De la servidumbre moderna es una película
documental
franco-colombiana
realizada en 2009
por Jean-François Brient
completamente libre de derechos de autor. Fue elaborada a partir de fragmentos
malversados de películas de ficción y de documentales. El objetivo central de
esta película es revelar la condición del esclavo
moderno en el marco del sistema totalitario
mercantil y dar a conocer las formas de mistificación que ocultan su condición
servil.
Jean-François
Brient
Mi optimismo está basado en la certeza de que esta
civilización está por derrumbarse. Mi pesimismo, en todo lo que hace por
arrastrarnos en su caída.
La servidumbre moderna es una esclavitud voluntaria,
consentida por la muchedumbre de esclavos que se arrastran por la faz de la
tierra. Ellos mismos compran las mercancías que los esclavizan cada vez más.
Ellos mismos procuran un trabajo cada vez más alienante que se les otorga si
demuestran estar suficientemente amansados. Ellos mismos eligen los amos a quienes
deberán servir. Para que esta tragedia absurda pueda tener lugar, ha sido
necesario despojar a esa clase de la conciencia de su explotación y de su alienación.
He ahí la extraña modernidad de nuestra época. Al igual que los esclavos de la antigüedad,
que los siervos de la Edad Media y que los obreros de las primeras revoluciones
industriales, estamos hoy en día frente a una clase totalmente esclavizada,
solo que no lo sabe o más bien, no lo quiere saber.
He ahí la pesadilla de los esclavos modernos que no aspiran
sino a ser llevados por la danza macabra del sistema de la alienación.
La opresión se moderniza expandiendo por todas partes las
formas de mistificación que permiten ocultar nuestra condición de esclavos.
Mostrar la realidad tal como es y no tal como la presenta el
poder, constituye la subversión más genuina. Sólo la verdad es revolucionaria.
A medida que construyen su mundo con la fuerza alienada de
su trabajo, el decorado de este mundo se vuelve la cárcel donde tendrán que
vivir. Un mundo sórdido, sin sabor ni olor, que lleva en sí la miseria del modo
de producción dominante.
Este decorado está en permanente construcción, nada en él es
constante. La remodelación continua del espacio que nos rodea está justificada
por la amnesia generalizada y la inseguridad con las que tienen que vivir sus
habitantes. Se trata de cambiarlo todo a la imagen del sistema: el mundo se
vuelve como una fábrica, cada vez más sucio y ruidoso.
Cada parcela de este mundo es propiedad de un Estado o de un
particular. Este robo social que es la apropiación exclusiva de la tierra se
materializa en la omnipresencia de los muros, de las rejas, de las cercas, de
las barreras y de las fronteras. Son las marcas visibles de esa separación que
lo invade todo.
Pero al mismo tiempo, la unificación del espacio, según los
intereses de la cultura mercantil, es el gran objetivo de nuestra triste época.
El mundo debe convertirse en una inmensa autopista, absolutamente eficiente,
para facilitar el transporte de las mercancías. Todo obstáculo, natural o
humano, debe ser destruido. La concentración inhumana de esa masa de esclavos
es fiel reflejo de su vida: se asemeja a las jaulas, a las cárceles, a las
cavernas. Pero a diferencia del esclavo o del prisionero, el explotado de la
época moderna debe pagar por su jaula. En este estrecho y lúgubre espacio en
donde vive, el esclavo acumula las mercancías, que según los mensajes
publicitarios omnipresentes, deberán traerle la felicidad y la plenitud. Pero
entre más acumula mercancías, más se aleja de él la posibilidad de acceder un
día a la felicidad.
La mercancía, ideológica por esencia, despoja de su trabajo
al que la produce y despoja de su vida al que la consume. En el sistema
económico dominante, ya no es la demanda la que condiciona la oferta, sino la
oferta la que determina la demanda. Es así como, de manera periódica, surgen
nuevas necesidades consideradas vitales por la inmensa mayoría de la población:
primero fue el radio, luego el carro, el televisor, el computador y ahora el
celular.
