Salvo en situaciones de peligro inminente del sistema de dominación,
momento en que todas las reglas de juego quedan en suspenso y sólo la violencia
de clase decide –una especie de tolerancia cero generalizada–, las
instituciones han procurado integrar los movimientos de protesta antes que
reprimirlos, delimitando un espacio por el que moverse y tendiéndoles puentes
para comunicarse. En condiciones normales de dominio capitalista, la oposición
y la protesta han tenido su estatuto legal y sus medios de presión y
negociación, siendo las organizaciones catalogadas como representativas no sólo
una parte importante del mecanismo de control social, sino el complemento
necesario gracias al cual el interés particular de la dominación ha podido
presentarse ante la sociedad como interés universal.
Sin embargo, el capitalismo no se queda mucho tiempo en la misma
posición, y a medida que prosigue su avance, penetrando por todos los
resquicios de la vida y acaparando todo el territorio donde ésta languidece,
subvierte los cauces sociopolíticos que él mismo había establecido en la etapa precedente,
obligándoles a perecer o adaptarse. Así, los mecanismos de integración y
control tradicionales ‑los partidos, sindicatos y asociaciones, y con ellos,
los parlamentos, los convenios y los medios de comunicación–, modernizados
durante los años setenta, perdieron eficiencia en la década posterior. Desde
entonces no representan más que una protesta ficticia, poco creíble, falsa,
espectacular.
En la medida en que los intereses generales afloran, lo
hacen al margen de las instituciones, al modo salvaje, puramente negativo,
incontrolado.
Los motivos del colapso de la oposición institucionalizada
no son difíciles de adivinar: por una parte la descomposición de la base social
que la sostenía, las clases medias y trabajadoras; por la otra, el descrédito
que se desprende de su propia inoperancia, fruto de la burocratización, la
profesionalización y la corrupción.
Los patéticos intentos por reavivarla, bien a través de los autodenominados
movimientos sociales, bien mediante las plataformas cívicas, es decir, por
medio del juvenilismo y del ciudadanismo, no conducen a ninguna parte, pues por
estar dentro del sistema no se oponen realmente a nada, ya que sus intereses se
corresponden exactamente con los de la dominación. Su momento histórico ha
caducado, se les ha pasado el arroz. Para la protesta verdadera la oposición institucionalizada
es el problema, el enemigo y la amenaza.
Existe aún una razón mayor de rechazo todavía no expuesta, y
ésta se deduce de la incompatibilidad absoluta del capitalismo en su fase
actual con las formas burguesas democráticas, por la imposibilidad de
formularse en ellas un interés de clase que pueda disfrazarse de general, es
decir, que pueda separarse un ápice de los intereses privados de las grandes
empresas y los bancos. En la sociedad del espectáculo no puede haber, ni siquiera
entre los estratos dominantes, debate libre o información mínimamente veraz.
Por eso la protesta salvaje no se erige en defensa de intereses verdaderamente
generales, sino como rechazo frontal del interés privado representado en las
instituciones.
Eso es bien visible en los conflictos territoriales y en las
luchas antidesarrollistas. La protesta nace en nombre de intereses concretos
lesionados, casi siempre locales, pero si consigue forzar algo parecido a un
debate público, si logra edificar medios contra informativos e instituciones
alternativas que lo hagan posible, entonces dicho interés puede reformularse como
interés general, al margen y en contra de los mecanismos de integración y
control institucional.
La sociedad capitalista ha sido siempre una sociedad disciplinaria
y ese aspecto no ha cambiado con la mundialización y el nuevo ciclo verde. Pero
ya no se trata de disciplinar al individuo como productor, padre de familia (es
decir, como reproductor), creyente o patriota. Por eso los clásicos lugares de
domesticación, la familia, la escuela, el ejército, la iglesia y la fábrica,
entran en crisis. La quiebra de los mecanismos de integración y control
político es parte de esa crisis, pues tampoco es cuestión del individuo como militante
o votante. En el nuevo capitalismo el individuo ha de ser adiestrado solamente
como habitante, a la vez consumidor y turista, para lo cual no tiene más que
pasar de un lugar de encierro a otro, de su casa al trabajo o la escuela, del
trabajo al sindicato, etc. Toda la sociedad, gracias a la urbanización total del
territorio, se convierte en un gigantesco lugar de confinamiento, sin más
reglas que las del consumo y las del espectáculo. La información es pura
propaganda del nuevo régimen. Eso implica un nuevo reparto del espacio
(incluido el virtual) y nuevo ordenamiento del tiempo, y por lo tanto, nuevos
mecanismos de control social, nuevos métodos de integración. El control ha de
enfrentarse al relajamiento de las barreras antaño bien específicas. En las
empresas se hablará de Responsabilidad Social Corporativa ‑abreviando, RSC–; en
los consistorios de las grandes urbes, de dispersión de los guetos de
inmigrantes; en la administración y gestión del territorio, de gobernanza
interactiva o participación transversal.
