Charla de Miquel Amorós en la Biblioteca Social A Gavilla (Santiago), en el CSO Palavea (La Coruña), en el Ateneo Encaixe (Lugo) y en La Cova dos Ratos (Vigo), el 30 y 31 de octubre de 2013, el 1 y el 4 de noviembre respectivamente.
El monte chino Lushan se hallaba a menudo envuelto en nubes y era muy difícil dilucidar su figura. Decía en unos versos Sung Dongpo, poeta de la Dinastía Song: «Uno no ve el verdadero aspecto del monte Lushan porque se halla encima de él.»
La expresión se usó para indicar la dificultad real que había en conocer la esencia verdadera de las cosas, pues ésta nunca se mostraba inmediata y claramente al entendimiento que planea por encima de ellas. La evocación poética nos servirá como prevención a la hora de abordar la idea de «territorio», sumergida en una bruma que no podremos disipar sino sacando de ella misma su desenvolvimiento, para así mostrar lo que el «territorio» es en verdad. Caso contrario, y volviendo de nuevo a los proverbios chinos, no atraparemos más que viento y no cogeremos más que sombras.
La empresa no será fácil pues no vivimos en una «bella totalidad» como los antiguos, donde el espacio se confundía con el Cosmos, poblado de fuerzas vivas en perfecta armonía, y donde los individuos y la Tierra «madre» no hacían dialécticamente más que uno. En épocas de crisis el poder unificador desaparece de la vida social y sus elementos no interaccionan recíprocamente, por lo que dejan de relacionarse, desvinculándose unos de otros y actuando como realidades independientes e incluso hostiles. El concepto ya no se corresponde con el objeto, y la conciencia no tiene más remedio que buscar más allá de sí misma: la crítica antidesarrollista representaría hoy esa esforzada búsqueda. El Territorio se erige frente a los individuos, también separados entre sí, como algo extraño a pesar de ser obra suya. En boca de un urbanista se trataría de una reserva de espacio en torno a un área urbana, o del espacio intersticial entre dos conurbaciones. La noción se aproxima a la de «suelo», superficie no construida cuyo uso y destino hay que regular mediante una correcta zonificación. Un político o un promotor estarían de acuerdo con la idea de suelo edificable, aunque para determinar su uso emplearían mejor la expresión «correcta recalificación». Un experto en planeamiento, al mencionar el territorio, aludiría más bien a un espacio o «sistema» neutro compuesto por nodos interconectados por «redes y flujos». Para los estrategas del capitalismo verde el territorio es ante todo una fuente de recursos energéticos y la base de un desarrollo sostenible de la economía autónoma apoyado en macro-infraestructuras, mientras que para sus colaboradores ecologistas sería un complejo de ecosistemas cuya preservación forzaría la búsqueda de una fórmula jurídico-política que lo hiciera compatible con su explotación, es decir, con el dominio social de la mercancía. Así pues nos encontraríamos, disimulado con jerga científica o técnica, con algo similar a la idea de «medio ambiente». La definición de «territorio» viene por consiguiente contaminada por los intereses económico-políticos que se esconden tras ella, que en general tienden a reducirlo a espacio físico, vacío geográfico, soporte, epidermis, paisaje, mundo exterior, y, en definitiva, a lo que el sociólogo Marc Augé llamó «no-lugar» –aunque podría también llamarse «panoplia» o «decorado»–, a saber, porción de espacio sin verdadera identidad y sin habitantes, donde toda estancia es provisional puesto que en su seno todo el mundo es transeúnte o cliente, y muestra un comportamiento codificado y controlado. Bajo ese punto de vista, el territorio sería lo opuesto a «ciudad», oposición puramente formal, puesto que la difusión salvaje o planificada de las aglomeraciones urbanas que llevan impropiamente ese nombre tiende a fusionar ambos extremos. Actualmente, lo que llaman «ciudad» es tan sólo un «no-lugar» habitado. A fin de cuentas, en plena sociedad urbanizada, sin una discontinuidad clara entre urbe y entorno, el territorio visto por un dirigente no debería ser más que lo periurbano confundiéndose con lo urbano en un mismo espacio de la economía, es decir, en una gran fábrica, que como tal no se opone más que a las masas que la ocupan. Pero eso no es lo que era, sino lo que ha llegado a ser.
En interés de una comprensión global del término tendremos que saltar por encima de intereses contingentes que se apoyan en determinaciones petrificadas e ir directos a la contradicción en su cambiante existencia concreta. Territorio es el espacio definido en y por el tiempo, o dicho de otra manera, es un hecho social e histórico. Parafraseando a Hegel diríamos que no alberga únicamente a la substancia (la naturaleza como totalidad abstracta) sino al sujeto (la humanidad como agente transformador) formando una unidad dinámica entre ambos. Su noción ha estado ligada desde el comienzo a la de civitas, que constituía su nexo, más que a la de habitat. En la Grecia clásica la polis incluía tanto la ciudad como el terreno circundante. Clístenes dividió la polis ateniense en demos, unidades territoriales o aldeas cuyos miembros eran demotes, ciudadanos. El territorium, según el derecho romano, era el ámbito de influencia de una comunidad política, «una agrupación de hombres unidos por el derecho» (Cicerón). En sentido estricto, era algo así como su término municipal, pero sin dejar por ello de ser un espacio sagrado: el rey Numa Pompilio instauró el culto al dios Término tras una distribución de tierras. El ager o campo y el saltus o espacio agreste, que, junto con el populus, la población, y la urbs, el recinto urbano, constituían la ciudad propiamente dicha. En sentido más laxo, algo así como el hinterland, su área de influjo cultural y económico. Para espacios más amplios, objetos de administración y gobierno se prefería la palabra regio, región, derivada de regere, que inicialmente significaba dirigir en línea recta, de la que a su vez derivan regla, regimiento, rey, rector, y también regicida, rectificar, insurrección… En el siglo VII, al desaparecer literalmente los municipios romanos, el vocablo «territorio» solamente hacía referencia a una tierra trabajada por el arado y delimitada por surcos (Etimologías, San Isidoro), pero su realidad pasada se conservó en las demarcaciones diocesanas. Sin embargo, una estructura social nueva producto y causa de un movimiento de roturaciones desencadenado por la desaparición del Estado y de su tenaza fiscal, la comunidad aldeana, fundada en la idea de territorio común y no en la del origen común, aparece en la Alta Edad Media y se consolida a lo largo de centurias sucesivas. En Francia se llamará finage al territorio donde se establecía la comunidad rural, que incluía la iglesia, las casas, los caminos, el campo y el bosque. Equivale más o menos a «término», o mejor a «jurisdicción», puesto que llevaba implícito el derecho a auto-administrarse. En Catalunya será la universitat, en el País Vasco, la anteiglesia y en otras regiones ibéricas, el concejo. Al florecer de nuevo las ciudades europeas en los siglos XIIy XIII, la palabra «territorio» recuperó su significado inicial de terreno construido, labrado o baldío definido por lindes y mojones, que incluía una ciudad o villa, «lugar que es cerrado de los muros con los arrabales et los edificios que se tiene con ellos», a cuya jurisdicción estaba sometido (Las Siete Partidas, Alfonso X). En Castilla, para definir el alcance formal de la ciudad se usó de preferencia la palabra «alfoz», derivada del árabe alfohoz; en Francia, banlieue o districtus, y en Italia, contado; pero la expresión más ajustada de la noción de territorio sería la de «comunidad de villa y tierra», fórmula repobladora que se dio en Castilla y Aragón. El territorio no es pues un espacio a secas, sino el espacio del hombre, la naturaleza transformada por la actividad humana; cultura significa en principio naturaleza trabajada y «cultivo» tiene su misma raíz. Es el espacio de la cultura y de la historia; espacio social puesto que contiene, reproduce y desarrolla relaciones sociales. Espacio que también es natural. Reclus, en El Hombre y la Tierra, al referirse a la armonía con el entorno de las comunidades indígenas se pregunta: «¿No puede decirse que el hombre es la Naturaleza tomando conciencia de sí misma?» Marx llamó a la naturaleza «el cuerpo inorgánico del hombre», dando a entender que el género humano no se concebía sin la naturaleza de la que formaba parte y con la que mantenía un especial «metabolismo». El territorio es el escenario de ese metabolismo.
