmósfera de libertad que antaño se
atribuía a las ciudades.
A
fin de no caer en profecías apocalípticas y evitar que la ciencia ficción se
adueñe de los análisis futuristas postulando retornos al paleolítico o a la
barbarie de género cinematográfico, conviene considerar la crisis energética
como un marco general y un horizonte temporal que condicionará cada vez más el
acontecer social con el chantaje consabido de ‘o la energía o el caos’ sin por
lo tanto determinarlo completamente. La especulación novelesca es deudora de la
actitud contemplativa frente a la catástrofe, típica de la religión -o de su
equivalente secular, la ideología historicista- que considera lo que adviene
como resultado forzoso y no como una posibilidad entre muchas, un desenlace en
el tiempo fruto de múltiples variables: la conciencia del momento, la
inteligencia de los cambios, la configuración de fuerzas independientes, la
habilidad en captar las contradicciones que se manifiestan y en aprovechar las
ocasiones que se presentan... Ni el resultado explica enteramente el proceso,
ni el proceso, el resultado. El cenit no precede necesariamente a la extinción.
Entre los dos interviene el juego dialéctico de la táctica y de la estrategia
entre contrincantes con fuerzas desiguales, a corto y medio plazo. El juego de
la guerra social. Las esperanzas de los sectores aferrados a la conservación
del capitalismo de Estado en un decrecimiento paulatino, pacífico y voluntario
serán prontamente desmentidas por la brutalidad de las medidas de adaptación a
escenarios de escasez y penuria y la dinámica social violenta que van a
originar. Si bien el colapso catastrófico no va a producirse en fecha fija,
inminente, tampoco va a ser inevitable la entronización de un régimen
ecofascista; sin embargo, la probabilidad más o menos cercana de ambos
fenómenos puede servir para llevar la acción por derroteros consecuentes,
lográndose así en las sucesivas confrontaciones una salida favorable al bando
de los partidarios de un cambio social radical y libertario. Nada está
decidido, por lo que todo es posible, incluso las utopías y los sueños.
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