Capítulo extraído del ensayo de Claude Bitot:
Investigación
sobre el capitalismo llamado triunfante.
Título original: Enquête sur le capitalisme dit triomphant
Traductor: Emilio Madrid Expósito
Primera edición en español: Julio de 2002
Ediciones Espartaco Internacional
II
LA DECADENCIA DE LA DEMOCRACIA BURGUESA
Breve evocación
Por democracia en régimen capitalista no hay que entender “el
gobierno del pueblo”, como su sentido etimológico podría hacer creer.
Ciertamente, el poder político parece salido del pueblo, puesto que es él el
que con sus sufragios designa a sus representantes en el parlamento. Pero es
olvidar que el pueblo está dividido en clases y que en una sociedad de clases, “los
pensamientos de la clase dominante son también, en todas las épocas, los
pensamientos dominantes, o dicho de otra manera, la clase que es la potencia
material dominante de la sociedad, es también la potencia dominante espiritual.
La clase que dispone de los medios de la producción material dispone, al mismo
tiempo, de los medios de la producción intelectual, de suerte que, lo uno
conlleva lo otro, los pensamientos de aquellos a los que se les niegan los
medios de la producción intelectual, están sometidos por eso mismo a esta clase
dominante” (Marx-Engels, “la Ideología alemana”). Por consiguiente, se podrá hacer
votar a las clases dominadas tanto como se quiera, que la burguesía, es decir,
la clase que en la sociedad capitalista dispone del poder material y
espiritual, sabiendo por adelantado que las opiniones de las clases dominadas
le estarán sometidas, estará siempre segura de que las elecciones, por tanto,
el poder político, irán siempre en su dirección. Una tal democracia no es, pues,
más que formalmente “el gobierno del pueblo”; en su contenido es burguesa.
Las “libertades públicas” que en una tal democracia han sido
instituidas (de opinión, de expresión, de reunión, de asociación) son todas
igualmente formales. Como la burguesía es la clase dominante que “dispone de
los medios de la producción intelectual” (escuelas, universidades, prensa,
radios, televisiones, casas editoriales), le es fácil evocar la “pluralidad de
las opiniones”, que de hecho significa pluralidad de las opiniones burguesas,
es decir, su difusión completa, con toda su diversidad y matices, a través de los
grandes medios y bajo la batuta de toda una miríada de políticos, periodistas, intelectuales,
mientras que las ideas contrarias a la sociedad burguesa, revolucionarias, se
ven al mismo tiempo relegadas necesariamente a la marginación, pues no
pertenecen a la clase dominante.
En cuanto al parlamento, su función esencial es permitir a
las distintas fracciones de la burguesía hacer valer sus intereses específicos.
Las diversas “sensibilidades” y otras “familias políticas” pueden así venir a
debatir y votar las leyes que les convienen, lo que da lugar a toda suerte de
maniobras y de retoques burdos. Ciertamente, en el hemiciclo hay una izquierda y
una derecha, pero esto no significa que haya cara a cara dos fuerzas
antagónicas, sino simplemente que existe un campo más conservador (“la
derecha”) que el otro (“la izquierda”), queriendo este último hacer evolucionar
algo la sociedad burguesa con ayuda de ciertas reformas, sin ponerla en tela de
juicio evidentemente, a fin de consolidarla aún mejor.
De “la democracia social” a la “democracia de mercado”.
A este cuadro de la democracia burguesa que acabamos de
bosquejar rápidamente, hay que aportar, no obstante, un cierto correctivo. En
el marco del capitalismo moderno, especialmente a partir de los años 30, la democracia
tomó un aspecto algo social. Después de la gran crisis de 1929 fue necesario,
por razones de estabilidad social, tener un poco más en cuenta los intereses de
las clases populares, sobre todo los de la clase obrera. El Estado se puso
entonces a jugar un cierto papel redistributivo: por medio de los partidos de
izquierda, pero no exclusivamente (así en Francia el partido de derecha
gaullista después de 1945), la clase burguesa consintió ciertas reformas, tales
como la protección social, las vacaciones pagadas, las jubilaciones, etc. Esto
tuvo por efecto redorar el blasón de la democracia burguesa, que había sido
algo empañado durante los años 30. A partir de entonces, las “políticas”
socialdemócrata o democristiana (como en Alemania con “la economía social de mercado”)
encontraron su realización.