Sabemos que el dominio de las fuerzas naturales no liberó a los seres humanos, antes bien dicho dominio se tradujo en diversas formas de opresión social que pudieron controlarse allá donde el dinamismo histórico fue mayor, y donde el sujeto, el ser social, pudo al menos en parte emanciparse del objeto, la naturaleza: era un tipo peculiar de asentamiento amurallado, a saber, el burgo, villa o faubourg, es decir, la ciudad medieval, una comunidad autogobernada, soldada por un juramento (conjuratio). Su existencia no se comprendería sin los excedentes y sin los artesanos de las aldeas cercanas, vinculadas a ella gracias a un espacio de intercambio, o sea, a un mercado. Su signo distintivo era la puerta, que la comunicaba con el territorio y el mundo. En cambio, es proverbial que al campo no se le pueden poner puertas. La ciudad fue la cuna de la libertad y la democracia, de la escritura y las artes, de la justicia y del derecho, de la ciencia y del pensamiento racional… pero también fue el lugar donde nacieron la burocracia, la tiranía, el trabajo asalariado, las clases y el dinero. A medida que se desarrollaban y trascendía su influencia, las ciudades fueron absorbiendo población, energías y riquezas, estratificándose socialmente y concentrando poder, perturbando de este modo su propio equilibrio interno y externo (la conflictividad de las ciudades medievales dentro y fuera de sus murallas fue constante). En su prepotencia, se enseñoreó del campo al que antaño había contribuido a liberar, desencadenando frecuentes jacqueries. Los campesinos llegaron a segregar sus propias instituciones. En otros lugares escaparon a la señorialización por su cuenta: Plebs semper in deterius prona est («el pueblo siempre es propenso a lo peor») dirá el arzobispo de Maguncia en 1127 al ser informado de la negativa campesina a pagar el diezmo. El sueño igualitario estuvo muy presente en los movimientos heréticos, las guerras de religión y en los furores campesinos. La clase campesina, librada de la tutela feudal y expresándose en el lenguaje de la religión, se lanzaba a la realización inmediata del paraíso terrestre. El campo no carecía pues de experiencia histórica, y ni el arte, ni la libertad, ni tampoco las insurrecciones, les eran ajenas, pero el tiempo campesino transcurría a menor velocidad, favoreciendo lo colectivo sobre lo individual, la subsistencia sobre el beneficio privado, la tradición sobre la aventura, la moral sobre la economía y la costumbre sobre el mercado. Era un espacio tremendamente ordenado mediante usos sancionados por una práctica inmemorial. Mientras que la ciudad podía describirse como gessellschaft, en el sentido que le dio Ferdinand Toënnies de «asociación», agregado donde predomina el interés individual centrado en el valor de cambio y derivando de una «voluntad de arbitrio» o instrumental la cohesión de un orden regulado en el menor detalle, el campo podría entenderse como gemeinschaf, «comunidad», productora y consumidora de valores de uso, donde rige un único interés común a todos, y donde el orden, inscrito en la memoria, discurre de la «voluntad esencial», naturalmente, por costumbre (Comunidad y Sociedad). En ambos casos, aunque de manera diferente, el interés individual coincidía con el colectivo, o lo que viene a ser lo mismo, con la razón, aunque en uno se mantenían separados a pesar de los factores que los hacían coincidir y en el otro eran indistinguibles a pesar de los factores tendentes a separarlos. Si, como dice Spinoza, «la libertad humana es tanto mayor cuanto más capaz es el hombre de guiarse por la razón» (Tratado Político), puede concluirse que la necesidad común guiaba al campesino libre y el deseo común, al ciudadano. Dos formas distintas de razón y, por consiguiente, dos formas distintas de libertad: una orgánica y otra económica, una basada en la comunión y el consenso, la otra en el contrato y el pacto. En el campo, las reglas consuetudinarias impedían la escisión entre el ámbito público y el privado del derecho romano; el prestigio se anteponía a la propiedad, las raíces al desarraigo, la estabilidad al movimiento, y en fin, la economía doméstica al mercado. Nada de ello lo ponía a salvo de los poderes separados que había producido la historia: por un lado la Iglesia, los señores feudales y los terratenientes, y por el otro, las ciudades parasitarias y el Estado. La sociedad rural no fue nunca una «sociedad fría», profunda e inmutable, al margen de los acontecimientos. A menudo tomó parte destacada en ellos: como bien indica Debord, «las grandes revueltas de los campesinos en Europa son también su tentativa de responder a la historia…» (La Sociedad del Espectáculo). La decadencia de la comunidad rural fue lenta pero inexorable: la intrusión de la autoridad central mediante obligaciones y decretos inapelables, la fiscalidad excesiva de matiz diverso, la pérdida de derechos, y sobre todo, la usurpación de los comunales por potentados y señores, determinaron el divorcio entre la población rústica y el territorio (entre «finage» y «village»), y entre el territorio y la ciudad. La huida de los empobrecidos campesinos fue el corolario obligado. Un sistema punitivo cruel que colgaba a los vagabundos fugitivos de los señoríos ingleses por tandas de cien, vino en el siglo XVI a culminar la obra genocida de los cercados y cerramientos, pues parece que ante la alternativa entre la incorporación al mercado del trabajo y la mendicidad o el robo, se inclinaron por la última. Todavía conservaban en su forzoso desarraigo la dignidad del hombre libre. La práctica de desembarazarse por la vía rápida de aquellos desarraigados a los que se consideraba un peligro social no menguó hasta que la carencia de fuerza de trabajo obligó a la explotación como mano de obra barata de la población reclusa. Doscientos años después, los proyectos fisiócratas de los ilustrados que debían resolver la cuestión agraria sin violencias e incrementar de paso las arcas estatales, se resumían en la creación de una clase campesina de propietarios, algo poco factible recurriendo a la enfiteusis o a leyes desamortizadoras, pero perfectamente posible con el reparto de tierras consecuente con la desaparición violenta de la aristocracia, cosa que únicamente ocurrió en Francia. El fin del Antiguo Régimen y el triunfo político de la burguesía heredera de la Ilustración en el XIX no resolvieron la cuestión. La privatización y la industrialización no hicieron más que agravarla, sin que el movimiento obrero, esencialmente urbano, se percatara suficientemente de ello. La lucha de clases no prestó atención suficiente a los asuntos agrarios. La propiedad privada capitalista arrancó definitivamente al individuo del territorio vuelto fuerza productiva, rompiendo los lazos orgánicos que le unían con él y preparando el terreno para el dominio de la mercancía. En resumen, lo convirtió en propietario o en proletario. Naturaleza, campo, población, ciudad, territorio, devinieron a lo largo del mismo proceso histórico de alienación entidades cosificadas, puestas fuera de sí, distintas, extrañas unas a otras.
