30 noviembre, 2020

La nueva anormalidad. Un suave golpe de Estado — Miquel Amorós

 


LA PESTE.org – 16/11/2020

Gobernar por el miedo en tiempos de crisis

La catástrofe no solo es la promesa de desgracia hecha por la civilización industrial, es ya nuestro presente inmediato. Lo confirma el alarmismo de los expertos ante la posibilidad anunciada a los cuatro vientos de un colapso del sistema sanitario. Al decretar el fin del estado de alarma anterior, los gobernantes intentaban evitar la agudización de la crisis económica. Sin embargo, la precipitación por sacar la economía del confinamiento ha conducido a lo contrario: los rebrotes del virus no han tardado en venir, o al menos es lo que dicen las estadísticas de interesados estudios científicos. Según dejan entrever los medios de desinformación, la gestión efectiva de la pandemia no pudo ser más desastrosa, pues si bien una sociedad de consumo no es capaz de sobrevivir con una economía semiparalizada, tampoco puede dejar de lado a los consumidores. Su grado de disponibilidad para el trabajo y el dispendio, o sea, lo que suele llamarse salud, ha de ser satisfactorio. Más claro: por no dar un salto hacia delante en el control social de envergadura suficiente, los dirigentes se han visto forzados a dar un paso atrás, proclamando un nuevo estado de alarma con el fin de acogerse a disposiciones disciplinarias anteriores, preparadas con restricciones inútiles en «actividades no esenciales», toques de queda y confinamientos a la carta. No es seguro que estemos ante una “segunda ola”, pero lo cierto es que estamos ante un verdadero golpe de Estado. Por la vía de la excepción se abre un segundo capítulo en la implantación de una dictadura sanitaria destinada a perdurar. El pájaro desarrollista con la ayuda del virus mediático incuba el huevo de la tiranía.


En verdad, las condiciones de vida en la sociedad del crecimiento infinito constituyen una seria amenaza para la salud del vecindario, pero los dirigentes y sus asesores no plantean soluciones técnicas que no discurran en el sentido de los intereses dominantes. El problema es que estos son contradictorios. Hay conflicto de potencias y conflicto dentro de ellas. Las estructuras de poder se están reconfigurando a escala mundial ante las crisis venideras que el choque de intereses está planteando. Se articulan de nuevo los Estados, el capitalismo y la tecnociencia –la megamáquina– con previsibles malas consecuencias para la población, de la cual una parte cada vez mayor ya resulta inútil para el sistema. Se trata de gestionar excedentes, técnicamente, bien por guerras, bien mediante enfermedades infecciosas. Si lo que se persigue es la obediencia incondicional, el miedo, y en casos graves, el terror, es la herramienta necesaria de gobierno. En el caso concreto de la pandemia, todo consistiría en encajar la salud con la economía convirtiendo aquella en una oportunidad de tecnificación y desarrollo. La costosa sanidad pública se dejaría tal como está, es decir, semidesmantelada. Los medicamentos caros y las vacunas milagreras serían el primer objetivo de la industria farmacéutica, la más corrupta, y por supuesto, de los gobiernos. Acompañadas por medidas profilácticas como el lavado de manos, el saludo con codo, el pago con tarjeta, la mascarilla, la distancia, la ventilación, el silencio y pronto el carnet de inmunidad, abrirán paso al control general. Pero para que la población obedezca los consejos que brinda la farmacopea del espectáculo, urge una sumisión servil, y ahí está el problema: nadie cambia alegremente sus hábitos sociales por el aislamiento sin sentido por más que lo ordenen las autoridades. Situaciones supuestamente alarmantes requieren dosis superiores de catastrofismo y gran despliegue policial. La dominación ha de recurrir primero al miedo y luego, si eso no funciona con todos, a la fuerza. Políticamente, eso significa la supresión de las apariencias democráticas del parlamentarismo en pro del autoritarismo típico de las dictaduras, cuya eficacia ahora depende de un control digital absoluto. En efecto, la supresión de las libertades formales (de circulación, de reunión, de manifestación, de residencia, de prescripción médica, etc.) que garantizan las constituciones, el «rastreo», las multas y el fomento de la delación, tienen muy poco que ver con el derecho a la salud y mucho con la remodernización del poder a la que no es ajena la pérdida de confianza de los gobernados, que, ante la duplicidad, la ineptitud y la irresponsabilidad de los gobernantes, incurren con desenvoltura en la desobediencia. Y puesto que la soberanía llamada popular allá donde reina la mundialización no reside realmente en el pueblo, considerado un ser irracional que debe ser neutralizado, sino en el Estado, fiel ejecutor de los designios de las altas finanzas, el despotismo es la respuesta natural del poder a la pérdida de legitimidad. Al separar la gobernanza del derecho mediante decretos ad hoc de legalidad cuestionable, el Estado cobra a la población el peaje de una pretendida crisis que confiesa no haber sabido conjurar, pero de la que culpa al “comportamiento incívico” de determinados sectores, principalmente juveniles. Si no hubiera resistencia a tanto abuso, la vida social acabaría recluida en el espacio virtual y lo único democrático que permanecería en pie sería el contagio.