Ahora bien, son precisamente estas “políticas” las que vacilan
ya. Atenazado por la caída de su tasa media de ganancia, el capital emplea en
lo sucesivo toda su energía en restaurar algo esa tasa. Por eso, cada vez
acepta menos ser puncionado por estas “políticas” como ocurría antes a través
del famoso “Estado-providencia”. A grito limpio reclama menos impuestos y
cargas que pesen sobre las empresas. De golpe, los gobiernos se ven obligados a
revisar a la baja sus políticas presupuestaria, fiscal, social. Y si por
casualidad se le ocurre ir aunque sólo sea un poco en contra de los intereses
del capital –“de los mercados”– éste presiona agitando el espectro de la huida
de los capitales o bien el de las deslocalizaciones, o desplazamientos de
empresas, “mundialización” obliga...
“La política de Francia no se decide en la Bolsa”, se vanagloriaba
en otros tiempos De Gaulle. Hoy, semejante jactancia es totalmente
incongruente. A guisa de “política”, todo se resume en saber cómo van a
reaccionar “los mercados”.
Evidentemente, los gobiernos intentan todavía dar el pego. Como,
por ejemplo, el primer ministro L. Jospin que acaba de decir: “sí a la economía
de mercado, no a la sociedad de mercado”. Esto forma parte de lo mejorcito del
charlatanismo, pero qué importa, si, sobre todo, no hay que desesperar a la Bolsa,
tampoco hay que desesperar completamente a los electores... Dicho esto, se
plantea una cuestión: si los gobiernos ven que su margen de maniobra política
se encoge como la piel de zapa, si están incesantemente bajo la vigilancia “de
los mercados”, si están obligados a rendirles cuentas por la menor de sus
decisiones, ¿quién gobierna realmente?
En un ensayo titulado “la izquierda imaginaria y el nuevo
capitalismo” (edición B. Grasset, 1999), dos periodistas, G. Desportes y L.
Mauduit, uno en Libération, el otro en Le Monde, tienen el mérito, a pesar de
sus lloriqueos sobre la “decadencia de la política” y “la pérdida de los
valores republicanos”, de levantar una punta del velo: “Cada cual adivina
entonces que, en esta partida que se juega (de hecho, ¡ya está jugada!) entre
los mercados y el poder público, se perfila en última instancia una cuestión
decisiva: ¿Quién dirige el país?¿Es aún el gobierno? O, a la cabeza de
gigantescos conglomerados, ¿esos verdaderos “jefes de Estado privados”, según
la expresión del economista Jean-Paul Fitoussi?”. He aquí que hemos llegado de
lleno a eso que se llama, para utilizar el argot actual, “la democracia de
mercado”, compuesta por magnates de las finanzas, los banqueros, jugadores de
bolsa, especuladores, PDG (Presidente Director General) de las multinacionales
y otros “jefes de Estado privados”: todo este bello mundo discute, sopesa,
especula para saber lo que conviene hacer o dejar de hacer y después dicta a
los “políticos” la orientación que conviene tomar, aun cuando estos últimos todavía
fingen estar ahí para algo. “El gobierno moderno no es más que un comité que
gestiona los asuntos de la burguesía”, escribía el Manifiesto comunista; con la
“democracia de marcado”, el capital, tomando cada vez más directamente las cosas
en sus manos ¡llega casi a prescindir de sus “gerentes”!
De una tal situación resulta un concierto de lamentaciones.
Toda clase de buenas almas, imaginándose que podría ser de otro modo, suben a
la tronera para denunciar esta “impotencia de los políticos”, su “capitulación
ante las potencias del dinero” y su falta de “voluntarismo”.