Todas ellas forman parte de la misma realidad que los
códigos penales “de la democracia”, las recientes ordenanzas municipales, la
video vigilancia, el sistema FIES, los campos de internamiento de
indocumentados, los centros comerciales, la ingeniería genética y la
autodenominada “economía sostenible.” Pues las mencionadas RSC, impedimento de suburbios
étnicos y “democracia participativa”, no discurren en un ambiente democrático
burgués tradicional, sino que están inmersas en un estado de excepción difuso,
disimulado y sancionado por leyes.
La Responsabilidad Social Corporativa es una filosofía patronal
que recuerda al fordismo y a la cogestión alemana de posguerra, aunque sin su
voluntad hegemónica. Nació como reacción de un sector del empresariado a la ola
de escándalos tipo Enron y a la actual crisis financiera e inmobiliaria. Dicha crisis
ha modificado el modelo económico desarrollista, al trasladar al Estado y a las
industrias de alta tecnología, la función que desempeñaba la especulación
monetaria o bursátil, el endeudamiento y la urbanización, consolidando la división
de la masa laboral en dos mitades completamente ajenas una de la otra. Por una
parte, los trabajadores “privilegiados”, o sea, con empleo fijo, convenios
regulares e hipotecas pagaderas; por la otra, los trabajadores precarios, con
contratos basura o cobrando en negro, atrapados por las deudas, en su mayoría
inmigrantes o jóvenes acabados de incorporar al mercado.
Unos están ligados a los sectores económicos emergentes, a bastiones
de la burocracia sindical, o al Estado (funcionarios); otros, al sector duro de
la economía: el turismo, la construcción, el comercio, la distribución, la
limpieza o el cuidado de ancianos. Para éstos sirven la política del palo, los horarios
infames, el sueldo mínimo, el permiso de residencia y la amenaza de exclusión. Para los otros, la estabilidad, la promoción, la formación continua,
el reparto de beneficios, la ecología de empresa, la conciliación familiar y
los siquiatras. Unos son controlados por asistentes sociales, educadores del
suburbio y policías de proximidad; los otros, mediante los burócratas
sindicales, la sicofarmacopea y la RSC. Esta última, ni que decir tiene, cuenta
con el mayor beneplácito de los sindicatos y los ministerios, que son quienes
realmente la promocionan. No constituye más que un factor de división añadido
en el mundo del trabajo, desempolvar una vieja máxima patronal contra la lucha
de clases: “un trabajador satisfecho con la empresa es un defensor acérrimo de
la empresa”. Ahora aparece como subproducto del desarrollismo “sostenible”, sin
más objetivo que el de impedir la emergencia de un movimiento autónomo al calor
de una coyuntura laboral conflictiva.
La crisis financiero-inmobiliaria es una crisis interna, estructural,
que ha inducido cambios macroeconómicos en el modelo capitalista, pero dichos
cambios no cuestionan los límites externos de dicho modelo, aquellos a los que
el desarrollismo (el crecimiento) obliga a retroceder, con la secuela
inacabable de catástrofes ecológicas y sociales. La verdadera crisis es
externa, es la que se deduce de la incompatibilidad radical entre el
capitalismo y la vida en la tierra. Todo avance del sistema implica no
solamente una artificialización mayor de la vida, una anomia social y un desarraigo
material y moral completo, sino la creación de unas condiciones cada vez más
extremas de supervivencia que extienden por doquier la posibilidad de
conflictos. La cuestión social moderna no es capaz de surgir en las crisis
internas sino como espectáculo, pues dentro del sistema los mecanismos de integración
todavía funcionan. Un ejemplo clarísimo han sido los movimientos alter
globalizadores, venidos muy a propósito para reestablecer la legitimidad de la
política.