II. La fragmentación
Cualesquiera que fueran las vicisitudes de la etapa de acumulación o los avatares del libre mercado, no cabe duda de que el capitalismo fue un fenómeno urbano y de que su expansión corrió paralela a la urbanización y a la estatización, evidentemente a costa del territorio. Las ciudades alumbraron a una clase asociada al comercio y a la industria, la burguesía, bajo cuya dirección tuvo lugar la definitiva «ruptura metabólica» entre la sociedad urbana y la primera fuente de riqueza: la tierra (la otra es el trabajo). La producción capitalista se impuso en el campo aliada con los señores de la tierra y protegida por el Estado, esquilmando a los campesinos igual que hacía con los obreros. Desde una óptica económica, todo progreso agrícola fue un progreso contra el propio campo puesto que se efectuó bajo condiciones capitalistas; «la separación radical entre el productor y los medios de producción» (El Capital), responsable de la figura del «jornalero», acarreó subsidiariamente una separación completa e irreparable entre la ciudad y el territorio, fuente de males irresolubles en tanto éste último no fuera visto más que como manantial de capitales. El progreso de los ideólogos liberales significaba expropiación de los campesinos, expolio de las propiedades comunales, roturación de bosques, desecación de marismas, impuestos y consolidación de la clase de grandes propietarios agrícolas. La propiedad inamovible basada en el patrimonio familiar era suplantada por la propiedad alienable basada en la explotación del trabajo ajeno. El principal efecto de la producción capitalista era extender «la separación entre trabajo y propiedad, entre trabajo y condiciones objetivas del trabajo». En un desarrollo posterior «el capital aniquila el trabajo artesanal, la pequeña propiedad de la tierra en la que el propietario trabaja, y a sí mismo en aquellas formas en que no aparece en oposición al trabajo, en el pequeño capital y en las especies intermedias híbridas, situadas entre los modos de producción antiguos (o las formas que éstos asuman como resultado de su renovación sobre la base del capital) y el modo de producción clásico, adecuado, del capital mismo» (Marx, Grundisse). Se cerraba el ciclo: la actividad humana había engendrado fuerzas que escapando a todo control oprimían la sociedad. El mundo histórico se había mostrado como un mundo deshumanizado y opaco a la razón, aboliéndose a sí mismo y replanteando constantemente bases cada vez más opresivas para un ordenamiento social nuevo. Espacialmente, la opresión se manifestaba en el desmantelamiento de una vieja estructura urbana y en su reemplazo por otra nueva, mucho más agresiva. Las nuevas oligarquías ciudadanas codiciaban menos las rentas de la tierra que su población excedente. Al redefinirse la ciudad resultante de la mal llamada «revolución industrial» en entera oposición al mundo rural, cuya población deglutía, la misma noción de territorio se oscureció, reduciéndose su alcance y relegándose su ámbito a lo no urbano. Se asemejaba más a lo que los romanos llamaron suburbia, lugar fuera de las murallas, espacio desarticulado y mal delimitado, sin orden preciso ni funcionamiento regulado, donde se emplazaban las actividades sucias y ruidosas, pero susceptible de poseer un valor de cambio que lo hiciera atractivo. Ciertamente, en el campo tuvo lugar una «proto-industrialización» al difundirse a partir del XVIII el trabajo y la producción a domicilio, y allí se instalaron después las primeras fábricas, objeto de las revueltas ludditas.
El territorio quedaba a la merced de fuerzas principalmente urbanas que dirimían sus diferencias en lonjas y bolsas, en cancillerías y ministerios, más que en espacios abiertos y descampados. En las primeras fases del capitalismo, cuando el campo estaba lejos del abandono y la destrucción actual, y cuando todavía concentraba la mayoría de la población, el problema agrario era de lejos el asunto mayor de los reformadores sociales, quienes produjeron una cuantiosa literatura sobre el tema. Sin embargo, quedando postulado casi como dogma por Marx que la clase redentora de la humanidad era el proletariado, una clase urbana, se colegía que la solución de dicho problema iba a darse en las ciudades, cuando la clase obrera se adueñase de los medios de producción y cumpliese la tarea que la burguesía no había sido capaz de cumplir, a saber, el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero dicho desarrollo tendría consecuencias nefastas en el campo, puesto que si imitaba el modelo productivista burgués provocaría una miseria intolerable que arrojaría a los campesinos de sus lugares para llevarlos a las puertas de las fábricas en busca de salario. No sin cierta ingenuidad, la socialista Vera Zasulich preguntaba a Marx si en una Rusia atrasada donde todavía subsistía la comuna aldeana, el mir, cuántos siglos habrían de pasar para que la obra disolvente de la burguesía en el campo llegara a su fin, signo inequívoco del comienzo de la revolución socialista. Marx respondió brevemente que el mir era «el punto de apoyo de la regeneración social en Rusia» (carta del 8-III-1881) pero se explayó más a fondo en unas notas preparatorias. La aniquilación de la comunidad rural a fin de crear una minoría campesina acomodada y una masa proletaria no tenía por qué ser una fatalidad histórica; si «en el momento de la emancipación» se la ayudaba a «deshacerse de sus caracteres primitivos» podía llegar a ser «un elemento de la producción colectiva a escala nacional». Marx, inspirándose en el historiador Maurer, afirma que «la vitalidad de las comunidades primitivas era incomparablemente superior a la de las sociedades semitas, griegas, romanas, etc., y tanto más a la de las sociedades capitalistas modernas», es más, «la comunidad nueva instaurada por los germanos en todos los países conquistados devino a lo largo de toda la Edad Media el único foco de libertad y vida popular». Naturalmente, en toda Europa se conservaban residuos de esa comunidad rural en forma de derechos de uso y explotación común de pastizales, eriales, manantiales, turberas o bosques, lo que se llamó en Suiza y Alemania allmende y en Inglaterra commons, y habían toponímicos que recordaban el thing, la asamblea de los hombres libres germanos presidida por un juez o langman, pero solamente en Rusia la comunidad se mantenía viva, lo que permitiría una salida original de la crisis capitalista, favoreciendo la transformación gradual de una «agricultura parcelaria e individualista en agricultura colectiva» y facilitando el «tránsito del trabajo parcelario al cooperativo». Marx sugería que para coordinar los esfuerzos era necesaria la creación de una asamblea de delegados campesinos elegidos en las comunidades, pero todo dependía de unos cambios radicales cuyo agente principal era el proletariado: «para salvar la comunidad rusa hace falta una revolución rusa.»