Mientras tanto, si se echa un vistazo a los sondeos, estos apenas
son tranquilizadores para los políticos. Como el de la Sofres aparecido en Le
Monde del 18/11/99, que lleva por título: “La desconfianza de los franceses
hacia los políticos sigue siendo muy profunda”. Un tal sondeo, “alarmante”, nos
muestra que “el rechazo de la política es masivo” pues el 57 % de los
preguntados muestran hacia esta última “desconfianza”, el 27 %, “fastidio”, el
20 %, “repugnancia”, contra sólo un 26 % que responden a “la esperanza”, 20 %
“al interés” y 7 % “al respeto”. Evidentemente no es más que un sondeo, pero
aun así son mucha gente los que tienen un juicio negativo sobre la política y
los políticos.
A partir de ahí, viéndose los gobiernos cada vez más reducidos
a jugar el papel de títeres en la escena, en la que los verdaderos actores
están entre bastidores, soplándoles su sempiterno “pensamiento único”, mientras
que a aquellos les toca el papel de entretener a la galería, el público se
cansa, como acabamos de ver, hasta el punto de que un tal cansancio se traduce
en lo que los expertos politólogos llaman un “déficit democrático”. Veamos de
qué se trata.
El “déficit democrático” o la decadencia de la democracia
burguesa Semejante “déficit”se traduce en primer lugar en el ascenso del
abstencionismo. Incluso si en Francia las elecciones presidenciales todavía
despiertan el interés, no se puede decir lo mismo de las legislativas (no
hablemos de las europeas, que fracasan estrepitosamente, siendo la tasa de
abstención, en junio de 1999, superior al 50 %, mientras que en Alemania y en Inglaterra
alcanzaba las cifras astronómicas del 70 y 80 %): mientras que la tasa media de
abstención entre 1958 y 1978 era del 20 %, en las elecciones legislativas de
1993 era del 34,7 % de los electores inscritos, habiendo 12 millones que se abstuvieron
o bien votaron nulo (1,4 millones). En las últimas legislativas de 1997, esta
tendencia al alza se ha confirmado.
No obstante, hay que aportar una precisión. En Francia la
tasa de abstención se calcula sobre el número de los electores inscritos en las
listas electorales, pero como el número de los no inscritos ronda el 10 %, se
llega a una tasa de abstención real próxima al 50 % si se añaden las papeletas
nulas. Entonces se puede medir en su justo valor el porcentaje de los partidos:
así, el que obtiene el 25 % de los votantes (lo que en las condiciones actuales
es una cifra muy respetable), en realidad no representa más que el 12,5 % del
cuerpo electoral en edad de votar; esto da una idea del grado de
representatividad de los otros partidos que consiguen el 10 % o menos de los votantes...
Los americanos, más lógicamente, calculan la tasa de abstención a partir del cuerpo
electoral en edad de votar. Pero tampoco obtienen mejores resultados. Mientras
que tal tasa, en los años 60, era del 40 % aproximadamente, hoy supera
alegremente el 50 %. Dicho de otro modo, en “la democracia más grande del
mundo”, ya no es más que una minoría la que vota...
Las tasas de abstención no son más que medias nacionales,
con todas las clases mezcladas. Pero si se observa el abstencionismo según las
diversas categorías “socioprofesionales”, para hablar como el Insee (Instituto
Nacional de Estadística y Economía), está claro que cuanto más pobre se es, más
se abstiene uno; de un modo general, la tasa de abstención es más elevada entre
los obreros y los pequeños empleados que entre los cuadros de las clases
medias; y puesto que evocamos el abstencionismo entre la clase obrera, no está
menos claro que éste sería aún más elevado cuando se sabe que en 1995 el 27 % de
los obreros votaban por el Frente nacional de Le Pen, es decir, emitían una
especie de voto de protesta “populista” contra el ambiente “políticamente
correcto”.
Por tanto, si se cuantifica el “déficit democrático” en términos
de abstencionismo electoral, se puede decir que éste, por ahora, es del orden
del 50 %. ¡Un pobre resultado para sociedades que no dejan de airear su
democracia al mundo entero!
Si ahora nos giramos hacia los partidos políticos, ¿qué se
constata? Ya por el hecho de sus pocos adherentes se han visto obligados a
hacerse financiar por el Estado, P. “C”. F. (Partido Comunista Francés) incluido.