Todas estas mercancías, distribuidas masivamente en un corto
lapso de tiempo, modifican en profundidad las relaciones humanas: sirven por un
lado para aislar a los hombres un poco más de sus semejantes y por otro, para
difundir los mensajes dominantes del sistema. Las cosas que poseemos terminan
por poseernos.
Pero es cuando se alimenta que el esclavo moderno ilustra
mejor el estado de decadencia en que se encuentra. Disponiendo cada vez de
menos tiempo para preparar la comida que ingiere, se ve reducido a consumir a
la carrera lo que la industria agroquímica produce. Erra por los supermercados
en busca de los sucedáneos que la sociedad de la falsa abundancia consiente en
darle. Su elección no es más que una ilusión. La abundancia de los productos
alimentarios no disimula sino su degradación y su falsificación. No son otra
cosa que organismos genéticamente modificados, una mezcla de colorantes y
conservantes, de pesticidas, de hormonas y de otros tantos inventos de la
modernidad. El placer inmediato es la regla del modo de alimentación dominante,
así como la de todas las formas de consumo.
Pero es frente a la indigencia de la mayoría que el hombre
occidental se regocija de su posición y de su consumo frenético. Por tanto, la
miseria está dondequiera que reine la sociedad mercantil totalitaria. La
escasez es el revés de la moneda de la falsa abundancia.
Aunque la producción agroquímica es suficiente para
alimentar a la totalidad de la población, en un sistema que hace de la
desigualdad un criterio de progreso, el hambre no deberá desaparecer jamás.
La otra consecuencia de la falsa abundancia alimentaria es
la multiplicación de las fábricas de concentración y el exterminio bárbaro y a
gran escala de las especies que sirven para alimentar a los esclavos. Esta es
la esencia misma del modo de producción dominante. La vida y la humanidad no
resisten más ante el afán de lucro de unos cuantos.
El pillaje de los recursos del planeta, la abundante
producción de energía o de mercancías, los residuos y los desechos del consumo
ostentoso hipotecan las posibilidades de supervivencia de nuestra tierra y de
las especies que la pueblan. Pero para darle paso al capitalismo salvaje, el
crecimiento no deberá parar jamás. Hay que producir, producir y volver a
producir cada vez más.
Y son los mismos que contaminan quienes se presentan hoy en
día como los salvadores del planeta. Esos imbéciles de la industria del
espectáculo, patrocinados por las firmas multinacionales, intentan convencernos
de que un simple cambio en nuestros hábitos bastará para salvar al planeta del
desastre. Y mientras que nos culpan, continúan contaminando sin cesar el medio
ambiente y nuestro espíritu. Esas pobres tesis seudo-ecológicas son repetidas
por todos los políticos corruptos que necesitan eslóganes publicitarios. Pero
se cuidan bien de no proponer un cambio radical en el sistema de producción. Se
trata, como siempre, de cambiar algunos detalles para que lo esencial siga siendo
igual.
¿Qué harían sin esta tortura que es el trabajo? Son estas
actividades alienantes las que nos presentan como una liberación. ¡Qué
mezquindad y qué desdicha!
Siempre apresurado por el cronómetro o el látigo, cada gesto
de los esclavos está calculado a fin de aumentar la productividad. La
organización científica del trabajo constituye la esencia misma de la
desposesión de los trabajadores, del fruto de su trabajo y del tiempo que pasan
en la producción automática de las mercancías o de los servicios. La actividad
del trabajador se confunde con el de una máquina en las fábricas, o con el de
un computador en las oficinas. El tiempo pagado no se recupera jamás.
De esta manera, a cada empleado se le asigna un trabajo
repetitivo, ya sea intelectual o físico. Él es un especialista en su área de
producción. Esta especialización se reproduce a escala planetaria en el marco
de la división internacional del trabajo. Se concibe en Occidente, se produce
en Asía, se muere en África.
A medida que el sistema de producción coloniza todos los
sectores de la vida, el esclavo moderno, no conforme con su servidumbre en el
trabajo, sigue desperdiciando su tiempo en las actividades de esparcimiento y
las vacaciones planificadas. Ningún momento de su vida escapa al dominio del
sistema. Cada instante de su vida ha sido invadido. Es un esclavo de tiempo
completo.