Kropotkin fue más lejos al reivindicar en su Apoyo Mutuo el «principio territorial» de la comuna aldeana y los pactos de solidaridad entre las ciudades medievales como los fundamentos históricos de una sociedad libre. Particularmente, el municipio rural, del que todavía quedaban abundantes vestigios, fue para él «la célula primitiva de toda vida social futura». Sin embargo, no la defendía en cuanto a tal: «Es en un territorio lo bastante vasto que abarcara ciudad y campo –y no en una ciudad aislada o en un pueblo solo– donde habrá que lanzarse un día hacia el porvenir comunista» (Campos, Fábricas y Talleres). No obstante, el camino para llegar al comunismo libertario no quedaba demasiado claro en la obra del príncipe rebelde, que confiaba excesivamente en la misma evolución social y veía cada vez más asociaciones libres creadas para resolver problemas que el Estado era incapaz de plantearse. El pensamiento anarquista adoptó mayoritariamente su idea comunista, pero no su optimismo darwiniano. Esa mirada de reojo al pasado en busca de inspiración se dio en otros autores como por ejemplo William Morris y Gustav Landauer. Éste último insistió tanto o más que Kropotkin en las comunidades precapitalistas como «embriones y cristales de vida de la cultura por venir». El periodo de la gemeinschaft medieval no era la Edad de Oro a la que había que volver, sino una mina de experiencias autónomas útiles para la reconstrucción de la sociedad sin Estado. No se despreciarían los medios aportados por la modernidad, aunque se tendrían en cuenta todas las prevenciones que podía despertar la idea de progreso, de la que Landauer era muy crítico.
Solamente en España la comunidad rural consuetudinaria fue contemplada como una respuesta inmediata al problema agrario, cuestión territorial de la época, pero no por los anarquistas. En ese país subsistía una tradición ilustrada reformista que culminó en el liberalismo social del investigador erudito y político «regeracionista» Joaquín Costa. Una constante del pensamiento social agrario era la subordinación de la propiedad del suelo al interés general, propiciando un desarrollo rural que fijara las masas al campo mediante viejas fórmulas de posesión y usufructo como la enfiteusis, el censo y el arrendamiento, evitando así su miseria y proletarización. El Estado debía ser el motor del cambio, por lo que la reforma requería la nacionalización de la tierra, pero el drama de los reformadores era que el poder estatal estaba en manos de una minoría de caciques cuyos intereses eran totalmente contrarios a sus proposiciones. Costa fue el único de aquellos que, al final de su vida, tras convencerse de cuán inútil eran los intentos de cambiar «por arriba» el Estado liberal oligárquico y despótico, apeló a una «revolución desde abajo». En un importante libro publicado en 1898, Colectivismo agrario en España, Costa, casi como Kropotkin, estudiaba la rica tradición de instituciones campesinas de la que quedaban abundantes restos, las formas de ocupación y cooperación, los concejos, los bienes propios y comunales, las presuras y escalios, los sorteos, los quiñones, las comunidades de aguas, las pesquerías, las cofradías y hermandades, el trabajo vecinal (auzolan, andecha, sestaferia)… Entre los siglos XI y XIII el municipio ibérico era una entidad pública con jurisdicción y administración autónomas, gobernada por el concilium, la «junta» o asamblea de todos los vecinos, que decidía sobre los intereses colectivos, particularmente en lo relativo al uso de bienes comunales, impartía justicia e incluso movilizaba fuerzas para casos de defensa. La organización concejil era un sistema político que emanaba del común, el pueblo llano, al que pervirtió la oligarquización y el sistema de «regimiento» hasta llegar a desaparecer en las ciudades durante el siglo XVI, pero que tuvo una prolongada vida en los pueblos rurales pequeños. Partiendo de ese bagaje, Costa elaboró una estrategia colectivista que aspiraba a romper el dominio oligárquico terrateniente: derogación de las leyes antidesamortizadoras, autorización a los municipios para adquirir tierras o tomarlas en arriendo con el objeto de repartirlas entre los pequeños cultivadores, braceros e incluso artesanos y obreros industriales, reconstrucción del patrimonio concejil aunque para ello hubiera de recurrirse a la expropiación forzosa, recuperación de prácticas colectivistas, revitalización del derecho de costumbre, etc. Costa planteaba como problema social principal la solución de la cuestión agraria, lo que no resultaba tan descabellado en un país eminentemente rural, y no le temblaba la pluma cuando al escribir que todo dependía de la quiebra del Estado monárquico y caciquil. No fue más lejos, pero el anarquismo español, caracterizado por la adopción del principio territorial de la federación de municipios independientes como clave de reorganización social libertaria, nunca olvidó a sus precursores y siempre le reconoció su legado: las medidas colectivizadoras de la revolución española de 1936-37 nunca se podrán entender sin la impronta de aquella tradición secular que algunos confundieron con el milenarismo, marcada al rojo en la conciencia histórica de trabajadores y jornaleros sindicados, esa tradición histórica que tanto reivindicó Costa como base indiscutible de una sociedad libre y emancipada.