Pero ahí no está lo más grave: sean de izquierda o de derecha, están “en crisis
de identidad”. Llanamente, ya no saben muy bien cuál es su razón de ser, al
haberse desdibujado sus puntos de referencia. Pero, ¿cómo asombrarse de ello
cuando se sabe que el verdadero poder está en otra parte, entre los “jefes de Estado
privados” que, imponiendo su “pensamiento único”, se encargan de ponerlos en la
misma longitud de onda, tanto si son de derecha como si son de izquierda,
aunque finjan aún que se pelean?
Ahí igualmente una tal “crisis de identidad” de los partidos
es más acusada en los que tenían una base popular importante. Así, en Francia,
esta crisis afecta de lleno al partido de derecha gaullista (RPR) cuya
profesión de fe era “el agrupamiento popular”. La adhesión de este partido a la
Europa de Mastrique y su conversión al liberalismo, él, que en otros tiempos
era más bien económicamente dirigista, no son extraños a esta pérdida de
audiencia entre las capas populares. A la izquierda, si el Partido
“socialista”, partido de las clases medias, no se desenvuelve demasiado mal
electoralmente hablando, no ocurre lo mismo con el P. “C”. F., ex “partido de la
clase obrera” cuyos adherentes se han derretido y cuyo número de electores se
ha hundido, pasando de “20 % en 1975 a 8 % aproximadamente hoy. Ahí la “crisis
de identidad” llega a su apogeo. Yendo de “mutación” en “mutación”, el jefe de
tal partido, R. Hue, llega a declarar en una entrevista a la Tribune del
15/3/99, que “los comunistas no son enemigos del mercado”.
Nosotros queremos, en un movimiento de toda la sociedad, ponerlo
al servicio de las necesidades humanas y al de la ganancia”. ¡No se sabe si
reír o llorar! Entretanto, si ahora el “comunismo” es el “mercado” (mientras en
otros tiempos, para este mismo partido, era las “nacionalizaciones” y “el
Estado”, ¡pase!), tampoco sorprende nada que la clase obrera se haya desviado
de tal partido, ¡sea refugiándose en el abstencionismo, sea yendo a votar a Le
Pen, esto no les puede ir peor!
Así pues, tras los electores que no acuden al llamamiento,
los partidos que están alicaídos. Sin embargo, se plantea una cuestión: ¿hasta
dónde podrá llegar un tal “déficit democrático”, que traduce de hecho una decadencia
de la democracia burguesa? No es demasiado aventurado pensar que nos dirigimos hacia
una situación en la que sólo los burgueses, las clases medias superiores y
otras capas protegidas tendrán todavía algunas razones para ir a votar y
reconocerse en los partidos.
Para ellos, esto tendrá todavía un sentido en la medida en
que estarán lo suficientemente en fase con el sistema. Cierto, aún no hemos
llegado ahí, pero el camino está tomado. En suma, volveríamos a una democracia,
evidentemente de hecho y no de derecho, cada vez más restringida u oligárquica,
es decir, reservada a los privilegiados del capitalismo, un poco como ocurría
en los tiempos de Guizot y de las “posibilidades”, cuando el sufragio era
censatario y sólo las capas acomodadas podían votar y hacerse elegir. Y si no
se estuviese satisfecho con semejante orden plutocrático, en lugar de decir
como este mismo Guizot: “¡Enriqueceos!”, se dirá (se dice ya): “¡Sed un triunfador!”,
lo que, uno con otro, es exactamente igual.
Una tal decadencia de la democracia burguesa a la que asistimos,
y que no ha acabado de revelarse, se inscribe en el marco del capitalismo
actual en final de ciclo: de igual manera que destruye la realidad de una
economía que aún sería “nacional”, asimismo mina la realidad de una democracia
que sería todavía “social”; pero al mismo tiempo las ilusiones que estaban
ligadas a la democracia burguesa se desvanecen, abandonando las urnas una parte
cada vez más grande de las masas, mientras que los partidos se ven
desacreditados a los ojos de estas mismas masas.
Votar es pagar el peaje a la oligarquía.
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