La degradación generalizada de su medio ambiente, del aire
que respira, y de la comida que consume; el stress de sus condiciones laborales
y de la totalidad de su vida social son el origen de las nuevas enfermedades
del esclavo moderno. Su condición servil es una enfermedad para la cual no
existirá jamás ninguna medicina. Sólo la completa liberación de la condición en
la que se encuentra, puede permitirle al esclavo moderno reponerse de su
sufrimiento.
La medicina occidental no conoce sino un remedio contra los
males que sufren los esclavos modernos: la mutilación. Es a base de cirugías,
de antibióticos o de quimioterapia que se trata a los pacientes de la medicina
mercantil. Nunca se ataca el origen del mal sino sus consecuencias, porque la
búsqueda de las causas nos conduciría inevitablemente a la condenación
implacable de la organización social en su totalidad.
Así como el sistema actual ha convertido cada elemento de
nuestro mundo en una simple mercancía, también ha hecho de nuestro cuerpo una
mercancía, un objeto de estudio y experimentación para los seudo-sabios de la
medicina mercantil y de la biología molecular. Los amos del mundo ya están a
punto de patentar todo lo viviente. La secuencia completa del ADN del genoma
humano es el punto de partida de una nueva estrategia puesta en marcha por el
poder. La decodificación genética no tiene otra finalidad que la de ampliar
considerablemente las formas de dominación y de control.
Como tantas otras cosas, nuestro cuerpo ya no nos pertenece.
Lo mejor de su vida se le escurre por los dedos, pero él
continúa porque tiene la costumbre de obedecer desde siempre. La obediencia se
ha convertido en su segunda naturaleza. Obedece sin saber por qué, simplemente
porque sabe que tiene que obedecer.
Obedecer, producir y consumir, he ahí el tríptico que domina
su vida. Obedece a sus padres, a sus profesores y a sus patrones, a sus
propietarios y a sus mercaderes. Obedece a la ley y a las fuerzas del orden,
obedece a todos los poderes porque no sabe hacer otra cosa.
No hay nada que lo asuste más que la desobediencia, porque
la desobediencia es el riesgo, la aventura, el cambio. Así como el niño entra
en pánico apenas pierde de vista a sus padres, el esclavo moderno se siente
desorientado sin el poder que lo ha creado. Por eso, continúa obedeciendo.
El miedo ha hecho de nosotros unos esclavos y nos mantiene
en esa condición. Nos inclinamos ante los amos del mundo; aceptamos esta vida
de humillaciones y de miseria, solamente por temor.
Sin embargo, nosotros disponemos de la fuerza numérica
frente a la minoría que gobierna. Su fuerza no la obtienen de su policía sino
de nuestro consentimiento.
Justificamos nuestra cobardía al enfrentamiento legítimo
contra las fuerzas que nos oprimen con un discurso lleno de humanismo
moralizador. El rechazo a la violencia revolucionaria está anclado en los
espíritus de aquellos que se oponen al sistema defendiendo unos valores que el
mismo sistema les ha enseñado.
Pero cuando se trata de conservar su hegemonía, el poder no
vacila nunca en utilizar la violencia.
Sin embargo, existen algunos individuos que escapan al
control de las conciencias, pero están bajo vigilancia. Todo acto de rebelión o
de resistencia es asimilado como una actividad desviada o terrorista. La
libertad no existe sino para aquellos que defienden los imperativos
mercantiles. A partir de ahora, la verdadera oposición al sistema dominante es totalmente
clandestina. Contra esos opositores, la represión es la regla vigente. Y el
silencio de la mayoría de los esclavos frente a esta represión es justificada
por el propósito mediático y político de negar el conflicto que existe en la
sociedad real.
Como todos los seres oprimidos de la historia, el esclavo
moderno necesita de su mística y de su dios para anestesiar el mal que le
atormenta y el sufrimiento que le agobia.