III. La ordenación
El capital, apoyado en las innovaciones tecnológicas, imprime a la ciudad un ritmo de crecimiento que desborda los límites impuestos por la disponibilidad de agua, energía y alimentos, obligando al desarrollo de infraestructuras hidráulicas, energéticas, de transporte y de evacuación. La moderna clase dominante no tiene exclusivamente su origen en la industria y el comercio; en gran parte se desarrolló en torno a la actividad inmobiliaria y a la construcción o explotación de infraestructuras básicas. La ciudad industrial no fue un asentamiento compacto ya que nada podía limitarla; gracias al empleo de maquinaria, al consumo intenso de energía, a un imponente aparato burocrático y a los nuevos medios de transporte, no pararía de crecer y desparramarse por los alrededores, configurando una morfología espacial radicalmente distinta, articulada por superiores estructuras de movilidad mecánica. La sociedad de clases es una sociedad urbana, no una sociedad ciudadana. En el umbral del siglo XX, la lógica de la concentración ha producido una civilización urbana sin verdaderas ciudades: en las aglomeraciones centro casi deshabitado concentra todo el poder en manos de una élite industrial, financiera y constructora, envuelto por áreas suburbanas cada vez más extensas pobladas por masas asalariadas. Algunos sociólogos hablan de «ciudad difusa», «metaciudad» o post-ciudad», pero para Lewis Mumford, se trataba de una verdadera «anticiudad»: «ciudad diseminada, ciudad aniquilada», dirá en The urban prospect (1956). Es un producto de la descomposición de la realidad urbana, ya iniciada con la aparición del Estado moderno, un conjunto de fragmentos desnaturalizados dispersos por el entorno, sin vida pública, sin comunicación normal; un espacio quebrado donde se instala azarosamente la población masificada y uniformizada. Patrick Geddes, que observó el nacimiento del fenómeno en las cuencas mineras británicas, asignó el nombre de conurbaciones a ese tipo de aglomeraciones aptas sólo para una vida reducida al mínimo, motorizada y confinada la mayor parte del tiempo en espacios cerrados (La Evolución de las Ciudades).
La relación entre urbe y territorio degeneró hasta lo inconcebible a medida que las invenciones tecnológicas se popularizaban; lo urbano invadió y deshumanizó todo el espacio social amontonando a una población sin autonomía en bloques patógenos, destruyendo tierras de cultivo y deteriorando o trivializando el paisaje: el territorio no era más que el espacio suburbano resultante del nuevo modelo bárbaro de ocupación. El caos urbano llegó a tales extremos que forzó a los dirigentes de la ciudad industrial a prever una cierta organización de su trama edificada, dando lugar a la ciencia del espacio de la economía, el urbanismo. La desfiguración y degradación del territorio que se derivaban del proceso de expansión urbana originaron las propuestas de «planificación regional» sistemática de Geddes, recogidas por la Asociación para la Planificación Regional de América, fundada en 1923 por Lewis Mumford, Clarence Stein y Benton McKaye. Los reformistas de la Asociación querían estimular un modo de vida intenso, alegre y creativo basado en el equilibrio territorial, para lo que proponían una agricultura de proximidad, una descentralización de la producción de energía, una descongestión de la metrópolis y un reparto equilibrado de la población en unidades convivenciales bien equipadas y conectadas. La planificación regional estaba pensada para eliminar los excesos de población y el despilfarro general de energía, alimentos y bienes de consumo, para reducir y aislar el transporte a larga distancia y para reinstalar industrias cerca de las fuentes de materia prima. La unidad de partida no era ya la ciudad «dinosaurio», sino la región definida del siguiente modo: «Una región es un área geográfica que posee una cierta unidad de clima, vegetación, industria y cultura. El regionalista tratará de planificar este espacio de modo que todos los lugares y fuentes de riqueza, desde el bosque a la ciudad, desde las montañas al mar, pueda desarrollarse equilibradamente, y que la población esté distribuida de modo que utilice sus ventajas naturales en lugar de anularlas y destrozarlas» (Mumford, «Region. To live in», Survey, 1925). Salta a la vista el idealismo de los intelectuales comprometidos en poner «diques al diluvio metropolitano», destinado a naufragar en la marea de intereses económicos y en los laberintos burocráticos de la administración, más preocupada en servirlos. El tema de la planificación regional fue retomado por el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, CIAM, pero enfocado de forma opuesta, es decir, intentando conciliar las reformas con los grandes intereses que gobernaban el mundo. En su Carta de Atenas (1933), la definía como totalidad que englobaba «el plan de la ciudad». Insistía en criticar esos «descendientes degenerados de los arrabales» llamados suburbios, «una especie de espuma» que batía los muros de la ciudad y que en el transcurso de las últimas décadas se había «convertido en marea y después en inundación», por lo cual, a fin de asegurar un nuevo equilibrio o mejor, para consolidar el desequilibrio, no podía separarse en el plano la «ciudad» de la «región», es decir, del territorio. Los arquitectos funcionalistas hablaban en nombre de los intereses generales del capitalismo: aceptaban que el acondicionamiento o la domesticación del territorio eran pues una consecuencia económica de los planes de expansión urbana; sencillamente apostaban por una verticalización, es decir, por una ocupación intensiva del territorio, inaugurando la arquitectura para pobres de bloques, típica de la posguerra.. Sin embargo, estos planes no podían contradecir las permisivas leyes del suelo, las cuales favorecían descaradamente los intereses muy concretos de los propietarios de tierras y los especuladores. El beneficio privado inmobiliario se superponía a cualquier racionalización del crecimiento urbano y los planes de «ordenación» no llegarían a confeccionarse hasta pasados los años cincuenta del siglo pasado, cuando el automóvil y el hormigón habían dado una importante vuelta de tuerca en la suburbialización del territorio y el desarrollismo se adueñaba de la política. La conurbación exigía cada vez mayores volúmenes de desplazamientos y una mayor cota de motorización. La zonificación higiénica tan recomendada por los arquitectos del CIAM, es decir, la separación cada vez más distante entre los lugares de ocio, consumo, residencia y trabajo con alguna que otra «zona verde» de por medio –nada que ver con el cinturón agrícola recomendado por la Asociación para la Planificación Regional–, aliada con un transporte público deficiente, unas condiciones de vida cada vez más sórdidas y un crédito asequible, precipitó las masas en el vehículo privado, multiplicándose las vías de circulación, y por consiguiente, incrementándose exponencialmente la movilidad, la demanda de energía y el desorden. El proceso desencadenado no era de simple dispersión edificatoria –de ocupación extensiva–, sino de urbanización generalizada, o sea, era una lisa y llana fagocitación del territorio, que al final resultaba cubierto por un tejido urbano indiferenciado. El hábitat, definido por Le Corbusier como «máquina del vivir», no era viable económicamente de ninguna otra manera. El espacio urbanizado extensivamente devino en su mayoría espacio de la circulación de vehículos. Las autopistas modelarán el territorio y determinarán su articulación. No obstante la prioridad del beneficio privado, la formación de «megalópolis» o «ciudades-región», agujeros negros que absorbían