El último libro de Vaneigem empieza así: «Desde los días sombríos que iluminaban la noche de los tiempos, solamente era cosa de morir. De ahora en adelante se trata de vivir. Vivir en fin, es reconstruir el mundo». Literalmente, la situación empuja a una reacción colectiva contra la privatización, la artificialización y la burocratización en defensa de la vida, estrechamente ligada a la defensa de la libertad. Lo que mata a la una (el Estado, el Capital), mata a la otra, por lo que tal defensa empieza por la desobediencia civil a los dictados de ambos. Ellos son el verdadero peligro, y no el virus. La reacción desobediente contra todas las imposiciones constituye en estos momentos el eje de la lucha social, pero desobedecer no es suficiente: frente a la confusión fomentada por el poder, hay que reivindicar la verdad. Conviene evitar a toda costa que la protesta sea desacreditada por las alucinaciones del complotismo y el negacionismo. Las fisuras que se están produciendo en el consenso científico pueden contribuir a ello. Respecto a la pandemia, la primera norma de la autodefensa aconseja guardar distancias higiénicas con el Estado e ir a la autogestión de la sanidad. El coronavirus, arma del Estado, también podría usarse en su contra. No interesa una sanidad pública porque depende del Estado y sus filiales autonómicas, sino un sistema de salud en manos de colectivos compuestos por personal sanitario, usuarios y enfermos. La cuestión consiste menos en crear clínicas alternativas en la órbita de la economía social –opción tampoco descartable–, que en arrebatar al Estado la gestión de una medicina que se quiere a escala humana, es decir, descentralizada y próxima. Nada será posible sin sostenidos estallidos de cólera que pongan en movimiento a masas insumisas hartas de sufrir la torpe manipulación de las autoridades y sus estúpidos confinamientos. Mejor afrontar las consecuencias de su insubordinación que vivir bajo la férula de ejecutivos ignorantes y tecnócratas embusteros. En un mundo determinado por el trabajo muerto y devorado por una psicosis inducida desde los medios, que sean cada vez más los cuerdos que tomen partido por la naturaleza, libertad, la verdad y la vida.


¡La bolsa o la vida! O el caos económico y sanitario, o el fin de la dominación. O las engañosas comodidades cada vez mas constreñidas de una economía mortífera, o la aventura de una existencia soberana, esa es la cuestión. Las protestas conscientes de la vida cotidiana han de tener como horizonte un mundo antidesarrollista, no patriarcal, sin polución, sin alimentos industriales, sin ocio de fábrica, sin basura, desglobalizado y desestatizado. Si nos detenemos de nuevo en la salud, recordemos que para propagarse, los virus requieren una población numerosa, densa y en perpetuo movimiento. En cambio, los agrupamientos pequeños y tranquilos no padecen enfermedades epidémicas. El hacinamiento y la hiperactividad promueven la transmisión -condiciones que se dan óptimamente en las metrópolis-, así como también los desplazamientos masivos debido a las hambrunas, las guerras y el turismo. Razones de más para que el mundo a reconstruir sea un agregado de pacíficas comunas autosuficientes mayormente rural, desmotorizado, desurbanizado y desmilitarizado.



6 comentarios:

  1. Más que suave, es un obsceno golpe de estado en toda regla. Y en Francia aún peor que en España.

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    1. Entiendo yo que, por "suave", se refiere Miquel a que no es un golpe militar a la vieja usanza.

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  2. Totalmente de acuerdo en el análisis y las conclusiones. Pero hay algunas cosas que resolver. Ese deseado mundo de comunas autosuficientes se ha de construir a partir del mundo real superpoblado e interdependiente. En medio de luchas por medios de subsistencia escasos. Un mundo en que la autogestión de cada comunidad no solucionará los conflictos entre ellas. ¿Cómo se resolvería la necesariamente drástica reducción de la población a los límites sostenibles, sin una coordinación que supera las posibilidades de esas "comunas autosuficientes"?

    Cuidado con afirmaciones abstractamente engañosas como esta:

    "La defensa empieza por la desobediencia civil a los dictados del Estado y del Capital. Ellos son el verdadero peligro, y no el virus. La reacción desobediente contra todas las imposiciones constituye en estos momentos el eje de la lucha social".

    De acuerdo que Estado y Capital son hoy aliados que se necesitan mutuamente, que la pandemia es una ocasión para fortalecer el control de las poblaciones. Pero la Libertad abstracta, sin definir qué libertad y para qué, es la que conduce a rebelarse sin pensarlo mucho contra las medidas sanitarias que pueden evitar lo peor.

    A no ser que ese descontrol que fácilmente desemboca en el negacionismo sea efectivamente una forma más de reducir la población mundial a los límites sostenibles...

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    1. Efectivamente. Los problemas a los que nos enfrentamos son de tal magnitud y complejidad que es imposible, no ya resolverlos, sino encararlos con fórmulas "mágicas", por muy bienintencionadas que estas sean. Será largo, muy largo el camino que habrá que desandar tan sólo para alcanzar un punto de inflexión hacia otro sistema más justo, racional y sostenible.

      Por otra parte, este es mi modesto parecer, dudo mucho que una súbita y completa desaparición del Estado trajera consigo, hoy por hoy, el tan anhelado mundo soñado por el anarquismo. Según Naciones Unidas: "Se espera que la población mundial aumente en 2.000 millones de personas en los próximos 30 años, pasando de los 7.700 millones actuales a los 9.700 millones en 2050, pudiendo llegar a un pico de cerca de 11.000 millones para 2100".

      Ya no se trata, pues, de cómo se estructura tal o cuál país, sino de cómo se organiza esa inmensa multitud en este planeta limitado y, lo que es peor, gravemente dañado por el capitalismo.

      Para caminar en pos de la utopía hacen falta "zapatos" (para todos y todas).

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    2. Anónimo12/02/2020

      Para caminar no hacen falta "zapatos" sino, como mucho, pies.

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    3. Es una simple metáfora. Como verás, "zapatos" está entrecomillado.

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