Pero este nuevo dios, a quien entregó su alma, no es más que
la nada. Un trozo de papel, un número que tiene sentido solo porque todos han
decidido dárselo. Es por este nuevo dios que estudia, trabaja, riñe y se vende.
Es por este nuevo dios que ha abandonado sus valores y está dispuesto a hacer
lo que sea. Él cree que entre más plata posea más se librará de la coacción que
lo sujeta. Como si la posesión fuera de la mano de la libertad. La liberación
es una ascesis que proviene del dominio de sí mismo; un deseo y una voluntad de
actuar. Está en el ser y no en el tener. Pero hay que decidirse a no servir ni
obedecer más. Falta ser capaz de romper con unos hábitos que nadie, al parecer,
osa poner en tela de juicio.
Ahora bien, el esclavo moderno está convencido de que no
existe alternativa a la organización del mundo presente. Se ha resignado a esta
vida porque piensa que no puede haber otra. Es ahí en donde reside la fuerza de
la dominación presente: hacer creer que este sistema que ha colonizado toda la
superficie de la Tierra es el fin de la historia. Ha convencido a la clase dominada
que adaptarse a su ideología equivale a adaptarse al mundo tal como es y tal
como ha sido siempre. Soñar con otro mundo se ha convertido en un crimen
condenado al unísono por los medios y por todos los poderes. El criminal es en realidad
aquel que contribuye, consciente o no, a la demencia de la organización social dominante.
No hay locura más grande que la del sistema presente.
Ante la devastación del mundo real, es necesario para el
sistema colonizar la conciencia de los esclavos. Es por eso que el sistema
dominante ha decidido enfocarse en la disuasión que, desde la más pequeña edad,
cumple el papel preponderante en la formación de los esclavos. Ellos deben
olvidar su condición servil, su prisión y su vida miserable.
Basta con ver esa muchedumbre hipnótica, conectada a las
pantallas que acompañan su vida cotidiana. Ellos disfrazan su insatisfacción
permanente con el reflejo manipulado de una vida soñada, hecha de dinero, de
gloria y de aventura. Pero sus sueños son tan lamentables como su vida miserable.
Hay imágenes para todo y para todos. Esas imágenes llevan en
sí el mensaje ideológico de la sociedad moderna y sirven de instrumento de
unificación y de propaganda.
Se multiplican a medida que el hombre es despojado de su
mundo y de su vida. Es el niño el primer blanco de esas imágenes. Hay que
volverlos estúpidos y extirparles toda forma de reflexión y de crítica. Todo
ello se hace, claro está, con la desconcertante complicidad de sus padres,
quienes han desistido ante el impacto de los medios modernos de comunicación.
Ellos mismos compran todas las mercancías necesarias para la
esclavización de su progenie. Se desentienden de la educación de sus hijos y se
la dejan al sistema del embrutecimiento y de la mediocridad.
Hay imágenes para todas las edades y para todas las clases
sociales. Los esclavos modernos confunden esas imágenes con la cultura y, a
veces, con el arte. Se recurre constantemente a los instintos más bajos para
vender cualquier mercancía. Y es la mujer, doblemente esclava en la sociedad presente,
la que paga el precio más alto.
Ella es presentada como simple objeto de consumo. La
rebelión ha sido también reducida a una imagen desprovista de su potencial
subversivo. La imagen sigue siendo la forma de comunicación más directa y más
eficaz: crea modelos, embrutece a las masas, les miente, les infunde
frustraciones y les insufla la ideología mercantil. Se trata, pues, una vez más
y como siempre, del mismo objetivo: vender, modelos de vida o productos,
comportamientos o mercancías, vender no importa qué, pero vender.
Esos pobres hombres se divierten, pero ese divertimiento no
sirve más que para distraerlos del auténtico mal que los acosa. Han dejado que
hicieran de su vida cualquier cosa y fingen sentirse orgullosos de ello.
Intentan lucir satisfechos pero nadie les cree; ni ante al frío reflejo del
espejo, alcanzan a engañarse. Pierden su tiempo delante de unos imbéciles que
los hacen reír o cantar, soñar o llorar.