todo el espacio, el patrimonio común y la vitalidad que podía encontrarse, exigía de alguna forma una regulación de los asentamientos periurbanos y de las instalaciones industriales que dio en llamarse «ordenación del territorio», tal como corresponde a una prolongación de la ya conocida ordenación urbana. La Ordenación del Territorio, cuya redacción dependía de ingenieros y arquitectos, pretendía ser una disciplina científica cuya función era la de proporcionar un marco legal de actuación de los «agentes económicos», o sea, de los constructores, industriales y especuladores, o más bien, de legalizar dicha actuación confirmando su arbitrariedad y sus excesos. En realidad no era más que el disfraz científico de la promoción inmobiliaria. La Ordenación perseguía ante todo la accesibilidad del territorio, su fácil «conectividad», y por lo tanto, la multiplicación de infraestructuras. El territorio se sometía a las infraestructuras en lugar de adaptarse éstas al territorio. En efecto, las infraestructuras condicionarían e incluso determinarían todos los usos: paisaje, cultivo, circulación, dormitorio, ocio, vertedero, cárcel, producción energética… Y allí donde había autopistas, allí estaban los promotores. La normativa elaborada para justificar esta «cultura de la carretera» con el pretexto del «desarrollo regional», las «economías de escala», la «creación de puestos de trabajo» y la mayor recaudación impositiva, se denominó «ordenamiento territorial». Era una consagración del desorden a un nivel cualitativo superior de deterioro, pues para los dirigentes no se trataba de controlar o proteger nada, sino de «conectar» y «dinamizar», es decir, de crear las condiciones óptimas de un crecimiento especulativo que proporcionase ingentes y rápidas ganancias. El «ordenamiento» era la contribución de los funcionarios, técnicos urbanistas y cargos públicos a la destrucción del territorio, las reglas políticas de su transformación completa en capital.
Cincuenta años después de la Carta de Atenas, con las corporaciones financiero-constructoras mucho más poderosas, la conferencia de ministros responsables de la ordenación territorial celebrada el 25 de mayo de 1983 precisamente en Torremolinos, lugar emblemático de la destrucción salvaje de la costa, precisaba objetivos en una Carta Europea de Ordenación del Territorio, definida como «la expresión espacial de la política económica, social cultural y ecológica de toda la sociedad», o resumiendo, la plasmación geográfica del desarrollismo corporativo de las multinacionales. Era un intento mucho más serio de planificar la explotación sistemática del territorio. En aquel momento, se empezaban a notar los resultados de los cambios tecnológicos de la posguerra debidos a la carrera por la productividad. El medio urbano, desenvolviéndose linealmente, chocaba frontalmente con el territorio, bloqueando sus procesos cíclicos. Las novedades que afectaron a la agricultura (principalmente el uso masivo de fertilizantes y plaguicidas) y al transporte (los automóviles de gran cilindrada y la sustitución del ferrocarril por el tráiler), junto con el incremento exponencial de la producción de energía y el desarrollo explosivo de la industria petroquímica, ocasionaron males inimaginables. La verdadera crisis estaba servida: la despoblación del campo, la acumulación de residuos, la polución, el agotamiento de recursos energéticos, el agujero de la capa de ozono, el calentamiento global, el cambio climático… eran sus primeras manifestaciones. El movimiento ecologista había degenerado en partidos «verdes» y se había subido al carro del desarrollismo y de la política. Consecuentemente a la estatización del ecologismo, el Estado se había ecologizado, terminando por admitir que las «profundas modificaciones» ocasionadas por el capitalismo en la sociedad civil demandaban «una revisión de los principios que rigen la organización del espacio con el fin de evitar que se hallen enteramente determinados en virtud de objetivos económicos a corto plazo» para plasmarla en una «metódica realización de planes de ocupación de suelo» que sentara las bases de una «utilización racional del territorio». Lo que no alcanzaba a disimular la fraseología del «bienestar», «equilibrio entre regiones», «calidad de vida» e «interacción con el medio ambiente» era el paso a una sociedad de masas, donde el territorio no era principalmente fuente de alimentos sino capital-espacio organizado para ser consumido al pormenor. Y el consumo preferente provenía de la industrialización del ocio por la vía de la segunda residencia y el turismo. Pero el territorio tampoco era simplemente reserva de suelo urbanizable, pues en la explotación de sus recursos se estaban gestando intereses que se sumaban a los del sector inmobiliario y las grandes infraestructuras. Desde entonces se han producido una cascada de leyes «ordenadoras» y planes territoriales, pero la fuerte demanda de suelo, los condicionantes políticos y las crisis –«la variabilidad de la coyuntura económica» diría un experto– ha imposibilitado su aplicación global. Sin embargo, tras el informe Brundtland de las Naciones Unidas, los ejecutivos que deciden en la economía, al plantearse el problema de la futura escasez de energía, habían tomado conciencia del momento «verde» del capitalismo: En lo sucesivo, el desarrollismo sería «sostenible», o no sería. Para mejor precisión éste fue definido en la Conferencia de Río de 1992 como la unión del medio ambiente con la economía globalizada adoptando la forma de «capital territorial». El territorio adquiría «una nueva dimensión» en la alta política, situándose en el centro del triángulo sociedad-economía-medio ambiente. Adquiría prioridad su «vertebración» en tanto que «periferia» de una serie de núcleos centrales con los que cabía conectarse mediante nuevas infraestructuras a proyectar. Con ese tipo de descentralización se «maximizaría» su competitividad –aumentaría al máximo su «valor» como «activo»– y se reforzaría la «cohesión económica y social», corrigiéndose los graves desequilibrios que ocasionaban el desigual potencial económico con respecto a las áreas metropolitanas, esos «laboratorios de la economía mundial» y «motores del progreso». En el estado español la ordenación territorial sería competencia del nivel burocrático intermedio, el de las comunidades autonómicas, lo que tuvo como consecuencia unos planes exageradamente desarrollistas, por cuya sostenibilidad «velaban» comités compuestos por ejecutivos financieros, empresariales y políticos responsables de las áreas implicadas. Los dirigentes europeos, que concretaron sus objetivos en un documento de 1999 titulado Estrategia Territorial Europea, querían la integración incluso de las partes más recónditas del territorio en la economía mundial, revalorizándolas gracias al acceso a «redes transeuropeas» de transporte, telecomunicaciones y energía, es decir, a través de la constitución de un mercado europeo integrado de la construcción, de la distribución, del turismo de masas y del gas y la electricidad. Los fondos para la reestructuración, los planes de desarrollo local, la legislación medioambiental, el productivismo y la informatización total, esos son los componentes del «nuevo modelo de desarrollo policéntrico». Mediante mecanismos de teleparticipación y concertación público-privada se pondrá en marcha una «nueva cultura del territorio» que disimule en lo posible la contradicción insuperable entre los procesos naturales que ordenan verdaderamente el territorio y los procesos industriales que estructuran la sociedad globalizada. O dicho de otra manera: se tratará de apagar el incendio con una nueva clase de leña.