La cuestión social emerge en los límites transgredidos por
el crecimiento capitalista y no como pura negación, al modo de los guetos
franceses o ingleses, sino como defensa de otra forma de vida, de una vida
fuera del capitalismo. La cuestión social aflora, aun contra el deseo de sus
protagonistas, en la defensa del mundo rural, en la lucha contra las centrales nucleares
y los trasvases, en la resistencia a la urbanización, en el sabotaje de la
agricultura transgénica, en el combate contra la construcción de grandes
infraestructuras, desde el Tren de Alta Velocidad a las Líneas de Muy Alta
Tensión, pasando por los cinturones, los aeropuertos y las autopistas.
Los dirigentes son conscientes de que el conflicto principal
latente no lo representan las movidas estudiantiles contra el plan Bolonia o
los intentos por importar la revuelta griega, sino la “cultura del no” de la
defensa del territorio. Sólo en dichos conflictos han hecho aparición formas
incipientes de democracia directa (por ejemplo, la Asamblea Anti TAV, la
coordinadora Galiza Non Se Vende y en mucha menor medida la Plataforma en
Defensa de las Tierras del Ebro) y han sido presentados modelos alternativos al
desarrollismo no capitalistas. Los dirigentes más ligados al capitalismo verde
y al Estado creen que en la nueva fase desarrollista, mucho más destructiva que
las anteriores por más que proclame su respeto al medio ambiente, el conflicto
no podrá ser impedido, por lo que ha de reconocerse y reconducirse. En segundo
lugar, la colaboración de la población en todo el proceso de reconversión verde
es más necesaria que en fases anteriores, dado que ha de disciplinarse según pautas
ecológicas de consumo, movilidad y ahorro en aparente contradicción con el despilfarro
precedente. Llega pues la hora de la “democracia participativa”, de la búsqueda
de interlocutores auxiliares para los conflictos entre la sociedad civil y los
intereses empresariales aliados con la administración. Dado que las formas de
integración tradicionales no pueden ser útiles directamente, son necesarios
organismos intermediarios de transacción capaces de sostener y defender
acuerdos puntuales a cambio de tolerar las agresiones al territorio. No basta
con la creación de lobbys propagandísticos y Comisiones Locales de Información
–en realidad, de Desinformación– como en la época de construcción de las
centrales nucleares. Los consistorios de los pueblos, las asociaciones
vecinales y las plataformas cívicas son ese eslabón perdido de la seudo democracia
posburguesa, al que se le asigna el trabajo de desactivación de la protesta
salvaje y sus modales anticapitalistas. La llamada democracia participativa no
es en realidad ninguna democracia. No aparece para defender un interés general
a partir de una agresión concreta, sino para negociar intereses particulares
enfrentados, los de los grupos de afectados y las corporaciones
económico-administrativas.
No emana de las luchas antidesarrollistas, sino de las disposiciones
contra ellas. No interviene para impedir la destrucción del territorio, sino
para elevar el precio de dicha destrucción, incorporándole los costes sociales
tal como los valora el mercado. La democracia participativa solamente fija unos
nuevos límites institucionales, cuyo conocimiento es propagado por los Mass
media, más allá de los cuales entra en juego la fuerza pública. Así pues,
desempeña el poco honroso papel de obstaculizar el resurgimiento de la democracia
real, de la autogestión territorial, que no tienen otra base que la apropiación
del territorio por sus habitantes, su rescate del mercado.
En resumen, toda lucha que no cuestione el modelo de sociedad
capitalista esta condenada a reforzarlo. Nadie puede ignorar que los intereses
económicos dominantes son radicalmente contrarios a los de los habitantes. Y
asimismo nadie puede ignorar que el sistema político en el que transcurren los
conflictos no es democrático burgués, sino criptototalitario. Por lo tanto, las
formas de representatividad institucional están al servicio directo del
capitalismo y son incompatibles con la democracia horizontal de las asambleas, la
única verdadera para los oprimidos.
Las luchas en defensa del territorio que no tengan en cuenta
eso no son luchas reales, sino simulacros, y sus agentes trabajan para el
enemigo.
Charla-debate en la universidad
pirata de Viladecans, 9 de diciembre de 2009. Reproducido en el libro “Ez
Araban Inon!”, de la Asamblea contra el TAV de Gasteiz, junio de 2010.
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