A través del deporte mediático, se representa el éxito y el
fracaso, el esfuerzo y las victorias que el esclavo moderno ha dejado de vivir
en carne propia. Su insatisfacción lo incita a vivir por encargo frente a su
aparato de televisión. Mientras que los emperadores de la Antigua Roma
compraban la sumisión del pueblo con pan y circo, hoy en día, es con divertimientos
y consumo del vacío que se compra el silencio de los esclavos.
El control de las conciencias es el resultado de la
utilización viciada del lenguaje por la clase económica y socialmente
dominante. Siendo el dueño de todos los medios de comunicación, el poder
difunde la ideología mercantil a través de la definición fija, parcial y
amañada que le atribuye a las palabras.
Las palabras son presentadas como si fueran neutras y su
definición como evidente.
Controladas por el poder, designan siempre una cosa muy
distinta a la vida real.
Es ante todo un lenguaje de la resignación y de la
impotencia, el lenguaje de la aceptación pasiva de las cosas tal como son y tal
como deben permanecer. Las palabras actúan por cuenta de la organización
dominante de la vida y el hecho mismo de utilizar el lenguaje del poder, nos
condena a la impotencia.
El problema del lenguaje es el punto esencial de la lucha
por la emancipación humana. No es una forma de dominación que se añada a otra
sino que es el centro mismo del proyecto de sometimiento del sistema mercantil
totalitario.
Es a través de la reapropiación del lenguaje y, por tanto,
de la comunicación real entre las personas, que surge de nuevo la posibilidad
de un cambio radical. Es en este sentido que el proyecto revolucionario
converge con el proyecto poético. En la efervescencia popular, la palabra
hablada es re-aprendida y reinventada por extensos grupos. La espontaneidad
creativa se encuentra en cada uno y nos une a todos.
No obstante, los esclavos modernos se sienten todavía
ciudadanos. Creen votar y decidir libremente quién conducirá sus asuntos, como
si aún pudieran elegir. Pero, cuando se trata de escoger la sociedad en la que
queremos vivir, ¿creen ustedes que existe una diferencia fundamental, entre la
socialdemocracia y la derecha populista en Francia, entre demócratas y
republicanos en Estados Unidos y entre laboristas y conservadores en el Reino
Unido? No existe ninguna oposición, puesto que los partidos políticos
dominantes están de acuerdo en lo esencial: la conservación de la presente
sociedad mercantil. Ninguno de los partidos políticos que pueden acceder al
poder pone en entre dicho el dogma del mercado. Y son esos mismos partidos los
que, con la complicidad mediática, acaparan las pantallas; riñen por pequeños
detalles con la esperanza de que todo siga igual; se disputan por saber quién
ocupara los puestos que les ofrece el parlamentarismo mercantil. Esas pobres
querellas son difundidas por todos los medios de comunicación con el fin de
ocultar un verdadero debate sobre la elección de la sociedad en la que queremos
vivir. La apariencia y la futilidad dominan sobre el profundo enfrentamiento de
ideas. Todo esto no se parece en nada, ni de lejos, a una democracia. La
democracia real se define en primer lugar y ante todo por la participación
masiva de los ciudadanos en la gestión de los asuntos de la ciudad. Es directa
y participativa. Encuentra su expresión más autentica en la asamblea popular y
en el dialogo permanente sobre la organización de la vida en común. La forma
representativa y parlamentaria que usurpa el nombre de democracia limita el
poder de los ciudadanos al simple derecho de votar; es decir, a nada. Escoger
entre gris claro y gris oscuro no es una elección verdadera.
Las sillas parlamentarias son ocupadas en su inmensa mayoría
por la clase económicamente dominante, ya sea de derecha o de la pretendía
izquierda social demócrata.
No hay que conquistar el poder, hay que destruirlo. Es
tiránico por naturaleza, sea ejercido por un rey, un dictador o un presidente
electo. La única diferencia en el caso de la “democracia” parlamentaria es que
los esclavos tienen la ilusión de elegir ellos mismos al amo que deberán
servir. El voto los ha hecho cómplices de la tiranía que los oprime. Ellos no
son esclavos porque existen amos, sino que los amos existen porque ellos han
elegido mantenerse esclavos.