IV. La defensa
En la actual etapa de crecimiento capitalista, la del desarrollismo mundializado, el territorio se ha convertido no sólo en el soporte de las infraestructuras y el pilar mayor de la urbanización, sino, de modo general, en el principal recurso explotable y el impulsor imprescindible de la actividad económica. En una economía terciarizada, sin apenas actividad agrícola, se descubre que el capital-territorio disputa al capital-urbe la preponderancia como forma dominante de capital. La acumulación de capitales se ha deslocalizado y el territorio es ahora el elemento primario de una fábrica difusa y a la vez el punto final del proceso de industrialización de la vida. Paralelamente, el territorio en tanto que capital ha de ser controlado y securizado en función de su importancia estratégica adquirida. Pero precisamente por culpa de sus nuevas funciones, el territorio ha pasado a ser para el sistema capitalista la contradicción que contiene todas las demás: por un lado, su destrucción en tanto que recurso finito impedirá una explotación que pretende ser infinita, amenazando así los fundamentos de la economía; y por el otro, su destrucción en tanto que artificialización completa del espacio social donde se acumulan los efectos nocivos de un desarrollismo ponzoñoso, comportará la supervivencia de la especie humana en condiciones tan abominables que difícilmente ésta podrá soportar. La crisis energética es un ejemplo de lo primero; las revueltas espontáneas de los suburbios metropolitanos del mundo, un ejemplo de lo segundo. Y además, la destrucción del territorio no es soslayable en el contexto actual: dado que la fuerza productiva preponderante, la tecnología, es eminentemente fuerza destructiva, la catástrofe es el resultado y también el requisito previo del funcionamiento capitalista contemporáneo. A lo que conducen las catástrofes es a un mayor control, solución técnica donde las haya, así que la destrucción del territorio no se detiene ante sus consecuencias, sino que impone una monitorización, eso que los «verdes» llaman «seguimiento», los expertos policiales «contención» y los dirigentes, simplemente «salvaguarda del orden». Los controles persiguen tanto la adaptación de las poblaciones a la devastación como el encarrilamiento y la disolución de la protesta. Para una cosa recurrirán a la legislación medioambiental y a los medios, dando juego las plataformas ciudadanas, al ecologismo político y al voluntariado. Para la otra, echarán mano directamente de la tecnovigilancia y de las fuerzas del orden. Esos son los dos polos cuya tarea no es otra que neutralizar el combate anticapitalista por excelencia: la defensa del territorio. La dialéctica capitalista de la destrucción y reconstrucción se duplica en dialéctica de la represión e integración.
El territorio, al convertirse en parte principal de una fábrica dispersa, deviene el lugar donde los antagonismos sociales pueden desplegarse en toda su magnitud, y, por lo tanto, la cuestión social puede presentarse como cuestión territorial. En Castilla, «la defensa del territorio» como defensa de los bienes comunales contra la usurpación nobiliaria es mencionada en el siglo XV, pero el uso general de la expresión es mucho más reciente; probablemente provenga de las luchas de las comunidades campesinas latinoamericanas de los años 70 y 80 en defensa de su entorno y su cultura contra la agroindustria, la minería a cielo abierto y la construcción de embalses. Frente a un territorio esquilmado por los intereses económicos espurios, las comunidades oponían la idea de un territorio como bien común de uso colectivo regulado, abrigo, recurso y fuente de vida. En los países donde reinan condiciones turbocapitalistas, la defensa del territorio surge en el campo como protección del hábitat rural y del modo de vida que éste hacía posible, inicialmente como movimiento antinuclear, y surge en la conurbación como respuesta a la degradación insoportable de la vida urbana. En ambos casos es una defensa de la identidad perdida, esa de la que nos hablaba Catón el Censor al escribir en De Agricultura: «cuando nuestros antepasados querían alabar a un buen ciudadano le llamaban buen agricultor, buen granjero» (los romanos consideraban el trabajo de la tierra como la única ocupación verdadera del hombre libre). En el campo se prolonga dicha defensa en una resistencia a las infraestructuras y a la industrialización de la actividad agraria, resistencia que pretende restaurar la democracia vecinal; en la aglomeración urbana es una lucha por la descolonización de la vida cotidiana que desemboca bien en un combate por el retorno de la vida pública, o bien en la deserción de la urbe. En el primer caso se apela al apoyo de las masas urbanas; en el segundo, se invita desde la plaza pública a la ocupación de tierras y a la creación de huertos colectivos. La defensa del territorio es pues una lucha por la ciudad, y viceversa, la lucha por la ciudad es una defensa del territorio. Hubo un tiempo en que la población urbana tenía un fuerte componente agrario, representado en sus órganos rectores. Ciudad y territorio nunca han sido y no son realidades distintas y enfrentadas, son interdependientes; ni son concebibles una sin la otra, ni se pueden transformar por separado. Ni la libertad ciudadana existirá en un territorio sojuzgado, ni la soberanía municipal podrá darse alrededor de una megalópolis. Para que se dé una verdadera simbiosis, las dos exigen el desmantelamiento de las conurbaciones y la dispersión del poder, pero no la abolición de la ciudad; la recuperación para el cultivo del espacio urbanizado y el fin de la dependencia unilateral, no es el fin del proyecto colectivo de convivencia ciudadana: la desindustrialización sigue los pasos de la ruralización, no los de la barbarie anticivilizadora. Desurbanizar el campo y ruralizar la urbe, volver al campo y retornar a la ciudad, tales son las líneas convergentes de una futura revolución antiestatista y anticapitalista. El derecho al territorio que ha de deducirse de un uso racional del espacio, es también derecho a la ciudad, pero su implantación exige tanto el fin del Estado, como del mercado global.
Si proclamamos que la defensa del territorio es la nueva lucha de clases, o que, repitámoslo, la cuestión social es ante todo una cuestión territorial, ello no es debido a que los objetivos de una clase oprimida se hayan desplazado de las fábricas a la agricultura, a la recolección o a la caza. En una sociedad donde la explotación es fundamentalmente técnica, los oprimidos no forman una clase, puesto que no son sino prótesis de la máquina, masas hechas a imagen del mundo urbano en el que sobreviven. No les define la recepción de un salario a cambio de un trabajo, sino el ser piezas de un engranaje que les obliga a consumir y endeudarse en un espacio enclaustrado y condicionado, el de la economía de mercado. Les define pues un modo de vida particular impuesto, donde carecen de decisión por completo. Dicho espacio es urbano pero sin vida urbana, ideal para los neuróticos, los parásitos, los anormales y los sociópatas. Es el espacio de masas sin voz y sin conciencia, infelices, administradas mecánica y autoritariamente por profesionales del adiestramiento. La degradación de la convivencia y la agresividad que lo caracterizan son ambas producto de los factores mórbidos que provoca el amontonamiento, el ritmo de la máquina, la tensión consumista, la incomunicación y la soledad. Patrick Geddes llamó a la metrópolis degenerada patópolis, ciudad de las enfermedades, y efectivamente, la vida urbana está minada por condiciones patológicas crecientes. La violencia de las revueltas urbanas refleja la enorme violencia que soportan cotidianamente los desmoralizados habitantes de las conurbaciones. No es una violencia de clase, es una violencia de desclasados. La insurrección latente de las masas no es más que la expresión violentamente lógica de la patología de la vida privatizada, mediocre, apática y esclava. La miseria de la vida cotidiana, acentuada por las crisis, es el denominador común de todos los disturbios urbanos, desde los de las ciudades americanas durante los años cincuenta hasta los más recientes de Estocolmo, Ankara o Sao Paulo, y es el sustrato de todas las revueltas. A través de ellos se anuncia el nuevo proletariado. Tampoco busquemos en las cuestiones laborales la base donde recomponer el sujeto de la historia, la unificación del objeto (la realidad objetiva) con el sujeto (el agente de la Razón), porque ésta subyace en la protesta contra la expropiación total de la vida. Es una protesta que contiene implícitamente el rechazo de un espacio reíficado y masificado donde reinan la desmemoria, la ausencia de vínculos y la sumisión; en resumen, el rechazo del hábitat metropolitano. Por consiguiente, la crítica de la vida cotidiana en actos es portadora de una crítica del espacio: de la crítica del urbanismo concentracionario de los dirigentes llegamos a la de la domesticación del territorio adquiriendo por el camino una conciencia social del espacio o, dicho de otro modo, una conciencia territorial. La defensa del territorio, asamblearia por naturaleza, es el momento de dicha conciencia. La comunidad se manifiesta como reunión, como «junta», no como unión, como entidad susceptible de institucionalizarse. En cierto modo se podría decir que si al penetrar en todos los resquicios de la vida la opresión se había espacializado, la lucha contra ella, también. En el fragor de la batalla, la clase de la conciencia, el nuevo proletariado, se constituye creando y defendiendo su espacio, que es su mundo, su objeto. Su hábitat es la fábrica difusa que ha de desindustrializar y desurbanizar para poder gestionarla libremente, y su herramienta orgánica, la comunidad territorial representada por la asamblea.
Si la ordenación del territorio era la última fase de la ordenación de la vida, o sea, el caos planificado, la primera tarea de su defensa será «desordenarlo», es decir, desmasificarlo, desprivatizarlo y conducirlo hacia la anarquía, que, de acuerdo con Reclus, «es la más alta expresión del orden». La defensa del territorio ha de bregar con grandes contradicciones. La primera de ellas reside en el hecho de que el sujeto que ha de llevarla a cabo está mayoritariamente concentrado en las conurbaciones, el suelo natal de la inconsciencia y el olvido, por lo que es más probable que los procesos de despoblamiento y de repoblación sigan ritmos diferentes y vayan descoordinados. El urbanismo y la ordenación territorial, con el fin de volver imposible la apropiación liberadora de los lugares y el abandono de las zonas de apelotonamiento, han levantado grandes obstáculos al reequilibrio poblacional. A este escollo se superpone otro: la lucha desde la conurbación es principalmente destructiva, pues poco se puede construir de autónomo y verdadero en los espacios estériles de la esclavitud asalariada y consumista, y en cambio, en el campo el aspecto constructivo goza de más oportunidades, pues la cultura campesina rebrota con facilidad en terrenos segregados del mercado, todo lo cual, con una conciencia social ausente, favorece el desarrollo de ideologías mesiánicas y nihilistas en la parte urbanizada, y el de ideologías ciudadanistas y ruralistas en la suburbanizada, formas de la falsa conciencia que oscurecen la mente y vuelven a los individuos extraños a la vida libre. Así, en las áreas metropolitanas, la problemática laboral será ensalzada como máxima expresión de la «lucha de clases», mientras que el enfrentamiento con las fuerzas del orden suele ser elevado a los altares de la radicalidad y la violencia, convertida en un valor absoluto en tanto que «poesía de la revuelta». Por otro lado, en las zonas post rurales, el proteccionismo legalista, el recurso a los partidos y a la administración, el compromiso ambiental de los empresarios y la economía seudo-altruista llegarán a considerarse panaceas del decrecimiento y de la ruralidad bien entendida. En todas partes ha de construirse una comunidad de lucha para tirar hacia adelante, pero igual que no hay que desdeñar los huertos urbanos, los talleres cooperativos o los métodos asamblearios en nombre de la autodefensa de las movilizaciones, tampoco hay que dejar de lado ni la ocupación de tierras abandonadas o expropiadas, ni el sabotaje de los cultivos transgénicos, de la maquinaria para infraestructuras o del turismo. Es revolucionario saber cómo se hace una hogaza de pan, pero también lo es saber como se hace una barricada. Tanto la segregación como la resistencia no tienen como objetivo la supervivencia aislada sino la consolidación de la comunidad y la abolición del capitalismo. El restablecimiento de los concejos abiertos, la creación de una moneda «social», los circuitos cortos de producción y consumo, o la recuperación de los terrenos comunales no pueden ser vías «alter-capitalistas» y pretextos para la inactividad o el ciudadanismo. Su finalidad en el ámbito del oikos es la producción de valores de uso, no de valores de cambio. No son trazos identitarios del gueto rural buenrollista, sino distintos aspectos de una misma lucha, la lucha por un territorio emancipado de la mercancía y del estado, cuya atmósfera hará libres a quienes la respiren. Son elementos de importancia mayor de cuya correcta combinación dependerá una estrategia eficaz que conduzca las fuerzas de la conciencia histórica a la victoria. Su elaboración es tarea de la crítica antidesarrollista, que, a diferencia de otro tipo de críticas, no se pierde en generalizaciones teóricas abstractas ni se instala en la pura negatividad o positividad activista, puesto que, de forma muy concreta, sabe lo que quiere. Por eso no intenta coger la luna en el reflejo del agua. Conoce exactamente el lugar donde ir a buscar las cosas.
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