El sistema dominante se define entonces por la omnipresencia
de su ideología mercantil. Ocupa a la vez todos los espacios y todos los sectores
de la vida. No profesa más que: produce, vende, consume, acumula. Ha reducido
todas las relaciones humanas a unas parcas relaciones mercantiles, y considera
que nuestro planeta es una simple mercancía. La función que nos asigna es el
trabajo servil. El único derecho que reconoce es el derecho a la propiedad
privada. Al único dios que rinde culto es al dinero.
El monopolio de la apariencia es total. Solo aparecen los
hombres y los discursos favorables a la ideología dominante. La crítica de este
mundo se ahoga en el mar mediático que determina qué está bien y qué está mal,
lo que se puede y lo que no se puede ver.
Omnipresencia de la ideología, culto al dinero, monopolio de
la apariencia, partido único disfrazado de pluralismo parlamentario, ausencia
de una oposición visible, represión en todas sus formas, voluntad de
transformar al hombre y al mundo: He ahí la verdadera cara del totalitarismo
moderno que ellos llaman “democracia liberal”, pero que es hora de llamar por
su verdadero nombre: el sistema mercantil totalitario.
El hombre, la sociedad y todo nuestro planeta están al
servicio de esta ideología. El sistema mercantil totalitario ha logrado lo que
ningún otro totalitarismo había podido: ocupar cada resquicio del planeta. Hoy
en día, ninguna forma de exilio es posible.
A medida que la opresión se expande por todos los sectores
de la vida, la rebelión toma el aspecto de una guerra social. Los motines
renacen y anuncian que la revolución está por llegar.
La destrucción de la sociedad mercantil totalitaria no es un
asunto de opinión, es una necesidad absoluta en un mundo que se sabe condenado.
Ya que el poder está en todas partes, es por todas partes y por todo el tiempo
que hay que combatirlo.
La reinvención del lenguaje, el trastorno permanente de la
vida cotidiana, la desobediencia y la resistencia son las palabras claves de la
rebelión contra el orden establecido. Pero para que de esta rebelión surja una
revolución hay que encaminar las subjetividades a un frente común.
Es en la unidad de todas las fuerzas revolucionarias que hay
que obrar. Esta no se puede conseguir más que siendo conscientes de nuestros
fracasos pasados: ni el reformismo estéril ni la burocracia totalitaria pueden
ser una solución para nuestra inconformidad. Se trata de inventar nuevas formas
de organización y de lucha.
La autogestión en las empresas y la democracia directa a
escala comunal constituyen las bases de esta nueva organización que debe ser
anti-jerárquica, tanto en la forma como en el contenido.
Al poder no hay que conquistarlo, hay que destruirlo.
¿Pesimismo dice el autor? No conozco ejemplos de que el poder haya sido destruido, sí transformado.
ResponderEliminarEn efecto, María Luisa, el poder se transforma. Pero la sentencia no está nada mal como horizonte a seguir.
ResponderEliminar«Mientras el capitalismo mundial va titubeando de una crisis política y económica a otra, la rivalidad entre las principales potencias por los mercados, los recursos y la obtención de ventajas estratégicas amenaza con hundir a la humanidad en un conflicto catastrófico que devastaría el planeta»
ResponderEliminarAmigo Loam, ya me hubiese gustado a mí escribir esta sentencia (no está a mi alcance), pero tanto ésta, como la profunda reflexión de Jean-François Brient, se asemejan bastante. Como muy bien reza al final, al poder hay que destruirlo, y cuanto antes mejor; aunque mucho me temo que llegamos tarde para todo.
El documental lo veré en cuanto tenga más tiempo. Ah, la sentencia es de Peter Symonds.
Abrazo.
Es posible que no podamos destruir al poder, pero sólo está vencida la persona que no lucha.
ResponderEliminarGracias, Rafa él, por tan magnífica cita.
Un abrazo y salud!